SUMARIO
  1. LA INCIDENCIA DE LA ERA DIGITAL EN LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y EN EL BUEN GOBIERNO
  2. Algunas reflexiones para concluir
  3. NOTAS
  4. Bibliografía

LA INCIDENCIA DE LA ERA DIGITAL EN LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y EN EL BUEN GOBIERNO[Subir]

El libro que acaba de publicar Jorge Castellanos ha de ser, sin duda, una referencia inexcusable para quien desee conocer todos los aspectos que se imbrican en la participación de la ciudadanía en una democracia deliberativa que quiera hacer realidad lo que Burdeau denominaba la democracia como forma de vida. Y ha de ser por fuerza un referente; no solo por el rigor con que el autor trata todas las cuestiones, sino también por la completitud con que ha llevado a cabo un análisis tanto en los aspectos teóricos más generales como en las particulares formas de ejercer la participación (que desea reconducir, en particular, al ámbito municipal).

La formación filosófica del autor le permite profundizar en aspectos teóricos y de pura legitimación que quizá no hubiéramos encontrado en una obra exclusivamente escrita desde un positivismo constitucional; si a ello añadimos el cuidado de todo joven investigador en no ignorar ninguna referencia bibliográfica relevante, se comprende que estamos ante un libro que, aun cuando tiene su origen en la tesis doctoral, ha sido cuidadosamente pulido para su publicación sin haber perdido el rigor ni el empeño en no dejar lagunas en todas las cuestiones que afectan al tema planteado.

En el capítulo I (sobre la participación ciudadana, corazón de la democracia) comienza con, a mi juicio, excesiva profusión de citas y definiciones propias del investigador joven. Ello dificulta que se centre el tema por la extraordinaria amplitud de las referencias a autores leídos. Sin embargo, al ir avanzando se empieza a oír la voz del autor; así, desde la página 34 nos ofrece una estructura conceptual de la participación democrática (acción, sujeto, componente ético…) de la que yo destacaría la idea de responsabilidad en la que tantas veces he insistido (‍Sánchez Ferriz, 2016) y en la que, sin duda, cabe profundizar. Tras los planteamientos más generales se reconduce a las bondades de la participación especialmente en ámbito local, y abunda en la idea del carácter colaborador de la participación (y no sustitutivo) de la democracia representativa, que es la única posible en sociedades complejas (pp. 42-‍47), como ya había dejado sentado Kelsen.

Como precedentes históricos destaca una interesante lectura realista de la democracia griega: no existía gran ardor por participar cuando se hubo de compensar económicamente la participación. Su olvido en la República romana, y sus concretas formas en algunas ciudades Estado italianas, y, en particular, en las disposiciones de la Carta Magna Leonesa (entre otros documentos), prueba la progresiva participación de grupos e intereses en el poder del rey. La descripción de Tocqueville sobre las reuniones comunitarias en América le sugiere otro ejemplo, y así sucesivamente, hasta llegar a la mediatización de la participación por los partidos políticos. Con el tiempo, el desencanto ante las formas representativas llevará a una progresiva invocación de la democracia participativa que permita complementar aquellas. Concluye deteniéndose en la democracia deliberativa y su vinculación al interés de quienes participan en el concreto objeto sobre el que se delibera para obtener como conclusión que todas las formas históricas de participación coinciden en haberse practicado en ámbitos reducidos, por lo que apuesta por su estudio y defensa para el concreto ámbito local.

Se diría que, llegado a este punto, se le nota más suelto, como ya he apuntado, dejando oír su propia voz, especialmente, en el último epígrafe del capítulo, que, justamente, trata de la trascendencia de lo local en la participación ciudadana. Atrás quedan las ideas filosóficas, ya se percibe la realidad como posible en las entidades municipales en las que cabe que confluya la participación en lo que realmente nos interesa (objeto comprensible y próximo), sugiriendo una característica en la que creo que se debe ahondar por su extraordinario interés: en lo local se produce la participación sin los profundos clivages ideológicos que se perciben en ámbitos más amplios. Cabe, pues, que en dicho ámbito reducido sí se logre el ideal de la deliberación y la participación plural.

En el capítulo II se propone un análisis normativo que inicia con los instrumentos internacionales: Carta de derechos de la autonomía local, Recomendación del Consejo de Ministros del Consejo de Europa, de 2001, etc. Destaca la condición de derecho humano sobre la que yo haría alguna precisión: es tan derecho humano como las libertades que lo son con posibilidades reales cuando los Estados son desarrollados o están en vías de desarrollo ya con cierto grado de logros. El derecho de participación en su máxima expresión de derecho de sufragio, por lo demás, única faceta que se apresuran a reconocer los Estados cuando se proponen serlo, o aparentar, o iniciar, el proceso democrático, no es universal, sino vinculado a la ciudadanía, y, por lo demás, también a condiciones como la mayoría de edad; todo ello sometido a su peculiar condición de ser un derecho configurado legalmente, sin lo cual difícilmente podrá ser ejercido (p. 66 y ss.).

Se detiene, sin embargo, en el art. 21 DUDH 1948, el art. 25.a PIDCP 1966, en el CEDH de 1950, etc., para acabar deduciendo de la condición de derecho humano la incorporación al censo electoral de las personas con discapacidad psíquica, que, aun cuando ya se haya normativizado en España por reforma de la LOREG, no me parece que sea digna de alabanza; pues la condición de elector sí que debe ir unida a la responsabilidad y al carácter personal e intransferible de su ejercicio, que en absoluto queda garantizada con este, a mi juicio, mal entendido igualitarismo. Naturalmente, comparto con el autor la idea siempre que se garantice que no se trata de personas susceptibles de ser manipuladas en su voluntad y tengan capacidad de entender plenamente de lo que se trata y de las diversas opciones de que disponen, cosa que no veo en la mentada Ley Orgánica de reforma de la LOREG[2].

Respecto del ordenamiento español, no he de discrepar, pues expone con claridad y rigor las previsiones constitucionales (pp. 79 a 90), aunque es cierto que las escasas críticas las realiza indirectamente a través de alguna cita de autor en la que sí se pone de relieve la escasa efectividad de algunas de tales previsiones. Lo mismo cabe decir del análisis o exposición que lleva a cabo sobre la legislación estatal en la materia. Es completo, más bien exhaustivo, pues no olvida una sola mención normativa sobre cualquier posibilidad de ampliación de los medios y formas de participación ciudadana, y, por ello mismo, el autor muestra su optimismo respecto de las posibilidades que las leyes van abriendo en este proceso; y, no obstante, se muestra consciente de lo indiciario del proceso y del largo camino por recorrer; así, las referencias a la Ley 39/2015, aun tratándose de novedades de gran interés, se concluyen con las siguientes palabras en la página 96:

[Pese al] optimismo que puede desprenderse de su exposición de motivos en cuanto a las posibilidades de participación ciudadana en la elaboración de las normas, al analizar el articulado de la misma observamos que, una vez más, las posibilidades de participación ciudadana dependerán más de la voluntad participativa de las instituciones del momento que de la voluntad real y firme de participar de los ciudadanos, por lo que será la experiencia y el desarrollo de esta nueva normativa con el tiempo las que indicarán si la participación se incrementa considerablemente, como es el objetivo primigenio de la norma, o bien todo queda en una serie de buenas intenciones, legisladas, pero con las suficientes escapatorias normativas para que dicha participación no sea efectiva normativamente sino por virtud de la voluntad política.

No menor es el detalle con que nos informa de todas las leyes de origen autonómico en las que se prevén, regulan y promueven medios e instrumentos de participación en todo tipo de decisiones locales. De una en una va presentándonos cada comunidad autónoma y sus respectivas leyes con previsiones sobre el objeto estudiado, siendo de destacar la precisión jurídica con que va desgranando las diferentes figuras que, a modo de particularidad propia, aporta cada comunidad (en el caso de que haya tales particularidades, habida cuenta el factor imitación que en este ámbito se produce con frecuencia); y ello, sin embargo, debe subrayarse porque la multitud de figuras introducidas en el ámbito autonómico supera en esta materia la habitual imitación normativa que suele darse en las regulaciones autonómicas de tantas materias. Entre tales figuras creo que debe subrayarse a modo de ejemplo la iniciativa legislativa popular balear por la obligatoriedad de incluirla en el primer pleno municipal (Ley 3/2017)[3], o el modo en que en la misma comunidad se regulan por Ley 12/2019[4] las consultas populares, determinándolas de manera que no puedan incurrir en inconstitucionalidad a partir de la atención prestada a la jurisprudencia constitucional; así, junto con los organismos establecidos al efecto, consiguen respetar las restricciones constitucionales. Pero, sin duda, lo más importante es su carácter vinculante. Según el art. 10.3 de la ley: «El resultado de este tipo de consulta, siempre y en todo caso, será vinculante para la autoridad convocante»[5].

En esta misma línea de pensamiento se explaya el autor en el tratamiento constitucional dado por el Tribunal Constitucional a las leyes catalanas que incurrieron en inconstitucionalidad por su concepción expansionista en torno al derecho de participación, y, en especial, a la Ley 19/2017 del Parlamento de Cataluña, sobre el derecho de autodeterminación. Las páginas (132-‍139) dedicadas a la Comunidad Valenciana, con merecer todo el interés (como las referencias a todas y cada una de las CC. AA.), han quedado, sin embargo, superadas por la nueva obra del autor (‍Castellanos, 2020), que ve la luz en estos mismos días publicada, por Les Corts Valencianes.

Tras el mencionado estudio de la normativa autonómica, se ocupa de la normativa local, para la que cree conveniente (a mi juicio, con muy buen criterio) la existencia de un reglamento de participación ciudadana que, con carácter general, establezca el marco que permita rehuir la multiplicación normativa y que, evitando la burocratización, la facilite y motive; creo de interés subrayar una primera conclusión, y es que, en general, se promueve la audiencia de la ciudadanía sin que se llegue a garantizar la efectividad de sus posiciones (p. 148). En efecto, valora bastante negativamente la vinculación y/o desarrollo del art. 9.2 que la normativa de participación ha comportado en ocasiones, pareciendo responder más a una moda política que a una verdadera voluntad de democratización real.

El capítulo III se dedica a los «obstáculos» a la participación, aunque yo, más que obstáculos (que presupone una acción exterior), diría que son inconvenientes o dificultades propias de una serie de acciones que derivan de la cultura política o de la supuesta vocación política que no solo no se ve recompensada, sino que, además, decepciona a menudo por la excesiva rigidez de la intervención partidista y por el desapego que genera en la ciudadanía la existencia de una amplia clase política que vive y absorbe la política cayendo, asimismo, a veces, en la corrupción. También deriva tal desapego de la visión que ofrece la realidad: los políticos, amparados en los partidos, no suelen tener los graves problemas de supervivencia que acucian a la ciudadanía, especialmente en períodos de crisis, dificultando, por consiguiente, la intervención popular de tan escasos efectos.

Debe destacarse, entre lo que el autor considera obstáculos, la presencia de los fenómenos populistas que aparentemente pretenden implantar la participación, porque justamente arraigan en los momentos de mayor dificultad de la ciudadanía y comienzan invocando los derechos y legitimidad del pueblo frente a la «casta» de quienes tienen el poder y no son merecedores de representarles; naturalmente, el mensaje, sobre ser simple, cala en amplias capas de la población; pero el resultado no coincide con los planteamientos iniciales, sino que el fenómeno populista, adquiriendo formas de cesarismo alrededor del líder, acaba siendo uno de los principales obstáculos para la participación democrática.

Pero lo más loable de la actitud de Castellanos es su posición, que parte en su análisis de una equidistancia entre quienes ven ventajas en el populismo y quienes lo atacan de forma furibunda[6]; ello permite seguir su discurso desde posiciones objetivas y derivadas de la atenta observación de la realidad que no le impiden ser crítico con los populismos, visto el resultado real de estos (y observados en un amplio margen cronológico que no se limita a los más recientes y conocidos en Europa). La simpleza de la estructura populista, que vincula al pueblo directamente con el líder sin permitir instituciones intermedias, refuerza ese carácter cesarista en que suelen acabar los populismos. Todo ello sin ignorar otros elementos que inciden en las dificultades de establecer una mejor y mayor participación que complemente el sistema representativo (en especial, la partitocracia); pero se detiene en el fenómeno populista porque precisamente, y en apariencia, es el que pregona en voz más alta la reivindicación participativa, aunque en la realidad acabe renunciando a cualquier debate y deliberación para dejar todo en manos del buen entendimiento del líder.

En el capítulo IV se estudian los elementos de la participación ciudadana. Aunque a mi juicio no sé si en realidad estamos ante elementos propiamente dichos del concepto de participación o más bien ante novedosas expresiones que facilitan o estimulan la participación ciudadana, como lo que hoy se llama «gobierno abierto», que el autor nos presenta con todo tipo de referencias doctrinales como propio de toda democracia deliberante. Algo comentaré después sobre todo ello.

En la segunda parte del libro Castellanos entra en el enfoque práctico de la participación estableciendo una serie de niveles o fases que han de concurrir normalmente en una participación responsable: información, comunicación, consulta, deliberación y decisión, para, a continuación, recordar cuáles son los mecanismos más habituales de participación: el referéndum, la iniciativa legislativa y la revocación, aunque, obviamente, al descender al ámbito local, sus formas y manifestaciones se diversifican y multiplican.

Al presentar lo que llama «la institución más emblemática de la democracia directa», el referéndum, siempre atento a la mejor doctrina y, sobre todo, a la doctrina constitucional del Tribunal Constitucional, transcribe unas referencias comparadas que se contienen en la STC 51/2017, y entre las que se incluye la de Suiza. Pero la cuestión, a mi modo de ver, no es si hay muchos referendos en la realidad o no. Lo importante del referéndum en una democracia, a mi juicio, no es la votación referendaria (también las hay en regímenes de carácter autoritario), sino la autoría de su inicio y los efectos de su final. Es decir, para mí lo decisivo (tal como podemos observar en el caso suizo)[7] es en manos de quién quedan su convocatoria y puesta en marcha y cuáles son sus efectos jurídicos y políticos.

Es cierto, como ya afirma el autor en la página 219, que, aunque «la conexión entre participación y decisión no es directa, […] el representante político que no quiera seguir la decisión adoptada por la ciudadanía en un proceso participativo tendrá que asumir el coste político que implica desentenderse de ella». Pero ello, a mi juicio, puede ser cierto en un país donde se dimite por múltiples razones, o por tratarse de un distrito uninominal, pero no entre nosotros.

Si la exposición de la iniciativa en el ámbito local abre puertas al optimismo, la realidad también lo reduce, algo que el autor sintetiza en la página 232: «En realidad, la iniciativa popular local solo confiere el derecho a que se trámite la iniciativa […] pero no el derecho a que esta propuesta popular sea adoptada por la Corporación local». Con todo, la insatisfacción del instituto, incluso en el ámbito nacional, es generalizada, lo que resulta más decepcionante cuando, además, también cabe tal conclusión en lo que se trata de lo que el autor llama el «mecanismo participativo por antonomasia», la asamblea o concejo abierto[8].

También comparto con el autor la desconfianza que le provoca la revocación que, aun cuando no existe en nuestro derecho, sí es apoyada por parte de la doctrina (y de modo mucho más abierto aún observamos cómo se está invocando en Italia)[9]. No mucho más generosa, pese a su difundida normativa actual en el ámbito municipal, es la conclusión obtenida sobre las consultas populares.

Como no podía ser de otro modo en un estudio ambicioso sobre participación, el autor dedica un capítulo (el VI) a la influencia de internet en la democracia participativa y, una vez más, contrasta todas las posibilidades que ofrece la red hoy en día con el riesgo de que el exponencial aumento de participación acabe siendo solo una apariencia. Su acostumbrado recurso a las aportaciones especializadas (y más recientes, lo que es lógico en esta materia) no le lleva a ignorar las formulaciones más clásicas como la de la interesante transcripción de Schmitt que nos ofrece en la página 268, en la que se pone de relieve (en cierto modo visionario) que no toda multiplicidad de opiniones políticas, y su manifestación «cómoda» a través de las máquinas, proporciona una democracia más intensa.

Yo diría que el más decisivo de los riesgos mencionados por Castellanos es el de la «tribalización» que podría fomentarse a través de internet en cuya virtud la permanente conectividad, más que a una apertura de informaciones diversas, podría acabar llevando al refuerzo de la división y el frentismo social en el que solo se atiende a lo que se consideran ideas propias en función de los grupos sociales o ideológicos previamente consolidados.

Esta misma forma de contrastar las ventajas y los inconvenientes de las nuevas posibilidades que las TIC nos ofrecen es la que se aplica al problema del voto electrónico, entre cuyas formas posibles escoge la que sería más coherente con el planteamiento de la deseable amplificación de la participación ciudadana: el voto electrónico remoto o a través de internet. Junto con la consabida brecha digital, somete a la consideración del lector la inseguridad que genera en los votantes ante el riesgo de manipulación (e, incluso, de eventuales fallos técnicos que pondrían en juego la veracidad de los resultados), así como la dificultad de asegurar la identificación del elector, que, si bien es cierto que cabría resolverla con los avances tecnológicos progresivos, ello comportaría dificultades técnicas añadidas que pueden sobrepasar las capacidades del ciudadano medio.

Todo ello no obsta a las ventajas que cabe obtener con el voto electrónico en cuanto a suponer un ahorro importante económico y de carga de organización y trabajo, así como el beneficio medioambiental al poder prescindir del papel; cuestión más discutida sería la inexistencia del voto nulo en su uso electrónico, pues si es cierto que evita errores no deseados, sin embargo, sí impide al elector ejercer dicha posibilidad si conscientemente la desea. En definitiva, parece prudente esperar a que los avances técnicos de la red ofrezcan mayores garantías para poder establecer el voto electrónico.

Más compleja es la cuestión de la inteligencia artificial y los algoritmos, pero, sobre utilizar el mismo método de contraste, propio de la objetividad y rigor con que se ha desarrollado la obra en su conjunto, ha de agradecerse al autor la claridad con que expone conceptos realmente difíciles para quien no conoce en profundidad la materia. La lectura de esta obra permite comprender perfectamente el concepto y el funcionamiento de los algoritmos; naturalmente, su manejo por quien esté en condiciones de hacerlo proporciona la posibilidad de un cambio total en las relaciones sociales y en el modo de hacer política. En realidad, más que de complejidad para la comprensión de los nuevos «líderes de opinión», estamos ante un mundo totalmente nuevo en el que el papel geocéntrico del hombre (iniciado con el Renacimiento y consolidado, en especial, a partir del Iluminismo, para consagrarse en los movimientos constitucionales hasta su universalización) queda ahora suspendido en un limbo del que desconocemos los siguientes pasos, nuestro futuro, incluso el próximo.

¿Habremos de volver a Platón? Si nuestro futuro solo está en manos de unos pocos, mejor invocar al rey sabio, buscar al mejor, aunque sea tan incompatible con los criterios democráticos hasta ahora conocidos y tan imposible a la vista de la teledirección de nuestras opciones y, lo que es peor, de nuestro pensamiento libre. Un nuevo Leviatán viene a borrar el fruto de tantos siglos de pensamiento libre, de creación dominando la naturaleza, y de confirmación individual y estatal.

Castellanos apunta hacia una posibilidad que más bien recuerda las clásicas utopías de Moro o Campanela, por no retroceder de nuevo a Platón o San Agustín: ¿puede el hombre quedar ahora liberado del esfuerzo con «sudor de su frente» por la técnica a medida que los robots desempeñarán su trabajo? Desaparecida por obsoleta nuestra sociedad democrática, más bien parece que se puede producir el fin de una civilización, aun sin negar que pueda la siguiente ser mejor o no; pero será otra. Por supuesto, ya no cabe el Nihil novum sub sole (Eclesiastés 1, 10).

Cita Castellanos a los autores que proponen como solución «humana» la existencia de una renta básica universal y suficiente (Pisarelo) que podría aumentar la democracia en la medida en que se pagara a cambio de un activo interés en la participación política; y concluye que «podemos encontrar una oportunidad de volver a la esencia de la democracia» (página 290). No digo que no, pero soy incapaz de imaginar tanta responsabilidad, generosidad y bondad en esos pocos que tienen en sus manos la capacidad de guiar y conformar la vida en un planeta superpoblado. A mi mente acude con insistencia la idea de Rousseau: «[…] si fuéramos una comunidad de Dioses […]».

Algunas reflexiones para concluir[Subir]

A. Considero que el libro de Castellanos constituye una valiosa aportación doctrinal por cuantos aspectos conceptuales y metodológicos he ido apuntando y porque la completitud de este no deriva tanto de haber estudiado todos los aspectos de la participación (que también), sino, especialmente, de que la ya mencionada doble formación del autor y su siempre contrastado método nos dan una visión completa de la teoría y de la realidad de la participación (completando este aspecto práctico, por lo demás, con anexos de gran interés). No puedo, por consiguiente, discrepar de sus contenidos ni de su enfoque, pero tampoco puedo dejar de referirme al neolenguaje que hoy se halla tan extendido en la doctrina más novedosa; no podrían estudiarse algunos de los aspectos de la actual reivindicación de más avances democráticos sin su uso. Me refiero al gobierno abierto, o a la gobernanza, y, en especial, a la llamada transparencia, que ya da nombre a tantas leyes recientes.

B. Yo creo que el gobierno que llaman hoy abierto no es sino el mismo gobierno democrático que hoy cuenta con todos los medios tecnológicos para poder cumplir su deber de información; más allá de esta novedad tecnológica, con ser muy importante, no es nueva la idea de gobernar por el bien común, que ya hallamos en la escuela española del derecho natural y en el tomismo que la inspira, ni de gobernar según el Estado de derecho impone (con sometimiento de todos los poderes a la ley y al derecho). No otra cosa es el buen gobierno del que el propio autor dice que, «en realidad, […] debe ir de la mano de la democracia y por tanto debe dejar de ser un concepto instrumental para aproximarse más a las demandas y necesidades de los ciudadanos» (p. 192). Lo que demuestra que el autor conoce bien el material que está manejando (no en vano dedica la segunda parte de su libro al enfoque de lo real) y la realidad que se esconde en la frustración de tantas propuestas bienintencionadas como se han formulado por la doctrina. No puedo por ello, repito, discrepar de sus propuestas, aunque sí he de recordar lo que las más recientes formulaciones doctrinales me sugieren a menudo en esta materia.

C. Siempre me ha parecido extraño que se hable de gobernanza en el ámbito europeo o de buen gobierno en los Estados de democracia madura, pues, ¿acaso alguien creyó que el objeto de las constituciones de la segunda posguerra, después de las dramáticas vivencias de Europa, perseguían cosa distinta al buen gobierno? ¿Qué mejor gobierno que el que deriva del Tratado de Roma? No hacía falta innovar el lenguaje que no hace sino disfrazar la triste realidad: que la aplicación de esas constituciones durante más de siete décadas ha dejado bastante que desear por parte de los correspondientes Gobiernos y de los respectivos partidos políticos; cosa que no se arregla innovando el lenguaje sino aplicando a quienes corrompieron o ignoraron las paradigmáticas constituciones de la segunda posguerra los medios sancionatorios que los propios ordenamientos tienen, o sea, aplicándolas en su cabal sentido. El caso italiano es un ejemplo bien patente: décadas de reformas institucionales nunca acabadas y nunca satisfactorias, largas intervenciones judiciales de mani pulite… ¿Hacía falta invocar el buen gobierno para haber evitado que se llegara a tales situaciones? Y en el caso español cabe decir lo mismo o similar: la corrupción u otros fenómenos que generan gran desencanto no se producen porque sea vieja la Constitución o porque no se hayan previsto soluciones; más bien por lo contrario, por falta de respeto y lealtad a su letra y a su espíritu.

D. Algo semejante me sugiere la idea de transparencia que hace más de un siglo se conocía en España como «luz y taquígrafos» (en boca de Maura, que no era ciertamente de lo más progresista). Sé que ello suena a poco, o a muy antiguo; pero, vista la opacidad con que al final de la segunda década del siglo xxi se ha gestionado algo tan grave como una pandemia, seguir considerando la transparencia como una adquisición del siglo xxi que ha venido a perfeccionar nuestro modo de vida democrático me parece, cuando menos, una broma inocente, pero con funestos efectos.

Algunos estudiamos en su día (cuando sonaba raro, y hasta ajeno al núcleo doctrinal del derecho constitucional, porque parecía «cosa de periodistas») el derecho a la información[10], que la mayoría ha preferido llamar libertad de información, para, al fin, caer en la cuenta de que sin el derecho a la información de la ciudadanía (que ahora llaman transparencia de los poderes públicos) no hay verdadera o sincera democracia. Naturalmente.

Repito que la presencia de las nuevas tecnologías como instrumentos con extraordinaria potencialidad para hacer realidad la debida voluntad política (cuando la hay) puede justificar perfectamente la introducción de tan novedoso lenguaje. Pero de ahí a creer que estamos descubriendo una panacea, o nuevas formas de democracia, creo que hay un gran trecho.

E. Burdeau ya distinguía (‍1985) con absoluta claridad lo que es la democracia gobernante y lo que es la gobernada[11]; más aún, señalaba sin género de duda casos reales de una y otra. Los tipos son inconfundibles, la opción entre una y otra depende de la ciudadanía, aunque quede en manos de quienes gestionan el poder hacérselo posible o dificultarlo en beneficio propio. Yo creo en el sentimiento constitucional que puede muy bien facilitarse con la educación. Ambos son el principal instrumento para que surja la participación ciudadana[12], pero requieren, tan solo, de la lealtad de los poderes públicos (en la realidad, de los partidos). Lo que para los ciudadanos es sentimiento y respeto de la Constitución, para los partidos es simplemente lealtad. Si falla la realización de la democracia que nuestras constituciones democráticas establecen es solo porque ha fallado la lealtad. No hace falta inventar mucho más (salvo que cambiemos los paradigmas, lo que también es posible y hasta podría ser deseable).

Conocí al rector Occhiocupo cuando acababa de ver la luz la reimpresión de su reivindicación del personalismo en la Constitución italiana (‍1983: 1-‍96)[13]; se hallaba convencido de que el texto fundamental contenía esa esencia que había que retomar porque los fallos detectados derivaban de su olvido. Sin embargo, me atrevería a decir que la realidad constitucional española tuvo unos años de oro en los ochenta y noventa, en los que la Constitución representaba la guía de la política y se llevó a cabo el desarrollo de sus más importantes preceptos; pero el cambio de siglo se ha visto acompañado de una grave crisis en la que el Estado de derecho sufre cambios inéditos y sin que el Estado social haya fijado aún (y con carácter previo a la disposición del gasto) sus prioridades (‍Sánchez Ferriz, 2016). No en vano la progresión de la desigualdad (‍De Cabo Martín, 2020) es un hecho lacerante cuando cabía suponer que se había ido madurando en la vida del régimen constitucional. Y ello sí es un verdadero obstáculo a la democracia deliberante y participativa.

Curiosamente, las pregonadas crisis del Estado de derecho y del social no suelen verse acompañadas de semejantes planteamientos sobre el Estado democrático. Sobre este se vuelcan todo tipo de propuestas, dando por fenecidas sus formas tradicionales y previstas en la Constitución antes de que supiéramos siquiera qué eran las nuevas tecnologías. La aportación tecnológica podría haber supuesto un gran avance sobre el sustrato previo que supondría el que antes se hubiera aplicado la Constitución con lealtad; de no ser así, dudo que no se agranden más los problemas al disponer hoy de tantos medios de participación que, a la vez, pueden ser técnicas de manipulación.

F. Si al principio se pudo echar de menos la voz del propio autor, los dos últimos capítulos resultan extraordinariamente interesantes y, sin duda alguna, son reflexiones «de autor» de una madurez impropia de quienes se enfrentan a una tesis doctoral. Es en los dos últimos capítulos del libro en los que Castellanos reflexiona sobre la participación en el concreto mundo presente: mundo real en el que sin ningún rubor se han aceptado la mentira y el engaño con el moderno término de posverdad.

No es solo que no somos un pueblo de dioses… (como diría Rousseau), es que hemos corrido y avanzado tanto que desaparecen de nuestra cultura el rubor y el decoro para ensalzar la virtù de Maquiavelo: todo es posible con tal de alcanzar los fines pretendidos, aunque haya de cambiar los hechos o verlos y presentarlos solo en el modo más conveniente a quien dirige (y lo puede hacer a través de técnicas nuevas) el comportamiento humano, si bien para ello haya que volver al paradigma schmittiano: si el binomio amigo-enemigo es útil al fin perseguido, se trata solo de determinar quién o qué es el enemigo.

Cualquier otra idea o conducta moral debe ser desechada: ideas flashes, sin posibilidad de reflexión, repetición sin que quepa dudar de lo que se afirma tan contundentemente, y descrédito de quien se atreva a contradecir el eslogan. Cuestión distinta es la de la legitimidad (mientras también esta no sea borrada del argumentario) que hasta ahora se vinculaba a la obtención de una amplia mayoría electoral en la que se presuponía la conjunción de decisiones en torno a la similitud de las ideas. ¿Sigue siendo posible ahora o solo están más próximos quienes tienen un objetivo contra el que luchar? Y, por supuesto, un relato con el que imponer las propias ideas aunque haya que desfigurar la realidad: «[…] lo que se pretende —dice Castellanos— con la imposición del relato es una suerte de reconfiguración histórica de los hechos. Crear una realidad paralela […]. Se trata de construir una cosmovisión ajena a la realidad. Y para ello no se escatima en artificios y confusiones premeditadas» (página 321).

No es de extrañar que ante tantas dificultades como acompañan a los problemas actuales y los riesgos de las nuevas tecnologías (de las que tanto cabría esperar, sin embargo) se reivindique la participación responsable, informada y solidaria con lo colectivo, alejada de particularismos, y que todo ello se espere lograr en el ámbito local. Al menos, parece más «controlable» por la propia ciudadanía que los ámbitos más amplios, y, por lo demás, una buena preparación y ejercicio real en lo local puede ser una buena escuela de participación política que, sin duda, ha de posibilitar su práctica progresiva en ámbitos de mayor envergadura y dificultad.

Acabo insistiendo en el valor de la obra comentada, que puede, sin duda, ser de gran ayuda para quienes deseen conocer, y, sobre todo, hacer realidad, la democracia participativa (como diría Dworkin sobre los derechos) «en serio».

NOTAS[Subir]

[1]

Jorge Castellanos Claramunt, Participación ciudadana y buen gobierno democrático. Posibilidades y límites en la era digital, Madrid, Marcial Pons, 2020, 406 págs.

[2]

LO 2/2018, de 5 de diciembre. Es posible que también en esto podamos aprender algo del modo en que se regula la cuestión en Suiza: la Constitución se refiere a estos supuestos como los derivados de «infermità o debolezza mentali» (art. 136.c.1). Y el art. 2 de la Ley de Derechos Políticos (LDP), 161.1, establece: «[...] per persone interdette escluse dal diritto di voto ai sensi dell’articolo 136 capoverso 1 della Costituzione federale s’intendono le persone che a causa di durevole incapacità di discernimento sono sottoposte a curatela generale o sono rappresentate da una persona che hanno designato con mandato precauzionale».

[3]

Ley 3/2017, de 7 de julio, de modificación de la Ley 20/2006, de 15 de diciembre, municipal y de régimen local de las Illes Balears, para introducir medidas de transparencia y participación.

[4]

Ley 12/2019, de 12 de marzo, de consultas populares y procesos participativos.

[5]

La exposición de motivos de la ley de referencia se compara con otras y declara la vinculatoriedad: «El título segundo lleva a cabo el detalle normativo de los referéndums municipales, como también lo hacen la Ley 2/2001, de 3 de mayo, de regulación de las consultas populares locales en Andalucía —que no fue impugnada ante el Tribunal Constitucional—, y la Ley del Parlamento de Catalunya 4/2010, del 17 de marzo, de consultas populares por vía de referéndum, la cual, si bien fue impugnada ante el Tribunal Constitucional, después de la Sentencia de 10 de mayo de 2017, los preceptos que regulan los referéndums municipales siguen en vigor y plena vigencia; comunidades autónomas que tenían un título competencial igual al que encontramos en el Estatuto de Autonomía de las Illes Balears en el artículo 31 cuando determina que: “(...) corresponden a la comunidad autónoma de las Illes Balears el desarrollo legislativo y la ejecución de las materias siguientes: 10. Sistemas de consultas populares en el ámbito de las Illes Balears, (...)”. Ahora bien, a diferencia de las indicadas normas autonómicas, con la convicción de dar más relevancia a la voluntad del cuerpo electoral, se determina que el resultado del referéndum será vinculante para la corporación municipal convocante, en el entendimiento que los poderes públicos tienen que atender y hacer aquello que los ciudadanos, en el ejercicio del derecho fundamental del artículo 23 de la Constitución, como expresión de la soberanía popular, han decidido» (cursivas nuestras).

[6]

Con mayor detalle del propio autor, vid. Castellanos (‍2019a).

[7]

Por todos, vid. Gerotto (‍2020).

[8]

Sobre ello, recogemos lo indicado por López Guerra (‍2020: 9): «[…] la utilización de la iniciativa legislativa del artículo 87.3 ha sido prácticamente inexistente, y el régimen de concejo abierto del artículo 140, tras la reforma de la Ley de Bases del Régimen Local de 2011 se ha visto severamente restringido: baste decir que de los 945 municipios acogidos a ese régimen en 2007 se pasó, diez años más tarde, a 94».

[9]

Sobre el instituto, por todos, vid. Scarciglia (‍2005). Respecto de las actuales reivindicaciones del instituto por el Movimento 5 Stelle, una crítica feroz a esta pretensión y otras similares cabe hallar en Panarari (‍2018: 145 y ss.).

[10]

Basta citar la obra de Ignacio Villaverde (‍1994) Estado democrático e información: el derecho a ser informado y la Constitución Española de 1978 para comprender el carácter axial de la cuestión.

[11]

Puede verse también el planteamiento de Burdeau en «Dilema de nuestro tiempo: Democracia gobernante o democracia gobernada» (‍1959: 293-‍312).

[12]

También este mismo planteamiento se ha abordado por Castellanos (‍2019b) (aunque con enfoque más filosófico) en «Educación y participación ciudadana: mejorar la docencia universitaria de la mano de los Derechos Humanos».

[13]

Mucho antes ya clamaba Lelio Basso (‍1959) ante la inaplicación constitucional que Rodotà (en el prefacio a la obra de Basso en la edición de 1998) explica en lo referente a la cuestión descentralizadora, que estuvo totalmente inaplicada veinte años por la fuerte presencia del comunismo en cuatro regiones importantes.

Bibliografía[Subir]

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