RESUMEN

La jurisprudencia constitucional sobre el estado de alarma emitida hasta el momento afronta la mayoría de las cuestiones fundamentales que han sido objeto de controversia en el ámbito académico en torno a la pandemia. En este trabajo se ha tratado de eludir una simple exposición o relato de los asuntos, de los hechos y de los fundamentos de derecho en los que el Tribunal asienta su decisión. Aunque siempre teniendo como referencia las decisiones adoptadas por el Tribunal —sobre las que el autor es muy crítico—, se ha tratado de aprovecharlo como oportunidad para un análisis de las cuestiones que han sido objeto de encendidos debates en el seno de la comunidad de juristas. De esta forma, constituye, al mismo tiempo, una defensa del acierto de la previsión constitucional —y legal— del estado de alarma y, en relación con ello, de la interpretación que sobre esa regulación defiende el autor.

Palabras clave: Estado de alarma; pandemia; libre circulación de personas; autoridad competente delegada (estado de alarma); prórroga (estado de alarma); limitación/suspensión de derechos fundamentales.

ABSTRACT

The case-law issued so far by the Constitutional Court on the state of emergency addresses most of the fundamental issues that have been the subject of academic controversy surrounding the pandemic. In this paper the autor has tried to avoid a simple statement or account of the issues, facts and legal grounds on which the court bases its decision. Although always with reference to the decisions taken by the court —to which the autor is vey critical— it has been taken as an opportunity for an analysis of the issues that have been the subject of heated debate within the community of lawyers in recent times. In this way, it offers, at the same time, a defence of the rightness of the constitutional —and legal— provision of the state of alarm and of the interpretation which the autor considers should be defended.

Keywords: State of emergency; pandemic; free movement of people; delegated competent authority (state of emergency); extension (state of emergency); constriction/suspension of fundamental rights.

Cómo citar este artículo / Citation: López Basaguren, A. (2022). El Tribunal Constitucional frente a la emergencia pandémica. (SSTC 148/2021, 168/2021 y 183/2021) Revista Española de Derecho Constitucional, 125, 237-‍282. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.125.08

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. Introducción
  4. II. ACERCA DE LAS CIRCUNSTANCIAS EN QUE SE EMITEN LAS SENTENCIAS DEL TC SOBRE EL ESTADO DE ALARMA
    1. 1. Unos pronunciamientos inaceptablemente tardíos, que debilitan la función del Tribunal
    2. 2. La fractura interna del Tribunal: algunos aspectos preocupantes
  5. III. PRINCIPALES ELEMENTOS CONTROVERTIDOS EN LA JURISPRUDENCIA SOBRE EL ESTADO DE ALARMA
    1. 1. Sobre el estado de alarma y la relación entre poderes de emergencia y poderes ordinarios: reflexiones introductorias
    2. 2. Estado de alarma, supuesto habilitante y medidas que se pueden adoptar: el significado de la ley orgánica que lo desarrolla
    3. 3. ¿Hubo suspensión del derecho fundamental a la libre circulación con ocasión del «confinamiento domiciliario»?
    4. 4. Sobre la delegación a los presidentes de las comunidades autónomas de la condición de «autoridad competente» y la naturaleza de los poderes atribuidos
    5. 5. Sobre la extensión temporal de las prórrogas del estado de alarma y sus exigencias
  6. IV. EPÍLOGO
  7. NOTAS
  8. Bibliografía

I. Introducción[Subir]

El recurso a la legislación de emergencia que ha tenido lugar para enfrentarse a la pandemia provocada por la covid-19 ha sido de tal envergadura que difícilmente podía eludir el escrutinio de la jurisdicción constitucional. Ello, a pesar de que las medidas adoptadas recibieron un aplastante respaldo político y social. Es lo que se manifestó, por una parte, en el Congreso, tanto cuando el Gobierno dio cuenta de la declaración de los dos estados de alarma generales como en la aprobación de sus sucesivas prórrogas, y, por otra, en la generalizada pacífica aceptación ciudadana de la razonabilidad de las medidas adoptadas, de forma comparativamente más alta que en algunos países cercanos. Un amplísimo respaldo al que, muy probablemente, contribuyó el hecho de que, más allá de las peculiaridades formales de cada sistema jurídico, el recurso a la legislación de emergencia para enfrentarse al reto de salud pública planteado por la pandemia fue generalizado, especialmente en los países europeos, y de que las medidas adoptadas fueron, prácticamente en todos ellos, sustancialmente similares en su contenido[1].

A pesar de esta acogida favorable, se han planteado distintos procedimientos ante el TC, directa o indirectamente relacionados con las declaraciones del estado de alarma y con las medidas adoptadas para afrontar la pandemia. Todavía están pendientes de resolución varias cuestiones de importancia[2], que tendrían que permitir clarificar, cuando menos, dos cuestiones de importancia general: por una parte, la constitucionalidad de la atribución a las salas de lo contencioso-administrativo de los TSJ de cada comunidad autónoma de la competencia para autorizar o ratificar las medidas adoptadas al amparo de la legislación sanitaria por las correspondientes autoridades autonómicas que consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no sean identificados individualmente[3], y, por otra, una más desarrollada y precisa clarificación de la competencia, respectivamente, del Estado y de las comunidades autónomas en materia sanitaria en torno, especialmente, a la delimitación de la competencia estatal para la coordinación general en materia de sanidad interior. Pero disponemos ya de un grupo de resoluciones[4], directamente centradas en el estado de alarma y en el significado y efectos de las medidas adoptadas, que establecen un cuerpo jurisprudencial amplio, en el que se fija la interpretación constitucional sobre parte importante de las cuestiones que la comunidad jurídica viene debatiendo de forma muy activa durante estos más de dos años de pandemia.

En este trabajo se pretende plantear un debate sobre las cuestiones capitales de esta jurisprudencia que son objeto de profunda controversia. En este sentido, considero que es necesario realizar una advertencia previa. El reto que la pandemia planteó a la comunidad jurídica respecto a la interpretación de la Constitución y de la emergencia fue absolutamente nuevo e inesperado, totalmente extraordinario, especialmente en el momento inicial, cuando la OMS la declaró a principios de marzo de 2020. Por ello, creo que hay que ser prudente en el juicio sobre lo que se hizo bien y se hizo mal en los momentos iniciales. Esta novedosa y extraordinaria situación provocó, también en el seno de la comunidad de juristas, debates sobre la interpretación de la emergencia, la legalidad aplicable, las medidas que se podían adoptar y los requisitos y límites de una u otra legislación. El propio conocimiento científico sobre la covid-19 era limitado; tanto sobre su naturaleza como sobre su forma de propagación, así como sobre el tratamiento terapéutico adecuado para tratarla sanitariamente. Un limitado conocimiento que tenía efecto directo sobre las medidas de salud pública que era necesario adoptar. Pero esa actitud fue perdiendo sentido, progresivamente, a medida que el tiempo pasaba y se iba teniendo mayor conocimiento de la pandemia y, consiguientemente, mayor conocimiento de las medidas que era conveniente adoptar (‍Balaguer Callejón, 2021: 99).

En este sentido, a mi juicio, la pandemia, en su carácter novedoso e inesperado, puso de manifiesto una importante inadecuación de las leyes necesarias para gestionarla; puso de manifiesto que quienes las elaboraron no pudieron imaginar la situación a la que el Estado de derecho se iba a tener que enfrentar en la presente pandemia. Especialmente en el caso español, se puso muy pronto de manifiesto la inadecuación de muchas de las disposiciones legales que tenían que ser activadas en la gestión de la pandemia, empezando por la propia regulación del estado de alarma (LO 4/1981, de 1 de junio)[5] y continuando por la legislación de salud pública. España no fue el único de los países de nuestro ámbito jurídico en el que ese problema se puso de manifiesto. Pero sí ha sido uno de los países, de entre la vanguardia de los países democráticos, en los que se ha puesto de manifiesto una mayor incapacidad e indolencia para afrontar las reformas legales que eran necesarias con la prontitud, la celeridad y el acierto que la extrema gravedad de la crisis hacía necesarias[6]. Una ausencia de reforma legislativa que aflora en la jurisprudencia que se va a debatir en estas páginas y que ha tenido efectos negativos en la gestión de la crisis.

II. ACERCA DE LAS CIRCUNSTANCIAS EN QUE SE EMITEN LAS SENTENCIAS DEL TC SOBRE EL ESTADO DE ALARMA[Subir]

1. Unos pronunciamientos inaceptablemente tardíos, que debilitan la función del Tribunal[Subir]

La aprobación por el TC de las dos sentencias clave en relación con las dos declaraciones del estado de alarma general en toda España —STC 148 y STC 183, de 2021, a las que hay que añadir la STC 168/2021, de 5 de octubre, en resolución del recurso de amparo de los diputados de Vox— plantea un primer problema que me parece especialmente importante en el asunto que nos ocupa: el momento excesivamente tardío en el que el Tribunal ha resuelto los dos recursos de inconstitucionalidad planteados contra aquellas. Se trata de una cuestión extraprocesal, que no tiene relación con el contenido de las sentencias, pero que tiene una enorme trascendencia política y constitucional.

El primer estado de alarma fue declarado el 14 de marzo de 2020, entró en vigor el mismo día y concluyó poco más de tres meses después; la STC 148 se aprueba dieciséis meses después de aquella declaración y un año y un mes después de haber concluido su vigencia. El segundo estado de alarma general se aprueba el 25 de octubre del mismo 2020, prorrogado —incluida la controvertida prórroga de seis meses— hasta mayo de 2021; la STC 168 se aprueba prácticamente año y medio después de presentado el recurso de amparo; la STC 183 se aprueba en octubre de 2021 —aunque se publica a finales de noviembre—, algo más de un año después de su entrada en vigor y unos seis meses después de que hubiera concluido.

En la impugnación contra el primer estado de alarma estaba en juego nada menos que la posibilidad de que se estuviese vulnerando, de forma general en toda España, y durante largo tiempo, la libertad de circulación de los ciudadanos, un derecho fundamental establecido en la Constitución. En el segundo estado de alarma, además de la hipotética inconstitucionalidad de las medidas sustantivas establecidas —lo que no ha sido el caso—, estaba en juego la constitucionalidad de dos cuestiones capitales: la delegación de la condición de «autoridad competente» a los presidentes de las comunidades autónomas y el contenido de esa delegación, así como la de la prórroga de seis meses de la vigencia del estado de alarma; en el recurso de amparo de los diputados de Vox, la vulneración del derecho fundamental de los miembros de la Cámara a participar en los asuntos públicos.

A la vista de la importancia cualitativamente tan trascendental para la salud del sistema constitucional de lo que se impugnaba en esos recursos era exigible del TC una sensibilidad acorde a ella (‍Biglino Campos, 2021: 37 y ss.). Muy especialmente si, como ha sido el caso, concluía que alguna de las medidas más trascendentales establecidas en aquellos estados de alarma vulneraban la Constitución o que se había vulnerado un derecho fundamental de los diputados. La tardía resolución de los recursos que son objeto de atención aquí ha significado que los elementos fundamentales de la legislación de emergencia se hayan aplicado, desde el principio hasta el final, vulnerando la Constitución. Es extraordinariamente grave, política y constitucionalmente, constatarlo muchos meses después de que su aplicación concluyese.

Sea por incapacidad o por negligencia, la tan tardía resolución afecta muy negativamente a la credibilidad del TC. Sus decisiones en cuestiones cuya aplicación práctica tiene efectos inmediatos tan trascendentales cualitativamente no pueden limitarse a cumplir una función de determinación del significado de la regulación constitucional, con efectos puramente pro futuro, sino que debe incidir de forma efectiva en el presente del funcionamiento del sistema político, evitando que situaciones de vulneración de la Constitución se apliquen pacíficamente, sin objeción, durante largo tiempo, durante toda su vigencia.

Una resolución temporánea de estos recursos de inconstitucionalidad hubiese permitido al TC desplegar una capacidad efectiva en la corrección a tiempo de las situaciones consideradas contrarias a la Constitución y ponderar adecuadamente la situación de necesidad que los poderes públicos se vieron obligados a afrontar, diferenciando entre aquellas medidas que se pueden adoptar, de forma urgente, ante una situación de necesidad, con una limitación temporal estricta, y los requisitos que exigen medidas similares cuando su aplicación se va a prolongar en el tiempo[7]. Y, al mismo tiempo, le hubiese permitido incidir positivamente, a tiempo, en el impulso de la adecuación de las leyes a la singularidad de la pandemia, reforzando el principio de seguridad jurídica, que tantos problemas ha presentado durante su gestión (‍García-Escudero Márquez, 2021: 113). En concreto, le hubiese permitido impulsar, pasado el primer momento de incertidumbre, la adopción de medidas que, garantizando la protección frente a la transmisión del virus, atemperasen la rigidez del confinamiento, a la vista de la experiencia en otros países cercanos y sus resultados; le hubiese permitido articular de forma más idónea la participación de las comunidades autónomas en la gestión de las medidas adoptadas en el segundo estado de alarma general, y hubiese permitido adecuar la duración de las prórrogas a unos límites temporales y a unas condiciones acordes a su interpretación de la Constitución. La práctica de otros tribunales constitucionales —u órganos similares— en los sistemas democráticos de nuestro entorno es, en este sentido, significativa; evaluación comparativa en la que nuestro TC no queda bien parado.

Un sistema democrático que se respetase suficientemente a sí mismo no podría dejar pasar una situación similar —constatar que los elementos capitales de la gestión jurídica de la pandemia han vulnerado gravemente la Constitución— sin provocar una importante crisis política. Por el contrario, esas decisiones del TC fueron acogidas con una considerable indiferencia política, sin provocar ningún conflicto relevante, quizá por el aplastantemente mayoritario apoyo que la declaración del estado de alarma y la mayor parte de sus prórrogas recibieron en el Congreso. Una falta de efectos políticos que parece expresión de la irrelevancia en que, en este sentido, tiene riesgo de caer el TC[8].

2. La fractura interna del Tribunal: algunos aspectos preocupantes[Subir]

La jurisprudencia sobre los estados de alarma que es objeto de atención en estas páginas pone en evidencia una profunda fractura interna del TC. Se trata, en primer lugar, de una fractura cuantitativa, especialmente significativa en las dos sentencias que resuelven los recursos de inconstitucionalidad frente a las dos declaraciones de estado de alarma general: la STC 148 es aprobada por una mayoría de 6 a 5; la STC 168 se resuelve por una mayoría de 6 a 4; la STC 183 es aprobada, igualmente, por una mayoría de 6 a 4.

Ciertamente, no hay que sorprenderse de la existencia de posturas divergentes en el seno de un tribunal —tampoco en el TC— y su manifestación en distintos votos particulares. La existencia de opiniones disidentes, en ocasiones, cuando contienen una argumentación consistente e innovadora, puede abrir la vía a la evolución de la jurisprudencia y, en cualquier caso, puede servir para poner de relieve una diferente interpretación, especialmente útil cuando los argumentos en que se fundamenta son capaces de recibir un respaldo significativo en el seno de la comunidad de juristas. Tampoco hay que sorprenderse, incluso, de que un tribunal se divida por mitades en una determinada resolución. Como recuerda la magistrada Balaguer Callejón en su voto particular a la STC 148, la previsión legal (art. 90 LOTC) del voto de calidad del presidente en caso de empate pone de manifiesto la plena admisibilidad de una fractura similar, sin que ello menoscabe la validez de su decisión[9]. Con independencia de la opinión que sobre su conveniencia pueda merecer esa previsión[10], es indudable, sin embargo, que una similar fractura del Tribunal al adoptar una decisión llama necesariamente la atención en cuanto señal que indica un conflicto sobre el significado de la Constitución; señal que será más o menos significativa según sean la trascendencia del asunto y la naturaleza de la discrepancia interpretativa[11].

Pero, más allá de esa fractura cuantitativa, en las decisiones que son objeto de análisis en estas páginas se pone de relieve una profunda fractura cualitativa dentro del TC, como se manifiesta en algunos de los votos particulares. Manifestaciones que son de gran significación respecto a la forma en que la mayoría afronta el debate en el seno del Tribunal —eludiendo afrontar cuestiones planteadas por magistrados discrepantes y expresar los argumentos por los que creen que no deben ser acogidas[12]— e impone su criterio. Una situación que, unida a la existencia de fuertes objeciones a los argumentos en los que la mayoría fundamenta su posición, tiene el riesgo de afectar seriamente a la credibilidad del Tribunal.

Es evidente que hay cuestiones con profundas connotaciones ideológicas en que el riesgo de confrontación irreconciliable de posturas es muy elevado, por lo que el desencuentro, dentro de los límites de la interpretación jurídica de las normas en juego, es más comprensible; o, cuando menos, más previsible. No me parece, sin embargo, que la cuestión que es objeto de atención en estas páginas tenga esa naturaleza. Me parece que, en la cuestión que nos ocupa, se trata de un debate fundamentalmente académico —incluso academicista, por darle una connotación claramente negativa—, que el Tribunal, por su función institucional, estaba obligado a superar —cuando menos, a tratar de superar—, realizando el esfuerzo necesario para lograrlo[13]. Un esfuerzo que se tendría que reflejar en la fortaleza del despliegue argumentativo de la mayoría para responder, con solidez, a las objeciones de quienes, en el seno del Tribunal, discrepaban de su posición.

El academicismo de la posición de la mayoría del Tribunal en la STC 148 se pone de manifiesto desde el momento en que en esta se reitera, hasta la saciedad, la idoneidad de las medidas adoptadas por el Gobierno en el primer estado de alarma, incluido el controvertido «confinamiento domiciliario» —ratificadas por el Congreso en sus sucesivas prórrogas—[14]. La mayoría que respalda la sentencia únicamente discrepa de la figura constitucional utilizada para adoptarlas. Es llamativo que, planteándose las cosas en estos términos, y teniendo en cuenta las circunstancias que rodearon el proceso de su aprobación y prórrogas, no haya sido posible llegar a una interpretación muy mayoritariamente —incluso unánimemente— compartida en el seno del Tribunal. Especialmente, si tenemos en cuenta que quienes discrepaban plantearon argumentos de mucho peso, que tendrían que haber permitido el acuerdo, y que la posición de la mayoría del Tribunal tiene debilidades formales muy significativas, como la interpretación contra legem de su opción por el estado de excepción y los límites de esta figura, incluso puramente temporales, que la hacían inadecuada para la gestión de una pandemia de tan largo recorrido temporal. Unas objeciones a las que la mayoría del Tribunal pura y simplemente no responde.

En este sentido, es muy revelador el voto particular del magistrado Xiol Ríos a la STC 148, en el que no solo pone en entredicho la posición de la mayoría en este asunto concreto, sino que la ubica en una línea jurisprudencial —aún más, en una actitud o posición interpretativa— que impugna por principio. En su opinión, la mayoría es responsable de «posiciones esencialistas, degradadas hasta el extremo del formalismo [que] se han enseñoreado del Tribunal Constitucional […] hasta poner en entredicho aspectos básicos del Estado de Derecho»; posiciones «proclives a dar un valor absoluto a cualquier atisbo de nulidad». El magistrado Xiol, tras referir las reiteradas ocasiones en que esa posición del TC ha sido enmendada por el TEDH, muestra tanto su cansancio en sus intentos de intentar convencer a la mayoría como su escepticismo respecto a la receptividad de esos esfuerzos[15].

En una dirección complementaria se sitúa la queja del magistrado Conde-Pumpido Tourón cuando expresa su «preocupación» por lo que considera la realización de «cambios en la doctrina jurisprudencial no expresamente reconocidos ni debidamente justificados, incurriendo así en cambios doctrinales u overrulings encubiertos que no responden a las exigencias que nuestra propia [del Tribunal] doctrina jurisprudencial establece para estos cambios de criterio».

Esta posición de la mayoría que es criticada de forma tan cualitativa se pone de relieve en la STC 168/2021, en la que se concede el amparo a los diputados del Grupo Parlamentario Vox por la suspensión de los plazos de las iniciativas ante la Cámara en el primer momento de declaración del estado de alarma, considerando que se vulneró su ius in officium. Lo que, a juicio de la mayoría, ocurrió como consecuencia de una suspensión de los plazos que se prolongó menos de un mes, durante el que, sin embargo, siguió habiendo actividad en la Cámara, aunque ralentizada por la necesidad de adaptar su funcionamiento a la crisis de salud pública, sin que se pruebe en el proceso qué iniciativas de esos diputados fueron afectadas y con qué intensidad y a pesar de que la suspensión de plazos en el momento inicial fue general, incluso en el propio TC[16].

Se atribuye al Chief Justice John Marshall que la opinión de un tribunal debe contar con el respaldo de todos sus integrantes, de forma que, si alguno de los razonamientos es desaprobado, debe ser modificado para recibir la aprobación de todos antes de que pueda ser emitido como la opinión de todos[17]. Ciertamente, se trata de una opinión que no se corresponde con la realidad de los tribunales; pero evidencia el esfuerzo que debe realizarse en el seno de los tribunales para dirigir el debate a la confrontación de argumentos y la necesidad de que los argumentos de quienes se imponen como mayoría sean capaces de afrontar sólidamente las objeciones de quienes discrepan dentro el tribunal. No hay que dramatizar más de lo razonable los disensos en el seno de un tribunal; pero la legitimidad social de un tribunal se debilita tanto más cuanto más dividido esté en la adopción de decisiones, especialmente cuanto más trascendentales seas estas. Es algo que J. Marshall tuvo claro en su empeño en lograr la unanimidad en la inmensa mayoría de las sentencias del Tribunal Supremo norteamericano durante los treinta y cuatro años en que lo presidió, a pesar de las desfavorables circunstancias en que tuvo que hacerlo. Marshall tenía muy clara la necesidad imperiosa de lograr para el TS —hasta ese momento un actor absolutamente marginal del sistema político norteamericano— una legitimidad y un reconocimiento público que reforzasen su auctoritas; y sabía que debía lograrlo en un clima político claramente adverso, dominado por la nueva era republicana inaugurada con el acceso de Thomas Jefferson a la presidencia (‍Smith, 1996: 282 y ss.)[18]. Era consciente de que, para lograrlo, era indispensable que concurriesen tres características: el compromiso, a ser posible unánime, dentro del tribunal; la fortaleza de los argumentos en que se fundamentaban sus decisiones, y la capacidad de convencer con sus resoluciones tanto a la opinión pública como a la comunidad de juristas (‍Hobson, 2006)[19]. Ese objetivo le llevaba a atenerse estrictamente a los hechos, sin permitir que en su jurisprudencia los conceptos abstractos eclipsaran los hechos del caso; y cuando no podía convencer a los discrepantes dentro del tribunal —lo que ocurrió en numerosas ocasiones—, trataba de encontrar un terreno común entre las distintas posiciones, hasta conseguir una opinión casi siempre unánime (‍Paul, 2018: 237-‍238 y 298)[20].

Estas son unas características que están absolutamente ausentes en la jurisprudencia del TC sobre el estado de alarma. Un tribunal que transmite la sensación de haberse obcecado en una cuestión academicista, ofuscado por cuestiones de concepto, desatendiendo los hechos y los intereses en juego, sin prestar la atención requerida a los argumentos de quienes discrepaban, aparentemente indiferente al riesgo de socavamiento de la credibilidad del Tribunal y aparentemente insensible a las consecuencias prácticas de su decisión[21].

III. PRINCIPALES ELEMENTOS CONTROVERTIDOS EN LA JURISPRUDENCIA SOBRE EL ESTADO DE ALARMA[Subir]

1. Sobre el estado de alarma y la relación entre poderes de emergencia y poderes ordinarios: reflexiones introductorias[Subir]

Creo conveniente realizar unas reflexiones introductorias sobre el significado del estado de alarma como estado de emergencia, en la medida en que entiendo que se han producido confusiones, sea por exceso o por defecto, respecto a lo que significa constitucionalmente el estado de alarma y la alteración de la normalidad que permite; o, dicho de otra forma, respecto a la delimitación de los poderes de emergencia y la relación entre legislación de emergencia y legislación ordinaria.

La previsión en la Constitución española del estado de alarma, y su caracterización legislativa como situación de emergencia para afrontar desastres naturales, crisis sanitarias, accidentes o incendios de gran impacto o similares, ha sido considerada muy ampliamente, especialmente entre constitucionalistas, como un gran acierto[22]. Una valoración positiva que se ha reforzado con ocasión de la pandemia, especialmente en perspectiva comparatista (‍Balaguer Callejón, 2021: 98 y ss.). La existencia del estado de alarma suponía la existencia de una figura de emergencia adecuada a la situación, con los consiguientes controles y garantías constitucionales, lo que aportaba una seguridad constitucional muy loable.

En países muy significativos de nuestro entorno carecen de una figura constitucional similar. Para afrontar la crisis pandémica han tenido que recurrir, de forma imprevista, a diferentes figuras legislativas ordinarias o a modificaciones de esa legislación, para tratar, con mayor o menor acierto, de regular una legislación de emergencia que diese cobertura a las medidas que exigía la gestión de la pandemia[23]. En España disponíamos del estado de alarma. La Constitución y las leyes habían sido más previsoras; partíamos con una ventaja que, por unas y otras razones, ha acabado malográndose, si nada lo remedia. Parte importante de los países que se acaban de mencionar han sido capaces —quizá, con la excepción de Italia— de adecuar su sistema jurídico a las exigencias de la pandemia con mayor celeridad y acierto que España.

La gran virtud de disponer de una figura como el estado de alarma radica en que, ante una situación de emergencia de naturaleza no política se dispone de un marco que, por una parte, habilita a una reacción extraordinaria frente a una situación semejante, delimitando los respectivos ámbitos de la emergencia —qué medidas se pueden adoptar a su amparo— y de la normalidad —en qué ámbito sigue rigiendo el régimen jurídico de la normalidad—, y, por otra, establece un procedimiento extraordinario de decisión y de control, que se corresponde con la naturaleza excepcional de la emergencia. Es decir, mantiene al sistema jurídico y al sistema político en la situación de alerta que requiere la emergencia y las medidas excepcionales adoptadas a su amparo (‍Cruz Villalón, 1984: 66 y ss.).

Pero en torno a la figura del estado de alarma se ha producido una profunda controversia acerca de su significado y de la vinculación entre esta situación de emergencia y la legislación ordinaria en relación con las medidas que se pueden adoptar al amparo de cada una de ellas; una confrontación de visiones que, aunque con significativas excepciones, ha enfrentado, de forma general, a constitucionalistas, por una parte, y administrativistas, por otra. Se trata de una confrontación que ha tenido efectos prácticos muy negativos, que ha contribuido a que se desvanezcan las ventajas de contar con una similar previsión de situación de emergencia. Labor destructiva del estado de alarma a la que, a mi juicio, han contribuido las resoluciones del TC.

La controversia radica, muy sucintamente, en determinar si la declaración del estado de alarma habilita a establecer medidas que no pueden establecerse al amparo de la legislación ordinaria o si, por el contrario, las medidas que se pueden adoptar al amparo de una y otra legislación son coincidentes. Quienes sostienen esta última postura consideran que la opción por uno u otro amparo legal es una cuestión de pura oportunidad política por parte del Gobierno (‍Velasco Caballero, 2021). Algunas opiniones añaden que la opción por el estado de alarma permitiría una centralización de las actuaciones para afrontar la crisis que, en su caso, cuando se trate de ámbitos que corresponden a la competencia de las comunidades autónomas, no sería posible en el supuesto de optar por hacerlo desde la legislación ordinaria (‍De la Quadra-Salcedo Janini, 2021).

No es una cuestión que tenga importancia, únicamente, en el supuesto de una crisis de salud pública como la que nos afecta. Ciertamente, en este supuesto se ha hecho referencia a las amplias medidas previstas en la legislación de salud pública y sanitaria, en cuyo ámbito, además, contamos con una ley tan singular como la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, con ese inciso final de su art. 3, interpretada, especialmente entre administrativistas, como una habilitación sin límites para cualquier tipo de medidas. Pero el problema es de carácter general, pues, de la misma forma, se ha defendido la utilidad de la legislación de protección civil para adoptar las medidas que la situación de emergencia requiera, sin necesidad de recurrir a la declaración del estado de alarma[24].

Lo que hay detrás de estas posiciones es la pretensión de que la legislación ordinaria sea suficiente para amparar cualquier medida necesaria ante cualquier emergencia (‍Muñoz Machado, 2020: 123-‍124). El derecho de necesidad (ordinario) haría innecesaria la existencia de regulaciones de emergencia como situaciones de excepción.

En mi opinión, resulta fundamental reivindicar el acierto de la opción por establecer una figura como el estado de alarma, reclamando el respeto a su significado. La ley orgánica que lo ha desarrollado es meridianamente clara en este sentido, en plena sintonía con lo debatido sobre el art. 116 CE. El art. 1 de la LO 4/1981, de 1 de junio (LOAES), establece con nitidez que la declaración de cualquiera de los tres estados de emergencia en ella regulados procederá «cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes». En la LO hay, por tanto, una separación entre «poderes ordinarios» —los establecidos en la correspondiente legislación sectorial— y «poderes extraordinarios» —los previstos en esa LO— (‍Barnés, 2021: 108 y ss.). Poderes extraordinarios que, en lo que se refiere al estado de alarma, son los previstos en su art. 11. Complementariamente, podrán adoptarse, también, las medidas a las que se refiere el art. 12. Medidas, estas últimas, que sí son coincidentes con las establecidas en la legislación sanitaria o de protección civil[25]. Una reiteración, esta última, de la que la ley es plenamente consciente, por lo que debe interpretarse en el sentido de que, aun siendo —las del art. 12— medidas previstas en la legislación ordinaria como medidas de derecho de necesidad, si se insertan entre las adoptadas con la declaración del estado de alarma, quedarán incorporadas al régimen de este, en toda su extensión, extrayéndolas del régimen —de competencia, entre otros— correspondiente de la legislación ordinaria[26].

En lo que afecta a la crisis pandémica, en concreto, la legislación de salud pública, incluida la LO 3/1986, debe ser interpretada de forma sistemática con lo previsto especialmente en el art. 11 de la LOAES. Una interpretación sistemática que, en concreto, obliga a mantener el inciso final del art. 3 de la LO 3/1986 dentro de los límites de la lógica expresamente fijada en este: medidas de control, en relación con enfermedades transmisibles, de los enfermos, las personas que estén o hayan estado en contacto con estos y del medio ambiente inmediato. Por tanto, siguiendo la lógica de la propia ley, las demás «medidas que se consideren necesarias» habrán de referirse a personas o grupos de personas identificadas o identificables, pero no una generalidad de personas en un ámbito que trascienda su «medio ambiente inmediato».

Quienes sostienen la identidad de las medidas que se pueden adoptar al amparo de la legislación ordinaria y del estado de alarma lo hacen, por tanto, al precio de hacer desaparecer la diferenciación entre «poderes ordinarios» y «poderes extraordinarios» que contiene la LOAES y de imponer una interpretación exorbitante del inciso final del art. 3 de la LO 3/1986, configurándola como una habilitación sin limitaciones[27].

Por otra parte, quienes, en relación con esta interpretación, consideran que el estado de alarma aporta una centralización de competencias en el Gobierno realizan una interpretación exorbitante de las medidas que permite adoptar la declaración el estado de alarma. Si, como se ha dicho, el estado de alarma solamente autoriza a adoptar, como «poderes extraordinarios», las medidas establecidas en el art. 11 —y, en conexión con ellas, las previstas en el art. 12—, no alcanzo a ver en qué se fundamenta esa supuesta capacidad de centralización que supondría el estado de alarma, más allá de esos estrictos límites.

Es cierto que el Gobierno incluyó en el primer decreto de alarma disposiciones en ese sentido (‍Carmona Contreras, 2021a: 37 y ss.; ‍2021c: 44 y ss.; ‍Guerrero Vázquez, 2021: 129 y ss.; ‍Sáenz Royo, 2021: 376 y ss.) y que utilizó ante los medios de comunicación la afirmación de que el Gobierno sería la «autoridad única» en el ámbito sanitario durante la vigencia del estado de alarma, expresión de los excesos verbales que se produjeron en aquellos primeros momentos[28]. Ni la imagen que pretendió dar el Gobierno ni las conclusiones que se sacaron a partir de ella tenían fundamento. Ciertamente, el art. 7 LOAES establece que el Gobierno será la «autoridad competente». Pero es autoridad competente «a los efectos del estado de alarma»; es decir, en lo que se refiere a las medidas que se adoptan al amparo de su declaración de entre las previstas en el art. 11 —y, en su caso, en el art. 12—. Las comunidades autónomas seguían teniendo la competencia en materia sanitaria, limitada por la competencia del Estado para la «coordinación general» (art. 149.1.16 CE) (‍Aragón Reyes, 2021d: 79-‍80). De acuerdo con el art. 1.2 LOAES, las medidas adoptadas en el estado de alarma serán las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad y su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias que justifican su declaración. Y, por su parte, el art. 1.4 LOAES afirma que la declaración de los estados de emergencia no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado. Puestas las cosas así, la interpretación de que el estado de alarma legitima una centralización de competencias debe ser muy estrictamente limitada. La realidad puso pronto de manifiesto que la pretensión del Gobierno se hacía impracticable, dada la competencia autonómica en materia sanitaria —especialmente, de ejecución—, por lo que el camino no era otro que el ejercicio de la competencia (estatal) de coordinación general y el desarrollo de las formas de cooperación, que sí han tenido una gran importancia (‍Balaguer Callejón, 2021: 103-‍104; ‍Matia Portilla, 2021: 171 y ss.)

En este sentido, en la jurisprudencia sobre el estado de alarma era conveniente clarificar el significado de este estado de emergencia y sus límites. Era necesario afirmar expresamente la falta de identidad entre las medidas que permite establecer el estado de alarma y las que se prevén en la legislación sectorial correspondiente. El Tribunal no afronta expresamente esta controversia, aunque sí afirma que «no cabrá acudir al estado de alarma» si no se dan las circunstancias establecidas en el art. 1 LOAES; es decir, esas circunstancias extraordinarias que hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes. Añade que, en ausencia de esas situaciones extremas, «el recurso a este instrumento [estado de alarma] constituiría un abuso de poder, inconciliable con la interdicción de la arbitrariedad». Y concluye con la afirmación de que la declaración de cualquiera de los estados de emergencia «conlleva necesariamente una potenciación de las potestades públicas», que califica de potestades «extraordinarias». Parece que estas afirmaciones se pueden interpretar en el sentido de que solo la declaración de una situación de emergencia constitucionalmente prevista habilita a la utilización de esas potestades «extraordinarias»; potestades que por su carácter «extraordinario» no pueden ser idénticas a las potestades «ordinarias» de la legislación sectorial. Parece rechazar, por tanto, la interpretación que sostiene la identidad de potestades ejercitables al amparo de la legislación ordinaria y del estado de alarma y, en consecuencia, la consideración de este último como un recurso que responde a una cuestión de pura oportunidad política. Pero no aparece con claridad.

Ciertamente, a la luz de la argumentación contenida en la sentencia, parece que esa no era una de las preocupaciones fundamentales del TC en este asunto, focalizada, por el contrario, su atención, hasta el extremo, en la cuestión de la suspensión del derecho fundamental a la libre circulación y en la frontera entre «suspensión» y «limitación» de los derechos fundamentales. En la STC 148/2021 se echa en falta una sintética reflexión, obiter dicta, que dejase clara esta cuestión.

2. Estado de alarma, supuesto habilitante y medidas que se pueden adoptar: el significado de la ley orgánica que lo desarrolla[Subir]

Uno de los problemas epistemológicos más importantes que presenta la STC 148/2021, en la medida en que afecta de lleno a las exigencias y límites de la función del TC como intérprete (supremo) de la Constitución, se sitúa en la forma en que afronta el significado y efectos de lo establecido en la LOAES, que, por expreso mandato constitucional, desarrolla lo previsto en el art. 116 CE respecto al estado de emergencia que tenía que haber sido utilizado para afrontar la pandemia.

Si la Constitución solamente menciona los tres estados de emergencia y llama expresamente a una LO para que regule cada uno de ellos, así como las limitaciones y competencias correspondientes, el TC tendrá que atenerse a la regulación que allí se establece respecto a cada estado de emergencia, salvo que, en su caso, considere que alguna de sus disposiciones es contraria a la Constitución. Es lo que se dilucida en el consistente debate entre mayoría y votos particulares en la STC 148 sobre la naturaleza de la LOAES como parte del bloque de la constitucionalidad.

En efecto, en cumplimiento del mandato constitucional, la LOAES regula cada uno de los tres estados de emergencia, determinando para cada uno de ellos un supuesto de hecho que debe concurrir para habilitar su declaración. Al hacerlo realizó una opción muy clara de diferenciación entre las emergencias de naturaleza política y las emergencias de naturaleza no política, provocadas por catástrofes «naturales». Sobre la base de un riguroso análisis del debate parlamentario en el procedimiento de su elaboración, se ha señalado (‍Cruz Villalón, 1981: 96 y ss.; ‍1984: 67 y ss.; ‍Garrido López, 2021a: 21 y ss.) que la LOAES optó, en plena coherencia con lo sostenido en el debate constituyente sobre esta cuestión, por una clara despolitización del estado de alarma, reservándolo para las crisis de naturaleza no política; para las crisis de orden público, por el contrario, reservó el estado de excepción; y el estado de sitio, para las crisis de Estado. De acuerdo con lo establecido en la LOAES, no puede caber duda de que, en el supuesto de una pandemia, la situación de emergencia que procedía declarar, si se consideraba necesario, era el estado de alarma[29].

No se trata, como, por el contrario, afirma el TC, de una interpretación «originalista»[30], frente a la interpretación, autodefinida como «integradora», que defiende la mayoría. Una interpretación, la de la mayoría del Tribunal, capaz, nada menos, en sus propias palabras, que de «superar una distinción radical entre [las] circunstancias habilitantes» de cada uno de los estados de emergencia. De esta forma, lo que hace la mayoría del TC es, pura y simplemente, imponer una interpretación contraria a lo expresamente establecido en la LOAES, en su letra y en su voluntad, porque, precisamente, la LO quiso establecer una distinción neta entre las circunstancias habilitantes para la declaración de cada uno de ellos (‍Álvarez García, 2021b: 16). Es cierto que en la Constitución cabía una tesis «gradualista» de los estados de emergencia, de acuerdo con la creciente gravedad de las medidas que se podían adoptar en cada uno de ellos; pero también cabía, igualmente, una opción de diferenciación material de cada uno de esos tres estados. La Constitución dejó que fuese la LO la que optase entre esas diferentes posibilidades. Y la LO optó claramente por la diferenciación material de cada una de las tres situaciones de emergencia sobre la base de configurar tres supuestos de hecho distintos (‍Cruz Villalón, 1981: 95-‍96; ‍Arroyo Gil, 2021: 43 y ss.).

Es esa opción de la LO la que la mayoría del TC se siente legitimada a ignorar, cuando considera que, como quiera que el confinamiento domiciliario parecía necesario y que esa medida supone, a su juicio, la suspensión del derecho a la libre circulación, el Gobierno tenía que haber declarado el estado de excepción. En lugar de afrontar el examen de la constitucionalidad del primer estado de alarma decretado en marzo de 2020 desde el punto de partida del supuesto de hecho habilitante, lo hace desde las medidas adoptadas; en especial, desde el análisis de las restricciones a la libertad de circulación establecidas en el art. 7 del RD 463/2020. El TC invierte el orden obligado del proceso de análisis, como si lo que definiese al estado de alarma fuesen las medidas que se adoptan y no el supuesto de hecho que habilita a su declaración. Como se ha dicho de forma extraordinariamente expresiva, hacerlo así supone una alteración del orden de los factores que altera el resultado del análisis de constitucionalidad (‍Carmona Contreras, 2021b).

No se trata de una interpretación «integradora», como pretende la mayoría que respalda la STC 148. No se trata de la interpretación de la Constitución como un texto vivo (a living tree), frente a la petrificación de su significado, de acuerdo con lo que se pensó en el momento de su elaboración, tal y como sostienen quienes defienden el «originalismo». Se trata de una mención de conveniencia para tratar de justificar, con apariencia de empaque teórico, que se está contrariando la expresa y consciente configuración establecida en la LO[31], dentro del ámbito de decisión que la Constitución dejó expresamente en sus manos[32].

El TC no tiene legitimidad para eludir la regulación del estado de alarma establecido en la LO. Al hacerlo, el TC ha roto un principio básico de su competencia como intérprete (supremo) de la Constitución, tal y como se pone de relieve en casi todos los votos particulares emitidos en relación con la STC 148: está vulnerando su obligación de respetar el ámbito de libre opción que la Constitución deja al legislador, limitando su control de constitucionalidad de las leyes a aquello en lo que estas la vulneren. Al TC le correspondía constatar que, efectivamente, el Gobierno recurrió, acertadamente, a la figura del estado de alarma, porque la crisis de la pandemia se correspondía exactamente con el supuesto de hecho establecido para ese estado de emergencia en la LOAES. El TC podría declarar la inconstitucionalidad de cualquier disposición de esa LO en el supuesto de que considerase que vulneraba la Constitución[33]. Pero, como no es el caso, el TC estaba vinculado a lo establecido en ella.

Si el TC consideraba que el Gobierno —y, posteriormente, el Congreso, al aprobar las prórrogas— estableció medidas que excedían lo que la LO permite en el estado de alarma, como, evidentemente, ocurre, a su juicio, con las restricciones a la libertad de circulación establecidas con ocasión de lo que se conoció como «confinamiento domiciliario», debía declarar su inconstitucionalidad[34]. Pero, incluso así, el estado de alarma era el único ámbito en el que estaba obligado a moverse el TC (‍Revenga Sánchez y López Ulla, 2021: 229). Podríamos debatir, entonces, si el TC está acertado o equivocado; pero se habría mantenido dentro del ámbito que le corresponde como intérprete de la Constitución en el ejercicio del control de constitucionalidad.

El TC, para salvar la objeción de que una declaración del estado de excepción por el Gobierno hubiese sido inconstitucional, por ser contraria a la LOAES, recurre a una interpretación absolutamente laxa del concepto de orden público, en relación con el supuesto de hecho habilitante de la declaración del estado de excepción (art. 13 LOAES)[35]. El problema es que es contraria a la que se manejó en el debate parlamentario de su elaboración y a la que es comúnmente compartida por la comunidad de juristas, porque invierte el orden causal entre los hechos y sus efectos respecto al normal funcionamiento de los servicios esenciales para la comunidad a que hace referencia ese artículo[36].

Como es sabido, hubo cierta polémica académica sobre este asunto, con autores de prestigio sosteniendo la postura que, finalmente, adoptó por mayoría el Tribunal en la STC 148 (‍Aragón Reyes, 2021a; ‍2021b; ‍2021c). Sin embargo, es muy sintomático, como señala el magistrado Xiol Ríos en su voto particular, que ningún tribunal ordinario —muy significativamente, tampoco el TS— se plantease en ningún momento la inadecuación del estado de alarma y la necesidad del estado de excepción para adoptar las medidas que se adoptaron.

3. ¿Hubo suspensión del derecho fundamental a la libre circulación con ocasión del «confinamiento domiciliario»?[Subir]

Planteado por el TC en este orden argumental el análisis de las medidas restrictivas de la libertad de circulación —el confinamiento domiciliario— en el primer estado de alarma, la cuestión central en la STC 148 radica en la consideración de si esas limitaciones supusieron, como permite el estado de alarma, una limitación de ese derecho fundamental o, por el contrario, constituyeron una auténtica suspensión de este, no permitida en ese estado de emergencia —y posible en el estado de excepción—.

En el ámbito académico se ha producido un debate importante sobre la distinción entre suspensión y limitación de derechos fundamentales, especialmente con ocasión de la crisis pandémica[37], así como acerca del instrumento jurídico necesario para las limitaciones generales del ejercicio de los derechos fundamentales (‍Carmona Contreras, 2020; ‍Vidal Prado, 2021: 272 y ss.); un debate que ha tenido lugar, igualmente, en el seno del TC en el ámbito de la STC 148. Creo que no tiene mucho sentido reproducir ese debate aquí, en la medida en que, por una parte, se contraponen dos concepciones jurídicas sin posible punto de encuentro (‍Doménech Pascual, 2021: 347-‍349), y, por otra, en que las circunstancias del caso permiten, en mi opinión, eludirlo. Y lo que correspondía al TC era resolver el asunto, no hacer teoría jurídica.

Nadie pone en cuestión que las restricciones que estableció el art. 7 del RD 463/2020 —modificado tres días más tarde por el RD 465/2020— a la libre circulación de las personas fueron extraordinariamente amplias, de forma que, en principio, solo autorizaba a circular para acudir a la realización de actividades laborales o profesionales —limitadas por la recomendación de trabajar en remoto desde el domicilio cuando ello fuera posible—, a proveerse de alimentos y medios de subsistencia y para atender a personas vinculadas por razones familiares o similares que necesitasen ayuda. Podríamos decir que se pretendía limitar la libre circulación a lo necesario para la supervivencia (‍Durán Alba, 2021: 193 y ss.). Expresada así la situación, es comprensible que se tienda a sostener que se produjo una auténtica suspensión del derecho fundamental a la libre circulación. Las excepciones y «escapatorias» a esa pretensión fueron, sin embargo, muy amplias, lo que tendría que obligar a atemperar ese primer juicio.

La mayoría del Tribunal considera (STC 148/2021) que es inherente a la libertad establecida en el art. 19 CE «su irrestricto despliegue y práctica en las vías o espacios de uso público» a las que se refiere el art. 7.1 del RD 463/2020, por el que se declara el primer estado de alarma general como consecuencia de la pandemia, cualquiera que sea su finalidad y «sin necesidad de dar razón a la autoridad del porqué de su presencia en tales vías y espacios». A su juicio, es eso, precisamente, lo que «queda en general cancelado» mediante las medidas que establecen el confinamiento domiciliario, en la medida en que «acotan las finalidades que pueden justificar, bajo el estado de alarma, la circulación por esos ámbitos de ordinario abiertos». El estado de alarma, afirma el TC, convirtió la posibilidad de circular en el espacio público no en regla sino en excepción. Señala que se configuró una restricción de ese derecho, a la vez, general en cuanto a sus destinatarios y de altísima intensidad en cuanto a su contenido, lo que, a su juicio, «excede lo que la LOAES permite “limitar” para el estado de alarma». Una restricción que aparece «más como una “privación” o “cesación” del derecho, por más que sea temporal y admita excepciones, que como una “reducción” de un derecho o facultad a menores límites». De esta forma, «la facultad individual de circular “libremente” deja pues de existir, y solo puede justificarse cuando concurren las circunstancias expresamente previstas en el real decreto. De modo que cualquier persona puede verse obligada a justificar su presencia en cualquier vía pública»[38]. Así, concluye el Tribunal, a menos que se quiera despojar de significado sustantivo alguno al término «suspensión», «parece difícil negar que una norma que prohíbe circular a todas las personas, por cualquier sitio y en cualquier momento, salvo en los casos expresamente considerados como justificados, supone un vaciamiento de hecho o, si se quiere, una suspensión del derecho», lo que resulta proscrito en el estado de alarma.

Los cinco votos particulares discrepan de la conclusión a la que llega la mayoría respecto a que con ello se produjese una suspensión del derecho y no una limitación, por extrema que esta fuese. Varios de los votos particulares utilizan, entre otros, un argumento formal para discrepar de la conclusión de la mayoría, en el sentido de que, entienden, una suspensión de cualquier derecho fundamental exige un acto formal de suspensión, en la medida en que su régimen ordinario debe ser sustituido por el que corresponde a la situación de emergencia. En los votos particulares discrepantes el juicio sobre la constitucionalidad de las medidas restrictivas impuestas en el estado de alarma, en cuyo ámbito se mantienen, se reconduce a un juicio de proporcionalidad[39]. Consideran que, estando en juego el derecho a la vida y a la salud de las personas, lo que corresponde es enjuiciar si las restricciones impuestas son adecuadas, necesarias y proporcionales, en sentido estricto, es decir, en la medida estrictamente necesaria para lograr el fin perseguido. En este sentido, incluso, se considera que en la pandemia concurren circunstancias tan particulares que el juicio de proporcionalidad debe ser realizado con algunas singularidades. Hay que tener en cuenta que el derecho a la vida y a la salud de las personas estuvo amenazado durante gran parte del desarrollo de la pandemia de una forma generalizada y extrema como ya no se recordaba en la memoria colectiva. Y se trata de los dos derechos primeros que una sociedad, un sistema político, debe salvaguardar. Esta circunstancia, se considera, obliga a ser más laxos en el juicio de proporcionalidad; una laxitud que es básica, incluso, de forma general, al afrontar el enjuiciamiento de las medidas adoptadas en cualquiera de los estados de emergencia. Y, además, se considera que se exige una especial deferencia con las medidas adoptadas por las autoridades cuando, como en el caso de la pandemia —especialmente en el primer período—, el juez se enfrenta a situaciones en las que la ciencia carece de respuestas claras para su gestión, control y solución; máxime cuando se trata de medidas similares a las adoptadas en los demás países democráticos cercanos (voto particular del magistrado Xiol Ríos).

Sin necesidad de extenderse más en los argumentos contrapuestos entre mayoría y votos discrepantes en la STC 148/2021, creo que hay un argumento que es importante a los efectos de clarificar que, a pesar del carácter extremo de las restricciones a la libertad de circulación, no se trató de una suspensión del derecho fundamental: los demás derechos fundamentales no quedaron suspendidos, por lo que podían seguir siendo ejercidos, aunque con las limitaciones que, de acuerdo con el principio de proporcionalidad, impusiera su compatibilidad con la protección del derecho a la vida y a la salud a que estaba dirigido el estado de alarma y las medidas adoptadas al declararlo; aunque ello obligase a ir más allá de lo permitido en el art. 7 del decreto que lo declaró.

El propio Decreto 463/2020 contiene la primera evidencia. El art. 11 reconoce el derecho a asistir a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, aunque lo condiciona a la adopción de medidas que garanticen la protección de las personas frente al riesgo de contagio y propagación de la covid-19 (‍Simón Yarza, 2021: 173). Se trata, sin duda, de una disposición en protección del ejercicio del derecho a la libertad ideológica, religiosa y de culto establecido en el art. 16 de la Constitución. Pero ¿se trata de una excepción singular o es una muestra de que el ejercicio de los derechos fundamentales seguía siendo posible durante el estado de alarma, aunque debiese respetar determinadas cautelas?

Creo que el hecho de que el decreto que declara el estado de alarma no haga mención al ejercicio de otros derechos fundamentales y a las medidas exigibles para su compatibilidad con las medidas de protección del derecho a la vida y la salud debe entenderse en el único sentido constitucionalmente aceptable: los derechos fundamentales seguían siendo ejercitables durante la vigencia del «confinamiento domiciliario».

El ejemplo más evidente es el relativo al derecho de reunión y manifestación, en la medida en que el ejercicio de la libertad de circulación es un presupuesto indispensable para su ejercicio. Las restricciones a la libertad de circulación establecidas en el decreto que declara el estado de alarma no pueden suspender el ejercicio del derecho de reunión y manifestación, aunque sí imponen las limitaciones que requiera su compatibilidad con las medidas de protección de la vida y de la salud. Así lo han entendido en países de nuestro entorno, como Alemania (‍Kölling, 2021: 478 y ss.) o Francia, y así lo entendieron, en varias ocasiones, algunos de nuestros tribunales (‍Bilbao Ubillos, 2021: 283 y ss.; ‍Presno Linera, 2021: 208 y ss.). Siempre que quienes organicen o convoquen una reunión o manifestación pongan en práctica las medidas de distanciamiento que garanticen, en lo que parece razonable, la protección frente a la propagación de los contagios, el ejercicio del derecho debe ser protegido. Lo que supone que, a ese fin, quienes vayan a participar en la reunión o manifestación —como quienes vayan a asistir a un acto religioso— podrán circular por la vía pública, más allá de los motivos establecidos en el art. 7 del Decreto 463/2020. Esto es lo que se recogió en el Decreto 926/2020, de 25 de octubre, que declaró el segundo estado de alarma general por la pandemia, en cuyo art. 7.3 se especifica que las reuniones y manifestaciones en lugares de tránsito público «podrán limitarse, condicionarse o prohibirse cuando en la previa comunicación presentada por los promotores no quede garantizada la distancia personal necesaria para evitar los contagios»[40].

No es esto, sin embargo, lo que resolvió el TC en el Auto 40/2020, de 30 de abril, en el que inadmite a trámite el recurso de amparo presentado por la CUT (Central Unitaria de Traballadores/as) contra la prohibición de la manifestación para celebrar el 1 de mayo de 2020 en Vigo. La Sala 1.ª del TC consideró que los motivos que llevaron a la Administración competente a prohibir la manifestación superaban el juicio de proporcionalidad, dadas las circunstancias de propagación de la pandemia en aquellos momentos. A pesar de las estrictas medidas de seguridad que establecía el sindicato convocante, muy superiores a las establecidas por las autoridades sanitarias, la Sala consideró que podía haber un colapso de tráfico que impidiese el acceso de las ambulancias a los hospitales —argumento de difícil aceptación, a la vista de las circunstancias—, lo que le pareció motivo suficiente para inadmitir el recurso. Una decisión profundamente desafortunada, como han puesto de relieve quienes la han analizado en profundidad y con rigor (‍Bilbao Ubillos, 2021: 287 y ss.; ‍Presno Linera, 2021: 212 y ss.).

En cualquier caso, considero que, más allá de la resolución de inadmisión, lo que pone de relieve el ATC 40/2020 es que el Tribunal no rechaza a limine la propia posibilidad de que se pudiese realizar la manifestación, dadas las restricciones a la libertad de circulación establecidas en el Decreto 463/2020, sino que se siente obligado a analizar —con una fundamentación que es más propia de una sentencia que de un auto de inadmisión (‍Presno Linera, 2021)— si, a pesar de esas restricciones, la convocatoria de la manifestación reunía las condiciones como para poder realizarse. Es decir, la Sala del TC pone en evidencia que aquellas medidas restrictivas de la libertad de circulación podían ser superadas cuando se tratase de ejercer un derecho fundamental, con independencia de que su ejercicio tuviese que realizarse en unas condiciones compatibles con las exigencias de protección frente a la propagación de los contagios.

De acuerdo con lo dicho en las líneas precedentes, las medidas restrictivas de la libertad de circulación establecidas en el decreto por el que se declaró el primer estado de alarma general por la pandemia permitían realizar actividades que superaban las allí establecidas; por afirmación tanto expresa del propio decreto (art. 11: reuniones religiosas y de culto) como implícita (el ejercicio de otros derechos fundamentales). Quiere decir, por tanto, que la libertad de circulación era ejercitable más allá de lo que más arriba se ha calificado como de estricta supervivencia y obligaciones laborales y familiares. Lo que nos debe llevar a concluir que, aunque las restricciones a la libertad de circulación fueron muy constringentes, no supusieron una suspensión del derecho.

4. Sobre la delegación a los presidentes de las comunidades autónomas de la condición de «autoridad competente» y la naturaleza de los poderes atribuidos[Subir]

El segundo estado de alarma general como consecuencia de la pandemia se declaró por medio del RD 926/2020, de 25 de octubre. Uno de los elementos significativos de ese estado de alarma consistió en designar como «autoridad competente delegada» en cada comunidad autónoma a quien ostentase su presidencia (art. 2.2) (‍Tajadura Tejada, 2021: 167 y ss.). La STC 183/2021 declaró inconstitucional esa disposición, junto con todas las referencias a esa delegación. La mayoría que respalda esta sentencia realiza una argumentación en la que mezcla, una y otra vez, la cuestión de la delegación con el contenido de esta, lo que dificulta la clarificación del juicio de cada una de las cuestiones objeto de la impugnación[41].

En los fundamentos jurídicos de la sentencia se afirma que «no se pueden relativizar los términos inequívocos de lo dispuesto en el artículo 7 LOAES»; artículo en el que, como se sabe, se establece que, a los efectos del estado de alarma, «la autoridad competente será el gobierno o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad». No es fácil deducir a qué se refiere el texto de la sentencia cuando menciona los «términos inequívocos» de esta disposición. ¿Se refiere a la previsión de la delegación exclusivamente en singular, cuando se refiera a una sola comunidad autónoma, en todo o parte de su territorio? A estos efectos, el texto de la sentencia hace referencia al proceso de elaboración de la LOAES resaltando el rechazo a una enmienda que proponía designar como «autoridad competente» a los presidentes de las comunidades autónomas.

Sorprende esta actitud de la mayoría que respalda la sentencia si se tiene en cuenta la que adoptó en la STC 148/2021, sosteniendo que correspondía adoptar una interpretación que autocalificó como «integradora», rechazando lo que identificó como interpretación «originalista» de la minoría discrepante, por el hecho de que sus integrantes insistían en la importancia que tenía el procedimiento legislativo de elaboración para determinar el correcto ámbito de utilización de cada uno de esos estados. Ahora, por el contrario, es la mayoría la que se aferra a una interpretación que se correspondería a la voluntas legislatoris, aunque esa posición presenta algunas debilidades de importancia.

La primera de ellas es que, en contra de lo que parece entender la mayoría del Tribunal, el Decreto 926/2020 no designa «autoridad competente» a los presidentes de las comunidades autónomas, como se proponía en la enmienda que se rechazó en el proceso de elaboración parlamentaria, sino de «autoridad competente delegada»; es decir, en los estrictos términos que se establecen en el art. 7 LOAES. En segundo lugar, este es uno de los supuestos en que, con toda evidencia, hay que realizar una interpretación de la Constitución y de las leyes como elementos vivos. Interpretar, en 2021, en términos literales estrictos, el término singular de la LOAES, aprobada en 1981, cuando solo existían tres comunidades autónomas y cuando no estaba claro cuál sería la configuración final del sistema autonómico —en concreto, su generalización—, no es aceptable.

Es cierto que nos encontramos ante una muestra más de la desidia del Poder Legislativo en nuestro país y que la LOAES tenía que haber sido actualizada, para adaptarse, entre otras cosas, a la generalización del sistema autonómico. Pero la función interpretativa, precisamente, tiene la tarea de adecuar la regulación normativa a la realidad a la que hay que aplicarla en el caso concreto, cuando las circunstancias de la realidad han cambiado respecto al momento en que se elaboró.

En este sentido, con independencia, incluso, de cuál fuera la voluntas legislatoris —que no parece que sea la que concluye el Tribunal—, la voluntas legis no puede tener unas miras tan estrechas y tan fuera de la realidad como lo que sostiene la mayoría del Tribunal. El desarrollo que ha conocido el sistema autonómico en estos cuarenta años, desde la aprobación de la LOAES, obliga a interpretarla en consonancia con esa realidad, tal y como se sostiene en los votos particulares discrepantes. Lo contrario es una muestra, nuevamente, de un Tribunal que, cuando lo considera conveniente, se aferra a una literalidad legal que chirría con la realidad. Si la LOAES incorporó la posibilidad de la delegación en quien desempeña la presidencia de una comunidad autónoma, no parece haber argumento consistente que lleve a rechazar que, en un supuesto como el de la pandemia, que afecta a toda España —es decir, a todas las comunidades autónomas—, esa delegación expresada en singular no pueda realizarse de forma plural, a la totalidad de ellas. ¿Cuál es la razón que justifique que lo que se puede delegar a una comunidad autónoma no pueda delegarse a todas ellas, al margen de la redacción literal de una ley elaborada en un momento histórico radicalmente distinto? Nada, en mi opinión.

Cuestión distinta es la relativa a determinar en qué puede consistir esa delegación. En mi opinión, esto afecta no solo a la delegación, en sí misma, sino, previamente, al significado de «autoridad competente» a los efectos del estado de alarma. Creo que, en este sentido, se ha producido una confusión sobre quién y en qué forma puede adoptar las medidas extraordinarias al amparo del estado de alarma.

Ya se ha dicho más arriba que el estado de alarma debe interpretarse en sentido estricto: solo es normativa de emergencia la que establece las medidas que son expresión de los poderes extraordinarios expresamente previstos en la LOAES (art. 11 y, complementariamente, art. 12). Y esas medidas deben fijarse, necesariamente, en la norma que establece el régimen jurídico extraordinario de la emergencia: el decreto del Gobierno por el que se declara el estado de alarma y, en su caso, el acuerdo del Congreso por el que se autoriza la prórroga que corresponda. La condición de «autoridad competente» debe entenderse, en consecuencia, como la autoridad que ejecuta las medidas establecidas en la norma reguladora de la emergencia concretamente declarada. En la determinación de las medidas que integran la situación de emergencia cabe dejar algunos márgenes de maniobra[42], cuya justificación o motivo debe formar parte, explícita o implícitamente, de la norma que lo establece. Es esa facultad de ejecución o aplicación —no de determinación— de las medidas expresamente establecidas en el decreto la que puede ser objeto de la delegación en la presidencia de las comunidades autónomas. En este sentido, la «autoridad competente delegada» se encuentra, a estos efectos y respecto a las facultades que asume, en la misma posición que el Gobierno como «autoridad competente»: autoridad de aplicación o ejecución de las medidas establecidas en el decreto que concreta el contenido del estado de alarma.

El Decreto 926/2020 establece de forma adecuada y suficientemente precisa las medidas que integran el estado de alarma allí declarado[43], por lo que no hay duda sobre en qué consiste la facultad de la autoridad competente para ejecutarlas o aplicarlas. Pero el problema surge cuando se establece, por una parte, la posibilidad de que queden a la voluntad de la autoridad competente —que, de acuerdo con el decreto, es la autoridad competente «delegada»— tanto la determinación sobre el sí y el cuándo de la aplicación de las medidas allí establecidas como la capacidad para «modular, flexibilizar y suspender la aplicación» de estas, «con el alcance y ámbito territorial que determine» y, en su caso, su regresión (art. 10). Unas facultades para cuya aplicación el decreto no establece otro criterio que el de que se adoptarán «a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad», sin mayor concreción de en qué consistan o en qué se materialicen esos indicadores.

No es, en mi opinión, la esencia de la posición institucional del Congreso y del Gobierno y las relaciones entre ambos órganos lo que se desconoció con esta regulación, como, por el contrario, sostiene la STC 183/2021; frente a la importancia determinante que le atribuye la mayoría del Tribunal, no es la función de control del Congreso sobre la actuación del Gobierno lo que, fundamentalmente, está en entredicho[44]. El problema, a mi juicio, radica, a estos efectos, en la atribución a la «autoridad competente delegada» de la capacidad de decidir sobre su implantación o aplicación efectiva, sobre el qué, el cuándo y el cómo, del efectivo establecimiento de las medidas que integran el régimen de emergencia.

De acuerdo con la LOAES, la determinación de las medidas que, de forma real y efectiva, integran el régimen del estado de alarma solo puede corresponder al Gobierno, inicialmente, al declarar el estado de alarma, con el límite temporal máximo de quince días, y, con posterioridad, al Congreso, al aprobar la correspondiente prórroga. La función de la «autoridad competente delegada» no puede ir más allá de la ejecución o aplicación de las medidas que integran el régimen del estado de alarma declarado. En el decreto que regula el segundo estado de alarma general se establece un marco general de medidas, dentro del que cada presidente de comunidad autónoma decidirá cuáles se aplican o no se aplican en cada momento en su territorio o en unas u otras partes de este. Una decisión para la que en el decreto solamente se hace una referencia genérica a la evolución de unos indicadores —sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad— sobre los que no se concreta nada. El régimen jurídico del estado de alarma se configura, así, como un conjunto de medidas que delimitan un «marco» que no se puede sobrepasar, pero dentro del cual cada presidente de comunidad autónoma se moverá libremente de acuerdo con la configuración de aquellos criterios que haya considerado adecuada. Se trata, por tanto, de una delegación «casi en blanco» (‍Solozábal Echavarría, 2021b: 67)[45] para la determinación del contenido del estado de alarma en cada comunidad autónoma por parte de su presidente. Lo que llevó a una diferenciación de regímenes jurídicos efectivos de la alarma muy problemática (‍Matia Portilla, 2021: 159).

Puede inducir a confusión que en los estados de emergencia el Gobierno cumpla una doble función: regulatoria, al aprobar el decreto que declara inicialmente el estado de alarma, y de ejecución de las medidas establecidas en este, como «autoridad competente». Al aprobarse la prórroga, el Gobierno queda limitado a esta segunda función (autoridad de ejecución). Una vez superado el período inicial, al aprobar la prórroga del estado de alarma, la función regulatoria la asume el Congreso. La «autoridad competente» no tiene capacidad para determinar las medidas que se aplican o no se aplican, salvo dentro de estrechos márgenes, como se ha señalado antes. El Congreso no puede delegar en blanco, sin criterios claros, a la «autoridad competente», la determinación de qué medidas han de tener vigencia en un momento determinado; lo que incluye la modulación o flexibilización de las medidas y, aún más, la suspensión de estas[46].

El problema de esta habilitación «casi en blanco» que se establece en el Decreto 926/2020 para modular, flexibilizar o suspender las medidas que configuran el estado de alarma lo es respecto a cualquier «autoridad competente» para la aplicación de las medidas, por lo que lo es, igualmente, para el supuesto de que esa «autoridad competente» sea una «autoridad delegada».

Esa delegación es inconstitucional, por tanto, no por el hecho específico de que las autoridades a las que se atribuye esa habilitación indeterminada sean los presidentes de las comunidades autónomas[47], sino porque las medidas que constituyen el estado de alarma deben estar determinadas, directamente, en el decreto que lo declara y, en su caso, en el acuerdo del Congreso que aprueba la prórroga, sin que puedan dejarse a su determinación por ninguna otra «autoridad».

5. Sobre la extensión temporal de las prórrogas del estado de alarma y sus exigencias[Subir]

Por último, se va a analizar la igualmente controvertida cuestión de la duración temporal de la prórroga del estado de alarma que puede aprobar el Congreso. Es conocido que el art. 116 CE establece que la declaración del estado de alarma tendrá una duración de quince días, sin que «dicho plazo» pueda ser prorrogado sin la autorización del Congreso. Una disposición que la LOAES ha desarrollado estableciendo que la prórroga del estado de alarma requerirá «autorización expresa» del Congreso, en cuyo caso «podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga».

Aunque hubo cierto debate sobre si el plazo de las prórrogas no podía exceder de los quince días del correspondiente período inicial de duración del estado de alarma (‍Matia Portilla, 2021: 165-‍166), la propia dicción literal de la disposición constitucional, en comparación con la establecida para el estado de excepción, llevó a la mayoría a considerar que la duración de las prórrogas del estado de alarma no estaba limitada con carácter previo, por lo que podían exceder del plazo de quince días. Esta es la posición que adopta la STC 183/2021, sin que sobre esta cuestión haya posturas divergentes en el interior del Tribunal. El problema se planteó, desde el primer momento, en relación con la prórroga que autorizó el Congreso, por acuerdo de 29 de octubre de 2020, por un período de seis meses, hasta el 9 de mayo del año siguiente. Una cuestión que es objeto de controversia también en el seno del Tribunal.

La inexistencia de un límite temporal, predeterminado, de la duración de la prórroga no quiere decir, a juicio del Tribunal, que su determinación quede enteramente libre de valoración jurídica, pues la Cámara «ha de justificar por sí, en su acuerdo de autorización, las razones por las que establece una duración determinada del plazo prorrogado […] debiendo atender, en todo caso, a las circunstancias que concurran en aquella situación y por el tiempo que sea “estrictamente indispensable para asegurar el restablecimiento de la normalidad” (art. 1.2 LOAES)». En este sentido, la STC 183/2021 considera que la duración de seis meses de la prórroga «no encierra necesariamente un juicio negativo de inconstitucionalidad». El juicio debe versar sobre si el tiempo de duración se ajusta o no a la exigencia de que sea el período de tiempo «estrictamente indispensable» para asegurar el restablecimiento de la situación de normalidad, a la par que la Cámara se reserve la posibilidad de ir revisando la eficacia de aquellas medidas autorizadas, para, de ese modo, preservar las funciones de control del Ejecutivo que le ha concedido el bloque de constitucionalidad. Esto supone, a juicio del Tribunal, que el Congreso debe razonar, en primer lugar, sobre la necesidad de prorrogar el estado de alarma; debe hacerlo, también, en segundo lugar, sobre el período de tiempo que, previsiblemente, estime imprescindible para revertir la situación de grave anormalidad que llevó a su declaración; debe razonar, igualmente, sobre la procedencia de las medidas durante la prórroga, de forma que exista correspondencia, respecto a su adecuación o idoneidad, entre esas medidas y la duración de la prórroga, y, finalmente, debe hacerlo sobre la prudencia para hacer efectivo el control periódico de la revisión de la actuación del Gobierno. A juicio de la mayoría que respalda la sentencia, el Congreso solamente razonó sobre la necesidad de prorrogar el estado de alarma, pero no lo hizo sobre ninguno de los otros tres requisitos que considera necesarios, por lo que declara inconstitucional la prórroga aprobada por el Congreso. El problema no es, en sentido estricto, la duración de la prórroga —de seis meses—, sino el carácter no razonable o infundado, por falto de motivación, de su duración.

Los votos particulares discrepantes sobre esta cuestión consideran, sustancialmente, que la motivación del Congreso está implícita en el acuerdo por el que aprueba la prórroga o que, dadas las circunstancias de evolución de la pandemia, la duración de la prórroga fue plenamente razonable.

En mi opinión, la prórroga del estado de alarma aprobada en octubre de 2020 por una duración de seis meses no cumple las exigencias constitucionales respecto a esa situación de emergencia, por lo que considero que la mayoría del Tribunal ha estado acertada en este aspecto. Comparto la opinión de que, a la luz de la letra de la Constitución, no hay una duración máxima predeterminada de la prórroga del estado de alarma, por lo que es una cuestión que queda a la consideración del Congreso en cada caso concreto. Comparto, igualmente, que no se trata de una decisión que carezca de requisitos o que sea una decisión sin límites jurídicos: debe existir congruencia entre la duración de la prórroga que se apruebe y las previsiones de duración de la situación de crisis en términos que requieran el mantenimiento inalterado de las medidas que integran el régimen de emergencia; todo ello desde la prudencia que garantice la periódica oportunidad del Congreso de analizar la evolución de la crisis, de forma que le permita ir adecuando las medidas establecidas. La razón principal, sin embargo, se sitúa, a mi juicio, en otro aspecto.

Ya se ha dicho que las situaciones de emergencia, en cuanto situaciones que exceptúan el régimen jurídico ordinario, tienen unos requisitos extraordinarios, entre los que destaca, en lo que se refiere al estado de alarma, el que, una vez superado el período de vigencia de la inicial declaración por parte del Gobierno, el régimen jurídico de la emergencia es competencia exclusiva del Congreso, aunque sea a propuesta del Gobierno. Es esa Cámara, por tanto, la que debe establecer cuáles de las medidas extraordinarias previstas en el art. 11 LOAES —y, en su caso, en el art. 12— integran el régimen de la emergencia concreta declarada (‍Aragón Reyes, 2021d: 87 y ss.). Unas medidas —y su duración— que, como exige el art. 1 LOAES, deben ser las «estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad», como acertadamente recuerda el Tribunal.

En este sentido, tengo que reconocer que la autorización de la prórroga por seis meses me resultó muy llamativa, precisamente, teniendo en cuenta las circunstancias de incertidumbre existentes en aquel momento sobre cómo evolucionaría la pandemia; incertidumbre que seguía existiendo en el propio ámbito científico. Por tanto, era muy aventurado pensar que las mismas medidas iban a ser necesarias, de forma estable, sin cambios ni modulaciones, durante tan largo período de tiempo[48].

Ni el Congreso ni el Gobierno, en su solicitud de autorización de la prórroga, explicitan las razones que justifican una prórroga de esa extensión con unas medidas de emergencia como las que integran el estado de alarma que se prorroga. Es decir, las razones por las que considera que va a ser, previsiblemente, necesario un período tan extenso para restablecer la normalidad y por las que considera que durante todo ese tiempo las medidas de emergencia necesarias para ese restablecimiento van a seguir siendo las mismas, de forma inalterada. La motivación sobre la duración de la prórroga del estado de alarma debe estar vinculada a las circunstancias de la crisis que provocó su establecimiento y a las previsiones —aun inciertas— que puedan hacerse sobre su evolución.

A la vista de la experiencia de la evolución de la pandemia era previsible que —como así fue— el restablecimiento de la normalidad requiriera todavía un largo período de tiempo. Pero, aun reconociendo el margen de maniobra que tiene el Congreso para la determinación de la extensión de temporal de la prórroga, le era exigible a la Cámara una actuación de mayor cautela ante la hipótesis de que las circunstancias cambiasen, de forma que tuviese oportunidad de volver a analizar la situación y pudiese adecuar las medidas que integraban el estado de emergencia, en la medida en que, como recuerda el Tribunal y se ha dicho aquí, las medidas que integran la emergencia son las «estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad» (art. 1.2 LOAES).

En este sentido, la prórroga que aprobó el Congreso en octubre de 2020 es muy expresiva respecto a la vulneración de estas exigencias, en la medida en que en esta se prevé expresamente la más que probable variación de las circunstancias de la pandemia, que obligarían a modificar las medidas que integrarían, en su aplicación efectiva, el estado de alarma en diferentes momentos durante el período de seis meses en que estaría vigente la prórroga. Pero con la particularidad de que el Congreso no se reservó para sí esa adecuación progresiva, sino que la dejó a la decisión de los presidentes de las comunidades autónomas como «autoridades competentes delegadas», la «externalizó» (‍Barnés, 2021: 115 y ss.).

En efecto, en la Resolución de 29 de octubre de 2020, del Congreso de los Diputados, que se recogió en el Decreto 956/2020, de 3 de noviembre, por la que se autoriza la prórroga por un período de seis meses, se contempla la probabilidad de que la pandemia evolucione y de que, si ello ocurre, se adecúen las medidas de emergencia que aplicar. Se habilita a la «autoridad competente delegada» para, por una parte, determinar la aplicación efectiva de las propias medidas —previstas en los arts. 5, 6, 7 y 8 del Decreto 956/2020, que reguló la alarma durante la prórroga— que integran el régimen de la emergencia (art. 9, sobre eficacia de las limitaciones), así como para «modular, flexibilizar y suspender» la aplicación de esas mismas medidas, «con el alcance y ámbito territorial que determine», a la vista de «la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad» (art. 10, sobre flexibilización y suspensión de las limitaciones).

Al regular las medidas que integran el estado de alarma durante la prórroga de este en estas condiciones, el Congreso eludió su competencia para determinar, durante el período de la prórroga, las medidas de emergencia «estrictamente indispensables» en cada momento para tratar de restablecer la normalidad. En este sentido, la autorización de una prórroga así de prolongada en esas condiciones fue una forma de dejación por parte del Congreso de una competencia que solo le corresponde a la Cámara y no a ninguna «autoridad competente», sea o no sea autoridad «delegada».

En este sentido, la aprobación de una prórroga de seis meses, cuando era totalmente previsible la variación de las circunstancias, y, en consecuencia, la necesidad de ir adecuando las medidas que integraban el régimen de la emergencia, progresivamente, a medida que la pandemia evolucionase, constituyó una decisión, carente de motivación que la justificase, que supuso una dejación de su responsabilidad por parte del Congreso en la regulación del régimen de la emergencia[49].

IV. EPÍLOGO[Subir]

La jurisprudencia del TC sobre las cuestiones relacionadas con el estado de alarma emitidas hasta el momento deja una sensación —personal— amarga y de desasosiego en relación con su papel como árbitro de un sistema político que se está deteriorando de forma preocupante. Con la jurisprudencia que ha sido objeto de análisis en estas páginas, el TC, en mi opinión, ha debilitado su credibilidad. A pesar de que, como se ha puesto de relieve en este trabajo, no siempre considere que el TC haya errado en sus decisiones, incluso fundadas en argumentos no siempre satisfactorios. Pero ha errado, de forma grave, a mi juicio, en la manera en que ha abordado los fundamentos de las cuestiones relativas al estado de alarma. Y ese error tiene un efecto condicionante, que ensombrece el conjunto de su intervención en este tema.

En este sentido, lo que me parece más preocupante es la fractura cualitativa que se ha evidenciado en el interior del Tribunal. Las características de esa fractura, los elementos sobre los que se asienta, tendrían que ser una llamada de atención de la gravedad de la situación en que se encuentra nuestro TC. En primer lugar, en su seno, para restablecer una base común al abordar el debate sobre la interpretación constitucional y las exigencias en la confrontación de argumentaciones, en la medida en que no es admisible que la mayoría eluda fundamentar argumentalmente su rechazo de las objeciones de quienes discrepan, cuando plantean cuestiones de calado que ponen en entredicho la posición de la mayoría. Y, en segundo lugar, a los partidos políticos en cuyas manos, muy mayoritariamente si no de forma total, está la capacidad para designar a sus integrantes. El TC no puede ser un ámbito más de la confrontación partidista.

En lo que hace referencia a la jurisprudencia sobre el estado de alarma, lo más preocupante me parece el efecto de la declaración de inconstitucionalidad sobre la viabilidad futura de esa figura para afrontar crisis como la de la pandemia. Tengo el temor de que, con la STC 148/2021, el TC ha invalidado la utilidad del estado de alarma; una previsión constitucional que, a pesar de todas las dudas expresadas y las sombras manifestadas, considero un acierto que, en mi opinión, se ha refrendado en la crisis pandémica. Pero lo que más me preocupa de esta posible inutilización de la figura del estado de alarma es su consecuencia más evidente: la normalización de la emergencia al afrontar crisis «naturales», para las que está previsto el estado de alarma. Creo que esta jurisprudencia va a imponer, por imperativo de la realidad, la utilización expansiva de la legislación ordinaria —sea la de salud pública o, como recurso último, la legislación de protección civil—. Una normalización que es en la que nos hemos movido, por unas u otras razones —y a pesar de las apariencias formales— desde la finalización del primer estado de alarma general por la pandemia. Una normalización en la que serán los tribunales, con el único instrumento valorativo del principio de proporcionalidad, los que se convertirán, como ya se ha impuesto legalmente, en los árbitros de la política de emergencia. Con ello habrá desaparecido la luz de alarma que representa la declaración formal de la situación de emergencia y la activación de los instrumentos extraordinarios de control sobre el establecimiento de las medidas que lo identifican y sobre su aplicación. De esta forma, se habrá malogrado definitivamente un acierto de nuestra Constitución, que fue inicialmente envidiado por colegas de otros países que carecían de un instrumento similar.

NOTAS[Subir]

[1]

En Europa la única excepción significativa, en este sentido, fue la de Suecia, que gestionó la pandemia a través de recomendaciones, aunque también se vio en la necesidad de hacer modificaciones legales para enfrentarse a la crisis de salud pública: vid. ‍European Commision for Democracy through the Law (Venice Commission), 2020c: párr. 42, p. 14. Son también de interés los siguientes informes: ‍European Commision for Democracy through the Law (Venice Commission), 2020a y ‍b; ‍European Parliament, 2020.

[2]

En relación con las medidas adoptadas directamente en torno a la pandemia se encuentran distintos recursos de amparo planteados contra resoluciones prohibiendo la celebración de manifestaciones en lugares públicos, las cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por el TSJ de Aragón (Sala de lo Contencioso-Administrativo), en relación con la reforma del art. 10.8 de la LJCA introducida por la disposición final 2.ª de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente a la Covid-19 en el ámbito de la Administración de Justicia, y los recursos de inconstitucionalidad contra determinadas disposiciones de cuatro normas autonómicas con fuerza de ley: la Ley de Galicia 8/2021, de 25 de febrero, que modifica la Ley de Salud de Galicia —presentados tanto por el presidente del Gobierno como por diputados del Grupo Parlamentario VOX—, el Decreto Ley de las Islas Baleares 5/2021, de 7 de mayo, que modifica la Ley de salud pública de Baleares —presentado por diputados del Grupo Parlamentario VOX—, la Ley del País Vasco 2/2021, de 24 de junio, de medidas para la gestión de la pandemia de COVID-19 —igualmente presentado por diputados de VOX— y el Decreto Ley de Canarias 11/2021, de 2 de septiembre, por el que se establece el régimen jurídico de alerta sanitaria y las medidas para el control y gestión de la pandemia de COVID-19 en Canarias —igualmente presentado por diputados de VOX—. Sobre la respuesta del legislador a la pandemia, véase Vidal Prado (‍2021: 266 y ss.).

[3]

Cuando este texto se encontraba ya en imprenta, el TC ha aprobado la STC 70/2022, de 2 de junio, en la que resuelve la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el TSJ de Aragón declarando inconstitucional y, consiguientemente, nulos los arts 10.8 y 11.1 de la LJCA en la redacción dada por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre.

[4]

Se trata de la STC 148/2021, de 14 de julio, sobre el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el primer estado de alarma por la pandemia, en resolución de un recurso de inconstitucionalidad planteado por diputados del Grupo Parlamentario VOX; la STC 168/2021, de 5 de octubre, en resolución de un recurso de amparo presentado por diputados del Grupo Parlamentario VOX contra la Resolución de la Mesa de la Cámara por la que se procedió a la suspensión de los plazos en el seno de esta, y la STC 183/2021, de 27 de octubre, sobre el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declaró el segundo estado de alarma por la pandemia de forma general en toda España. No puede dejar de tomarse en consideración el ATC 40/2020, de 30 de abril, por el que la Sala Primera del Tribunal inadmite a trámite el recurso de amparo interpuesto por el sindicato CUT contra la prohibición de la manifestación convocada por este para el 1 de mayo de 2020 en Vigo. También se ha emitido la STC 185/2021, de 28 de octubre, en resolución del conflicto de competencia planteado por el Gobierno frente al Decreto de Canarias 87/2020, de 9 de diciembre, por el que se estableció el cierre perimetral de aquella comunidad autónoma en aplicación del RD 926/2020, conflicto que el Tribunal declaró extinguido por desaparición sobrevenida de su objeto, sin que, respecto a las cuestiones que se van a tratar en este trabajo, se contenga argumentación relevante.

[5]

En este sentido, se ha hablado de los distintos aspectos de la «crisis» (de la regulación legal) del estado de alarma (‍Presno Linera, 2021b).

[6]

Un análisis tanto de las limitaciones de la regulación legal en España como de la «abdicación» del Poder Legislativo para adecuar la legislación, en Barnés (‍2021: 105 y ss.). Se han realizado dos reformas trascendentales, que han tenido una importante aplicación práctica. Sin duda, ha sido trascendental la reforma del art. 10 de la LJCA, ya citada —que se completa con la modificación del art. 11 y la atribución a la Audiencia Nacional de una competencia similar respecto a las medidas de la misma naturaleza cuando sean establecidas por las autoridades sanitarias del Estado— (‍Vidal Pardo, 2021: 280 y ss.). Una reforma que, ante los problemas provocados por las divergentes resoluciones de los diferentes TSJ (‍Biglino Campos, 2021: 26-‍27), fue completada con el establecimiento en la LJCA (arts. 87.1 bis, 87.2, 87 ter y 122 quarter) de un recurso de casación ante el TS frente a los correspondientes autos de aquellos tribunales (art. 15.1 del Decreto Ley 8/2021, de 4 de mayo). Por otra parte, la reforma de la Ley 16/2013, de Cohesión y Calidad del SNS, en relación con el art. 65 y la introducción de un art. 65 bis, por parte de la disposición adicional segunda de la Ley 2/2021, de 29 de marzo, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, reforma —y ley, en general— que se ha demostrado esencial —y acertada— en la gestión de la pandemia.

[7]

Me parece llamativa la poca atención práctica que ha tenido, en una situación como la de la pandemia en sus primeros momentos, la consideración de la situación de necesidad y sus efectos jurídicos, acerca de lo que disponemos de un excelente estudio: ‍Álvarez García, 1996; ‍2021a: 297 y ss. Vid., también, ‍Álvarez Álvarez, 2021: 315 y ss.

[8]

Pedro Cruz Villalón (‍2021b) ya se ha referido al riesgo de que el TC caiga en la irrelevancia, aunque lo plantea desde una perspectiva estructural, en relación con la marginación de los criterios de selección de sus miembros, de acuerdo con unas convenciones que se habían venido consolidando, y no en directa referencia a la jurisprudencia que aquí se analiza.

[9]

A pesar de que la magistrada Balaguer Callejón afirma que hay «otras muchas» sentencias en las que se ha utilizado el voto de calidad del presidente, no creo que se puedan encontrar muchas más sentencias del Pleno del TC en recursos o cuestiones de inconstitucionalidad —que es aquí lo relevante— en que el uso del voto de calidad haya tenido lugar, al margen de las tres que cita expresamente (STC 111/1983, sobre el Decreto Ley de expropiación de RUMASA; STC 53/1985, sobre legalización parcial de la interrupción voluntaria del embarazo, y STC 127/1994, sobre la televisión privada).

[10]

Una visión crítica sobre el voto de calidad del presidente del TC en, ‍Santolaya López, 2009.

[11]

Sobre la cuestión del voto particular o dissent en los diferentes sistemas de adopción de decisiones por parte de los tribunales, véanse las interesantes —y sugerentes— reflexiones de Ahumada Ruiz (‍2000: 158 y ss.), quien pone de relieve una cuestión de gran importancia cualitativa: en los sistemas basados en el stare decisis, no se crea precedente jurisprudencial cuando no existe una mayoría clara en el tribunal (majority rationale) sobre la argumentación que sustenta la decisión, distinguiéndose entre la resolución del caso, en el que la decisión del tribunal tiene plena validez, y la consideración de que, por el contrario, no existe una opinion of the Court. Sobre el estado de alarma, ciertamente, el TC ha decidido en los casos sometidos a su jurisdicción; pero ¿se puede decir que sobre el estado de alarma exista opinion of the Court en el TC?

[12]

Esto es lo que reprocha a la mayoría el magistrado Xiol Ríos respecto a su argumento de que la aprobación de la prórroga por el Congreso habría convalidado el hipotético defecto de haber sido adoptadas las medidas por el Gobierno, en lugar de por el Congreso, con lo que, a juicio del magistrado, «convertía en un simple problema de nomen iuris la exigencia constitucional del estado de excepción que el Tribunal Constitucional proclama». En el mismo sentido, la mayoría del tribunal no responde a la objeción relativa al hecho de que la limitación temporal del estado de excepción lo hacía, en cualquier caso, inapropiado, desde una perspectiva puramente práctica, como instrumento para enfrentarse a una pandemia de una duración que ha excedido en mucho la de ese límite temporal máximo.

[13]

Ese «esfuerzo argumental importante, en particular al tratarse de la primera vez en que una situación de estas características era sometida a juicio de constitucionalidad», al que se refiere la magistrada Balaguer Callejón en su voto particular a la STC 148.

[14]

En efecto, la eficacia de las radicales medidas adoptadas en los primeros momentos de la pandemia parece haber sido muy elevada. De acuerdo con los datos recogidos por The Economist (‍2022), el exceso de muertes en España en los primeros momentos de la pandemia fue el segundo más elevado, tras Italia, entre los países de Europa occidental, y solo EE. UU. los superó entre lo que denominábamos «países democráticos occidentales». Por el contrario, tras ese primer período, el exceso de muertes en España ha sido uno de los más bajos entre las ocurridas en esos mismos países, muy poco por encima del número previsible de fallecimientos en condiciones ordinarias, lo que, en distintos momentos, no ha ocurrido en otros países cercanos. En el contexto del sistema autonómico, sin ocultar las críticas, destaca el nivel de eficacia logrado en la gestión de la pandemia (‍Tudela Aranda, 2021: 206).

[15]

Leer la afirmación del magistrado Xiol en su voto particular («Se me permitirá el pequeño desahogo de decir que, a estas alturas, puesto ya el pie en el estribo de la jurisdicción constitucional, es difícil no sentir cierta fatiga intelectual frente a la deriva del Tribunal») resulta impactante, por lo inusual; y desmoralizadora, por la impugnación —compartida— que supone respecto al derrotero que ha tomado una institución esencial de nuestro sistema constitucional. Una evolución que es especialmente grave porque afecta al «árbitro» del sistema constitucional (‍Cruz Villalón, 2021a).

[16]

En efecto, el TC también adoptó un acuerdo —de 16 de marzo de 2020— por el que se suspendía el cómputo de plazos como consecuencia del Decreto 463/2020. En esta sorprendente sentencia por la que se concede el amparo, el TC, sin embargo, considera, sin tener en cuenta la situación de desconcierto de aquellos primeros momentos, que el Parlamento es una excepción en el sistema institucional, que le impide suspender los plazos, frente a lo que ocurre con las demás instituciones, incluido el TC, en que la suspensión de plazos no vulnera ningún derecho fundamental.

[17]

John Marshall, «A friend of the Union», cit. en Smith (‍1996: 282).

[18]

John Marshall, prominente federalista, tuvo que afrontar la manifiesta animosidad de los presidentes republicanos Thomas Jefferson y James Madison, quienes durante sus mandatos tuvieron la oportunidad de nombrar, entre destacados republicanos, sucesivos jueces del TS hasta conseguir una aplastante mayoría en su seno, encontrándose J. Marshall, desde el punto de vista político, en franca minoría en el Tribunal. Aunque las circunstancias internas del Tribunal, durante años, le favorecieron (‍Ahumada Ruíz, 2000: 159), Marshall lo logró incluso cuando se tornaron adversas.

[19]

Incluso las opiniones críticas (‍Roper, 1965; ‍Klarman, 2001) sobre la importancia decisiva de la personalidad de Marshall y de la fortaleza de sus argumentos para lograr esa unanimidad consideran que aquellas características fueron decisivas en el logro por parte del TS de una auctoritas indiscutible y su conversión en el tercer pilar del sistema político norteamericano, junto con el Legislativo y el Ejecutivo. En este logro tuvo mucho que ver la combinación entre el establecimiento de principios que ponían en entredicho el acto sometido a control y la deferencia con el poder que lo había dictado en la decisión (‍Smith, 1996; ‍Paul, 2018); porque, a pesar de las apariencias, el Tribunal Marshall ha sido, probablemente, el más deferente con el Legislativo en la historia del TS (‍Ahumada Ruiz, 2006: 129).

[20]

Como señala Paul (‍2018: 363), «[a]s chief justice, Marshal often built consensus by compromising his own views». Porque, para Marshall «the process of achieving unanimity and speaking with one voice was as important to him as the outcome, and his opinion judiciously balanced the claims of all the parties concerned» (‍Smith, 1996: 293). De esta forma no solo logró convertir al TS en un actor principal del sistema político, dotado de una enorme auctoritas, sino, también, establecer parte importante de los grandes principios constitucionales que han conformado el sistema constitucional estadounidense que aún perviven; aunque, en ocasiones significativas, sorprenda el fundamento sobre el que se construyen, atendiendo a las circunstancias del asunto al que se remontan, convertido ya en símbolo (‍Ahumada Ruiz, 2006: 109 y ss.). Hay que tener en cuenta que el logro de la unanimidad en la inmensa mayoría de las sentencias por parte de J. Marshall durante su mandato y la redacción de una opinión unánime, casi siempre por él mismo, suponía una ruptura radical, muy significativa, respecto a la tradición británica del Seriatim, en que cada integrante del tribunal expresaba su propia opinión (‍Henderson, 2007), lo que otorga aún más valor a su obsesión por el consenso interpretativo.

[21]

Comparto la opinión del magistrado Xiol cuando considera que el TC ha aprobado un fallo «que, de ser llevado a sus últimos términos, produciría efectos gravemente perturbadores en la aplicación de las medidas que en el futuro habrán de tomarse para tratar de limitar los efectos de la pandemia». La práctica de estos meses de gestión de la crisis, así como la de la erupción del volcán de La Palma, confirma esos temores: la normalización de la emergencia y la inutilización práctica del estado de alarma.

[22]

Garrido López (‍2021b: 19) considera que la Constitución de 1978 abordó la regulación de los estados excepcionales con «bastante humildad y realismo».

[23]

En este sentido, limitándonos a los países europeos más cercanos jurídico-políticamente, la situación es muy significativa. En Italia se ha recurrido a la legislación de protección civil (Codice della protezione civile —Decreto legislativo 2 gennaio 2018, n. 1—) y a la figura del decreto ley (‍Marazzita, 2021; ‍Alber et al., 2021; ‍Palermo, 2022); en Francia hubo que introducir la figura de la emergencia sanitaria en el Code de la santé publique (‍Pierré-Caps, 2021); en Austria hubo que aprobar una ley de medidas provisionales para la gestión de la pandemia, que habilitaba al Gobierno a adoptar los correspondientes decretos (‍Buβjäger y Eller, 2022; ‍Mimentza, 2021); en Alemania se reformó la Ley de Protección frente a las infecciones (Infekzionsschutzgesetz, IfSG) en cuatro ocasiones, incorporando, entre otros elementos, el conocido como «freno de emergencia» federal (‍Kropp y Schnabel, 2022; ‍Färber, 2022). Un sintético análisis comparativo muy clarificador, en Barnés (‍2021: 117 y ss.).

[24]

Es lo que ha ocurrido con ocasión de la crisis provocada por la erupción del volcán de la isla de La Palma. Pero fue también lo que se pretendió por el Gobierno vasco en relación con la pandemia al declarar la situación de «alerta sanitaria» al amparo, aparentemente, de la ley vasca de gestión de emergencias (‍López Basaguren, 2021: 277 y ss.), cuya formalización, sin embargo, fue confusa y contradictoria a la luz de lo previsto en esa ley (‍López Basaguren, 2020b). El recurso a la legislación de protección civil es lo que se ha hecho en Italia; pero allí fue un recurso obligado como consecuencia de la inexistencia de una figura similar al estado de alarma; lo que no es el caso español.

[25]

Se ha sostenido que existe una sustancial identidad entre las medidas establecidas en los arts. 11 y 12 LOAES y las previstas en la correspondiente legislación sectorial (‍Nogueira López, 2020: 25-‍26). Es una cuestión que también puso de relieve, hace tiempo, Cruz Villalón (‍1984: 80-‍81), lo que le llevaba a hablar de la «problemática funcionalidad del estado de alarma». También a Herbón Costas (‍2021: 90-‍91) le ha llevado a «dudar de [la] utilidad» del estado de alarma.

[26]

Aquí sí se produciría una «centralización» respecto a unas medidas que, en caso contrario, corresponderían a las comunidades autónomas. Pero una posibilidad de centralización limitada a lo estrictamente previsto en el art. 12 LOAES y por expresa decisión legal.

[27]

Una ley cuya falta de certeza y seguridad ha sido puesta de relieve (‍De la Quadra-Salcedo Janini, 2021: 73-‍74; ‍Biglino Campos, 2021: 20 y ss.; ‍Vidal Prado, 2021: 279).

[28]

Una afirmación que llevó a dirigentes nacionalistas catalanes y vascos (el lehendakari Iñigo Urkullu y el president Joaquim Torra, entre otros) a calificar la declaración del estado de alarma en marzo de 2020 como un «155 encubierto», en referencia a la ejecución forzosa del art. 155 de la Constitución. Pero se trata de una interpretación que carece de fundamento y que la realidad se encargó de desmentir (‍López Basaguren, 2020a).

[29]

Cuestión distinta es considerar que la regulación del estado de alarma, como situación de emergencia «despolitizada», ha mostrado sus limitaciones, en especial, en relación con «alteraciones menos graves del orden público» (‍Garrido López, 2021b, 26).

[30]

La utilización del término «originalista» por el TC respecto a la interpretación que se defiende en estas páginas desdibuja, incluso trivializa, y hace poca justicia a la profundidad y seriedad del debate entre «originalismo» y «evolucionismo» en la interpretación de la Constitución que se desarrolla en los Estados Unidos de Norteamérica: vid., por ejemplo‍, Goldford, 2005; ‍Bennett y Solum, 2011; ‍Baude y Sachs, 2019.

[31]

El magistrado Conde-Pumpido afirma que la interpretación «evolutiva» de la mayoría del Tribunal «no es otra cosa que una interpretación contra legem contraria a la voluntad explícita del legislador». La magistrada Balaguer Callejón señala que se trata de una interpretación que ignora la voluntad del legislador.

[32]

Para justificar su interpretación, el TC tergiversa el significado de la regulación constitucional señalando que en ella se establece «una distinción entre estados (alarma, excepción y sitio) […] que pudiendo fundamentarse en los supuestos habilitantes para declararlos se basó, sin embargo, en otros criterios: por un lado, en sus mecanismos de adopción y control; por otro, en sus efectos». Esto es, simplemente, falso. La Constitución en ningún momento hace lo que el TC le atribuye. Lo que establece en el art. 55.1 es qué derechos pueden ser suspendidos en los estados de excepción y de sitio. Pero una cosa es que en el estado de alarma no se puedan suspender los derechos que se pueden suspender en esos otros estados de emergencia y otra cosa es decir que las medidas que se pueden y no se pueden adoptar son las que definen cada uno de esos estados.

[33]

Esto es lo que afirma el magistrado Conde-Pumpido en su voto particular cuando critica que la mayoría que respalda la STC 148/2021, al imponer una interpretación extensiva del concepto de orden público, «pone en cuestión tanto lo afirmado en nuestra [del TC] doctrina como lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/1981, pero sin considerar siquiera la necesidad de someter la propia norma a control de constitucionalidad».

[34]

En el dictum el TC sí se limita a declarar la inconstitucionalidad de la medida de confinamiento domiciliario, señalando que «este tribunal debe limitarse a constatar que las constricciones extraordinarias de la libertad de circulación por el territorio nacional que impuso el artículo 7 (apartados 1, 3 y 5) del Real Decreto 463/2020 […] exceden el alcance que al estado de alarma reconocen la Constitución y la Ley Orgánica a la que se remite el artículo 116.1 CE (LOAES)». Parece que el TC se sentía obligado a señalar que, como quiera que no había duda sobre la idoneidad de las medidas que se adoptaron, había una vía constitucional para adoptarlas.

[35]

El TC sostiene que «es difícil argüir que el orden público constitucional (en un sentido amplio, comprensivo no solo de elementos políticos, sino también del normal desarrollo de los aspectos más básicos de la vida social y económica) no se ve afectado; y su grave alteración podría legitimar la declaración del estado de excepción». No parece tan incontestable esa visión, ni tan difícil de argüir, en contra de lo que piensa la mayoría que respalda la sentencia, cuando cinco de los once integrantes del Tribunal piensan lo contrario, fundándose en argumentos consistentes.

[36]

La distinción que, a esos efectos, se realiza en la LOAES respecto a la alteración del funcionamiento de los servicios públicos esenciales en el estado de alarma, por una parte, y en el de excepción, por otra, hace insostenible la interpretación realizada por la mayoría del Tribunal en la STC 148, en la medida en que queda manifiestamente claro que en el caso de la alarma se trata de una afectación «despolitizada» —y, si se quiere, «desindicalizada»—, mientras que en el de excepción tiene un origen «politizado» (‍Cruz Villalón, 1984: 69 y ss. y 82 y ss., respectivamente); una situación de «orden público» que en ningún caso tuvo lugar con ocasión de la pandemia. Como pone de relieve la magistrada Balaguer Callejón en su voto particular, la razón del confinamiento domiciliario «no era recuperar el orden público, ni el correcto funcionamiento de los servicios públicos […] [sino] evitar los contagios exponenciales, una medida estrictamente sanitaria, por tanto, cuya finalidad única es prevenir la pérdida de vidas humanas».

[37]

Una muestra suficientemente ejemplificativa, con ocasión del estado de alarma por la pandemia, en ‍De la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo, 2020; ‍2021; ‍Doménech Pascual, 2021: 378 y ss.; ‍Gómez Fernández, 2021: 75 y ss.; ‍Díaz Revorio, 2021: 119 y ss.; ‍Cotino Hueso, 2021: 159 y ss.; ‍Solozábal Echavarría, 2021a: 27 y ss.; ‍Aragón Reyes, 2021a: 567 y ss.; ‍Revenga Sánchez y López Ulla, 2021: 215 y ss.

[38]

Es llamativa la importancia que el TC atribuye al hecho de, en su caso, tener que justificar las razones de su presencia en la vía pública por cualquier persona cuando lo lógico es que, si hay limitaciones a la libertad de circulación, quede abierta la posibilidad de tener que justificar esa presencia para evidenciar que no se encuentra en una de las situaciones objeto de restricción. Es llamativa porque, por el contrario, en la STC 183/2021, en la que se enjuicia el segundo estado de alarma general por la pandemia, el Tribunal considera lógico que se tenga, en su caso, que «justificar adecuadamente la concurrencia de alguno de los motivos previstos en la normativa de referencia» de entrada y salida autorizada de los territorios objeto de cierre perimetral.

[39]

Juicio de proporcionalidad que es el que la mayoría del TC que respalda la STC 183/2021 utiliza de forma reitera —y exclusiva— para analizar la constitucionalidad de las medidas limitativas de la libertad de circulación (cierres perimetrales, prohibición de circulación nocturna, etc.) en ese segundo estado de alarma, lo que le lleva a salvar su constitucionalidad en todos los casos.

[40]

Una regulación que la STC 183/2021 considera plenamente razonable y que relaciona con el asunto resuelto en el ATC 40/2020, transmitiendo la sensación de que las medidas propuestas en aquel asunto por el sindicato convocante también lo eran.

[41]

Considero que es acertada la crítica que realiza el magistrado Xiol Ríos cuando, en el apdo. 8 de su voto particular, señala cuál debía haber sido el proceso lógico del enjuiciamiento. Respecto a lo que aquí se analiza ahora, procedía haber analizado, primero, la constitucionalidad o no de la delegación, y solo después, en caso de considerarla constitucional, haber enjuiciado la constitucionalidad de las medidas que eran objeto de delegación.

[42]

Me refiero, por ejemplo, a la cuestión, contenida en el art. 5.2 del Decreto 926/2020, relativa a la posibilidad de determinar, dentro de un determinado margen horario, la limitación de la posibilidad de circular por el espacio público en horas nocturnas, que su inicio podía moverse entre las 22:00 y las 00:00 y su finalización, entre las 5:00 y las 7:00. Me parece que, dadas las diferencias entre el este y el oeste en las horas en que amanece y anochece —y, en su caso, en las diferencias de hábitos sociales—, por ejemplo, está justificado el establecimiento de un margen como el que se establece en ese decreto. Pero la justificación de ese margen de disponibilidad está ausente de la exposición de motivos de este, lo que no tiene justificación.

[43]

Medidas de limitación de circulación de las personas en el espacio público durante el horario nocturno en todo el territorio nacional (art. 5), limitación de entrada y salida de las comunidades autónomas (art. 6), limitación de la permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados (art. 7), limitación a la permanencia de personas en los lugares de culto (art. 8). Ninguna de las cuales considera el TC que sean contrarias a la Constitución, en la medida en que no llegan a constituir una suspensión del derecho a la libre circulación y superan el juicio de proporcionalidad.

[44]

El TC atribuye una importancia tan determinante a esta función de control y a la correspondiente relación institucional que, en algún momento, su argumentación parece insinuar una inconstitucionalidad de la propia posibilidad de delegación establecida en el art. 7 de la LOAES, en la medida en que afirma que «únicamente corresponde a éste [el Gobierno], en cuanto “autoridad competente” para la gestión de las medidas oponibles a la situación de anormalidad propiciada por el estado de alarma, responder de aquella gestión ante el Congreso de los Diputados», lo que se hace imposible en el supuesto de ejercicio de esas facultades, por delegación, por los presidentes de las comunidades autónomas, quienes no responden ante el Congreso —y, en cuanto que actúan por delegación, tampoco ante el Parlamento de su comunidad autónoma—. Una posición crítica sobre la delegación al presidente de la comunidad autónoma prevista en el art. 7 LOAES, en Biglino Campos (‍2021: 29).

[45]

Ya criticaron la habilitación a las comunidades autónomas sin criterios orientadores en la que se llamó «fase de desescalada» Carmona Contreras (‍2021b: 59) y Sáenz Royo (‍2021: 380 y ss.).

[46]

Hubiese sido perfectamente adecuado que el decreto hubiese establecido diferentes niveles de alerta o de riesgo, precisando los criterios o indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad a que se refiere. Esta es la práctica que se ha seguido en la legislación que mejor ha afrontado la gestión de la pandemia en los países de nuestro entorno e, incluso, en algunas comunidades autónomas que aprobaron leyes para la gestión de la pandemia.

[47]

Guerrero Vázquez (‍2021: 142 y ss.) considera que la delegación a los presidentes de las comunidades autónomas debe superar un test de razonabilidad, pero cree que, en este caso, no plantea problemas de constitucionalidad.

[48]

Una crítica a la duración de la prórroga en Solozábal Echavarría (‍2021b: 68), Aragón Reyes (‍2021d: 85 y ss.), Matia Portilla (‍2021: 165-‍166) y Tudela Aranda (‍2021: 214). Una prórroga que a García-Escudero Márquez (‍2021: 116) le resulta «insólita». Guerrero Vázquez (‍2021: 141) considera que una prórroga de seis meses es «exorbitante» y violenta el espíritu de la Constitución.

[49]

Más allá de este aspecto concreto, es muy crítica con la dejación de sus funciones por parte del Congreso, en una línea que comparto, Sáenz Royo (‍2021: 388 y ss.). El hecho de que la actuación del Congreso en el ejercicio de las competencias que le corresponden en la determinación de las medidas de emergencia y en el control de su aplicación, que lleva a algunos a negar que la regulación de la emergencia sea más garantista (‍Doménech Pascual, 2021: 375 y ss.) no puede ser el fundamento de la interpretación del papel constitucional que corresponde al Congreso en la determinación de las medidas que integran el estado de alarma y dar por buena la dejación de sus funciones.

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