RESUMEN

La expropiación de las capacidades sexuales y reproductivas femeninas representa un objetivo cardinal del patriarcado. Con tal finalidad, fue requisito necesario cosificar a las mujeres y, a su vez, impedir las condiciones de posibilidad para que su autonomía material o simbólica pusiera en riesgo tal pretensión. Este artículo recoge los mecanismos que hicieron posible la consideración de las mujeres como cuerpos con fines y deberes sexuales o reproductivos, las consecuencias en términos de identidad o libertad, el proceso desestabilizador que supuso convertir los deberes en derechos sexuales y reproductivos, identificando algunas ausencias o elementos problemáticos en su reconocimiento internacional. Concluye analizando el sincretismo legal y cultural que supone que, recién adquirido el estatus de sujetos, se mercantilicen viejas y nuevas formas de expropiación sexual o reproductiva que propugnan, nuevamente, la consideración de las mujeres como meros cuerpos.

Palabras clave: Derechos sexuales y reproductivos; reificación; maternidad; sexualidad; igualdad entre mujeres y hombres; prostitución; pornografía; vientres de alquiler.

ABSTRACT

The expropriation of female sexual and reproductive capacities represents a cardinal objective of patriarchy. To this end, it was a necessary requirement to reify women and, in turn, prevent the conditions of possibility so that their material or symbolic autonomy would put such claim at risk. This article collects the mechanisms that made possible the consideration of women as bodies with sexual or reproductive purposes and duties, the consequences in terms of identity or freedom, the destabilizing process that meant converting duties into sexual and reproductive rights, identifying some absences or problematic elements in its international recognition. It concludes by analyzing the legal and cultural syncretism that supposes that, recently acquired the status of subjects, old and new forms of sexual or reproductive expropriation are commercialized that advocate, once again, the consideration of women as mere bodies.

Keywords: Sexual and reproductive rights; reification; motherhood; sexuality; equality between women and men; prostitution; pornography; surrogacy.

Cómo citar este artículo / Citation: Nuño Gómez, L. y Martínez de Aragón López, L. (2022). ¿Deberes o derechos?: hacia una reconceptualización teórica y jurídica de la libertad sexual y reproductiva de las mujeres. IgualdadES, 6, 45-‍76. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.6.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. EXPLOTACIÓN SEXUAL Y REPRODUCTIVA COMO OBJETIVO, COSIFICACIÓN COMO CONDICIÓN DE POSIBILIDAD
  4. II. OPRESIÓN Y REPRESIÓN: EL INTERDICTO DE LA SEXUALIDAD FEMENINA COMO GARANTE DEL DERECHO PATERNO
  5. III. LA CONSTRUCCIÓN PATRIARCAL DE LA MATERNIDAD: EL CUERPO COMO CÁRCEL DEL ALMA
  6. IV. DE DEBERES A DERECHOS SEXUALES Y REPRODUCTIVOS
  7. V. EL RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS SEXUALES Y REPRODUCTIVOS: NUDOS CRÍTICOS Y DÉFICITS EN SU CONCEPTUALIZACIÓN
  8. VI. INTERRUPCIÓN VOLUNTARIA DEL EMBARAZO Y REIDEOLOGIZACIÓN DE LA MATERNIDAD
  9. VII. LAS LIBERTADES SEXUALES: DE LA REVOLUCIÓN SEXUAL AL #METOO
  10. VIII. A MODO DE CONCLUSIÓN: UN CUERPO PROPIO
  11. NOTAS
  12. Bibliografía

I. EXPLOTACIÓN SEXUAL Y REPRODUCTIVA COMO OBJETIVO, COSIFICACIÓN COMO CONDICIÓN DE POSIBILIDAD[Subir]

El proceso crítico-reflexivo en el que hunde sus raíces el feminismo, como práctica política y como proyecto intelectual, ha tematizado y problematizado en numerosas ocasiones las causas últimas de la jerarquía sexual, así como los fundamentos teleológicos o los fines de dicho sometimiento. La explotación sexual o reproductiva de las mujeres pronto se reveló como uno de los principales objetivos del patriarcado; incluso, como el cardinal (‍Mackinnon,1995: 299). Habida cuenta que apropiarse de su capacidad reproductiva y garantizar la certeza sobre el origen genético de la descendencia de cada varón requería hacerlo previamente de su sexualidad, se impuso un férreo discurso punitivo moralizador que impidió la autonomía de las mujeres y condicionó su propia subjetividad. Sus derechos sexuales y reproductivos, lejos de ser tales, se instituyeron en deberes y obligaciones.

Expropiar con éxito su capacidad sexual y reproductiva requería, previamente, promover las condiciones materiales, en términos marxistas, o de posibilidad, según el existencialismo beauvoiriano, para hacer de las mujeres medios, cuerpos y objetos. En suma, evitar un escenario que pusiera en tela de juicio la jerarquía sexual y el privilegio masculino de apropiarse de la sexualidad y la reproducción de, al menos, una mujer por varón. Un objetivo que se tornó más complejo, en términos de legitimidad, tras la proclama ilustrada de la igualdad masculina.

Pero, como es comúnmente conocido, el contractualismo clásico resolvió el dilema negando la racionalidad de las mujeres y, como consecuencia, fueron definidas como seres emocionales, sin capacidad ética ni de autocontrol y excluidas del conocido contrato social. Como queda recogido en el contrato sexual, tematizado por Pateman (‍1995), en la reificación presente en la escolástica clásica, que conceptualiza a las mujeres como cuerpos sin alma, alejada de la noción tomista del ser humano como alma corporeizada, o el amplio acervo de los mitos y grandes relatos que sustentan un imaginario popular sobre la naturaleza femenina como algo irracional, embaucador y peligroso[2]. Así, según Luisa Posada, «la asociación de la mujer con la corporalidad, su conceptualización como esencialmente cuerpo, permitió concebirla siempre, con diferentes expresiones históricas, como ese lado oscuro e irracional de lo humano, al que la razón debía controlar» (‍2015: 110).

En la medida que el bons sense —entendido como capacidad de juicio y discernimiento— fue considerado el rasgo característico por antonomasia del ser humano y elemento diferenciador respecto al resto de los seres vivos, la negación de tal atributo dejó a las mujeres en un limbo prerracional, con el paradójico tratamiento de seres humanos no racionales. Una consideración que expulsó a las mujeres del mundo de los «iguales» para agruparlas en la alteridad de las «idénticas»[3].

En este sentido, aunque la alteridad es siempre un concepto relacional que implica una diferencia identitaria de carácter recíproco, para el caso que nos ocupa, se instituyó como oposición absoluta respecto al varón y como jerarquía sexualizada. De forma tal que la subalternidad y el deseo de sometimiento de las mujeres formaría parte no solo de un supuesto orden natural o divino, sino que representaría un elemento constitutivo de la preciada feminidad.

Una vez desposeídas de la razón como atributo identificador de lo humano, serían meros cuerpos valorados por su capacidad de gestar o de suscitar deseo en los portadores de la razón. Cosificadas y reducidas a medios para la satisfacción de expectativas ajenas, ni su sexualidad ni su reproducción quedarían a su arbitrio. En tanto seres definidos como carentes de buen juicio se proyectará sobre ellas el deber de silencio[4] y obediencia y, por tanto, será el criterio del sujeto de la razón patriarcal el que goce del monopolio de la voz pública. Una perspectiva androcéntrica que provocó que las necesidades masculinas y los intereses sociales fueran, inevitablemente, una misma cosa.

Desde una mirada androcéntrica, antropocéntrica y etnocéntrica, se legitimó la pertinencia de la explotación de cualquier ser vivo cuya ontología o esencia no se identificara con la razón y la cultura (‍Puleo, 2017). Una interpretación literal de la promesa bíblica del «heredarás la tierra» que se erigió en una suerte de mandato civilizatorio, según el cual, colonizar todo aquello considerado como no racional forma parte del progreso social, cultural y económico. Y, en este sentido, la dominación de las mujeres tuvo un elemento claramente diferencial respecto a otras identidades oprimidas: fue una dominación sexualizada. Así, como señala Kathleen Barry, «las condiciones de su opresión tienen lugar en, y a través de, su cuerpo como territorio colonizado» (‍Barry, 2010: 303).

Con tal finalidad, un amplio abanico de mandatos patriarcales convertirán sus cuerpos en propiedades ajenas, en repositorios de la honra familiar o comunitaria y, por tanto, en objeto de severa vigilancia y, en su caso, de conveniente sanción. Así, se implantarían imaginarios colectivos y prácticas sociales, interiorizadas como sólida ley natural, que difundieron una proyección hiperbólica del instinto sexual masculino frente a la pasividad sexual femenina,[5] y del instinto de maternidad femenino frente al rol de autoridad reflexiva del pater familias.

Es cierto que el relato histórico y la construcción social de las mujeres como cuerpos con fines sexuales y reproductivos confronta con el marco legal existente en los patriarcados por consentimiento en los que las mujeres han adquirido, al menos formalmente, el estatus de sujetos de derecho. Afortunadamente, durante las últimas décadas se ha deslegitimado el discurso defensor de la apropiación de los cuerpos de las mujeres como un privilegio masculino normalizado, naturalizado y legal. Pero, pese a los cambios legales, las prácticas culturales siguen justificando, en mayor o menor medida, la subalternidad de las mujeres.

Y en la pugna entre un nomos legal, que se cumple con relativa eficacia, y un nomos cultural, que se interioriza como el orden natural que debe regir las relaciones entre mujeres y hombres, el segundo tiende a prevalecer. De forma tal que en el imaginario colectivo sigue presente la reificación de las mujeres como objetos sexuales, así como la posibilidad de cosificar un cuerpo si se trata del de una mujer. Así, la tolerancia social frente a la expropiación de la sexualidad o la reproducción femenina —característica de los patriarcados de coerción— ha sido integrada en unas sociedades de mercado para las cuales todo puede ser mercantilizable. En mayor medida, claro está, si previamente se ha cosificado (‍Nuño, 2020).

II. OPRESIÓN Y REPRESIÓN: EL INTERDICTO DE LA SEXUALIDAD FEMENINA COMO GARANTE DEL DERECHO PATERNO[Subir]

Hasta la extensión y diversificación de los métodos contraceptivos la reproducción era consecuencia inevitable de la actividad sexual. Por lo que, en el caso de las mujeres, la vigilancia de esta última fue la fórmula para controlar y garantizar la certeza sobre el origen genético de la descendencia y, con ello, del derecho paterno[6]. De tal modo que sobre su sexualidad no solo medió un severo interdicto, sino que, casi hasta la década de los setenta, su deseo o placer se negó, se devalúo, se convirtió en irrelevante o incluso en poco conveniente[7]. La conducta sexual apropiada, según la noción histórica y tradicional del patriarcado, fue la virginidad antes del matrimonio, el débito y la fidelidad conyugal tras el mismo y, en general, una posición subalterna en las relaciones sexuales.

La exclusión de las mujeres del universo de los iguales provocó que para ellas un adecuado casamiento fuera casi la única fórmula de supervivencia y reconocimiento social. Como es conocido, su valor en el mercado matrimonial y su consideración social en tanto mujeres vendrá determinado por la salvaguarda de su virginidad y de su honra, entendida esta última como el interdicto de cualquier actividad sexual previa o ajena a la unión conyugal.

Así, a diferencia de la noción de honor masculino, la honra femenina no se presupondrá, dependerá de la particular apreciación de terceras personas. La histórica sentencia «la mujer del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo»[8], se proyectará sobre todas las mujeres. La sola amenaza del menoscabo de la honra limitará su autonomía y presencia en el espacio público, convirtiendo el confinamiento doméstico o, en su defecto, una ocupación cautelosa y convenientemente vigilada de dicho espacio, en una recomendación casi universal para evitar el demérito que supondría un eventual cuestionamiento de su honra o castidad. En caso de fracaso en la protección de la misma, incluso cuando fuera de forma coercitiva o violenta, se interiorizará por las niñas y mujeres con sentimientos de culpa, vergüenza y fracaso.

El monopolio estatal en términos punitivos o de uso de la violencia para regular la conducta humana (como consecuencia del pacto o contrato social fundacional), así como el potencial legitimador de la legislación en lo relativo a la moral pública, se proyectó en términos de opresión y de represión de las conductas no acordes con los mandatos de género. En sentido opresor sometió materialmente y presionó culturalmente a las mujeres. En su capacidad represora, contuvo cualquier posible expectativa de autonomía sexual, castigando de forma coercitiva a aquellas que no respetaran el mandato de restricción de su sexualidad al ámbito de las relaciones conyugales.

Pero el usufructo sexual no se ciñó solo a la privatización de su sexualidad mediante la institución matrimonial, también se procedió a su colectivización a través de una segunda institución: la prostitución. Destacados moralistas defendieron la existencia de mancebías como un «mal menor». El propio san Agustín, en el capítulo cuarto del libro segundo de De Ordine, pese a considerar la prostitución como una actividad degradante, defendió la misma porque separaba las mujeres de uso privativo y las de uso público[9], permitiendo el monopolio sexual, por parte de un solo varón, de las destinadas al matrimonio y la procreación y el concurso de todos en el caso de aquellas colectivizadas para un uso sexual no reproductivo[10]. Hubo unanimidad al respecto y contractualistas, filósofos y religiosos compartirán las bondades de la explotación diferenciada y la conveniente separación entre unas mujeres y otras. Una teoría de la separación que, obviamente, no operaría en el caso de los varones.

Tanto los mandatos como los ilícitos sexuales serían muy diferentes si se nacía varón o si, por el contrario, se nacía con el sexo equivocado para reclamar libertad alguna al respecto. El derecho, como instrumento de ordenación social, no fue ajeno a los mandatos sexuales y reproductivos en su doble vertiente sancionadora y propedeútica. La sexualidad femenina, lejos de considerarse un asunto privado, se elevó a la consideración de problema colectivo, de forma tal que, en supuestos de disidencia, serían delitos que atentarían contra el orden público.

No obstante, la sobrerregulación del cuerpo femenino no supuso que este ocupara un papel central en el pensamiento occidental. Exceptuando el debate sobre la relación entre cuerpo y alma, propia de la tradición tomista, hubo una relativa indiferencia y desprecio hacía el cuerpo como objeto del análisis filosófico. Sobre todo a raíz de la modernidad y el cartesianismo lo corporal será devaluado y, por tanto, lo convertido en cuerpo correría idéntica suerte[11].

Paradójicamente, sobre los portadores del buen juicio o discernimiento se proyectará la peculiar consideración de incapacidad para controlar sus instintos. En una hipérbole de misoginia, las previamente definidas como de naturaleza irracional serán responsables de evitar o refrenar un comportamiento sexual inadecuado por parte de los sujetos de la razón.

A su vez, durante siglos se negará o se convertirá en irrelevante el placer sexual del cuerpo sexualizado. La mujer eunuco, publicado en 1970 por la académica australiana Germaine Greer, denunció la castración del placer femenino que suponía la sexualidad patriarcal. Seis años después vería la luz The Hite Report on Female Sexuality (‍Hite, 1976). El citado informe recogió los resultados de casi tres mil entrevistas, realizadas a una muestra heterogénea de mujeres norteamericanas, concluyendo que solo una tercera parte había experimentado un orgasmo durante el coito. Los resultados de su popular informe invalidaron de forma fehaciente las tesis previas de autores como Alfred Kinsey o del mundialmente encumbrado Sigmund Freud. Pero el placer femenino seguía siendo irrelevante y algo tabú, mientras que el cuestionamiento de la sexualidad patriarcal representaba todavía un anatema objeto de severo reproche.

Como ya hubiera ocurrido décadas antes tras la publicación de El segundo sexo[12], la iracunda reacción ante el cuestionamiento de la capacidad de los norteamericanos para satisfacer a sus parejas se plasmó en durísimos ataques personales y profesionales que tacharon la obra de Hite y a su persona de inmoral, corrupta y poco científica. En 1995, casi dos décadas después de la publicación de su popular informe, la ensayista estadounidense terminaría abandonando el país y renunciando a su nacionalidad.

A partir de la década de los sesenta y setenta, en las sociedades que vivieron la denominada revolución sexual, se rebajó la sanción social sobre la libertad sexual de las mujeres. El erotismo, el deseo y el placer femenino perdieron su condición de tabú y las relaciones sexuales fuera del ámbito matrimonial se desestigmatizaron. Pero la pretensión de las mujeres de abandonar el estatus de objeto se vio acompañada de una «reacción»[13] que reforzó y exaltó el mandato de ser un cuerpo atractivo, entendido como esbelto, joven y disponible. Su consideración seguiría siendo la de «objeto sexual destinado a ser usado y evaluado por otros seres sexuales, los hombres» (‍Greer, 2004: 22). En suma, seres deseados y valiosos o fallidos proyectos del deseo ajeno en función de su adaptación a los mandatos de belleza impuestos de forma heterónoma. Reconocimiento que, de forma inevitable, terminó determinando su propia subjetividad y autoestima.

III. LA CONSTRUCCIÓN PATRIARCAL DE LA MATERNIDAD: EL CUERPO COMO CÁRCEL DEL ALMA[Subir]

El dictum tomista «tota mulier in utero»[14] sintetizó la misoginia de la cultura occidental. El control del cuerpo femenino, no solo conllevó la opresión y represión sexual de sus portadoras, sino que, como denuncia Julia Kristeva, las marcas o la representación de los signos asociados a la procreación (útero, menstruación o parto) serán algo apreciado pero abyecto (‍1980: 86). La capacidad de engendrar fue, a la par, origen de reconocimiento por su utilidad social y patología inhabilitante para su consideración como sujetos de la razón.

Un sincretismo que integró los parabienes asociados a ser «dadora de vida» con la maldición de la «matriz perversa» (‍Greer, 2004) como fuente específica de todos sus males. Como acertadamente advierte Luisa Posada, se produjo una simbiosis entre feminidad e histeria, entendida esta última como «lo irracional, el pulso ciego, lo que no puede adecuarse a razón, porque es relativo al útero. De modo que las funciones de la reproducción orientan y perturban a la vez el cuerpo de la mujer» (‍2015: 112). Por ello, para el sexo femenino se hará realidad el pensamiento platónico. El cuerpo será, en efecto, la cárcel del alma[15].

A su vez, aunque la maternidad en el marco del matrimonio fue concebida durante siglos como principal obligación de las mujeres, ello no supuso que fueran consideradas el agente central de la procreación, papel que sería atribuido al padre tanto en su consideración legal como simbólica. Hasta fechas muy recientes solo este tendrá la patria potestad sobre su descendencia[16]. Al igual que ocurriera con la sexualidad, en la que los varones se instituyeron como sujetos deseantes, en la gestación serán considerados el agente procreador.

En los orígenes del pensamiento occidental, desde la filosofía aristotélica hasta la Summa Theologica de san Agustín, hubo un consenso —prácticamente unánime— en que la esencia y teleología de las mujeres era ser el instrumento para la procreación. Tomás de Aquino retomará las propuestas aristotélicas que identifican la maternidad con la fisis, la materia y el no ser, con la supuesta función pasiva y receptora de las mujeres como gestadoras. Lejos de la consideración de sujetos con fines últimos, serían medios, «causa material» (en la versión aristotélica) o herramientas a disposición de los intereses sexuales o reproductivos de unos varones definidos como «causa principal». En la medida que, según dicha consideración, no transmiten ni el genos ni el logos, su existencia —según calificación de Celia Amorós— será la de una «vida mostrenca» o «vida a palo seco», no legitimada ni por la trascendencia ni por la genealogía (‍2014: 31).

En tanto medios para fines ajenos, la posibilidad de controlar su capacidad reproductora o evitar la misma fue perseguida con obstinación. Como relata Silvia Federici (‍2004), tras las crisis demográficas europeas de los siglos xvi y xvii, provocadas por la gripe y la hambruna, la colaboración femenina para la interrupción del embarazo, consentida en épocas anteriores, sufrió una durísima persecución a través de una «caza de brujas» que envió un claro mensaje del castigo previsto en caso de oposición al mandato de productividad reproductora.

La maternidad extensiva, entendida como aquella que ofrece al pater familias una numerosa prole, será mandato para las mujeres. Aunque podría operar en sentido contrario si los intereses sociales requerían una reducción del crecimiento poblacional, como ocurrió con las esterilizaciones forzosas en India[17], Uzbekistan[18] y Perú[19]. En suma, mandatos pronatalistas o de control de la natalidad[20] según intereses puntuales de la fratría social.

La perversión última fue convertir la maternidad en «el» deseo o expectativa por antonomasia de cualquier mujer. Así, como acertadamente alertara John Suart Mill en su obra La sujeción de la mujer (‍1869), el peso de la socialización de las niñas iría encaminado a fomentar el instinto reproductor y la subordinación al varón como máximo exponente de la feminidad «encaminando toda la fuerza de la educación para conseguir su propósito» (‍1973: 173).

La socialización generizada conseguiría, no sin fugas, transformar la maternidad obligada en vocación, el mandato en instinto y la abnegación en renuncia voluntaria a los deseos propios. Como colofón, en la medida que tal vocación se proyecta como respuesta incontrolable, según el binarismo epistemológico propio de la modernidad, se consideró como no racional y, por tanto, sin valor ético o cultural (‍Rich, 1996; ‍Sau, 2004).

Como apunta Elisabeth Badinter, «toda mujer apta para procrear lo hacía sin plantearse demasiadas preguntas. La reproducción era a la vez un instinto, una obligación religiosa y otra debida a la supervivencia de la especie. Se daba por sentado que toda mujer normal deseaba hijos» (‍1980: 19). En ausencia de dicho instinto reproductor, tendría que enfrentarse al repudio, a la consideración de mujer antinatura o, incluso en la actualidad, a un interés desmedido de su entorno social o familiar por conocer sus planes al respecto y los motivos por lo que desatiende la sonora llamada de la naturaleza.

Será en la década de los años sesenta y setenta del pasado siglo, tras la constitucionalización de la igualdad formal, cuando el movimiento feminista redoble sus esfuerzos para desenmascarar la trampa de asumir como natural lo que en realidad es político y cultural. Así, la clásica vindicación de igualdad política o educativa, característica del feminismo decimonónico, se enriqueció con una perspectiva caleidoscópica de la opresión y la subordinación, politizando cuestiones invisibilizadas hasta entonces.

Entrarán a formar parte de la agenda emancipatoria no solo aspectos asociados al sometimiento y la explotación sexual y reproductiva femenina, sino otros como la división sexual del trabajo, el confinamiento doméstico y una interpelación generalizada de las cuestiones que se relegan al ámbito de lo personal o las que se elevan al púlpito de lo público. Se inicia una senda con el objetivo de garantizar las condiciones de posibilidad para que las mujeres adquieran la condición de sujetos y, consecuentemente, simetría relacional con los varones y capacidad de decisión sobre sus cuerpos y sus vidas[21], su sexualidad y su reproducción.

Sin duda la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvoir será un punto de inflexión tanto en la teoría como en la práctica feminista. Para la filósofa existencialista «el cuerpo de la mujer es uno de los elementos esenciales de la situación[22] que ocupa en este mundo» (‍2011: 99). Según sus tesis, lo que diferencia a hembra humana del macho no es la biología o la anatomía, sino la maternidad como función y como imposición social que debe asumir su cuerpo. En cuanto hembra, está subordinada a la especie, no así el hombre en su condición de macho. Por tanto, las sociedades patriarcales se apoderan del cuerpo de las mujeres convirtiendo su capacidad reproductora en obligación y su biología en destino.

Su obra interpela, a su vez, la maternidad como instinto. El mito del amor maternal, afirmará, «es cultural, nada tiene de natural […] es absurdo y un nefasto error pretender que los hijos/as sean una panacea universal» (ibid.: 677). Por ello, dedica la primera parte de la misma al estudio de la formación o socialización de las mujeres y niñas, evidenciando cómo durante la infancia y adolescencia son domadas en la pasividad[23] y el narcisismo para hacer de ellas un producto social que responda instintivamente al mandato de feminidad y maternidad. Pionera en la tematización y problematización de la explotación reproductiva de las mujeres, De Beauvoir evidencia cómo esta encadena a las mujeres a la inmanencia y cómo el mito de la maternidad, según el cual las mujeres adquieren la plenitud de sus vidas en tanto mujeres, no solo es un artificio sino, además, una fuente de opresión.

IV. DE DEBERES A DERECHOS SEXUALES Y REPRODUCTIVOS[Subir]

Habida cuenta del sometimiento legal que implicaba el contrato matrimonial, en las postrimerías del siglo xviii Olympe de Gouges definirá el vínculo conyugal como «la tumba del amor y de la confianza»[24], exigiendo la legalización del divorcio y la igualdad de derechos en el matrimonio. Pretensión, dicho sea de paso, que sería recibida por los revolucionarios franceses con idéntica consideración que el resto de sus propuestas.

No obstante, salvo aislados casos, la igualdad en el matrimonio, en las relaciones sexuales o en materia reproductiva no sería un asunto central en la agenda feminista de la primera ola[25]. Sin embargo, conseguida la igualdad formal, siguiendo la senda iniciada por Simone de Beauvoir, se pasará de la etapa del «hambre» a la del «olfato» (‍Amorós, 2007: 38). Una evolución programática que produjo un deslizamiento de las demandas de la igualdad con los varones, inscrita en un universalismo homogeneizante, a una reivindicación de los derechos de las mujeres en tanto sujetos sexualmente marcados. No se trababa ahora de reclamar la igualdad pese a la diferencia sexual, sino en la diferencia sexual.

Dicho «olfato» permitió identificar la expropiación sexual y reproductiva de las mujeres como objetivo axial del patriarcado y, por ello, a partir de los años sesenta y setenta la vindicación de la autonomía femenina en las decisiones relativas a la sexualidad y la reproducción ocuparán un lugar central en la agenda feminista. Tal pretensión requería, por una parte, generar las condiciones necesarias para desestabilizar la reificación, el sometimiento o la subordinación material y simbólica de las mujeres y, a su vez, romper con el tándem sexualidad-reproducción y con la construcción de la mujer como esposa y madre[26]. En suma, el reto era conseguir una autonomía económica y sexual que permitiera que tanto el matrimonio como la maternidad fueran para las mujeres posibilidad y no destino.

Sin duda, la emancipación sexual y procreativa tuvo como aliado incuestionable la extensión de unos métodos anticonceptivos que permitieron que muchas mujeres pudieran controlar o programar su capacidad reproductiva, de forma que la misma empezó a ser resultado de una decisión individual y no consecuencia azarosa o inevitable de las relaciones sexuales. Se inicia la década de los setenta y la información sexual, el acceso a los métodos anticonceptivos y la despenalización del aborto entrarán a formar parte de las prioridades de la agenda feminista en el ámbito occidental[27].

La libertad reproductiva se formuló según una doble dimensión: como derechos de reproducción y de no reproducción. Es decir, autonomía femenina en lo relativo al momento y al número de hijos/as, pero también para renunciar a descendencia alguna, impugnando con ello el mandato de productividad reproductora y obligada maternidad. Sin embargo, como veremos, la innovación normativa y cultural que supuso transitar desde la consideración de deberes a la de derechos sexuales y reproductivos y su inclusión en el marco interpretativo de la protección de los derechos humanos no ha estado exenta de polémica.

La colisión entre unos derechos que se conceptualizan como individuales, asociados a la autonomía de la voluntad, la dignidad, la identidad y el libre desarrollo de la personalidad, con intereses sociales, demográficos o con mandatos religiosos o ideológicos que discrepan, profundamente, tanto de un posible control de natalidad como de la libertad sexual femenina, sigue provocando una beligerante oposición a su reconocimiento. Máxime en contextos territoriales donde el lobby conservador o religioso goza de una gran capacidad de presión.

Las resistencias existentes frente al reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y niñas, la falta de concreción y consenso en lo relativo a su contenido y la ausencia de un marco jurídico propio y realmente vinculante, ha supuesto que las garantías frente a la vulneración de los mismos se terminen articulando vía indirecta o por vis expansiva de otros derechos humanos[28].

V. EL RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS SEXUALES Y REPRODUCTIVOS: NUDOS CRÍTICOS Y DÉFICITS EN SU CONCEPTUALIZACIÓN[Subir]

El reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres remite a la obligación de promover, en igualdad de condiciones, el acceso universal a la información y a los servicios de salud sexual o reproductiva, así como la remoción de los obstáculos o impedimentos existentes para la autodeterminación en la materia. En el marco de esta última, se proyectan también sobre conductas que atentan contra la libertad sexual como el acoso, el abuso o la violación, la explotación sexual y cualquier otra práctica que niegue la autonomía sexual y reproductiva de mujeres y niñas.

En la medida que impugnan el imperativo patriarcal de la mater- nidad como destino y de las mujeres como medios, reconocen la reproducción como una opción o decisión individual y, con tal finalidad, deben contemplar la universalización del acceso a métodos anticonceptivos, a la educación sexual y a una interrupción voluntaria del embarazo de forma segura.

En el derecho internacional público la primera referencia a los mismos se remonta a la Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Teherán de 1968[29]. Aunque todavía no se conceptualizaron como tal, en el citado encuentro se recogió tanto el derecho de las parejas como el de cada uno de sus integrantes de forma individual, a decidir libre y responsablemente el número de hijos/as. Pese a la trascendencia que supuso elevar a la condición de derecho internacional la libertad reproductiva de las mujeres, como parte integrante de la pareja, su reconocimiento se enfrentó a algunos elementos problemáticos.

El primero fue la colisión que pudiera derivarse entre un supuesto acuerdo mutuo de la pareja y la preferencia real de cada miembro. Como señala Jacqueline Gysling, las decisiones que afectan a la sexualidad y a la reproducción «no siempre son explícitas, no involucran necesariamente a la pareja, y también puede ocurrir que no sean consensuales [...] operan significaciones culturales profundas sobre la maternidad, el ser mujer u hombre, y relaciones concretas de poder entre hombre y mujer» (‍1994: 25). En suma, pueden venir mediadas o determinadas por la jerarquía sexual. Con objeto de resolver dicha contradicción, la IV Conferencia Mundial de Mujeres de Beijing (1995) optó por reforzar la libertad individual en la decisión[30].

Un segundo elemento problemático fue que, en el reconocimiento de tales derechos, se priorizaron los aspectos demográficos, dejando en segundo plano el enfoque de los derechos humanos. La incorporación de dicha dimensión sería promovida por la sociedad civil desde organizaciones como el Movimiento Internacional por la Salud de las Mujeres (WGNRR)[31], creado a finales de la década de los años setenta del siglo pasado, o por la Red Internacional de Salud de las Mujeres (RSMLAC)[32], fundada una década después en el ámbito territorial de América Latina.

A su vez, la subsunción de los derechos sexuales en los reproductivos[33] ha provocado, como señala Alice M. Miller, «que los derechos sexuales sean considerados como un subconjunto de los derechos reproductivos» (‍2001: 87). Un hecho que probablemente no sea ajeno a que la libertad sexual femenina afecta solo al plano íntimo o personal de las mujeres, mientras que la reproducción incide en las políticas demográficas y apela al conjunto de la humanidad. De forma tal que la prioridad otorgada a las políticas reproductivas ha terminado dejando fuera del foco de atención las relaciones sexuales que no tienen fines procreativos. Es decir, las no heterosexuales, aquellas en que se usan métodos contraceptivos o a las personas con infertilidad estructural o sobrevenida.

Por ello, si la pretensión es que sean derechos universales, sin exclusiones, es preciso que sean reconocidos como derechos autónomos, romper con la política del guión (sexualidad-reproducción) para abordar su contenido con mayor amplitud, incluyendo la diversidad sexual existente, prácticas sexuales no hegemónicas o heteronormativas y contemplando que la vida sexual de las mujeres no se reduce a su etapa fértil ni tiene, necesariamente, un objetivo procreativo.

La subordinación de las políticas sexuales a las reproductivas se replica, a su vez, en estas últimas respecto a la protección de la salud y de la libertad. Aunque en la Conferencia de El Cairo se reconoció que «la salud es un estado general de bienestar físico, mental y social y no de mera ausencia de enfermedades o dolencias» (punto 7.2), la habitual distinción entre medidas sanitarias durante el embarazo, parto y posparto y aquellas destinadas a garantizar la autodeterminación gestacional, ha terminado ignorando estas últimas.

Pero también conviene señalar algunas ausencias significativas en la protección de la salud o la libertad sexual y reproductiva de las mujeres que afectan a prácticas que mercantilizan su explotación, como es el caso del sistema prostitucional o la industria gestacional de los denominados vientres de alquiler.

Afortunadamente, en algunos territorios las mujeres han conseguido adquirir un estatus de sujeto, impugnando su esencialización como meros objetos sexuales y reproductivos, la aquiescencia o el consentimiento se ha convertido en un requisito necesario para acceder a su cuerpo y sus derechos sexuales y reproductivos gozan cada vez de mayor aceptación. Pero, como correlato, han emergido debates que niegan o desprecian la noción de sujeto propia de la modernidad mientras defienden la oportunidad que supone mercantilizar sus capacidades sexuales y reproductivas como fuente de empoderamiento y autonomía personal en el marco de una supuesta libre elección. Como alerta Rodríguez Magda, el neoliberalismo y el postmodernismo van a coincidir en las bondades de la fragmentación de los cuerpos femeninos como provechoso nicho de mercado (‍2021: 408).

No puede ser más que un espejismo óptico considerar que, en un contexto de creciente feminización de la pobreza y auge del neoliberalismo patriarcal, se dan las «condiciones circundantes» (según terminología del art. 36.2 del Convenio de Estambul) para defender la plausibilidad de autonomía de la voluntad o un contrato libre entre iguales. El argumento del consentimiento representa una auténtica coartada del patriarcado que no solo presupone una ilusoria autonomía de la voluntad, sino que, en la medida que individualiza la decisión, la despolitiza.

Aunque la libertad fuera cierta, esta no puede considerarse como un bien mercantilizable porque, como derecho individual se constituye, precisamente, como un derecho contra el mercado (‍Ferrajoli, 1999). Por ello, la retórica del consentimiento cuando existen grandes desequilibrios territoriales, de sexo y clase, falsea la noción de la libertad (‍Fraisse, 2011). Recurrir al mantra de la voluntad cuando median relaciones de poder, no solo elude el contexto de dominación, sino que responsabiliza a las víctimas de su propia explotación y libera de cualquier responsabilidad a los victimarios.

No en vano, el feminismo ha centrado también su atención en interpelar la reducción de la identidad femenina a meros cuerpos sexualizados y, como consecuencia, a exigir la abolición de los vientres de alquiler y de la prostitución o a denunciar las consecuencias de la pornificación de la sociedad (‍Paul, 2005) y de una pornografía, omnipresente en internet, cada vez más sexista y violenta[34].

En la actualidad, una tercera parte de las descargas de internet (35 %) son contenidos pornográficos (‍Cobo, 2020: 186). La facilidad de acceso a la misma desde cualquier lugar o dispositivo está provocando que una pornografía de acceso libre y gratuito, cada vez más agresiva, sustituya a la educación sexual ausente en las aulas. Todo ello sin que posiciones conservadoras, aparentemente contrarias a que la formación o a la información sexual se incorpore en el currículum educativo, muestren la menor preocupación por la difusión de las prácticas más extremas y con el beneplácito de quienes, desde una aparente defensa de la igualdad, quieren ver disidencia, libertad de expresión y «representaciones azarosas» en la misma (ibid.: 50), en vez de una fuente de socialización que entumece la empatía en las relaciones sexuales, cosifica a las mujeres y retroalimenta la jerarquía sexual.

A su vez, la conceptualización de los derechos reproductivos remite a la libertad, en sentido negativo, para impedir embarazos no deseados, pero no contemplan la libertad en sentido positivo para elegir el momento o las ocasiones. La posibilidad de acceder a métodos contraceptivos unida a la imposibilidad de conciliar el empleo y las responsabilidades familiares está provocando que, en algunos países, no medie la voluntad sino la factibilidad económica, laboral o vital en decisiones relativas al número de hijos/as o al período en que se tienen[35].

Como se apuntaba con anterioridad, la Conferencia Internacional sobre Población y el Desarrollo de El Cairo de 1994 reconoció, hace más de cinco lustros, la libertad reproductiva como un objetivo de las políticas en materia de población (‍ONU, 1994: 20). Sin embargo, la libertad no es tal en el supuesto de renuncia o retraso de la maternidad por factores ajenos a la voluntad, como la provocada por una situación económica o laboral precaria o por la ausencia de políticas de conciliación o gestión social del cuidado, como es el caso de los países inscritos en el modelo de bienestar mediterráneo (‍Esping Andersen, 2000).

Sociedades que se caracterizan por un elevado familismo que desplaza el cuidado a una malla de solidaridad familiar que asumen fundamentalmente las mujeres, donde apenas existen políticas familiares o en materia de gestión social del cuidado y en los que la compatibilidad entre el trabajo productivo y reproductivo es difícilmente conciliable y, por tanto, se termina postergando o renunciando a la maternidad o reduciendo el número de embarazos. Si a ello unimos contextos territoriales, como el español, con elevados índices de precariedad laboral o desempleo entre la población más joven, un precio de la vivienda inasequible y un mercado laboral que penaliza las responsabilidades del cuidado, la posibilidad de una maternidad libremente decidida queda limitada por las condiciones de factibilidad. Un hecho que está provocando un retraso de la maternidad y un incremento en la edad media de las gestantes con las consecuencias que se derivan en términos de salud reproductiva.

VI. INTERRUPCIÓN VOLUNTARIA DEL EMBARAZO Y REIDEOLOGIZACIÓN DE LA MATERNIDAD[Subir]

El nuevo paradigma que supuso politizar ámbitos como la sexualidad o la reproducción, transformar la enajenación en apropiación, la imposición en autonomía de la decisión y los deberes en derechos, fue recibido por los cruzados de la jerarquía sexual con una contundente oposición. Frente a la misma, el movimiento feminista inició un proceso de internacionalización en el que, por una parte, se intercambiaron experiencias y buenas prácticas y, por otra, se puso en marcha la estrategia conocida como name and shame cuyo objetivo fue presionar a los diferentes Gobiernos para alcanzar marcos legales que reconocieran el derecho de las mujeres a tomar decisiones informadas, libres y voluntarias en lo relativo a su sexualidad y reproducción.

Los derechos contraceptivos ocuparán un papel protagónico y, dentro de los mismos, el reconocimiento de la controvertida interrupción voluntaria del embarazo (IVE) será una demanda emblemática. Como señala Thomas Keenan, el activismo feminista mundial centró sus esfuerzos en investigar, exponer e interpelar a los países contrarios a la misma para avergonzar a los Estados que negaban u obstaculizaban el acceso al aborto legal (‍2004). Una campaña que supuso un respaldo internacional fundamental para los movimientos feministas de ámbito nacional, sobre todo en aquellos países con fuertes resistencias institucionales y religiosas a su efectivo reconocimiento. Pero la reivindicación no ha ido solo de lo global a lo local, también ha funcionado a la inversa. Como ocurrió en Argentina con la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito y su icónico pañuelo verde, cuyas acciones han sido apoyadas y replicadas en todos los continentes[36].

En las postrimerías del siglo pasado, al menos en el entorno occidental, por fin parece que algunas mujeres han adquirido el control de sus funciones reproductivas, la descendencia ya no es consecuencia inevitable de las relaciones sexuales, ni estas fruto de la unión conyugal. Se han normalizado nuevos modelos familiares, las mujeres empiezan a decidir cómo ser madre, cuándo y con quién, los métodos contraceptivos y la IVE son accesibles y legales en un número superior de países. Pero, como ya había ocurrido durante los siglos xix y xx con la polémica incorporación de las mujeres al trabajo asalariado en las fábricas y la repentina emergencia del higienismo doméstico y del ama de casa (‍Nuño, 2010), en los años ochenta se inicia un proceso de reideologización de la maternidad.

Frente a la soberanía reproductiva recién conquistada, un nuevo mandato de maternidad libre pero esclava, autónoma pero dependiente, empieza a ser una obligación moral. Así, en aquellos territorios en los que las mujeres gozan de cierta libertad reproductiva, el mandato será priorizar la crianza sobre cualquier otro designio. Si antes la maternidad extensiva era la representación del eterno femenino, ahora lo será una nueva maternidad intensiva[37] que propugna el lactivismo prolongado a demanda[38]y la crianza de apego,[39] y que retoma y actualiza la esencialización de la identidad femenina en torno a la maternidad, trasladando el peso del mandato de procreación extensivo al de cuidado intensivo.

El problema con este nuevo mandato no es la renaturalización de las mujeres, sino que se pretende convertir en un dogma, en una nueva obligación moral por la que optan, de nuevo, voluntariamente. Médicos, pediatras y un nutrido número de expertos defenderán que una crianza que no cumple con dicho imperativo penaliza el futuro desarrollo emocional o intelectual del menor o la menor, hecho que puede proyectar sentimientos de culpa insoslayables sobre las mujeres que no acepten el nuevo mandato.

Por ello, si bien es cierto que, desde finales del siglo pasado, el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres ha sufrido una notable evolución, no lo es menos que, pese a los cambios observados, persiste una esencialización de la maternidad, de las mujeres en tanto madres, y pervive una proyección de la misma como voluntaria abnegación.

VII. LAS LIBERTADES SEXUALES: DE LA REVOLUCIÓN SEXUAL AL #METOO[Subir]

Durante la década de los años sesenta y setenta de siglo pasado, en numerosos países del entorno occidental la denominada revolución sexual desafía la doble moral sexual de varones y mujeres. Frente a la misma emerge un nuevo paradigma de las relaciones sexuales que propugna la igualdad sexual, el placer, el acceso a los métodos anticonceptivos y la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Conquistada la igualdad formal en la gran mayoría de los países, el feminismo radical irrumpe con inusitado entusiasmo en la vida social, política y cultural reivindicando la liberación sexual de las mujeres como un objetivo urgente e improrrogable.

Sin embargo, paulatinamente, la adquisición de la condición de sujetos se vio acompañada de una reacción que reforzó el valor de las mujeres como objetos sexuales que se valorarían en función del atractivo sexual suscitado en terceros (‍Wolf, 1992; ‍Greer, 2004) y su capital erótico (‍Hakim, 2012), ensalzando un ideal de delgadez y juventud que volvió a esclavizar a las mujeres (‍Faludi, 1993). En la actualidad, como mantiene María Luisa Balaguer, existe una injerencia constante sobre los cuerpos femeninos, «el peso, la medida de algunas partes de su cuerpo, la actualización de los cánones de belleza ideales o el rejuvenecimiento obligado por los parámetros de belleza que les vienen socialmente impuestos hacen de los cuerpos de las mujeres un campo de batalla» (‍2021: 136-‍137).

Por ello, pese a la desestabilización que supuso la revolución sexual y los avances en materia de igualdad, la socialización ha seguido reforzando el cumplimiento de cánones estéticos impuestos de forma heterónoma, la centralidad de la satisfacción de las expectativas sexuales masculinas en detrimento de las femeninas, una creciente hipersexualización de las mujeres y niñas y prácticas contra la libertad sexual de las mujeres como el acoso y la violencia sexual.

La jerarquía sexual se manifiesta de forma pregnante en los mandatos sexuales patriarcales, tanto en lo relativo a la proyección arquetípica de la sexualidad masculina como irrefrenable o irracional como en la consideración de la femenina como sumisa y subalterna. Según la recreación patriarcal tradicional las mujeres deben esperar que sean los varones los que tomen la iniciativa en las relaciones sexuales. En un ejercicio hiperbólico de doble moral sexual, se espera de ellas que, como guardianas de la moral, valoren la conveniencia de las mismas y desestimen la oferta en los primeros intentos. Un relato que poco tiene que ver con seres autónomos y libres que permite que algunos varones quieran interpretar aquiescencia en una negativa o entiendan que para vencer una resistencia cultural deben acosar hasta la extenuación a su pretendida. En ocasiones, ni siquiera se busca el consentimiento, sino doblegar físicamente o mediante amenazas a las mujeres como acto de poder.

De forma tal que en pleno siglo xxi el acoso sexual de las mujeres y niñas en los espacios públicos sigue siendo un comportamiento normalizado, incluso en sociedades pretendidamente igualitarias. Aunque la Recomendación General 19 (1992) y 35 (2017) del Comité CEDAW define el mismo como una forma de discriminación y violencia contra las mujeres, en el año 2018 solo 32 de los 189 Estados que habían ratificado la citada convención contaban con una legislación específica en materia de acoso sexual en espacios públicos (‍Banco Mundial, 2018).

Los estudios de Naciones Unidas más recientes estiman que una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia de género, incluyendo en la misma el acoso sexual (‍ONU, 2018). Los informes que recogen la exposición de las mujeres y niñas a la violencia sexual (que contempla tanto la violación como el acoso) pronostican que una de cada cinco mujeres será violentada sexualmente, frente a uno de cada 71 hombres (‍Black et. al., 2011)[40].

En la medida que los datos disponibles a escala global incluyen de forma agregada el acoso entre las múltiples formas de violencia de género, la exposición específica y real de las mujeres y niñas a esta modalidad de agresión se desconoce. No en vano, Naciones Unidas instó hace un lustro a la comunidad internacional para que se midiera de forma específica el acoso sexual en los espacios públicos (‍ONU, 2018: 12). Sin embargo, hasta la fecha no existen datos mundiales sobre su incidencia; un hecho probablemente no ajeno a la inexistencia de una legislación en la materia, a la indefinición jurídica que todavía tiene la consideración del consentimiento y a la irrelevancia con la que todavía se percibe el acoso. Todo lo cual permite disfrazar de hecho puntual un fenómeno estructural.

En la Unión Europea, uno de los pocos ámbitos territoriales donde se conoce la prevalencia del acoso sexual, más de la mitad de las europeas declara haber sido víctima de acoso sexual en alguna ocasión (55 %)[41]. En Australia (53 %)[42] o en España (57,3 %)[43], que cuentan también con una medición de la misma, se observa una incidencia muy similar. Según parece, allí donde hay datos al menos la mitad de las mujeres reconoce haber sufrido algún episodio de acoso sexual. Una magnitud que no solo impide considerarla como algo puntual, sino que corrobora cómo «la existencia de las mujeres está vertebrada por la violencia sexual, pero la inmensa parte permanece invisible» (‍De Lamo, 2021: 447).

La ausencia de cifras ciertas en el ámbito mundial se retroalimenta con el tradicional mandato de silencio de las mujeres o, en su defecto, con la culpabilización de las víctimas de acoso, la puesta en cuestión de la veracidad de su testimonio, el menoscabo de su honra o la trivialización del suceso. No en vano, hasta hace apenas un lustro, la gran mayoría de las víctimas optaba por callar, reforzando con ello la percepción de la violencia sexual como un hecho casual o, incluso, como un incidente provocado por la propia víctima.

El feminismo de la cuarta ola rompió con el silencio previo con una campaña de alcance mundial cuyo objetivo era, precisamente, visibilizar la extensión de la violencia, denunciar su carácter estructural y apoyar la credibilidad de las víctimas. Sin embargo, el #MeToo[44] y experiencias posteriores como la coalición antiacoso Time’s Up de la industria cinematográfica estadounidense, la francesa #BalanceTonPorc[45], la italiana #QuellaVoltaChe[46], la egipcia #When-They-Were-Sexually-Harassed-forthe-First-Time[47], la japonesa #WithYou, la #PrimeiroAssedio brasileña, la #Yositecreo española o las denuncias de las monjas católicas[48] o las religiosas budistas[49], serán denostadas desde algunas posiciones como un ataque a la libertad sexual masculina y no como lo que realmente son: la denuncia a la sexualidad patriarcal y al carácter estructural de la violencia sexual contra las mujeres. Pese a ello, como señala Catherine A. MacKinnon, el #MeToo lograría «transformar lo que ha sido un privilegio del poder en una desgracia tan despreciable que incluso muchos hombres blancos de clase alta sienten que no pueden permitírselo a su alrededor» (‍Mackinnon, 2019).

Frente a la revictimización de las supervivientes, la tibia respuesta institucional ante una agresión estructural y la puesta en cuestión del relato de las víctimas, el feminismo de la cuarta ola repolitizará una noción de consentimiento sexual que evolucionará desde el «no es no», de etapas anteriores, al «solo sí es sí». Es decir, que el mismo no se expresa solo por ausencia de oposición expresa, sino que requiere la voluntad explícita de ambas partes en todo el proceso. Y en ese sentido quedó recogido en el Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra las Mujeres y la Violencia Doméstica, más conocido como Convenio de Estambul, que establece que «el consentimiento debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes» (art. 36.2)[50].

VIII. A MODO DE CONCLUSIÓN: UN CUERPO PROPIO[Subir]

Tradicionalmente, la sexualidad femenina fue considerada como un acto de sometimiento al varón y, en el caso de las mujeres de uso privativo mediante unión conyugal, también como un medio encaminado a la provisión de una prole que garantizara la descendencia del pater familias. La expropiación sexual y reproductiva precisó convertir simbólica y materialmente a las mujeres en medios, para lo cual fue condición sine qua non impedir que una posible autonomía pusiera en cuestión la jerarquía sexual o permitiera una capacidad real para decidir sobre sus vidas y sus cuerpos. A efectos de legitimar y posibilitar su consideración como meros cuerpos a disposición de los varones no se ahorraron esfuerzos.

La receta para ello podría resumirse en un breve decálogo: primero, separe a mujeres y hombres, niegue la racionalidad de las primeras y su condición de sujeto; socialice desde la infancia en este sentido. Segundo, ordene jerárquicamente la sociedad entre sujetos racionales y seres emocionales, separe a estos últimos de las decisiones comunitarias de forma que estas queden dentro del molde del androcentrismo. Tercero, reifíque, sexualice y esencialice a las mujeres, condicione su propia subjetividad en este sentido, e impida que las condiciones materiales o de posibilidad cuestionen dicha jerarquía. Cuarto, confínelas en el espacio privado, expropie sus funciones sexuales y reproductivas, convierta sus derechos sexuales y reproductivos en deberes. Quinto, convierta lo público y lo racional y, por tanto, lo definido como propio de la masculinidad, en lo valorado; devalúe lo femenino en el mismo sentido. Sexto, negada su racionalidad, devaluadas sus funciones y eliminada su posible autonomía, separe las que serán de uso privativo para garantizar el origen genético de la estirpe de un solo varón y las de uso colectivo para uso sexual no reproductivo. Séptimo, construya una escala de legitimación del abuso y sometimiento de la alteridad por parte de los sujetos de la razón que se interiorice como proyecto civilizatorio. Octavo, califique de libre consentimiento el sometimiento. Noveno, deseche y minusvalore a las mujeres que no se ajusten a la receta mediante amenazas, burlas o denostación. Décimo, a efectos de interiorizar la receta como identidad cultural propia, se recomienda aderezarla con mitos, ritos y costumbres locales que refuercen la irracionalidad de las mujeres y su lugar en el mundo en tanto mujeres.

En este sentido, en la medida que la construcción de la diferencia sexual como jerarquía se encuentra inscrita en las raíces culturales de todas las sociedades como nomos propio desde un punto de vista emic[51] y que las mujeres comparten la socialización y los valores de dicha comunidad, es frecuente que acepten las normas sexuales como un orden natural, asumiendo la represión de las disidentes con el mandato sexual o reproductivo como algo legítimo y justo, naturalizando el sometimiento y despolitizando la represión.

La jurista costarricense Alda Facio afirmaba hace casi dos décadas que «no se puede hablar de derechos humanos de las mujeres sin hablar de derechos reproductivos» (‍2003: 31). Sin embargo, todavía no se ha producido su integración normalizada en el marco interpretativo de los derechos humanos, estamos lejos de su correcta conceptualización y de su efectiva protección. Un déficit no ajeno a que las resistencias existentes en lo relativo a la igualdad entre mujeres y hombres se incrementan sustancialmente cuando se trata de su autonomía sexual y reproductiva.

Es cierto que los tiempos han cambiado. Afortunadamente en muchos lugares del planeta las mujeres han adquirido la condición de sujetos, desprendiéndose de la consideración cultural y legal de meros cuerpos o medios reproductivos. Los deberes de antaño han pasado a considerarse derechos de índole sexual o reproductiva como proyección de otros derechos como la dignidad, la autonomía y la integridad personal inherente a la propia noción de sujeto. Pero la posibilidad de adquirir dicho estatus se encuentra determinada por la rigidez de los mandatos de género y el contexto político, económico, social y cultural concreto en el que viven las mujeres y niñas. En muchos casos, ni siquiera se producen las condiciones materiales o simbólicas que garanticen una posible autonomía de la voluntad en ningún aspecto de su vida, menos aún en lo relativo a la sexualidad y reproducción.

En muchos territorios existe un acceso normalizado a los métodos contraceptivos y las mujeres se han incorporado masivamente al mercado laboral, pero las condiciones de factibilidad para tener el número de hijos e hijas en el momento que se desee no son tales y las mujeres terminan optando por priorizar su empleabilidad y renunciar a sus expectativas reproductivas.

A su vez, en la conceptualización y consideración de los derechos sexuales y reproductivos siguen primando los segundos sobre los primeros y los aspectos asociados a la salud gestacional sobre la libertad para decidir. También se contemplan nuevas prácticas y discursos que propugnan una visión esencialista o sexualizada de las mujeres y mandatos de género que, en tanto tales, limitan su autonomía. Y, no en vano, en las sociedades donde las condiciones de posibilidad son ciertas, asistimos a una hipersexualización de las mujeres y niñas, a un relato que vincula el empoderamiento femenino con la capacidad para generar deseo y con el capital erótico. Frente al «yo deseo» en primera persona, propio de la identidad masculina, las niñas son socializadas en el «yo deseo ser deseada», imponiéndoles expectativas corporales inalcanzables, con la consecuente reprobación de su propio cuerpo. Un rechazo que, en ocasiones, solo se aminora si consiguen suscitar el deseo de un tercero.

En este sentido, conviene advertir que la construcción del deseo no es irrelevante en términos genéricos y culturales. La jerarquía sexual se expresa de forma pregnante en la sexualidad patriarcal. En la medida que todavía pervive una construcción simbólica de la feminidad como subalternidad y la consideración de las mujeres como objetos deseados frente a los varones como sujetos deseantes, es frecuente que se erotice el sometimiento sexual de las mujeres. Un fenómeno que se está alimentando con la globalización de una pornografía cada vez más accesible y violenta.

Simultáneamente, la creciente expansión de la industria prostitucional y gestacional está mercantilizando el privilegio histórico de explotar sexual y reproductivamente a las mujeres. Cierto es que, donde las mujeres han adquirido la condición de sujetos, requiere al menos de un mínimo intercambio monetario, pero en la medida que no hay sociedad donde la feminización de la pobreza y la jerarquía sexual no sigan presentes, esto no representa problema alguno. Siempre habrá mujeres lo suficientemente vulnerables, mafias que hagan de la necesidad negocio y relatos que vean aquiescencia donde hay sometimiento.

No cabe duda que la igualdad sexual, la flexibilización de las relaciones sexuales o la adquisición por parte de las mujeres de derechos sexuales y reproductivos representan una auténtica innovación normativa y cultural. Pero frente a la afrenta que supone su posible autonomía, una nueva misoginia pretende avalar la explotación sexual y reproductiva amparada en la libre elección de aquellas socializadas en y para el consentimiento.

La conceptualización de los derechos sexuales y reproductivos es consecuencia de la vis expansiva de derechos como la dignidad, la libertad y la salud. Y, por tanto, que el usufructo o «uso y disfrute» de la capacidad sexual y reproductiva pase de ser una norma generalizada, como antaño, a representar un negocio mercantilizable para aquellas con pocas posibilidades de elección real, confronta inequívocamente con la protección de tales derechos. Precisamente cuando la libertad sexual de las mujeres se reclama con mayor contundencia por el feminismo de la cuarta ola o incluso por el feminismo institucional, no parece plausible defender la absoluta disponibilidad y la explotación sexual o reproductiva de unas pocas. De aquellas que, como colofón, gozan de menor autonomía.

A nadie se le oculta la capacidad de mutación y adaptación del patriarcado. Los relatos han sido múltiples o incluso contradictorios: demonización, irracionalización, excelencia, mística de la feminidad, igualdad con los varones y no entre ambos sexos, capital erótico, libre consentimiento… Nunca perdieron el logos, ergo tampoco el discurso. Lo que resulta invariante es el espacio, la esencia y las funciones reservadas para las mujeres. Invita cuando menos a la sospecha que, según han adquirido la condición de sujetos, este haya muerto; que alcanzada cierta autonomía sexual y reproductiva, se abandere la enajenación y mercantilización de ambas esferas o que la innovación en las relaciones sexuales sea la erotización de la violencia y el sometimiento al varón. Bien parece un viaje que no precisa alforjas.

NOTAS[Subir]

[1]

Este trabajo ha sido realizado en el marco de la línea de investigación «Derechos sexuales y reproductivos de las mujeres» del Grupo de Investigación de Alto Rendimiento en Género y Feminismo de la Universidad Rey Juan Carlos (GIAR FEMGEN V326-00008/082).

[2]

Como queda reflejado en relatos tales como la desobediencia de Eva respecto a la manzana del saber, la curiosidad de Pandora que llevó a la liberación de todas las desgracias humanas o las brujas medievales y sus supuestos aquelarres.

[3]

En el sentido apuntado por Celia Amorós, según la cual la clasificación como idénticas representa «una esencia compacta, bloque de características genéricas en que cada uno de sus ejemplares individuales es irrelevante en tanto que tal» (‍1985: 177).

[4]

Para un interesante análisis sobre la genealogía patriarcal del mandato de silencio Beard (‍2018).

[5]

Como advierte Teresa López Pardina «parece como si el cuerpo de la mujer no tuviera pulsiones sexuales, o como si sus pulsiones fueran menos potentes. Pero no es esta la razón. Los sexólogos lo saben y también los escritores literarios y los filósofos. Montaigne lo advertía, citando a Virgilio […] la consideración de la sexualidad femenina como una sexualidad pasiva, frente a la masculina, es simplemente parte de la ideología patriarcal» (‍2015: 62).

[6]

Son conocidas las tesis de Engels, recogidas en obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, publicada en 1884, sobre la finalidad última de tal mandato. Para el teórico alemán, en las primitivas comunidades imperaba «la promiscuidad sexual, de modo que cada mujer pertenecía por igual a todos los hombres y cada hombre, a todas las mujeres» (‍2006: 40). En la medida que dicha libertad sexual solo permitía reconocer el derecho materno frente a la incertidumbre de la procedencia del paterno, se impuso un interdicto sobre la sexualidad de las mujeres en aras de garantizar el derecho paterno sobre la descendencia. La certeza sobre la filiación paterna permitió asegurar la transmisión hereditaria vía linaje familiar y que, saga tras saga, se acumulara el capital y la riqueza. Pese a que las tesis sobre la conexión entre el origen de la familia burguesa y la transmisión patrimonial a través del sistema hereditario resultan sin duda sugerentes, conviene advertir que la vinculación entre el sometimiento de las mujeres y el modo de producción capitalista fue cumplidamente rebatida por algunas autoras como Eisenstein (‍1980).

[7]

La mutilación genita femenina (MGF) o la ablación representa, por ejemplo, una práctica paradigmática que ejemplifica la negación del placer femenino. En la actualidad se estima que más de doscientos millones de mujeres y niñas han sido sometidas a la misma, normalmente antes de los cinco años (UNICEF, 2016). Para un análisis en profundidad sobre la mutilación genital femenina o ablación se pueden consultar trabajos previos como Nuño (‍2018b, ‍2017) y Kaplan y Nuño (‍2019) o los resultados del proyecto europeo «Multisectorial Academic Programme to prevent and combat female genital mutilation (MAP-FGM)», ref. JUST/2014/RDAP/AIG/HARM/7937, del programa «Derechos, igualdad y ciudadanía 2014-‍2020» de la Dirección General de Justicia de la Comisión Europea (disponible en: https://mapfgm.eu/?lang=es).

[8]

Sentencia que procede, según el historiador Tom Holland (‍2007), del argumento esgrimido por Julio Cesar para divorciarse de su esposa Pompeya tras las fiestas de Buena Diosa (Bona Dea) que se celebraban en Roma en el mes de diciembre y en la que, paradójicamente, solo podían participar mujeres.

[9]

No en vano, la adecuada identificación de estas últimas ha sido una práctica histórica habitual. En España, por ejemplo, Carlos III impuso la obligatoriedad del uso de cintas pardas o sayas de dicho color en forma de pico cosidas al final de sus faldas. Vestimenta que terminó dando nombre a la popular expresión «ir de picos pardos».

[10]

Según sus tesis, al igual que las ciudades precisan de la existencia de sumideros y cloacas para canalizar o evacuar los deshechos, los burdeles cumplen el mismo fin: ordenan la sexualidad (buena y mala), concentrando los actos de lujuria en un reducto concreto y con mujeres determinadas. Texto publicado bajo el título «Si el hombre, haciendo mal, obra con orden, los males ordenados contribuyen al decoro del universo».

[11]

Susan Rubin Suleiman (‍1986) compiló un novedoso y sugerente análisis coral, en el que participaron feministas americanas y europeas, sobre las implicaciones de la construcción cultural del cuerpo femenino en clave crítico reflexiva.

[12]

Simone de Beauvoir relató en La fuerza de las cosas la cólera con la que fue recibida la publicación de El segundo sexo. Según recoge en un ilustrativo pasaje, «uno de ellos, un universitario progresista, dejó de leer mi libro y lo lanzó al otro extremo del cuarto. Camus me acusó con algunas frases tristes de haber ridiculizado al macho francés [...]. La mayoría de ellos consideraban como una injuria personal lo que yo había narrado sobre la frigidez femenina; se inclinaban a pensar que proporcionaban placer según su placer; dudar de ellos era castrarlos» (‍De Beauvoir,1979: 229-‍230).

[13]

Según conceptualización de Faludi (‍1993).

[14]

Toda mujer es un útero.

[15]

En Fedón o Sobre el alma.

[16]

En España hasta la entrada en vigor de la Ley 11/1981, de 13 de mayo, no se reconoció la patria potestad conjunta de ambos progenitores.

[17]

El estado de emergencia declarado en India (1975-‍1977) impuso de forma coercitiva directrices concretas, amparadas en políticas de planificación familiar, destinadas a realizar ligaduras de trompas a miles de mujeres.

[18]

En el año 2012 se hicieron públicas las políticas secretas de esterilización forzosa llevadas a cabo durante la dictadura en Uzbekistán de Islam Karimov, que implicó la extirpación del útero de miles a mujeres sin su conocimiento durante revisiones médicas rutinarias o tras el parto. La opacidad del programa impide conocer con exactitud su magnitud y extensión, pero se estima que pudieron ser entre 10 000 y 100 000 mujeres. La diferencia numérica en dicho cómputo da cuenta de la importancia real que, tras conocerse el programa, este pareció tener para la comunidad internacional.

[19]

En Perú, el presidente Alberto Fujimori (1990-‍2000) fue acusado de genocidio y de crímenes de lesa humanidad por la implantación del programa de esterilización forzosa durante su gobierno destinado a mujeres indígenas (mayoritariamente analfabetas) residentes en territorios de los Andes peruanos. El programa trascendió públicamente por el caso María Mamérita Mestanza Chávez vs. Perú llevado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (Organización de Estados Americanos), tras el fallecimiento de Mestanza Chávez después de una esterilización forzosa. El Estado y las demandantes o peticionarias suscribieron un acuerdo de solución amistosa por el que el Gobierno peruano se comprometió «a realizar una exhaustiva investigación de los hechos y aplicar las sanciones legales contra toda persona que se determine como participante de los hechos, sea como autor intelectual, material, mediato u otra condición, aún en el caso de que se trate de funcionarios o servidores públicos, sean civiles o militares» (informe núm. 71/03[1], petición 12.191, resolución 10 de octubre de 2003, CIDH).

[20]

Para un análisis sobre la pervivencia de la esterilización femenina no consentida desde el marco interpretativo de los derechos humanos véase Prados García (‍2021).

[21]

Como reza el conocido manifiesto Our bodies, ourselves, que dio título a la popular monografía, publicada en 1970 y editada por la asociación feminista denominada inicialmente Colectivo de Mujeres de Boston, que pasaría a renombrarse posteriormente como el título de la conocida publicación.

[22]

Para Beauvoir, la «situación» hace referencia al coeficiente de factibilidad o de posibilidad para ejercer la libertad. Un contexto donde esté limitada impide la trascendencia, provocando una opresión impuesta o infligida.

[23]

Como ya habría señalado años antes Emilia Pardo Bazán en su intervención en el Congreso Pedagógico de 1892, «no puede, en rigor, la educación actual de la mujer llamarse educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión» (‍Pardo Bazán, 1976: 74).

[24]

En La Nécessité du divorce (1790).

[25]

La demanda de las mujeres para decidir sobre el momento y el número de hijos/as estaría presente solo de manera tangencial en las primeras etapas del feminismo británico (‍Correa y Petchesky, 1994: 108).

[26]

Quebrar, como señala Rosemberg, con la «totalización semántica mediante la cual, madre es igual a mujer y por deslizamiento de sentido toda mujer es una madre» (‍1997: 63).

[27]

No en vano, en 1971, recién estrenada la década de los años setenta, es convocada en Londres una manifestación bajo el lema «libre circulación de los métodos anticonceptivos y liberalización del aborto». En el contexto español habría que esperar hasta la muerte de Franco y la convocatoria de las elecciones constituyentes para que una campaña similar, promovida por la Plataforma de Mujeres de Madrid y la Coordinadora Nacional de Organizaciones Feministas bajo el título «Por una sexualidad libre», irrumpiera en la agenda política estatal. Conviene recordar que por esas fechas el Instituto Nacional de Previsión difundió una circular, de 14 de febrero de 1977, en la que se prohibía explícitamente al personal sanitario ofrecer información o consejo alguno sobre planificación familiar.

[28]

Como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad individual, a la privacidad, a la igualdad y no discriminación, a la dignidad y la integridad, a la salud o la prohibición de tortura y tratos humanos degradantes, reconocidos en tratados teóricamente vinculantes como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), la CEDAW, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y la Convención contra la Tortura o la Convención sobre los Derechos del Niño.

[29]

Y las conferencias posteriores celebradas en Bucarest (1974) y México (1984).

[30]

Según la cual, «los derechos a la procreación se basan en decidir libre y responsablemente el número de hijos, el espaciamiento de los nacimientos y el momento en que desean tener hijos y a disponer de la información y de los medios necesarios para ello» (párrafo 223).

[31]

The Women´s Global Network for Reproductive Rights (disponible en: https://wgnrr.org/).

[32]

Disponible en: https://www.reddesalud.org/es/.

[33]

La inclusión de los derechos sexuales en los reproductivos quedó recogida en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo de 1994 al reconocer que «la salud reproductiva entraña la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria» (punto 7.1). Afirmación que sería asumida en su literalidad un año después en la IV Conferencia Mundial de Mujeres de Beijing (párr. 94).

[34]

Estos aspectos están desarrollados en líneas de investigación previas sobre reificación y explotación sexual y reproductiva de las mujeres, entre cuyas principales aportaciones cabe destacar los artículos de Nuño (‍2020a, ‍2020b, ‍2018a, ‍2017b, ‍2016).

[35]

En el ámbito occidental los patrones culturales se han transformado profundamente desde los años ochenta. Si hace cuatro o cinco décadas era la maternidad lo que provocaba la renuncia de las mujeres al trabajo remunerado, ahora la actividad laboral se constituye como irrenunciable y, por tanto, se ha producido una inversión en dicha relación. De forma tal que son las condiciones del empleo y las políticas familiares, laborales o en materia de conciliación de vida personal, familiar y laboral las que determinan la decisión o la posibilidad de ser madre. El impacto de la conciliación en la igualdad entre mujeres y varones y su efecto en la denominada «huelga de vientres» han sido desarrollados, previamente, en Nuño (‍2010, ‍2009a, ‍2009b).

[36]

La restrictiva regulación en materia de derechos reproductivos explica que el contexto territorial latinoamericano sea uno de los focos más activos y que, recientemente, se haya conseguido la despenalización del aborto voluntario durante un plazo determinado en Argentina (2020) y Colombia (2022) o, al menos, la ampliación de la despenalización por causales, como en el caso de Ecuador (2022).

[37]

Según terminología de Hays (‍1998).

[38]

Para un análisis sobre el fundamentalismo de la lactancia materna, véase Gimeno (‍2018).

[39]

La denominada «crianza con apego» se organiza en torno a las denominadas «7Bs»: «Breastfeeding» (lactancia a demanda), «Birth bonding» (vínculo de nacimiento), «Babywearing» (desplazar al bebé en contacto con el pecho), «Beding close to baby» (colecho), «Belief in the language value of your baby’s cry» (interpretar el llanto como expresión verbal), «Beware of baby trainers» (desconfiar del adiestramiento, mejor asesorar) y «natural Birth» (parto natural).

[40]

Proporción que se reduce a una de cada siete mujeres (13,7 %) en el Estado español (‍Fiscalía General del Estado, 2021) (disponible en: https://bit.ly/3vGFJ8R).

[41]

Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2014). Violencia de género contra las mujeres: una encuesta a escala de la UE (disponible en: https://bit.ly/3s8bXaY). Estudio sobre una muestra de 42 000 mujeres.

[42]

Australian Bureau of Statistics. Experience of Sexual Harassment (disponible en: https://bit.ly/3saElcg).

[43]

Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género (2020). Macroencuesta de violencia contra la mujer 2019.

[44]

La campaña fue inicialmente puesta en marcha por Tarana Burke en 2006 con objeto de apoyar a las víctimas de la violencia sexual, pero se popularizó en octubre de 2017 cuando la actriz Alyssa Milano difundió un tweet, que se hizo viral, denunciando su experiencia con el acoso sexual. En noviembre de ese mismo año la revista Time publicó una misiva de 700 000 trabajadoras promovida por la Alianza Nacional de Campesinas en solidaridad con las mujeres de Hollywood agredidas por Harvey Weinstein. La campaña, puesta en marcha en octubre de 2017, surgió con la determinación de denunciar la extensión y normalización del acoso sexual. El hashtag #MeToo («Yo también») tuvo como objetivo compartir las experiencias de acoso y, a su vez, sensibilizar a la sociedad sobre la magnitud del problema e interpelar a los Gobiernos y sus instituciones. Como respuesta a la misma el Parlamento Europeo celebró una sesión específica para abordar el problema sin que, hasta la fecha, se haya tomado resolución alguna al respecto.

[45]

La campaña #BalanceTonPorc («Denuncia a tu cerdo») animó a compartir en las redes sociales la experiencia y nombres de acosadores sexuales.

[46]

Campaña iniciada en Italia que tuvo por objeto también denunciar experiencias de abuso y acoso con el hashtag #QuellaVoltaChe… («Aquella vez que»).

[47]

Traducido como «dónde estaba la primera vez que me acosaron».

[48]

Denuncias recogidas por el periódico Chicago Tribune en el artículo «Vatican meets #MeToo: Nuns denounce their abuse by priests», publicado el 27 de julio de 2018.

[49]

Reportaje de la CNN «Top Chinese Buddhist monk sexually harassed nuns, investigators say», difundido el 23 de agosto de 2018.

[50]

Suecia, pionera en la lucha contra la explotación sexual con la aprobación de la ley abolicionista del sistema prostitucional de 1999, será también el primer país en adaptar, en julio de 2018, su legislación penal al espíritu del «solo sí es sí» recogiendo que todo acto sexual no consentido de forma afirmativa, clara, explícita o idónea, incluso aunque no medie violencia o coacción, tendrá la consideración de «violación negligente». España contempla la misma en el Anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, aprobada por el Consejo de Ministros en julio de 2021 y pendiente de aprobación.

[51]

Según la conceptualización de Marvin Harris (‍1982).

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