SUMARIO
  1. NOTAS

La explicación del resultado final del libro reside en el acierto de añadir al objeto de este, concebido con gran ambición, un propósito, asimismo, intelectualmente estimulante y sumamente atractivo. Joaquín Varela desechó para su Historia constitucional de España partir de su propia producción de estudios monográficos, opción que hubiese sido perfectamente admisible, ya que a tal finalidad ha orientado una dedicación constante y de notoria calidad, para abordar, sometiéndola a la misma metodología, y con un nervio narrativo excelente, toda la trayectoria de nuestro constitucionalismo. Al hablar de constitucionalismo no nos referimos solo a las diversas ejemplificaciones de este, en su máximo rango como normas fundamentales, analizadas de modo separado o integrantes de un pretendido sistema, sino a su desarrollo normativo, pensando en los reglamentos parlamentarios o en la legislación sobre instituciones o derechos. El enfoque del profesor Varela atiende, además, a la práctica efectiva del modelo, de modo que las constituciones rebasen el plano nominal para regir verdaderamente la vida política de la comunidad, con mayor o menor intensidad. Asimismo, por último, el profesor Varela presta una inusual atención al contexto en que las Constituciones aparecen o viven, se aplique una óptica de derecho comparado o se las considere como producto cultural o espiritual de acuerdo con determinados planteamientos ideológicos o de escuela académica.

Pero decía que había que diferenciar el objeto del libro, esto es, ofrecer una historia cabal de nuestro constitucionalismo, con el propósito de este, que no es otro que el de resituar en el derecho constitucional el lugar debido al estudio de su historia. La justificación de la historia del constitucionalismo no puede ser ya en el derecho constitucional el desempeñar un rol introductorio o complementario, que podía convenir a lo que correspondía en el derecho político anterior a la Constitución, como saber heteróclito o miscelánea de conocimientos, pero fuera de la especialización correspondiente a una disciplina, a pesar de su objeto, verdaderamente jurídica y solo jurídica.

1. La justificación del estudio de la historia constitucional cabe entenderse en términos funcionales y también en términos, si se quiere decir, de integración o espirituales. Lo que hace la historia constitucional es incrementar la legitimación de la Constitución, pues sobre los argumentos de la legalidad racional, propia de los órdenes democráticos, se añade el refuerzo de la continuidad tradicional. Sin duda, el potencial legitimatorio explica, como es sabido, los detalles historicistas de nuestra Constitución, como pueden ser la conservación de la monarquía como forma política o la incorporación de los derechos forales que corrigen la condición proyectiva de la norma fundamental. Cierto que las constituciones miran al futuro, estableciendo el plan político de la comunidad, pero sin perder de vista lo que queda atrás, y se incorpora, por lo menos hasta cierto punto, en la norma fundamental. Esto no quiere decir que olvidemos que las constituciones, como se ha escrito, son hijas de la revolución, y, en cierto modo, la de 1978 no es una excepción a esa regla. En cualquier caso, la perspectiva historicista permite ver la norma fundamental de 1978 en relación con los esfuerzos por implantar en serio en España una verdadera idea constitucional, sin duda, puede decirse como la culminación, bastante feliz, del desarrollo de su trayectoria.

El rendimiento en el plano funcional del estudio del constitucionalismo es bien relevante, y eso aunque se sea consciente de que, sin duda, la falta de normatividad constitucional en España, por lo menos plena, impide la disposición de casos del pasado a los que recurrir para la interpretación constitucional, como ocurre en otros ordenamientos. De otro lado, nuestro polémico desarrollo constitucional histórico hubiera impedido la utilización como referente de determinados episodios, invalidados para tal fin por su condición partidista o el déficit de neutralidad institucional de estos. No hay, por tanto, decía, verdaderos casos constitucionales, en la medida en que no se pensó en la aplicación cabal de la Constitución como norma jurídica, si lo que se considera son los efectos generales e inmediatos de la Constitución; ni hubo, como decimos, una constitución modélica, aceptada como la regulación perfecta de la vida política de la comunidad, ni en correspondencia algún trabajo sobre esta a modo de glosa, comentario o apoyatura indiscutida como sucede con el Federalista si pensamos en la Constitución americana. De otro lado, como ocurre con la apertura al derecho europeo de nuestra norma fundamental, algunas circunstancias en las que surge la Constitución de 1978, de radical novedad, impiden el aprovechamiento de experiencia alguna al respecto.

Evidentemente, las cosas cambian si en lo que se está pensando es en el auxilio histórico, en el diseño institucional del Estado, que puede ser considerable en lo que toca a la configuración efectiva de la forma política, comenzando por el parlamentarismo de nuestra democracia constitucional, que podía aprovechar un determinado modelo establecido en el plano con rango constitucional, también en el desarrollo de este en el nivel reglamentario o legislativo, pero, sobre todo, en relación con lo que Varela llama la tercera Constitución, hablando de la práctica o las simples convenciones.

Con todo, la importancia de la historia se muestra cuando se piensa en la conformación de la materia constitucional, que solo puede recibir en la norma fundamental su reconocimiento elemental, anticipando un tratamiento normativo posterior, que ha de atenerse a las decisiones del constituyente, capitales, aunque necesariamente escuetas. Estamos pensando en la organización posconstitucional de sectores materiales como la Administración de Justicia, el régimen local, la educación en sus diversos niveles, la investigación, la universidad, el desarrollo de la condición prestacional del Estado, etc.

2. La cuestión fundamental que se suscita en el libro es la de saber si los españoles, que durante nuestra historia reciente hemos conocido el pluralismo constitucional, hemos tenido verdadero constitucionalismo: en el siglo xix, dice Galdós, todas las constituciones fueron sistemáticamente vulneradas. Todo fueron riñas por ilusorios derechos de familia y unas briznas de Constitución. La respuesta de Joaquín Varela es más matizada: admite una sustancial unidad del constitucionalismo del diecinueve y asume una cierta vigencia del concepto de constitución, que ciertamente no se aceptó como norma con supremacía jurídica sobre el resto del ordenamiento y menos como fuente derechos con inmediatos efectos, pero sí como norma de organización del Estado y aun como criterio de referencia para juzgar la actuación de los gobernantes o autoridades públicas.

La idea de la unidad del constitucionalismo del siglo xix que reduce los contrastes entre la tradición constitucional progresista y la moderada, según se residencie la soberanía, se asuma la división de poderes, se reconozcan los derechos individuales, o se piense en el papel constitutivo o no del monarca, consiste en atribuir a la Constitución de Cádiz un rol central, en razón de su condición fundante del Estado constitucional y, sobre todo, de su condición de mito indiscutible del liberalismo. El modelo liberal del doce determinaría la pauta progresista que insistiría en la importancia de la declaración de derechos. Pero para el liberalismo conservador quedaría la parlamentarización del modelo y, sobre todo, la construcción de la planta organizativa y administrativa del Estado.

Linda Coley ha subrayado el carácter mítico de las grandes constituciones que desde luego son más que textos legales, y que, al servirse de lenguaje sagrado, son susceptibles de lecturas muy divergentes que pueden variar con el paso del tiempo. Y Varela ha captado muy bien esta condición en el caso de la Constitución doceañista, de modo que su atractivo alcanzara incluso a la izquierda del progresismo oficial, pues en Cádiz se había llevado a cabo una extraordinaria gesta romántica, «en medio de los cañonazos enemigos empeñados en representar la voluntad de una nación alzada en armas contra el gigante de Europa». No es extraño entonces que, con el tiempo, aunque se abandonase la pretensión de restablecerla, la Constitución de 1812 siguiese siendo atractiva para el grueso del liberalismo español, adhiriéndose a sus más básicos principios.

El que el liberalismo moderado aceptase el modelo del doce como referencia canónica del constitucionalismo facilitó la incorporación del aporte conservador a este, que no se enfrentaba con el patrón doceañista, sino que lo completaba, culminándolo. Así, durante el régimen del Estatuto Real se consolida el sistema parlamentario. En este tiempo se determina la compatibilidad entre la condición de parlamentario y el cargo de ministro, se establecen la exposición y la contestación del discurso de la Corona, conteniendo y discutiendo los planteamientos políticos del Gobierno, se elabora el presupuesto, se dirigen preguntas al Gobierno y se plantea la cuestión de gabinete o confianza, utilizada por Mendizábal en diciembre de 1835, y el voto de censura, como el que derrotó a Istúriz en mayo de 1836.

Por lo que hace a la Restauración, su sistema político no fue un auténtico régimen parlamentario, pues las Cortes no exigían la confianza política del Gobierno, pero sí que había vida parlamentaria, de manera que las Cortes controlaban al Gobierno, interviniendo en la discusión de los grandes problemas políticos del país, y exigiendo las responsabilidades al respecto. De otro lado, las Cortes llevaron en estos dos períodos de gobierno conservador una importante obra legislativa, completándose en la Restauración la organización social y política que se había realizado durante la época moderada.

Parece, entonces, que con toda corrección puede hablarse de supremacía constitucional para referirse a la posición de la norma fundamental en el sistema del liberalismo. Lo es, en primer lugar, en el plano de la opinión pública. La infracción constitucional siempre se consideró como ilícita y su denuncia equivalió al mayor reproche político. Asimismo, el sistema político es vivido como régimen constitucional, progresivamente parlamentario, de modo que las reglas del juego político se observan según las normas de las constituciones para el orden político. Por lo que hace al terreno normativo, es cierto que las constituciones no eran consideradas fuente de derechos, pero sería cuestionable afirmar sin más la exclusiva base legal de estos. Así, en el caso de los derechos de libertad personal, y de la libertad de expresión, al menos de las cláusulas prescriptivas en la norma fundamental al respecto se deducía un mandato al legislador de desarrollo constitucional, y, sin duda, una legitimación de tal orden que permitía considerar su vulneración con un plus de ilicitud. De otro lado, el constituyente liberal admitió la superior protección que para una institución se desprendía de su reconocimiento constitucional, el establecimiento en la norma fundamental del sistema de fuentes, la idea de la potestad universal de la ley, el principio de la legalidad tributaria y la exigencia de que los presupuestos en cuanto base económica de la actuación del Gobierno se aprueben mediante ley. Asimismo, se impone constitucionalmente la exigencia de las leyes de autorización al Gobierno en casos de reserva de ley, por razones de urgencia; o, en fin, la cobertura constitucional en la actuación del Ejecutivo en materia internacional.

3. Aunque esta visión del constitucionalismo liberal constituye el núcleo del libro, quedan otros dos o tres objetos temáticos de gran interés. Me refiero, en primer lugar, a las franjas de constitucionalismo demócrata y federal con que linda el constitucionalismo progresista, que saca punta a la idea de soberanía popular, exigiendo el sufragio universal, la participación en las instituciones del Estado y un compromiso público en la consecución de una cierta igualdad social. En el terreno ideológico la correspondencia a estos planteamientos puede encontrarse en pensadores como Fernando Garrido y otros representantes del socialismo utópico, hasta llegar a Pi y Margall. Varela subraya la impronta cristiana de estas posiciones. En el carácter moralizante del pensamiento democrático español, que combinaba cierto armonismo social con demandas para mejorar la situación de las clases trabajadoras, tuvo mucho que ver, parece, la decisiva influencia del cristianismo evangélico o primitivo, que no era opuesta, de otro lado, a un frecuente anticlericalismo.

Por lo que hace al tratamiento del federalismo, que es exponente del interés de Varela por el problema de la descentralización en toda nuestra historia política, se presenta en relación con la forma política territorial o como una variante agudizada del problema del gobierno local; nuestro autor plantea la cuestión en dos planos: se trate de la base social o ideológica del federalismo o se aborde el estudio del proyecto federal de Constitución. El arraigo del federalismo pactista entre algunos sectores populares (correlativo al rechazo que inspiró entre buena parte de las clases acomodadas) se debía al reformismo social en que insistían sus propagandistas, defendiendo la abolición de algunos impuestos, por ejemplo, los estancos del tabaco y de la sal, la supresión de las quintas, e incluso al reparto de la tierra, «además de conectar con la tradicional proclividad del progresismo español decimonónico al juntismo y a la vía insurreccional». En el modelo federal del proyecto de 1873, que según su preámbulo pretendía ser «una división territorial, que, derivada de nuestros recuerdos históricos y de nuestras diferencias, asegurase una sólida federación, y con ella la unidad nacional», además de la definición como Estados de su integrantes territoriales, enumerados en unos términos que anticipan el mapa autonómico actual, establecía un Tribunal Supremo con funciones de claro control de la constitucionalidad de las leyes y un Senado, ideado como Cámara de representación territorial (cada Estado miembro elegía a través de su Parlamento cuatro senadores, con independencia de su población), pero con mucho menos peso que el Congreso, que representaba a la nación en su conjunto y que había de elegirse según la población de cada Estado. La experiencia republicana federal generó, como es sabido, una potente vacuna antifederal reforzada por algunas de las más influyentes plumas del último tercio del siglo xix y primera década del xx, tan opuestas políticamente como las de Marcelino Menéndez Pelayo y Benito Pérez Galdós. Aquel habló de «tumulto cantonal», y «vergonzosa anarquía con nombre de República»; mientras que el segundo retrata con amargura «la pavorosa insurrección cantonal» en términos no menos críticos.

4. Los problemas del régimen liberal de la Restauración no provinieron tanto del diseño constitucional como de la práctica política de este, que adolecía de la escasa representatividad de las instituciones y, en parte, como consecuencia de ello, del desmesurado peso de la Corona en el sistema político. Varela registra bien la importancia en el ideario constitucional liberal del peso de la monarquía, como médula del Estado y componente esencial de la verdadera constitución material española, y delinea su status con potestad constituyente (soberanía compartida), cabeza del poder ejecutivo e importantes atribuciones militares, de acuerdo con la idea del rey soldado que acepta Cánovas.

Pero el rol político del rey deriva de su peso en el nombramiento y sostenimiento de los Gobiernos, facultades que eran la clave del funcionamiento del sistema político, habida cuenta de la estrechez del sufragio, al menos hasta 1890, y de la manipulación electoral. Estas deficiencias de base determinaban la inexistencia de una opinión nacional y, por tanto, la nula representatividad del Parlamento y su falta de legitimidad para sustentar el Gobierno. El razonamiento canovista era, pues, como ve Joaquín Varela, del siguiente tenor: ya que no hay un cuerpo electoral bien formado, que exprese la opinión nacional, el rey debe sustituirle, convirtiéndose en el centro de la vida política y supremo intérprete de la opinión pública. «Al rey, y no al cuerpo electoral, correspondía decidir la orientación y composición del Gobierno, nombrando a su presidente para que este, a su vez, “fabricase” una mayoría parlamentaria».

Es pertinente resaltar que Varela registra el reconocimiento de los defectos de este sistema de gobierno, sin tránsito, como ocurría en otros países, hacia la monarquía parlamentaria, en el pensamiento político y constitucional de la época, mirando preferentemente a Inglaterra. Es el caso de autores como Gumersindo de Azcárate y Adolfo Posada, que subrayan el peso indebido del monarca y las deficiencias del sistema representativo de la Restauración, a través de la corrupción electoral. Se trata de un pequeño grupo de intelectuales a extramuros del Partido Liberal e inspirados por el imperativo ético del krausismo. Lo que propugna Gumersindo de Azcárate, autor, entre otros libros, de La monarquía doctrinaria y el self government, es una monarquía parlamentaria, inspirada en la soberanía nacional, en la que el rey se limitase a reinar, dejando la dirección política del Estado en manos de un Gobierno responsable exclusivamente ante las Cortes —muy en particular ante el Congreso de los Diputados, como Cámara elegida por completo por el cuerpo electoral—: una parlamentarización del modelo de la Restauración en la que el monarca obraba como poder armónico que se cifraba en el célebre dictum de Thiers «el rey reina, pero no gobierna». De otro lado, la denuncia de Adolfo Posada en 1897 en relación con el sistema electoral, que impedía, como hemos dicho, la formación y expresión de una auténtica opinión nacional, era bien contundente. «Por la fuerza de costumbres electorales de una corrupción que abruma y avergüenza, y ante la falta casi absoluta de espíritu de justicia y de moralidad de los políticos de todos los partidos», afirmaba, España se había convertido en «la nación de política electoral más degradada y escandalosamente impura de Europa».

5. La realidad es que la rectificación de los defectos del sistema no fue posible y el capítulo 7 del libro, «La crisis del constitucionalismo de la Restauración y la Dictadura», deja un lúcido testimonio de los intentos que se hicieron al respecto. Como dijera Santos Juliá, la monarquía constitucional española de Alfonso XII pudo haberse reformado en la segunda parte de la Restauración, como quería la nueva sociedad española, especialmente en sus núcleos urbanos, y, pretendían los intelectuales, democratizándose. Al revés, en 1923 se entregó a la dictadura y su modelo autoritario de Estado. Pero es bien interesante asistir a la reconstrucción de los esfuerzos que se hicieron por superar el impasse político y abordar las reformas que España hubiese necesitado. Tales reformas tenían un alcance institucional y, finalmente, también constitucional. Así, Varela da noticia de la reforma electoral de Maura como intento de combatir el caciquismo. Pero la nueva Ley Electoral de 1909, que se presentaba como uno de los pilares de su «revolución desde arriba», con la que se intentaba evitar la tan temida revolución desde abajo que acabase con la monarquía, la Iglesia y el orden social establecido, resultó un fiasco. No acabó con el encasillado, confirmó el distrito uninominal que reforzaba el caciquismo, y, sobre todo, a través de art. 29, que permitía la declaración de los electos sin elecciones, determinaba en buena medida la inutilidad del proceso electoral. Bien que el Estado no pudo sustraerse a una demanda de intervención social, planteada por intelectuales, principalmente vinculados al krausismo, y por los partidos políticos de izquierda. En el ambiente político e intelectual de finales del siglo xix y sobre todo de las dos primeras décadas del xx, tanto en España como fuera de ella, resultaba cada vez más claro que no bastaba con democratizar el Estado, sino que era preciso también «socializarlo», esto es, atribuirle nuevas funciones respecto de la sociedad y de la economía, en campos como la educación o la sanidad, para lo que era necesario, a su vez, dotarlo de nuevos y más robustos instrumentos jurídicos. En esta onda se crea la Comisión de Reformas Sociales, después Instituto, y se pone en marcha la Inspección de Trabajo en 1907. En 1920, bajo un Gobierno presidido por Eduardo Dato, se expidió un real decreto por el que se creaba el Ministerio de Trabajo, del que pasaron a depender el Instituto de Reformas Sociales, la Sección de Reformas Sociales del Ministerio de la Gobernación y otros organismos, como el Consejo de la Emigración. Interesante, en pos de la mayor parlamentarización del sistema, fue la reforma llevada a cabo en los reglamentos de ambas Cámaras en 1918, que introdujeron el sistema de comisiones parlamentarias y prohibieron a las proposiciones de ley incrementar los gastos públicos sin la autorización del Gobierno. Buscaban mejorar la organización de la Administración diversos intentos de racionalización del procedimiento administrativo, mientras que el Estatuto de los Funcionarios, también de 1918, trataba de asegurar la profesionalidad y competencia de la Administración, acabando con el sistema de las cesantías.

Los diversos modelos al respecto de liberales y conservadores dificultaron la reforma del régimen local. El proyecto Maura La Cierva, que pretendía ensayar una tímida regionalización, aunque no asegurase la democraticidad en las elecciones a ayuntamientos de más de 150 000 habitantes, no se pudo sacar adelante en el Senado, por la caída de Maura tras los acontecimientos de la Semana Trágica en el verano de 1909. En 1914 se creaba la Mancomunitat de Cataluña, por decreto del ministro Sánchez Guerra, «para fines exclusivamente administrativos que sean de la competencia de las provincias», que supuso la más relevante cota de autogobierno alcanzado en España desde los orígenes del constitucionalismo español, con la salvedad del experimento federal de 1873.

Los graves problemas del sistema constitucional rebasaron el planteamiento legal institucional, que se ha intentado reflejar, y se plantearon en clave de reforma de la ley fundamental, tanto por parte de la izquierda del Partido Liberal como por parte del Partido Reformista, y, desde luego, con un protagonismo académico considerable. El máximo relieve se logra en la Asamblea de Parlamentarios en 1917, y, sobre todo, cuando hace suyos sus objetivos el Gobierno de concentración del liberal García Prieto, el último de la Restauración, que se formó tras las elecciones de abril de 1923. El Gobierno se comprometía a llevar cabo la revisión constitucional en una línea de parlamentarización de la monarquía, y habría de afectar a la suspensión de las garantías, la proclamación de la libertad de culto, la limitación de la capacidad del Gobierno para suspender las garantías constitucionales, la democratización del Senado y la exigencia de que las Cortes permaneciesen abiertas al menos cuatro meses al año, como había establecido la Constitución de 1869. El Gobierno aseguraba querer también reformar el «régimen de sufragio», dotándolo de un carácter proporcional. Además, de otro lado, habría de recordarse la promesa de la Asamblea de Parlamentarios de reconocer «un amplio régimen de autonomía» para las regiones y municipios, con una especial mención a la «personalidad como región» de Cataluña y de las «provincias vascas». Pero la reforma constitucional no se llevó a cabo. Tan solo cuatro meses más tarde de enunciarse, Alfonso XIII, haciendo oídos sordos a las fuerzas más dinámicas de la burguesía española, se decantó por una solución autoritaria, destituyendo a García Prieto y dando el poder a Primo de Rivera.

6. La exposición de la Constitución republicana de 1931se hace en el libro del profesor Varela desde una doble perspectiva, que es la de desatender el modelo liberal que se deja atrás; y tomar en consideración tanto el constitucionalismo contemporáneo que se intenta alcanzar como la Constitución de 1978, juzgada hasta cierto punto la culminación de la trayectoria iniciada, por así decir, en el constitucionalismo republicano. Cierto que no es la primera vez que Varela se plantea la integración de las constituciones que analiza en su contexto contemporáneo, institucional o ideológico. Lo hace con la Constitución de Cádiz, cuya deuda con el constitucionalismo revolucionario analiza, o sucede con el constitucionalismo moderado, refiriendo las relaciones de la monarquía constitucional española con la monarquía británica o la alemana, y el jovellanismo puesto al día con el doctrinarismo francés (Royer Collard, Guizot), Burke y el romanticismo de Savigny. Por no hablar de la influencia reconocida de la Constitución americana sobre la española de 1869 o el proyecto de Constitución federal. La otra perspectiva se refiere a la Constitución de 1978, se trata de la normatividad plena de la Constitución con el control de la constitucionalidad de las leyes y el amparo, la idea de los derechos o el Estado integral como modelo de descentralización territorial, aspectos en los que las relaciones entre la norma fundamental de 1931 y la de 1978 son obvias.

En efecto, punto de referencia del constituyente en 1931 fueron las constituciones extranjeras nacidas durante o tras la Primera Guerra Mundial. Cuatro constituciones servirían de modelo: la mexicana de 1917, la alemana de 1919, la austriaca de 1920 y la checoslovaca de este mismo año. Las alusiones a la doctrina alemana —como a los propios textos normativos foráneos— en los debates constituyentes fueron constantes, comenzando por Kelsen, Jellinek y Herman Heller. Por lo que hace al estudio de los derechos como elemento cardinal del Estado de derecho constitucional, se resalta la amplitud de su declaración, con inclusión de los derechos sociales y el encabezamiento de estos por el principio de igualdad. Varela destaca el escoramiento ideológico de estos y la asunción de su plena positividad. Los constituyentes republicanos articularon un Estado laico, más que un Estado aconfesional, y, como ponía de relieve el crucial art. 27 que disolvía las órdenes religiosas, lo que la Constitución y el desarrollo legislativo mostraban era que la mayoría republicana prefería «la salud del Estado a las libertades individuales, muy en particular en materia de libertad religiosa y de educación». De otro lado, se asumía con plena conciencia el carácter positivo de los derechos, cuya superioridad derivaba de su inserción en el máximo nivel normativo y la disposición, por su parte, de la protección del Estado. «La superioridad de los derechos no derivaba de considerar aquellos como libertades naturales, innatas y previas a las normas positivas, sino de atender a que se trataba de derechos positivos y constitucionales, con su superioridad por tanto respecto de las leyes y cualesquiera otras normas». La forma política es la correspondiente al parlamentarismo racionalizado con precisiones sobre el control político que no se habían conocido en nuestro constitucionalismo histórico, que, como resulta sabido, funcionaba más sobre convenciones y usos políticos. En ese sentido, se procedía a la regulación del voto de censura con bastante detalle (art. 64) a la hora de exigir la responsabilidad política del Gobierno, que podía ser individual o solidaria, según se diese cuenta ante el Congreso de la propia gestión ministerial o de la política del Ejecutivo en su conjunto. Bien es cierto que tal previsión podía ser anulada por un voto de desconfianza que facultaba al presidente de la República a forzar la separación de los ministros que hubiesen perdido la confianza explícitamente, como ocurrió en 1935. El fin, la delineación del sistema de gobierno, más bien semipresidencialista, no era precisamente claro, entre otras cosas por el difícil encaje de la figura del jefe del Estado, dotado con poderes que lo convertían en un órgano capaz de interferir en la política gubernamental.

Por lo que hace a la forma territorial del Estado, me refiero solamente a la caracterización general del modelo y a algún detalle sobre el régimen lingüístico que Varela percibe con agudeza. Se prevé un sistema de descentralización para «fines administrativos y políticos», caracterizado como un tipo que va más allá de la Mancomunidad de Diputaciones provinciales de los últimos años de la Restauración. Algo nuevo, un Estado, que se denominaría integral, «con regiones políticamente autónomas», que, una vez constituidas, «fijarán por sí mismas su régimen interior en las materias de su competencia». Por lo que hace al orden lingüístico, Varela recuerda que la Constitución difería en parte el establecimiento de este al legislador, después de proclamar la oficialidad del castellano y prohibir que se impusiese el conocimiento y el uso de lengua regional alguna. Por otro lado, el art. 50 de la Constitución permitía a las regiones autónomas organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que les concedían en sus Estatutos, si bien imponía el estudio del castellano y su utilización como lengua vehicular o «como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas».

7. La atención de Joaquín Varela a los problemas teóricos o ideológicos que subyacen a la trayectoria de nuestra historia constitucional es constante en todo el libro, y seduce por su claridad y profundidad: es el caso de la exploración del jovellanismo en lo que se refiere a la idea de constitución interna, o el estudio de algunas figuras del pensamiento liberal, como Alcalá Galiano, o pensadores más a la derecha del espectro político, como Balmes o Bravo Murillo. Pero en esta reseña, que no puede sobrepasar ciertos límites, debemos aludir brevemente al problema del tratamiento jurídico constitucional del que el devenir constitucional es objeto. El desarrollo del derecho constitucional como disciplina ha sido escaso, escondido en el envoltorio de unos saberes variados y sin conexión suficiente, que respondía al rótulo del derecho político. El caso es que el esfuerzo reflexivo jurídico sobre el material normativo constitucional faltó en los cultivadores del derecho político o el derecho administrativo; hablemos de sus más conspicuos representantes, como Colmeiro, Santamaría de Paredes o Posada durante la época de la Restauración, en un tiempo en que, sobre todo en Alemania, gracias al positivismo, se estaban estableciendo las bases del derecho público sobre criterios metodológicos científicos. Cierto que en el orden político entonces, como se ha visto, la superioridad normativa de la Constitución era vacilante, el orden parlamentario se vivía desde parámetros sobre todo de práctica política y los derechos fundamentales no se acababan de considerar constitucionales, sino exclusivamente con base legislativa. Lo curioso es que esta situación no cambió en la época republicana, cuando la disciplina que trabajan gentes como Nicolás Pérez Serrano, Eduardo Llorens o Francisco Ayala tenía ya enfrente un sistema político de normatividad constitucional, con control jurisdiccional, sistema parlamentario racionalizado y eficacia general y directa de los derechos. Lo que Varela ve, y su explicación sirve para las dos generaciones de profesores mencionadas, superrelacionadas por vínculos personales, es un derecho político, impermeable a la influencia del positivismo, en el que predomina la idea de la constitución material, preocupada por encontrar una explicación global, filosófica, social y jurídica del Estado y la vida política. Esta idea total de la Constitución se avenía perfectamente a los postulados del krausismo o del catolicismo tradicional, pero imposibilitaba el desarrollo del estudio exclusivamente jurídico del orden constitucional, que no cabía sin la depuración metodológica que reclamaba el desarrollo científico del derecho público.

Estos, creo, son los temas de este importante libro sobre nuestra historia constitucional, pero el lector encontrará, seguro, detalles sobre otras cuestiones que le sorprenderán como a mí me ha sucedido con los apuntes, breves pero muy certeros, por ejemplo, sobre las diputaciones forales vascas sometidas a un intrincado devenir en el siglo xix o sobre el establecimiento del Gobierno republicano en el exilio en el siglo xx. Estamos, sin duda, ante una contribución al conocimiento de nuestro pasado sobresaliente, con una base bibliográfica esmeradamente seleccionada, aunque se echen en falta nombres como Ángel Garrorena o Alejandro Nieto, y con un criterio, como prometía el autor al principio de su libro, «sopesado y maduro». Joaquín Varela dedicó su libro a su amigo y discípulo el profesor Ignacio Fernández Sarasola. Nosotros debemos agradecer a este último que nos haya presentado el resultado final de la obra, verdaderamente capital, fiel y escrupulosamente.

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[1]

Historia constitucional de España, de Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (edición de Ignacio Fernández Sarasola), Madrid, Marcial Pons Historia, 2020, 720 págs.