RESUMEN

Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE), prevé la asignatura «Educación en valores cívicos y éticos», que prestará especial atención a la reflexión ética e incluirá contenidos referidos al conocimiento y respeto de los derechos fundamentales y al valor de la diversidad, fomentando el espíritu crítico y la cultura de paz y no violencia. El presente trabajo reflexiona sobre el alcance de la formación cívico-democrática con el propósito de subrayar algunas de las enseñanzas que, en orden a la adecuada delimitación reglamentaria de los contenidos de la «Educación en valores cívicos y éticos», cabe extraer de la experiencia previa de la asignatura «Educación para la ciudadanía y los derechos humanos».

Palabras clave: Educación; formación cívica; socialización democrática; ciudadanía; derechos humanos; derechos fundamentales.

ABSTRACT

The Organic Law 3/2020, of December 29, amending Organic Law 2/2006, of May 3, on Education (LOE), contemplates the teaching of the subject “Education in civic and ethical values”. This subject will pay special attention to ethical reflection and will include contents referring to the knowledge and respect for fundamental rights and the value of diversity, fostering a critical spirit and a culture of peace and non-violence. This paper reflects on the scope of democratic education with the purpose of highlighting some of the lessons that, in order to adequately develop and specify the contents of “Education in civic and ethical values”, can be extracted from the previous experience of the subject “Education for citizenship and human rights”.

Keywords: Education; democratic education; democratic socialization; citizenship; human rights; fundamental rights.

Cómo citar este artículo / Citation: Barrero Ortega, A. (2022). Educación cívico-democrática y adoctrinamiento ideológico. Revista Española de Derecho Constitucional, 125, 109-‍126. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.125.04

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. PROPÓSITO
  4. II. LEGITIMIDAD DE LA EDUCACIÓN CÍVICO-DEMOCRÁTICA
  5. III. LA EDUCACIÓN CÍVICO-DEMOCRÁTICA COMO MÍNIMO COMÚN DENOMINADOR
  6. IV. DE LAS MUSAS AL TEATRO
  7. V. OBJECIÓN DE CONCIENCIA
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. PROPÓSITO[Subir]

La Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE), prevé la asignatura «Educación en valores cívicos y éticos» —a impartir en uno de los cursos del último ciclo de Primaria (quinto o sexto) y en otro de Secundaria—, que prestará especial atención a la reflexión ética e incluirá contenidos referidos al conocimiento y respeto de los derechos humanos y de la infancia, a los recogidos en la Constitución Española, a la educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía mundial, a la igualdad de mujeres y hombres y al valor del respeto a la diversidad, fomentando el espíritu crítico y la cultura de paz y no violencia[2].

Como es sabido, el legislador orgánico ya contempló, en 2006, una materia parecida, «Educación para la ciudadanía» (EPC)[3]. La asignatura cumplía con la Recomendación (2002)12 del Comité de Ministros del Consejo de Europa a los Estados miembros, relativa a la educación para la ciudadanía democrática, considerada esencial para promover una sociedad libre, tolerante y justa, además de contribuir a la defensa de los valores y los principios de libertad, pluralismo, derechos humanos y Estado de derecho, que constituyen los fundamentos de la democracia. EPC fue suprimida como obligatoria tras la reforma educativa de la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), aunque algunas comunidades autónomas la rescataron como asignatura de «libre configuración autonómica».

EPC suscitó un intenso debate sociopolítico y, claro está, jurídico en relación con los contenidos de la que, más en general, se denomina la socialización política para la ciudadanía democrática o formación cívica. ¿Puede el Estado educar en valores? ¿Qué valores son esos? ¿Qué contenidos cabe seleccionar legal o reglamentariamente? ¿Qué desarrollos en los libros de texto? ¿Qué puede finalmente transmitir el docente? Jurídicamente, la relevancia de este debate es evidente en atención a los diferentes derechos, bienes y valores constitucionales concernidos: arts. 16.1 (libertad de pensamiento, conciencia y religión), 16.2 (libertad declarativa), 16.3 (aconfesionalidad o laicidad), 20.1.c (libertad de cátedra), 27.1 (derecho a la educación y libertad de enseñanza), 27.2 (ideario educativo constitucional), 27.3 (derecho de los padres a elegir el tipo de educación de sus hijos), 27.5 (programación general de la enseñanza), 27.6 (libertad de creación de centros docentes) o 27.8 (inspección educativa).

El presente trabajo se adentra en este debate con el propósito de subrayar algunas de las enseñanzas que, en orden a la adecuada delimitación reglamentaria de los contenidos de la «Educación en valores cívicos y éticos», cabe extraer de la experiencia previa de la EPC. Un debate, estoy seguro, que resucitará pronto en nuestro país y que, acaso de nuevo, vaya a tener la inesperada virtud de traer a primer plano cuestiones importantes sobre la educación en general.

II. LEGITIMIDAD DE LA EDUCACIÓN CÍVICO-DEMOCRÁTICA[Subir]

La educación de la ciudadanía, históricamente, ha formado parte del núcleo de la escuela pública. Una escuela que tenía como misión la integración, entendida como un proyecto uniformador que busca la homogeneización cultural y lingüística de los individuos. En la actualidad, se aboga por que esa educación sea debidamente reformulada para integrar la diversidad cultural y el reconocimiento de las diferencias. Lograr una nueva articulación entre identidad y ciudadanía es una de las cuestiones más relevantes en el debate actual sobre la educación pública. Y, en este contexto, la educación para la ciudadanía puede ser debidamente resituada (‍Ruiz Miguel, 2007: 68-‍70).

Lo que, en todo caso, da coherencia a la educación pública es aprender a vivir en común, el conjunto de «virtudes públicas» que dan estabilidad y vigor a las instituciones democráticas. Ese aprender a vivir en común puede formar parte del currículo básico que deben adquirir todos los ciudadanos (ibid.: 74-75).

En un momento como el actual en que se cuestiona la competencia del Estado para enseñar en las escuelas unos valores comunes (como se puede ver en determinadas polémicas en los Estados Unidos sobre los contenidos de los currículos, el cuestionamiento de la laicidad en la escuela francesa y, más recientemente, en España con motivo de los contenidos de la EPC), se hace más necesario que nunca reivindicar la tarea de la educación pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores comunes, aun cuando admitamos que deba ser reformulada para que no sea —como fue— un instrumento para la homogeneización lingüística y cultural.

La escuela pública ha de formar ciudadanos iguales en derechos y reconocidos en sus diferencias, que tienen capacidad y responsabilidad para participar en el campo político y social. La educación para el ejercicio del oficio de ciudadano comienza con el acceso a la escritura, lenguaje y diálogo, continúa con todo aquello que constituye la tradición cultural, y alcanza sus niveles críticos en la adolescencia, con el aprendizaje y práctica de contenidos y valores compartidos.

Sin negar que existe controversia al respecto[4], la mayoría de la doctrina considera que nuestra Constitución avala la educación cívica o la enseñanza de los valores propios de la moral pública. Conforme a la jurisprudencia constitucional,

[…] la educación a la que todos tienen derecho y cuya garantía corresponde a los poderes públicos como tarea propia no se contrae, por tanto, a un proceso de mera transmisión de conocimientos […], sino que aspira a posibilitar el libre desarrollo de la personalidad y de las capacidades de los alumnos […] y comprende la formación de ciudadanos responsables llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad plural […] (STC 133/2010)[5].

Hay quien, sin embargo, considera que el Estado laico (art. 16.3 CE) no puede educar en valores, de suerte tal que en la escuela pública ha de primar lo informativo sobre lo formativo. La escuela pública del Estado laico ha de ser ideológicamente neutral. No es admisible desde la perspectiva constitucional ni el adoctrinamiento religioso ni el secular —socialización democrática—. En la escuela pública no pueden programarse enseñanzas ni de religión confesional ni «civil». La escuela laica es incompetente en materia de conciencia y religión. Además, esa moral pública se basa en una cosmovisión que excluye toda referencia a la dimensión trascendente del hombre y de la sociedad. Promueve una determinada visión de la antropología y de la moral, que excluye la dimensión religiosa de la persona. La concepción del hombre en la que se sustenta resulta incompatible con la fe religiosa de muchos ciudadanos (‍Prieto Sanchís, 2009: 209-‍240).

Se alega que las democracias liberales no entregan al Estado el derecho a dirigir la educación, sino solo la misión de garantizar el libre ejercicio de ese derecho, cuyos titulares son los alumnos y sus padres. El Estado no es el dispensador de una especial sabiduría moral; es el garante del derecho a la educación, pero su pretensión de dirigir la educación y determinar sus contenidos morales lo convierte, en ese aspecto, en un poder ilegítimo. El Estado invade un ámbito que no es de su competencia, como es el de la formación moral de los alumnos, que corresponde a las familias. El derecho de los padres a elegir el tipo de educación que quieren dar (o no dar) a sus hijos (art. 27.3 CE) incluye la facultad de elegir una concepción del bien y ponerla en práctica sin sufrir la interferencia de los poderes públicos. El interés del Estado en asegurar el derecho a la educación (art. 27.1 CE) debe conciliarse con la libertad de los padres para marcar la orientación moral de sus hijos. El derecho de los padres a educar a sus hijos exige que el Estado respete sus convicciones, sin que haya la menor referencia a valores éticos o morales perseguidos por la organización pública del sistema de enseñanza (ibid.: 209-240).

Para otro sector doctrinal, en cambio, transmitir los valores éticos y cívicos es una necesidad de todo sistema educativo; la educación no puede limitarse a ser una mera transmisión de conocimientos. La formación cívica pretende realizar esta función de educación en valores con unos valores muy precisos: los valores de la convivencia cívica y democrática, y especialmente los derechos fundamentales (‍Fernández-Miranda Campoamor, 2007: 150-‍153).

Sin duda, las familias pueden educar a sus hijos en su religión y en su moral, pero el Estado debe facilitar a todos los jóvenes aquella educación que la sociedad considera necesaria para el desarrollo de los proyectos personales, la buena convivencia, la justa resolución de los problemas y el progreso económico. En una sociedad multicultural, es necesaria una formación en valores fundamentales compartidos. La Constitución española —que es una Constitución aconfesional (art. 16.3)— descansa en un sistema de valores éticos fundamentales, empezando por los derechos fundamentales. Y estos son el criterio básico para determinar los contenidos de una formación cívica (‍Solozábal Echavarría, 2007: 141-‍146).

Además, la enseñanza de la moral pública no tiene por qué ser impartida desde una orientación política o ideológica determinada, sino que ha de comprender esos valores democráticos, esos valores cívicos y principios morales objetivados en la Constitución, los valores para la convivencia democrática, la base de la democracia constitucional. No hay nada de incorrecto ni reprochable en que los valores que se transmitan en la formación de los alumnos sean los asumidos en la Constitución. Mientras la educación se limite a los valores constitucionales, el temido adoctrinamiento no se dará. Obviamente, la dificultad estriba en determinar cuáles son y cómo han de interpretarse los valores de esa formación para, así, evitar la extralimitación (querer abarcarlo todo).

Esa formación podrá incidir sobre la libertad ideológica o religiosa de algunas familias, pero se trataría de una intromisión justificada a tenor de lo dispuesto en el art. 27.2 CE: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Como se ha dicho, el art. 27.2 establece la «vinculación finalista de la educación» (‍Aláez Corral, 2001: 91-‍129). Ni hay un derecho a recibir enseñanzas contrarias a las finalidades del 27.2 ni la libertad de impartirlas. El 27.2, desde este enfoque, limita o, si se prefiere, delimita el contenido constitucionalmente declarado del 16.1 —libertades ideológica y religiosa—, del 20.1.c —libertad de cátedra de los docentes— y del 27.3 —derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos— CE (ibid.: 91-129). En particular, el derecho de los padres se circunscribe en este contexto a la facultad de enseñar a los hijos sin perjuicio del cumplimiento de su deber de escolarización en un centro docente cuyo proyecto educativo respete, en todo caso, lo previsto en el art. 27.2.

Nótese, asimismo, que las facultades de inspección y homologación del sistema educativo que la Constitución atribuye a los poderes públicos (art. 27.8) encuentran su justificación en la finalidad que constitucionalmente se señala a la educación en el art. 27.2 (ibid.: 91-129).

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (entre las más conocidas, desde la ya clásica STEDH Kjeldsen, Busk Madsen and Pedersen c. Dinamarca, de 7 de diciembre de 1976, hasta las más recientes, Folgero c. Noruega, de 29 de junio de 2007, y Hasan y Eylem Zengín c. Turquía, de 9 de octubre de 2007) viene a confirmar que el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos no es incompatible con la programación en la escuela pública de materias o enseñanzas que tengan una clara implicación moral, siempre y cuando esas enseñanzas se impartan de manera neutral.

El Estado puede incluir en sus programas educativos informaciones que, de un modo u otro, tengan incidencia sobre lo religioso o ideológico, sin que los padres puedan oponerse a ello. En verdad, resulta difícil imaginar la hipótesis de una enseñanza totalmente aséptica o desconocedora de la influencia que las distintas religiones o ideologías han ejercido en la conformación del conocimiento humano. Sin olvidar que hoy la mayoría de las religiones e ideologías disponen de un cuerpo de doctrina extraordinariamente amplio y capacitado, en principio, para dar una respuesta a cualquier interrogante filosófico, cosmológico y ético. Por eso, los padres que deseen la escrupulosa aceptación de sus convicciones habrán de optar por la enseñanza privada con ideario propio.

El Estado puede educar lato sensu, incluso en valores o a través de enseñanzas que incidan en la libertad de conciencia de padres y alumnos, pero no puede adoctrinar, dejarse llevar por una única postura tendenciosa o manipuladora. La enseñanza sobre materias delicadas en la escuela pública no debe adoctrinar, sino que ha de estar presidida por la objetividad, la neutralidad y el respeto al pluralismo, y apoyarse en criterios científicos. Han de primar el conocimiento y la información por encima del afán de incitar prácticas que colisionen con la libertad de conciencia de los padres. No se pueden prescribir normas de conducta sobre aspectos morales o religiosos. La prohibición de adoctrinamiento se traduce, en último extremo, en la asunción por parte de las autoridades públicas del compromiso de velar por que las informaciones y conocimientos que figuren en los proyectos educativos sean difundidos de manera objetiva, pluralista y crítica. Sin parcialidades ni apreciaciones subjetivas[6].

III. LA EDUCACIÓN CÍVICO-DEMOCRÁTICA COMO MÍNIMO COMÚN DENOMINADOR[Subir]

Parece claro, pues, que la única manera de compatibilizar la enseñanza de la ética pública objetivada en la Constitución con el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral de sus hijos pasa, ante todo, por realizar una selección e interpretación cuidadosa de los contenidos de esa asignatura que evite incurrir en excesos o abusos. Una interpretación que distinga nítidamente los valores constitucionales comunes, las concreciones constitucionales cerradas, de las posibilidades abiertas a la dialéctica democrática y al pluralismo ideológico y político (art. 1.1 CE). Interpretación, en último análisis, que se concentre adecuadamente en un cuerpo de conceptos y valores que sean, por así decir, el cimiento de esa ética pública. La noción de ciudadanía es una constelación muy compleja de valores, derechos, virtudes, instituciones y procedimientos que, en cualquier caso, descansan en unos pilares básicos.

En tal sentido, se dice que la formación cívica ha de fomentar el aprecio racional por aquellos valores que permiten convivir juntos a los que son gozosamente diversos. Una oportunidad de inculcar el respeto a nuestro mínimo común denominador. No se trata de simples opciones ideológicas o partidistas, sino de logros de la civilización humanizadora a los que ya no se puede renunciar sin incurrir en concesión a la barbarie.

Lo constitucional implica, desde luego, el compromiso de asegurar determinados valores. Primero, necesidad de asumir unas reglas modernas en la distribución y separación de las funciones del Estado democrático. Los órganos del Estado tienen que ser consecuentes con sus funciones y prerrogativas, pero también con sus limitaciones. Y, segundo, consagración efectiva de la dignidad y libertad de los individuos, dándoles presencia real. La dignidad y libertad se sintetizan, se codifican, bajo el rótulo expresivo de los derechos fundamentales. La Constitución hace referencia a la organización del poder político, pero no a cualquier configuración abstracta de él, no al poder en estado puro, sino «al poder de algún modo regulado por el Derecho y ejercido sobre quienes con sus derechos limitan ese poder o incluso participan de él» (‍Tomás y Valiente, 1996: 29).

Desde el momento en que los gustos, las preferencias, las convicciones y las creencias son optativos, todos son igualmente aceptables, aunque a uno lo que le guste sea una cosa y no otra. El docente debe mantenerse neutral en ese plano de opciones, todas igualmente válidas. Pero no puede adoptar una aptitud neutral ante lo básico, ante las concreciones constitucionales cerradas, sino que debe adoptar una actitud beligerante de defensa de determinados principios y valores compartidos frente a otros. El docente, sin indicar a los alumnos cómo han de obrar en materia ideológica o religiosa, debe orientar su enseñanza hacia esos valores y concepciones comunes. Beligerancia positiva. El docente —cada uno de los puestos docentes integrados en el centro (STC 5/1981)— renuncia a exponer libremente sus convicciones; asume la moral pública objetivada en la Constitución. Una obligación —insisto— que, desde la perspectiva de la libertad de cátedra, no es sino una injerencia justificada que garantiza la vinculación finalista de la educación expresada en el art. 27.2 CE.

Hay una serie de contenidos frente a los cuales la escuela pública, a partir de lo dispuesto en el art. 27.2 CE, no puede ser neutral, por mucho que se traten de justificar desde una ideología o religión, una particularidad étnica o un rasgo cultural. Y no por ello se vulneran ni la laicidad estatal, ni la libertad de expresión del docente, ni el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos.

En cambio, las cuestiones social y jurídicamente controvertidas son asuntos o temas de interés general respecto a los que no existe acuerdo o conformidad entre los miembros de una colectividad. Son asuntos que suscitan visiones o ideas contrapuestas y, por consiguiente, un intercambio de opiniones, puntos de vista, ideas y creencias antagónicos. Cuestiones que enfrentan opciones distintas cuya respectiva fundamentación se hace recaer en marcos axiológicos diferentes. Es decir, temas de carácter ideológico, religioso, político y moral. Naturalmente, la diversidad y el pluralismo sociopolítico no se agotan en el marco de las creencias —aunque quepa reconocer que el pluralismo ha marchado históricamente en paralelo con la libertad de conciencia, constituyendo una de sus dimensiones más destacadas—. Existen otras de carácter filosófico, deontológico o económico que también alimentan el debate.

Tales cuestiones no pueden dirimirse mediante la apelación al consenso mínimo sobre valores compartidos formalizado en la norma fundamental. Ese consenso no se da, de modo que puede afirmarse que las cuestiones socialmente controvertidas son cuestiones constitucionalmente abiertas en el sentido de que no hay una toma de postura clara y terminante del constituyente en torno a ellas. Son cuestiones que quedan fuera del marco constitucional de certeza.

El, por así decir, cierre de estas aperturas estructurales corresponde al legislador democrático. Si no se da un consenso social y político suficiente en relación con determinados temas o asuntos, se impone la deferencia hacia el legislador de cada momento. La ley, en el marco de una democracia deliberativa, es el cauce adecuado para llegar a soluciones con mayor probabilidad de ser socialmente aceptables que las soluciones a las que se arribaría por otros procedimientos.

Es sabido que el TEDH subraya, en ocasiones, el amplio margen de apreciación que incumbe a las autoridades nacionales, concediendo a estas un espacio de maniobra que evita la sustitución de su decisión. Deferencia europea a la decisión interna, sin que ello signifique adhesión o confirmación de lo decidido por la autoridad nacional. El desarrollo de los derechos fundamentales en Europa va acompañado de un consenso entre los Estados parte y una definición común del contenido esencial de tales derechos. Y sin ese necesario consensus generalis, que el TEDH constata a través de la práctica de los Estados, una interpretación común se hace más compleja y la jurisprudencia regional se torna más deferente con la soberanía estatal (‍García Roca, 2010: 118-‍131). El consenso es, pues, una noción que permite explicar la aplicación del margen de apreciación nacional por parte del TEDH. Consenso que, a día de hoy, no se da con respecto a determinadas opciones abiertas a la dialéctica democrática y, por ende, al pluralismo ideológico y político.

No creo que pueda descartarse completamente cierta integración de estas posibilidades abiertas en la formación cívica y, en concreto, en el discurso cívico de corte «socrático», según la nomenclatura de Martha Nussbaum (‍2005). En la deseable complejidad ideológica y étnica de la sociedad moderna, uno de los objetivos de la educación puede ser que los alumnos elijan su perfil cívico desde preferencias razonadas que no descarten las tradiciones morales, pero sin doblegar la individualidad ante ninguna de ellas. Y en tanto se hurte a los alumnos el debate sobre las consecuencias éticas que tienen esas opciones controvertidas y no se cultive el pensamiento crítico, los aspectos socráticos de los programas curriculares y de los métodos pedagógicos corren riesgo de quedar atrás. Por otro lado, puede que una opción controvertida linde con —o entre de lleno en— el marco constitucional de certeza en la medida en que aparezcan implicados valores o, más frecuentemente, derechos fundamentales. Numerosos ejemplos recientes ilustran cómo los derechos fundamen- tales pueden irradiar su eficacia jurídica vinculante sobre asuntos polémicos, condicionando, así, el debate democrático (‍Barrero Ortega, 2014; ‍Salazar Benítez, 2016; ‍Vázquez Alonso, 2011).

Lo que sí ha de quedar claro es que, en este plano de opciones abiertas, todas igualmente válidas, el docente debe mantenerse neutral. Ante las cuestiones controvertidas que el docente decida tratar en clase, su primera e inexcusable tarea es presentarlas como tales a los alumnos; es decir, como posibilidades sobre las que no existe en la sociedad un consenso generalizado. Y, a partir de aquí, debe difundir las informaciones y conocimientos que figuran en los planes de estudios de forma objetiva, crítica y plural, absteniéndose de cualquier tipo de adoctrinamiento o «propósito de influir tendenciosamente en el alumnado» (STC 12/2018). No la simple constatación de que la controversia se da. En consecuencia, el docente, sabiendo que la verdad sobre esas cuestiones es una verdad discursiva, en fase de controversia —una verdad con dos o más caras—, esa es la verdad que deberá explicar. La explicación de una sola de las caras, precisamente la que coincide con la ideología del docente, no puede considerarse en modo alguno como una explicación neutral, objetiva y pluralista. Y ello, por supuesto, sin ignorar que la información más objetiva puede implicar elementos opinativos, sea en la forma de explicarse o redactarse, en la selección de lo relevante frente a lo negligible o en la importancia que se concede a cada verdad sobre otra similar, que no siempre coincidirá con lo que preferiría la subjetividad de cada cual.

En suma, y en palabras de nuestro Tribunal Supremo:

Por un lado, están los valores que constituyen el sustrato moral del sistema constitucional y aparecen recogidos en normas jurídicas vinculantes, representadas principalmente por las que reconocen los derechos fundamentales. Y, por otro, está la explicación del pluralismo de la sociedad, en sus diferentes manifestaciones, lo que comporta, a su vez, informar, que no adoctrinar, sobre las principales concepciones culturales, morales o ideológicas que, más allá de ese espacio ético común, pueden existir en cada momento histórico dentro de la sociedad y, en aras de la paz social, transmitir a los alumnos la necesidad de respetar las concepciones distintas a las suyas pese a no compartirlas. En una sociedad democrática, no debe ser la Administración educativa —ni tampoco los centros docentes, ni los concretos profesores— quien se erija en árbitro de las cuestiones morales controvertidas. Estas pertenecen al ámbito del libre debate en la sociedad civil, donde no se da la relación vertical profesor-alumno, y por supuesto al de las conciencias individuales. Todo ello implica que cuando deban abordarse problemas de esa índole al impartir la materia […] es exigible la más exquisita objetividad y el más prudente distanciamiento[7].

IV. DE LAS MUSAS AL TEATRO[Subir]

Obviamente el reto, y, por qué no decirlo, la extraordinaria dificultad, radica en discernir la defensa de esa moralidad cívica común del adoctrinamiento ideológico sobre cuestiones controvertidas, a partir de una cuidadosa selección de los contenidos que impartir. Una vez se admite que la formación cívica debe circunscribirse a valores comunes, viene luego el decisivo aspecto de verificar hasta dónde llegan proyectos, textos o explicaciones concretos. Se impone, sin dogmatismos, una ponderación de esos contenidos. Jurídicamente, no deberíamos conformarnos con que cada cual tache de «ideológicos» los aspectos del posible temario que le contrarían.

Lo que se dio en llamar el «devenir judicial de la asignatura “Educación para la Ciudadanía”» testimonia bien el problema (‍Gómez Orfanel, 2009: 261-‍283). Ese debate judicial —con ocasión de la interposición de recursos contencioso-administrativos contra los contenidos de la EPC ante los tribunales superiores de justicia de varias comunidades autónomas y, en última instancia, en unificación de doctrina, ante el Tribunal Supremo (‍Aláez Corral, 2009: 24-‍33)— es una muestra objetiva de las dudas razonables en torno a la constitucionalidad de los contenidos reglamentarios de la educación cívica. Por razones de espacio, me referiré a solo algunas de tales dudas:

a) ¿Debiera centrarse la educación cívico-democrática solamente en la enseñanza de la Constitución y de los derechos fundamentales, sin pretender referirse a cuestiones éticas (no generalizables gubernamentalmente sin incurrir en abuso)?

En principio, la instrucción —que describe hechos o realidades objetivadas en la norma— y la educación —que pretende desarrollar capacidades y potenciar valores éticos— son formas de transmisión cultural distintas, pero complementarias, es decir, en modo alguno opuestas ni mutuamente excluyentes. Y es que no puede instruirse a nadie sobre tal ley fundamental o tales derechos sin mencionar las implicaciones morales de que están llenos y los principios éticos en que se basa. Ciertas disposiciones éticas responden a las exigencias mayoritarias de convivencia y no a la conciencia de cada cual. Así es, al menos en las democracias del siglo xxi. Por eso la educación cívica no puede ni debe confundirse sin más con la formación moral. Hay una dimensión ética que corresponde a las convicciones de cada cual y en la que ninguna autoridad académica puede intervenir. Pero es necesario conocer el valor moral de tolerar cívicamente aquellos comportamientos que no apruebo o incluso detesto, siempre que no transgredan la legalidad y en nombre de la armonía social pluralista. Comprender la valía ética —estrictamente ética— de las normas instituidas que permiten el pluralismo de convicciones y actitudes dentro de un marco común de respeto a las personas.

b) ¿Encierra educar cívicamente un cierto relativismo moral?

El ordenamiento positivo que sustenta la Constitución —e informa el derecho internacional de los derechos humanos (art. 10.2 CE)— no es indiferente al sentido de sus normas. Y tampoco es un precipitado arbitrario de ideas inventadas o ajenas a la sociedad: en tanto la Constitución emana de ella, expresa sus valores o, si se quiere, las condiciones indeclinables de la convivencia. No hay duda, en particular, de la dimensión ética de los derechos fundamentales —es imposible, en efecto, explicar el sentido de la libertad e igualdad de las personas sin tener presente el fundamento moral de esos rasgos constitutivos del ser humano—. Puede pretenderse que el alumno reconozca, comprenda y respete los valores y principios que la animan y sea capaz de razonar a partir de ellos a la hora de decidir libremente cómo ejerce su condición de ciudadano. Lo que resultaría inadmisible es el puro «adoctrinar», o sea, presentar lo que es un resultado de debates y acontecimientos históricos como algo inamovible, llovido directamente de la eternidad.

c) ¿Promueve la educación cívica un positivismo jurídico miope?

No se puede afirmar que las únicas exigencias morales admisibles sean las plasmadas en la Constitución o en cualquier manera reconducibles a sus preceptos. En realidad, los propios valores de libertad y pluralismo que proclama y la libertad de pensamiento, conciencia y religión que garantiza, aseguran y protegen la profesión de otras ideas o creencias y, en definitiva, la asunción de pautas morales diferentes.

d) ¿Cabe fomentar sentimientos y actitudes cívico-democráticos?

La formación cívico-democrática, cuando está referida a los valores éticos comunes, no solo comprende su difusión y transmisión, también es lícito fomentar sentimientos y actitudes que favorezcan su vivencia práctica. La formación de ciudadanos conscientes de los derechos y deberes que les corresponden y respetuosos con los de los demás implica enseñarles a formar libremente su propia opinión y a decidir con igual libertad, pero con conocimiento de los motivos que les mueven para que tengan conciencia de su responsabilidad. Para ello es relevante hablarles de la dimensión afectiva y sentimental de la ciudadanía. No se busca que los jóvenes acepten esos valores comunes en su fuero interno como única y exclusiva pauta a la que ajustar la conducta ni que renuncien a sus propias convicciones. Pero sí deben comprender la valía ética de las normas instituidas que permiten el pluralismo de convicciones y actitudes. Y eso delimita una frontera entre lo que puede y no puede aceptarse también a nivel personal. Es decir, además de reflexionar sobre el origen, fundamento y necesidad de los valores humanos en general, puede ser útil una asignatura de formación cívico-democrática que transmita la exigencia moral de tener valores comunes instituidos legalmente, que sirvan de directrices al comportamiento social, aunque no puedan serlo siempre de la conciencia personal.

e) ¿Cómo evaluar aptitudes, actitudes, habilidad y destrezas cívicas?

Los textos educativos pueden hablar de aptitudes, actitudes, habilidades y destrezas. Esto no supone, claro está, que la evaluación dependa de la adhesión a principios o valores. Se dirige, por el contrario, a comprobar el conocimiento y comprensión de los elementos que distinguen la condición de ciudadano en nuestro Estado social y democrático de derecho y de la consiguiente capacidad o aptitud para ejercerla respetando ese marco de convivencia.

Los reglamentos no se pueden erigir en factor de calificación del alumno que profese o no profese una fe determinada ni que acepte internamente como éticamente superiores a cualesquiera otros los valores constitucionales; no se pueden considerar a efectos de evaluación sus convicciones personales ni, por tanto, obligar a desvelarlas. La Constitución no lo permite, esencialmente, en sus arts. 16.1, 16.2 y 27.2 y 3. Tampoco en el ámbito de la evaluación es admisible el adoctrinamiento.

f) ¿Qué nivel de precisión en la definición de los contenidos ha de exigirse a la normativa reglamentaria?

La inseguridad normativa a nivel reglamentario no permite garantizar suficientemente a los padres, titulares del derecho fundamental a elegir el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos (art. 27.3 CE), que el enfoque moral y ético que se va a dar no se compagine con sus creencias.

Jurídicamente no deberían preverse contenidos, objetivos o criterios indefinidos, pues, si no se precisan, la intervención estatal que busca garantizar una actitud contraria a estereotipos o prejuicios no definidos, penetrando incluso en el ámbito familiar, adolece de ambigüedad u oscuridad. Dicho de otro modo, la absoluta falta de concreción de algunas expresiones de contenidos puede generar una incertidumbre normativa insoportable para el titular de los derechos fundamentales concernidos.

V. OBJECIÓN DE CONCIENCIA[Subir]

En cuanto a la objeción de conciencia respecto a los contenidos de la educación cívica, habría que distinguir entre la pretendida objeción de conciencia general o directa, es decir, la que desde algunos planteamientos doctrinales se quiere inferir del art. 16.1 CE y la objeción de conciencia educativa o indirecta, esto es, la que se deduce del derecho de los padres a elegir el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.

La objeción de conciencia directa, sencillamente, no cabe, ya que, como ha reiterado el Tribunal Constitucional, del art. 16.1 CE no se deriva un derecho general a la objeción de conciencia. El reconocimiento de un derecho a la objeción de alcance general a partir de las libertades ideológica y religiosa equivaldría a que la eficacia de las normas dependiera de cada conciencia, lo que supondría socavar los fundamentos del Estado de derecho. La objeción de conciencia no existe como derecho general frente a todo deber jurídico que repugne; solamente existe en tanto se reconozca por la Constitución o las leyes (SSTC 160 y 161/1987 y 145/2015). Y si las leyes educativas no prevén la posibilidad de que los alumnos o sus padres formulen la objeción, esa pretensión no está amparada en nuestro ordenamiento constitucional.

Distinto es el caso de la objeción de conciencia educativa o indirecta, la que se deduce del art. 27.3 CE. Esta objeción sí que cabría en el caso de que el desarrollo reglamentario del diseño curricular de EPC en las leyes educativas derive en unos contenidos que excedan de lo que antes he denominado valores constitucionales compartidos o concreciones constitucionales cerradas. El adoctrinamiento moral, en aspectos que vayan más allá de esos valores compartidos, es inadmisible. La necesidad de una formación cívica no es objetable; otra cosa es la orientación temática desviada o abusiva que, finalmente, reciba esa formación (‍López Castillo, 2019: 63-‍78).

Esto es, si no me equivoco, lo que vino a precisar el Tribunal Supremo en sus sentencias de febrero de 2009 en torno a la EPC[8]. De un lado, se descarta que quepa la objeción de conciencia de plano, pero, por otro, se admite que, llegado el caso de un desarrollo reglamentario o incluso práctica educativa que incurriese, en la definición o impartición de los contenidos de EPC, en excesos o abusos, cualquier alumno o familia podría reaccionar jurisdiccionalmente. Excesos que el Supremo no aprecia en el caso de los decretos autonómicos cuestionados.

La cabal argumentación del Tribunal Supremo podría sintetizarse así:

  • a)La educación cívica abarca temas ajenos a la religión o la moral, como la organización y funcionamiento de la democracia, el significado de los derechos fundamentales y los usos sociales, pero hay que reconocer que esa enseñanza pueda tener implicaciones morales.

  • b)Los padres no tienen un derecho ilimitado a oponerse a la programación de la enseñanza por el Estado. El art. 27.3 CE no permite pedir exenciones individuales, que sería tanto como poner en tela de juicio esa ciudadanía para la que se aspira a educar. En un Estado democrático, el estatuto de los ciudadanos es el mismo para todos, cualesquiera que sean sus creencias. En la medida en que estas sean respetadas, no cabe oponerse a la existencia misma de una materia cuya finalidad es formar en los rudimentos de esa ciudadanía.

  • c)La moralidad cívica establecida en la Constitución es común a la que rige en otras sociedades de nuestro entorno cultural y jurídico. Los contenidos reglamentarios de EPC se sitúan en planos bien alejados del relativismo moral y de la tacha de totalitarismo que argumentan los recurrentes. Cierto es, no obstante, que los contenidos que asignan los reglamentos a EPC han de experimentar ulteriores concreciones a través del proyecto educativo de cada centro. Proyectos, textos y explicaciones que no deben deslizarse hacia el adoctrinamiento. El deber jurídico de cursar EPC no autoriza ni a centros ni a profesores a imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que sean controvertidos. Las enseñanzas que el Estado califica como obligatorias no deben ser pretexto para tratar de persuadir a los alumnos sobre ideas o doctrinas que reflejan tomas de posición acerca de problemas sobre los que no existe un generalizado consenso moral en la sociedad. En relación con estos temas, es exigible la más exquisita objetividad.

  • d)Cuando proyectos, textos o explicaciones concretos incurran en tales propósitos desviados de los fines de la educación, los padres podrán recabar el amparo judicial.

  • e)Aplicando esta doctrina general al caso concreto, la comparación de los reglamentos enjuiciados con la Constitución, la Recomendación (2002) 12 del Comité de Ministros del Consejo de Europa y la Ley Orgánica 2/2006, lleva a descartar que las normas cuestionadas infrinjan derechos fundamentales.

NOTAS[Subir]

[1]

Comunicación seleccionada por la Junta Directiva de la Asociación de Constitucionalistas de España en su XVIII Congreso (Oviedo, marzo de 2021).

[2]

Art. 17, de modificación del art. 25 de la LOE.

[3]

En verdad, la llamada EPC constituía un conjunto de asignaturas que la LOE incorporaba al sistema educativo español. Estas asignaturas eran obligatorias y evaluables para toda clase de centros educativos, públicos, concertados o privados. La EPC se presentaba bajo tres denominaciones diferentes: a) «Educación para la ciudadanía y los derechos humanos», que se impartía en dos etapas diferentes: en uno de los dos cursos del tercer ciclo de Primaria (art. 18.3 LOE), alumnos de entre 10 y 12 años, y en uno de los tres primeros cursos de la ESO (art. 24.3 LOE), alumnos de entre 12 y 15 años; b) «Educación ético-cívica», que se impartía en 4.º de la ESO (art. 25.1 LOE), alumnos de entre 15 y 16 años, y c) «Filosofía y ciudadanía», que se impartía en un curso de Bachillerato (art. 34.6 LOE), alumnos de entre 16 y 18 años.

[4]

Una buena síntesis del debate puede verse en López Castillo (‍2007).

[5]

Asimismo, SSTC 236/2007 y 66/2018.

[6]

Más en profundidad, Martín-Retortillo Báquer, L. (‍2008).

[7]

SSTS 449/2009, RC 948/2008, y 450/2009, RC 1013/2008, ambas de 11 de febrero de 2009.

[8]

Las ya citadas SSTS de 11 de febrero de 2009 (TS 449/2009, RC 948/2008, TS 450/2009, RC 1013/2008, y TS 451/2009, RC 905/2008).

Bibliografía[Subir]

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[8] 

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