RESUMEN

Este artículo pretende desentrañar los significados jurídicos y políticos de la monarquía, en sentido amplio, a través de los artículos publicados en la Revista de Estudios Políticos entre 1941 y 1947. Al mismo tiempo, también pretende valorar cuán inspiradores fueron tales significados en la monarquía instaurada por la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado en 1947. Para ello, el presente artículo analiza los artículos que versaron sobre la monarquía como categoría política, como institución, como narrativa de legitimación historicista e incluso como evocación simbólica, en la Revista, considerada como palestra de debate intelectual. De tal investigación han resultado cuatro significados jurídico-políticos: la monarquía fundacional (la monarquía como fundamento del Estado nacional), la histórica (la monarquía como síntesis histórica de las notas constituyentes de la nación española, a saber, unidad y catolicismo), la tradicional (la monarquía como sistema político basado en la tradición, el corporativismo y el catolicismo) y la liberal (la monarquía propia del liberalismo doctrinario). Mientras que las ideas y los tópicos propios de las monarquías histórica y tradicional parecen haber inspirado la monarquía de la Ley de Sucesión, no puede decirse lo mismo de las monarquías fundacional y liberal.

Palabras clave: Monarquía; Revista de Estudios Políticos; franquismo; monarquía fundacional; monarquía histórica; monarquía tradicional; monarquía liberal; Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado.

ABSTRACT

This paper tries to unravel the legal and political meanings of the monarchy, in the broadest sense of the term, through the articles published in the Revista de Estudios Políticos (Journal of Political Studies) between 1941 and 1947. At the same time, it also tries to value how inspiring were these meanings to the monarchy established by the Law of Succession to the Headship of the State in 1947. To do this, this paper analyses the abovementioned articles which dealt with the monarchy (as a political category, institution, historicist legitimacy narrative and even symbolic evocation) considering the Journal as an intellectual debate arena. From this research four legal and political meanings have resulted: the foundational monarchy (the monarchy as the foundation of the National State), the historical one (the monarchy as the historical synthesis of the Spanish nation’s constituting notes, meaning unity and Catholicism), the traditional one (the monarchy as a political system based on tradition, corporatism and Catholicism) and the liberal one (the monarchy typical of doctrinaire liberalism). While historical and traditional monarchies’ ideas and topics seem to have inspired the Law of Succession’s monarchy, it cannot be said the same to the foundational and liberal monarchies.

Keywords: Monarchy; Revista de Estudios Políticos; Francoism; foundational monarchy; historical monarchy; traditional monarchy; liberal monarchy; Law of Succession to the Headship of the State.

Cómo citar este artículo / Citation: Cerdà Serrano, J. (2022). La monarquía y sus significados jurídicos y políticos en la Revista de Estudios Políticos (1941-‍1947). Revista de Estudios Políticos, 197, 203-‍231. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.197.07

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. LOS SIGNIFICADOS DE LA MONARQUÍA EN LA DOCTRINA FRANQUISTA. EL CASO DE LA REVISTA DE ESTUDIOS POLÍTICOS
  5. III. LA MONARQUÍA COMO FUNDAMENTO DEL ESTADO ESPAÑOL
  6. IV. LA MONARQUÍA COMO EXPRESIÓN HISTÓRICA DE LA ESPAÑA CATÓLICA
  7. V. LA MONARQUÍA COMO SISTEMA POLÍTICO: TRADICIÓN, CORPORATIVISMO Y CATOLICISMO
  8. VI. MONARQUÍA Y LIBERALISMO
  9. VII. EL CALDO DE CULTIVO DOCTRINAL SOBRE LA MONARQUÍA COMO FUENTE DE INSPIRACIÓN DE LA LEY DE SUCESIÓN DE 1947
  10. VIII. CONCLUSIÓN
  11. NOTAS
  12. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En 1947 se aprobó la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, quinta Ley Fundamental de España y una pieza normativa más en la organización institucional de la dictadura franquista (‍De Esteban, 2000: 36, 37). Esta ley instauró formalmente la monarquía en la España del general Francisco Franco tras prácticamente una década de indefinición en la forma de gobierno. No era una monarquía cualquiera: era una monarquía en la que Franco sería Caudillo de España, amén de jefe del Estado (vitalicio), cuyo sucesor, elegido por él, sería el futuro jefe del Estado a título de rey.

La monarquía que la Ley de Sucesión constituía jurídicamente ex novo fue la culminación de una política de supervivencia que el régimen franquista inició tras la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial. El régimen quiso descafeinar su pretérito entusiasmo totalitario durante el conflicto mundial y, al mismo tiempo, realzar su carácter católico, genuinamente español, para adaptarse al nuevo orden internacional forjado por los vencedores (‍De Riquer, 2010: 77, 101, 105). Tal como señala Javier Tusell (‍1984: 83): «En el momento de la derrota de las naciones totalitarias, una España que se había identificado tan caracterizadamente con la causa de las potencias del Eje no podía permanecer y subsistir en sus rasgos esenciales sin, por lo menos, un cambio aparente de fachada».

En ese contexto, «se debía insistir en que el régimen de Franco no era fascista, sino católico y conservador, sin descartar una posible evolución hacia la monarquía si desaparecían las presiones y amenazas» (‍De Riquer, 2010: 106). Por ello, la dictadura utilizó ideológicamente el catolicismo político para enfatizar el carácter tradicional de España; un catolicismo político que empezó a participar de forma sustantiva en las cotas de poder de la dictadura y cuyo talante colaboracionista se personificó en el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo (‍Tusell, 1984: 68, 69, 83). El flamante ministro y los servicios diplomáticos españoles impulsaron «una esforzada labor de presentación del régimen remarcando su carácter católico y anticomunista, rechazando al mismo tiempo la definición de fascista que se le estaba aplicando, así como minimizando sus anteriores relaciones con Alemania e Italia» (‍Molinero e Ysàs, 2010: 61).

Pero la monarquía de la Ley de Sucesión no era nueva ni sorpresiva en el plano jurídico-político. En los años cuarenta, antes de 1947 y la instauración monárquica, cristalizó un caldo de cultivo doctrinal (libros, revistas, ensayos, conferencias) que reflexionó sobre la monarquía en sentido amplio: como categoría política, como institución, como narrativa de legitimación historicista e incluso como evocación simbólica. Ese caldo de cultivo sobre la monarquía era difuso, posibilista y flexible. De ahí que el contenido jurídico-político de la monarquía no fuese unívoco y que las diversas formas y acepciones que adoptaba doctrinalmente la monarquía no pudieran leerse e interpretarse de forma lineal, lógica y discursivamente consistente, ni conducente a un resultado concreto. Todo lo contrario: el término monarquía se empleaba y desarrollaba en un marco doctrinal desordenado, dinámico y disruptivo y, por su propia naturaleza, su significado no era uno, sino varios. La monarquía era, en términos jurídicos-políticos, polisémica.

En este marco conceptualmente variado se encuentran los artículos que se ocuparon de las monarquías —en plural— en la Revista de Estudios Políticos (en adelante, la Revista), la publicación académico-doctrinal del Instituto de Estudios Políticos, el laboratorio de ideas de la dictadura franquista (‍Sesma, 2009: 15). Y, precisamente, es propósito de este artículo escudriñar los principales significados jurídicos y políticos de la monarquía en las páginas de la Revista, desde 1941 —año de inicio de la publicación de la Revista— hasta 1947 —año en que se promulgó la Ley de Sucesión—.

He acotado el análisis hasta 1947 porque también es propósito de este artículo identificar la más que posible inspiración de los significados de la monarquía en la construcción jurídico-normativa de la monarquía de la Ley de Sucesión. Resultaría científicamente imprudente establecer rotundamente vectores de causalidad entre los significados jurídicos y políticos de la monarquía expuestos en la Revista y la redacción jurídico-normativa de la monarquía institucional, real, del régimen. Ahora bien, sí puede delimitarse un caldo de cultivo doctrinal que, de una u otra forma, pudo inspirar, sugerir, ideas y tópicos constituyentes de la monarquía instaurada por la Ley de Sucesión.

II. LOS SIGNIFICADOS DE LA MONARQUÍA EN LA DOCTRINA FRANQUISTA. EL CASO DE LA REVISTA DE ESTUDIOS POLÍTICOS[Subir]

En esta investigación parto de la siguiente hipótesis de trabajo: los significados de la monarquía esbozados en las páginas de la Revista no fueron fruto de una evolución lineal, estructurada y coherente, sino de un mosaico teórico-doctrinal compuesto por muchos autores, procedentes de escuelas de pensamiento muy distintas y, por ello, con diferentes visiones, sensibilidades e impulsos. De este modo, diversos colaboradores trataron en la Revista la monarquía de forma distanciada o comprometida, erudita o propagandista, abstracta o específica, vinculándola con la dictadura o reflexionándola en el ámbito puramente histórico o filosófico sin ningún interés directo por la realidad política del momento.

De ahí que no existiese, como ya se ha anunciado, en el seno de la doctrina jurídico-política franquista, un significado único, puro, propio, de monarquía, sino varios significados, cada uno de ellos con sus matices, complejidades e incluso inconsistencias. Esta hipótesis está indiciariamente fundada en el sincretismo ideológico del régimen. El franquismo fue una amalgama ideológica variada y rica en matices políticos y jurídicos (‍Giménez Martínez, 2015: 11-‍45). Y la monarquía, como idea política, proyecto institucional o constructo jurídico, no estaba excluida del sincretismo ideológico franquista; cada familia política tuvo su propia monarquía con sus correspondientes significados políticos, jurídicos y sociales. No era lo mismo la monarquía de los católicos de Martín Artajo que la monarquía de los tradicionalistas y carlistas; del mismo modo que dichas monarquías diferían de la monarquía de los monárquicos (muchos de ellos igualmente franquistas) partidarios del conde de Barcelona.

Esta hipótesis de trabajo considera el mito de la linealidad de António Manuel Hespanha (‍2004: 43-‍45): la falsa presuposición de que el derecho (incluida la doctrina) evoluciona en términos históricos de una forma lineal, de tal forma que la transformación o mutación de la que puede ser objeto una institución o un concepto jurídico, como podría ser la monarquía, parte de un estadio original, normalmente imperfecto, y alcanza un estadio de desarrollo perfeccionado. Tal presuposición solo conduce a planteamientos teleológicos, proclives a resoluciones anacrónicas, y no a planteamientos científicos en un sentido crítico.

En este artículo, dicha hipótesis de trabajo será verificada a través de la lectura de los artículos de la Revista que versaron sobre la monarquía lato sensu, entre 1941 y 1947, considerando la Revista doctrinal como palestra de debate intelectual. Es importante destacar la revista como un espacio intelectual privilegiado para vislumbrar, intuir, identificar, diversos significados sobre la monarquía o cualesquiera categorías jurídico-políticas. Nicolás Sesma (2019: 15), que ha estudiado con profusión la Revista en su etapa franquista, destaca de ella que «constituye un instrumento fundamental para el análisis del universo intelectual, político, económico y social del régimen franquista».

Fernández-Crehuet y Sebastián Martín (‍2014: 4) juzgan la revista científica durante el franquismo como «un medio de comunicación privilegiado entre juristas, el soporte de sus debates y el canal que mejor enlaza sus reflexiones con los desafíos de la actualidad» y, al mismo tiempo, «el espacio en el que se amonedaban y difundían de forma más eficiente las categorías que prestaban sustento cultural al Estado, de ahí que éste patrocinase, impulsase y financiase con frecuencia las publicaciones periódicas que podían dar forma a la cultura política y jurídica oficial».

Esta concepción de la Revista como palestra de debate, de intercambio, e incluso de disputa intelectual, fue la que permitió el desarrollo doctrinal de la polisemia jurídico-política del término monarquía. A lo largo de las páginas de la Revista, entre 1941 y 1947, las plumas de autores procedentes de tradiciones de pensamiento diferentes (e incluso opuestas), pondrían de manifiesto sus propias representaciones de qué había sido la monarquía según sus afinidades ideológicas y sus intereses personales. En ese escaparate de proyectos y reflexiones que fue la Revista, no hubo un solo significado de monarquía, sino varios (y no siempre convergentes y compatibles).

Ahora bien, la valoración de la Revista como un foro de debate debe ser matizada. La Revista también fue, en cierta forma, un instrumento de la dictadura, a través del Instituto de Estudios Políticos, para impulsar, en un plano más teórico-doctrinal, la construcción del Estado franquista o un programa político concreto. Así ocurrió en la fase inicial del Instituto (y de su Revista) —bajo la tutela del partido único Falange—, en la que se proyectó la forja de un Estado nacionalsindicalista (‍Sesma Landrin, 2009: 21). Y así ocurrió también tras la guerra mundial, cuando el Instituto pasó de depender del partido único a depender del Ministerio de Asuntos Exteriores, para contribuir en «su campaña de aceptación internacional de la dictadura» y para impulsar el programa político católico de Martín Artajo (ibid.: 66).

III. LA MONARQUÍA COMO FUNDAMENTO DEL ESTADO ESPAÑOL[Subir]

Uno de los primeros significados que algunos artículos de la Revista recalcaron fue el de la monarquía como fundamento del Estado español. Muchos de los colaboradores escribieron sobre la monarquía como eje de la formación de la nación y del Estado en España o, si se prefiere, adoptando el lenguaje jurídico-político del franquismo, la formación del Estado nacional. De ahí que la monarquía, como institución secular, fundara para esos colaboradores el Estado español.

El cariz fundacional de la monarquía española no puede comprenderse sin la consideración de otra dimensión ontológica de la idea de monarquía, a saber, la monarquía histórica (que se trata en el siguiente epígrafe). En la Revista se escribió sobre la monarquía visigoda, las monarquías cristianas del Medievo (muy especialmente, durante la Reconquista), la monarquía de los Reyes Católicos, la monarquía imperial e incluso la monarquía de la Restauración. Todas estas monarquías se concibieron en esos textos como una misma institución cuyas notas constitutivas permanecieron incólumes a lo largo del devenir histórico, siendo aquellas la unidad —nacional y religiosa— y el catolicismo. Y, precisamente, dichas notas fueron las que permitieron fundar el Estado español.

Antonio de Luna (‍1943: 94), jurista y diplomático, reseñó en un prolijo artículo titulado «España, Europa y la Cristiandad» que España fundó «gracias al genio político de los Reyes Católicos el primer Estado nacional». Toda una declaración de intenciones: en cierta forma, se establecía una sutil continuidad entre ese primer Estado nación cimentado en la obra política de los Reyes Católicos y el Estado nacional que recuperó el franquismo. Esta «paternidad histórica» del Estado español moderno por parte de los Reyes Católicos fue una constante en la dictadura (‍Fusi, 2015: 233-‍234).

José María García Escudero (‍1944: 150), hombre polifacético (militar, jurista, profesor, escritor), alabó la obra de Ramón Menéndez Pidal La España del Cid, señalando que el célebre historiador enseñó «a contemplar en la Reconquista […] la sucesión de dos planes o modelos de conducir la empresa, perfectamente diferenciados, y aun antagónicos: el leonés y el castellano». García Escudero remachó, haciéndose eco de dicha obra, que «Castilla asumió la hegemonía, de una concepción jerárquica, y aun hierática, de la organización política peninsular. Ellos [los castellanos] se tenían por Emperadores, a los cuales, como […] legítimos continuadores de la extinguida Monarquía visigoda, habían de prestar vasallaje los restantes monarcas y señores cristianos» (íd.). En lo aparentemente académico, García Escudero engarzaba el pasado remoto de una España mítica con su pasado próximo, ya medieval, trazando una cadena materialmente identificable entre los significantes de «monarquía» en un arco temporal de siglos[1].

Raimundo Fernández-Cuesta, que ocupó durante muchísimos años la Secretaría General de Falange, amén de otros cargos políticos, en un artículo sobre el concepto falangista del Estado, señaló la monarquía como fundamento del Estado español, con el argumento de que había sido la primera manifestación de un poder político soberano, entendiéndose como tal un poder superior a la estructura política polisinodial propia del Medievo. Dijo así: «De entre la maraña de poderes, jurisdicciones, grupos y fuerzas sociales que integran el feudalismo, bien pronto adquiere un relieve destacado y una singular preminencia la Monarquía, hasta llegar el momento en que se hace superior, se impone y absorbe a los demás, rompiéndose el equilibrio que existía entre estos poderes entre sí y con el pueblo» (‍Fernández-Cuesta, 1944: 359). Justo cuando se rompe dicho equilibrio, según Fernández-Cuesta, «aparece la primera manifestación de lo que hoy llamamos Estado» (ibid.: 360).

Téngase en cuenta que el artículo de Fernández-Cuesta se publicó en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial y en un momento en el que se producía un claro repliegue de las fuerzas del Eje. En esos últimos años del conflicto, ante la previsible victoria de las potencias aliadas, la dictadura se quiso legitimar ante ellas como un sistema singular que no obedecía a los estándares ni de la democracia liberal ni de los totalitarismos, especialmente aquellos que, como el alemán y el italiano, habían auxiliado al bando franquista durante la Guerra Civil española (1936-‍1939).

La dictadura franquista originalmente fascistizada de los primeros años de los cuarenta fue objeto de un proceso de institucionalización vertebrado por la tradición en su sentido políticamente español; es decir, basándose en representaciones propias del pasado histórico español (‍Molinero e Ysàs, 2010: 17-‍86; ‍Reig, 1990: 61-‍82; ‍Saz, 2012: 27-‍50). Esa institucionalización de cariz tradicional ya se inició a partir de 1942 con la creación de las Cortes españolas y, en 1945, con la derrota inminente del Eje en Europa, se acentuó sobremanera con el Fuero de los Españoles (una seudodeclaración de derechos) y la Ley de Referéndum Nacional (‍Giménez Martínez, 2014: 41-‍42). Precisamente, dicha institucionalización, en un plano normativo, culminó en la posguerra mundial con la instauración formal de la monarquía en 1947 (ibid.: 42).

Retomando el artículo de Fernández-Cuesta, este se publicó en ese contexto de, llámese, tradicionalización de la dictadura, en el que se pretendía homologar el régimen franquista como un sistema político representativo, una suerte de democracia, eso sí, orgánica y católica, que tenía encaje en el bloque occidental (‍Molinero e Ysàs, 2010: 62-‍67). En 1944, ejerciendo como embajador de España en una Italia que había dejado de ser fascista a (y por) la fuerza, un falangista puro como Fernández-Cuesta, nada amigo de veleidades de cariz tradicionalista ni mucho menos monárquicas, hacía uso político de la monarquía como fundamento del Estado español, incluido el Estado franquista.

Menéndez Pidal contribuyó a la Revista, también en 1944, con un artículo titulado «Carácter originario de Castilla». En dicho texto esbozó la trayectoria histórica y vital de Castilla como «una fuerza innovadora» en la «España cristiana del siglo que, según el historiador, ya «formaba una nación, aunque en ciertas de sus partes muy débil y aun fragmentada» (‍Menéndez Pidal, 1944: 383). Destacó que el Reino de Asturias era la continuidad histórico-política de la antigua monarquía visigoda; así lo expresó: «El reino asturiano, pese a su pequeñez territorial, se sentía heredero de la gran monarquía visigoda, y ésta fue su grandeza histórica» (íd.). Y proseguía: «Aquel minúsculo reino quiere encargarse de la reconquista de España entera, restaurando el reino godo en su totalidad; quiere que toda la organización estatal de los godos, tal como había funcionado en Toledo, se reproduzca y prosiga en Asturias» (ibid.: 383-384).

Menéndez Pidal desgranó una versión nacionalista (española) y castellanocéntrica de una España cuyas raíces eran visigodas, sus tallos asturleoneses y su tronco castellano, cuyas ramas eran a su vez realidades políticas autónomas durante el Medievo, como la aragonesa y la navarra. Y en esa versión histórica de España la monarquía era una pieza, como no podría ser de otra forma, «fundamental».

En esta monarquía fundacional, la monarquía como antesala del Estado nacional, es digna de mención, por su impronta absolutamente esencialista, la tesis de un insigne intelectual falangista de primera hora como Ernesto Giménez Caballero (‍Thomàs, 2019: 68, 70). En plena posguerra mundial, y tras cierto decaimiento político de Falange en aras del giro católico y tradicionalista antes citado, Giménez Caballero (‍1946: 136) cogía el guante a Menéndez Pidal e incidía en la idea de una Castilla milenaria que fue el fundamento de la nación española; una Castilla que «cronicalmente, existe hace mil años», pero que «continentalmente, con sentido histórico, existió desde Pelayo».

No solamente eso: atendiendo a un prisma esencialista de la historia, Giménez Caballero establecía una línea de continuidad entre Roma y la monarquía visigoda en la «labor pontificial y continental del Imperio» y, al mismo tiempo, entre la monarquía visigoda (y su germanismo), que consiguió un Estado unitario en España, y la Monarquía Católica (ibid.: 140-141). De ahí que los Reyes Católicos restituyeran «la España de Recaredo» (ibid.: 141). Y, aunque no lo expresase Giménez Caballero en su escrito, integrando textos de otros autores (incluso de escuelas de pensamiento y estéticas distintas a las de Giménez Caballero) también publicados en la Revista, puede colegirse que esa «España de Recaredo» que habían recuperado los Reyes Católicos era la que también recuperó la España franquista al rehabilitar como discurso legitimador la monarquía de los Reyes Católicos, tal como se expondrá en el siguiente epígrafe.

Todos los autores citados, aun adscribiéndose a corrientes ideológicas distintas, tenían algo en común: el uso de una monarquía, fuera visigoda, fuera medieval, convenientemente idealizada, para refrendar la legitimidad de la dictadura, la condición nacional de España, o ambas. Una monarquía de un pasado que se reexamina, que se (re)inventa, mezclando auténtica historia con historia legendaria. Un pasado que, tal como diría Christian Giordano (‍2005: 58), constituye una historia actualizada (actualized history). Un pasado que, tal como diría Alfons Aragoneses (‍2018: 8-‍16), se crea y se recrea, en discursos jurídicos, para legitimar un proyecto político (el franquista), reforzar un consenso social (el de la dictadura), desarrollar una identidad colectiva (la española) y transmitir ciertos valores (nacionales, políticos y religiosos).

IV. LA MONARQUÍA COMO EXPRESIÓN HISTÓRICA DE LA ESPAÑA CATÓLICA[Subir]

Más allá de una monarquía fundacional que había sido matriz axiológica del Estado nacional, muchos de los articulistas de la Revista también reflexionaron sobre la monarquía como una realidad que se había prolongado a través de la historia. Esta monarquía histórica fue analizada, pensada y comentada atendiendo, o bien, a unos reyes concretos, o bien, a una fase histórica de España (esa España que ya existía desde el dominio visigodo).

Sin perjuicio de fronteras desdibujadas entre la monarquía fundacional y la histórica, lo cierto es que mientras hay autores de la Revista que incidían más en el carácter creador, «fundacional», de la monarquía en relación con el Estado español (y, en última instancia, el Estado franquista), otros se centraban más en el devenir histórico de la institución monárquica, cuyas propiedades sistémicas, la catolicidad y la unidad, habrían caracterizado secularmente el espíritu nacional de España que, obviamente, tenía su mayor expresión en la dictadura[2]. En este sentido, podría decirse que mientras la monarquía fundacional incidía en la creación de España como realidad sociopolítica, la histórica lo hacía más en la naturaleza de España; es decir, los atributos que hacían ser a España lo que era. En todo caso, monarquía fundacional y monarquía histórica son indisociables.

Más allá de la paternidad moderna del Estado español que la inteligencia franquista les atribuía, los Reyes Católicos eran dos personajes históricos alabados, promovidos y empleados políticamente por la dictadura para construir un relato histórico de España que legitimase e hiciera lógico (para los de dentro y para los de fuera) el sistema político que la misma dictadura encarnaba[3]. Los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla eran iconos de una España nacionalcatólica, de una España tradicionalista, de una España imperial e incluso pretendidamente fascista; en definitiva, de la España de Franco (‍Maza, 2014: 167-‍178).

En 1943, el historiador José Antonio Maravall no se resistió a apelar al modelo de gobernante justo, recto y abnegado que encarnaban Sus Majestades Católicas. De este modo, el historiador apuntaba que «lo que importaba era una Monarquía grande, un Imperio —en sentido moderno— español, pero español no sólo por el goce y el esfuerzo, sino por la dirección y el fin. ¿Quiénes habían querido esto? Los Reyes Católicos, y por eso, durante todo el siglo xvii, serán modelo ofrecido a nuestros Príncipes por los más agudos escritores políticos» (‍Maravall, 1943a: 153-‍154). En la misma línea que Maravall, Juan Beneyto (‍1944: 451-‍473) enalteció el genio político del rey Fernando, el «Rey Católico».

Con la monarquía histórica, en sentido amplio, focalizándose en unos u otros reyes, en unas u otras etapas históricas, los artículos publicados en la Revista a lo largo del periodo estudiado permiten dibujar tres facetas de la monarquía como entidad política histórica: la monarquía católica, la imperial y la unitaria. Estas tres facetas estaban sustantivamente interrelacionadas y, al mismo tiempo, estaban ligadas directa o indirectamente con otros significados de la monarquía que trataron diversos colaboradores de la Revista (muy especialmente, la monarquía tradicional).

Obviamente, la ligazón religiosa entre poder y catolicismo era indisoluble en el caso de los Reyes Católicos. Por esa razón, conviene recordar que la dictadura veía en los Reyes Católicos unos referentes para su cultura política, dado que en ellos convergían lo nacional y lo religioso; es decir, las arcillas que Ramiro de Maeztu (‍1934: 116, 157, 162, 167 y 225) usó para moldear su ideal de Hispanidad. Dicha ligazón fue resaltada en 1943 por José Ignacio Escobar Kirkpatrick, un monárquico franquista. Dijo así: «El resorte de la idea hispánica en el mundo fué España, que a todo lo largo de los siglos en que fué sujeto activo de la Historia se consagró fundamentalmente a propagar por el mundo los ideales católicos. La tarea culminó en el siglo xvi, uno después de que España, bajo los Reyes Católicos, se constituyera en nación» (‍Escobar, 1943: 167).

Escobar no solo se quedó en los Reyes Católicos. Apelando a la «autoridad» de Menéndez Pidal, el futuro procurador en Cortes puso negro sobre blanco que «Carlos V no ambicionó jamás la Monarquía universal, sino el Imperio cristiano, que no es ambición de conquista, sino cumplimiento de un alto deber moral de armonía entre los Príncipes católicos. La efectividad principal de tal Imperio no era someter a los demás reyes, sino coordinar y dirigir los esfuerzos de todo ellos contra los infieles para lograr la universalidad de la cultura europea» (ibid.: 171).

Esta misma línea discursiva trazada por Escobar era aplicable al franquismo de los años cuarenta. La España de Franco debía recuperar un imperio cuyos fundamentos axiológicos no eran otros que la Hispanidad y la fe católica, habiendo sido la monarquía el marco histórico en que se había desarrollado dicho imperio. La actualización del sentido de ese imperio debía tener una proyección material en Marruecos y otras latitudes del continente africano, debía regirse por la defensa de la civilización cristiana (‍Palacios, 2020: 386-‍390).

Esta asociación metafísicamente inherente entre monarquía histórica y religión, que tenía su proyección en esa cristiandad territorialmente suscrita al Imperio español, fue apostillada por el diplomático Alfredo Sánchez Bella (‍1943: 180) de la siguiente forma: «Misionar era principal tarea de la Monarquía cristiana, el único título de legalidad que aducía para la gran empresa transatlántica, la ambiciosa meta de todas las energías acumuladas en los conventos y cenobios acabados de reformar por Cisneros».

Más allá del catolicismo y del Imperio, el ideal de unidad estaba también presente. El mismo Escobar aludía, tal como se ha transcrito, a las inseparables dimensiones espiritual y nacional del ser histórico de España, siguiendo en cierta forma el paradigma discursivo de Maeztu. De ahí la unidad de España, que es nacional y también religiosa. Una no existe sin la otra. Mientras que la unidad religiosa —que, por su propia sustancia, es la comunión en una misma fe— no requería mayor justificación en un Estado católico como España, la unidad política requería de un título histórico. Y este solo lo podía ofrecer una institución secular como la monarquía.

La monarquía era la síntesis de la unidad nacional y la religiosa. Y, precisamente, estas unidades eran, al mismo tiempo, los pilares de legitimación de la dictadura franquista. A este respecto, reseña Elena Maza Zorrilla (‍2014: 172): «Si la monarquía equivale a la máxima expresión de la unidad estatal, reforzada por la unidad católica, eran sin duda los Reyes Católicos los más indicados para asumir el papel de paladines de la unidad nacional en una triple dimensión: territorial, política y religiosa».

Es difícil calibrar si un monárquico como Escobar hacía uso de la monarquía histórica, en concreto la de los Reyes Católicos, para ensalzar la monarquía como institución secular, exaltar la dictadura, o ambas a la vez; en todo caso, lo que sí es cierto es que el binomio religión-nación y su máxima expresión histórica, la monarquía, estaban presentes en su artículo y, al mismo tiempo, en diversos formatos y grados de intensidad, en los discursos jurídicos y políticos franquistas en general.

En números del 1945 se publicaron artículos en la Revista tratando, en sentido amplio, el periodo histórico de la Restauración (1876-‍1923). En uno de ellos, García Escudero (‍1945: 123-‍124) señaló la importancia de la monarquía en aquel régimen político ideado por Antonio Cánovas del Castillo y, sobre todo, la importancia de su naturaleza hereditaria, no tanto como prenda de continuidad histórica de la nación (y su Estado), sino más bien como salvaguarda de la unidad de la patria en contraste con «la [Primera] República» y «la Monarquía electiva de Amadeo».

Es más, con una inminente Ley de Sucesión, García Escudero (‍1947: 70-‍71) publicó otro artículo sobre Cánovas del Castillo en el que alabó la «Monarquía civil» que aquel impulsó y que permitió «una ordenada convivencia» y «produjo beneficios notables». También elogió que el sistema político canovista, basado en un ejecutivo fuerte, conjugase una «Monarquía, popular y representativa, que constituye la mejor tradición española» con un «presidencialismo americano» que pudiera atajar los conflictos políticos y sociales en la España de finales de siglo (ibid.: 73-74).

A este esquema primigenio de monarquía unitaria que dibujó García Escudero también se sumó nada menos que Gabriel Maura, hijo de Antonio Maura, actor político clave en la monarquía de Alfonso XIII. El duque de Maura (‍1945: 152) calificó la monarquía histórica como una «institución impertérritamente milenaria» que fue «eje inconmovible de la vida nacional y, sobre todo, de su unidad».

No resulta difícil encajar estos trabajos académicos, que aluden a la historia, al Imperio, al catolicismo milenario y consustancial a España, a la misión civilizadora y evangelizadora de la monarquía universal (española), y a la unidad «nacionalcatólica»; en unos años (últimos años de la guerra mundial y su posterior posguerra) en los que, como ya se ha señalado, la dictadura viró premeditadamente del fascismo —fuera ideológico, programático o simbólico— a un catolicismo más acentuado y más inherente a la naturaleza política de la dictadura. En este contexto, no resulta peregrino que muchos autores reivindicaran todo lo relativo a la España católica. Y esa España católica era incomprensible históricamente sin la monarquía.

V. LA MONARQUÍA COMO SISTEMA POLÍTICO: TRADICIÓN, CORPORATIVISMO Y CATOLICISMO[Subir]

Otro significado jurídico y político de la monarquía era lo que yo llamaría la monarquía tradicional: una monarquía que se entendía como el sistema político —históricamente— propio de España de conformidad con la tradición patria y cuyas señas de identidad eran el corporativismo y el catolicismo. Esta monarquía fue extensamente tratada en la Revista, yuxtaponiendo su naturaleza, su alcance y su contenido no solo con la monarquía histórica, sino también con la fundacional.

En dicha monarquía tradicional se abogaba por un rey con poder efectivo que respetase, en todo caso, el orden establecido por Dios, las leyes naturales (que, a su vez, provenían de Dios), la tradición y la estructura social organicista inspirada en las Cortes y sociedades medievales. Una vez más, en la monarquía tradicional se entrevén notas definitorias de un sistema político español perenne que la dictadura quiso actualizar y hacer suyas, estableciendo así cadenas de legitimidad política que enlazaban no solo con la Guerra Civil, sino con la historia y la tradición; notas como la catolicidad y una visión corporativista de la comunidad política[4]. Al mismo tiempo, la gran mayoría de los artículos que disertaron sobre la monarquía tradicional lo hicieron en contraposición del liberalismo —y la democracia aparejada a aquel— y, aunque parezca paradójico, como se tendrá oportunidad de explicar más adelante, en contraposición del absolutismo dieciochesco.

Salvador Lissarrague Novoa, destacado iusfilósofo e intelectual falangista, escribió un artículo sobre la noción de potestad política de Francisco de Vitoria en el número 2 de la Revista. En dicho artículo manifestó que para el tratadista escolástico «los reyes tienen el poder por derecho natural o divino sin que lo reciban de la República o de los hombres», siendo la monarquía «la forma [de poder] más perfecta» (‍Lissarrague, 1941: 318). En el fondo, Lissarrague quería anteponer un ideal monárquico de gobierno, ontológicamente perfecto y regido por derecho natural, en contraste con el gobierno democrático individualista de Jean-Jacques Rousseau, no tan perfecto, muy influenciado por el derecho de los hombres (ibid.: 317 y 325).

La contraposición entre tradicionalismo y absolutismo, aun siendo ambos monárquicos, radicaba, tal como puede destilarse de ciertos artículos publicados en la Revista, en la cortapisa que constituía para el ejercicio del poder (regio) el derecho natural y, en última instancia, el orden de las cosas establecido por Dios. Este inciso fue apuntado por Maravall. El historiador, con un talante ciertamente abierto y crítico (en el sentido más académico del término), en un largo artículo de 1943 titulado «Un problema de la teoría del poder en la doctrina española» contraponía la monarquía circunscrita al derecho natural como origen, fin y guía del ejercicio del poder político, a la monarquía absoluta en la que no existía fiscalización alguna de la soberanía del rey (‍Maravall, 1943b: 401-‍442).

Sin perjuicio de la historia, siempre poliédrica, siempre fragmentada, de la idea de monarquía en la Revista, lo cierto es que algunos pocos autores miraron más allá de la monarquía como forma de gobierno o guía histórica en el ámbito genuinamente patrio. Sánchez Bella (‍1944: 161) puso de manifiesto, aunque fuera brevemente, el influjo del monarquismo tradicionalista y antiliberal portugués, capitaneado por el escritor João Ameal, en la inspiración filosófica del Estado Novo y su «revolución del orden».

Precisamente, en un año harto complicado a nivel internacional para la dictadura como 1944, Sánchez Bella dibujó tácitamente un paralelismo entre el régimen salazarista y la dictadura franquista. En Portugal el orden político obedecía a unos redobles tradicionales cuyos ecos provenían de la ya extinta monarquía lusa; y en la dictadura española la narrativa de legitimidad operaba en las mismas coordenadas de tradición, historia y monarquía.

El iusfilósofo José Corts Grau, que fue un colaborador habitual de la Revista, fue el mayor ideólogo de la monarquía tradicional en el trienio 1944-‍1946. Corts Grau, revisando los postulados tradicionalistas de Jaime Balmes y Juan Donoso Cortés, trazó cuál había sido la esencia del sistema político español, que no era otra que la monarquía tradicional políticamente efectiva y modulada («templada») por los cuerpos vivos de la nación, y no por las limitaciones artificiales del parlamentarismo burgués.

Corts Grau (‍1944: 411) remarcó que para Balmes la monarquía era «la forma de gobierno más acorde con la esencia de la autoridad y con la tradición e idiosincrasia españolas». Además, la monarquía —según Balmes— «traza una unidad más perfecta, una concreción más neta de la soberanía, y plasma la unidad, continuidad y solidaridad de la Patria», asemejándose a los gobiernos de la familia, la Iglesia y el mismo Dios (íd.). Ahora bien, y así lo enfatizó Corts Grau, la monarquía del clérigo catalán era la tradicional, en la que «el Rey reina y gobierna, y su poder es moderado por las Cortes», y no la liberal y parlamentaria, en la que «el poder regio conviértese en poder moderador, roído por una serie de dicciones, que lo desvirtúan» (ibid.: 411-412). Esa monarquía tradicional, aun con la preminencia del poder regio, debía considerar cierto «sufragio restringido» vía Cortes, constituyéndose una «Monarquía templada» (ibid.: 413-414).

En un momento en que el iusfilósofo recalcó que la monarquía y el despotismo no eran realidades yuxtapuestas, y aprovechando la envoltura intelectual del pensamiento de Balmes, hizo un alegato en pro de la monarquía hereditaria y una crítica presentista. Así pues, declaró que «la monarquía se hace despótica cuando desconoce poderes superiores y cuando no halla barreras sociales» (ibid.: 412). Y ante este posible despotismo monárquico la mejor defensa era una monarquía hereditaria, que aun pareciendo «absurda», «es la garantía de la estabilidad nacional» (íd.). Y en ese momento, cuando Corts Grau esgrimía que los detractores de la fórmula hereditaria argumentaban «que con ella ocupara el trono un imbécil o un malvado», espetó: «¡Ay, si Balmes hubiera podido vislumbrar los ejemplares humanos que nos deparó la última República!» (íd.).

Un año después, en 1945, Corts Grau hizo una síntesis intelectual de otro gran actor del pensamiento tradicional español: Juan Donoso Cortés. Haciendo paralelismos con su artículo sobre Balmes, Corts Grau (‍1945: 94) enfatizó una vez más que para el tradicionalista extremeño absolutismo y despotismo no eran sinónimos, dado que la división de poderes era «absurda, porque el Poder no tiene plural, sino que es de suyo uno, indivisible y perpetuo». Al mismo tiempo, puntualizó que para Donoso Cortés, a diferencia del régimen liberal surgido en Cádiz en 1812, la monarquía española tenía tanto autoridad religiosa como raigambre popular (íd.). Y, como si se tratara de reforzar patrones discursivos, Corts Grau resaltó que en el pensamiento de Donoso Cortés (al igual que en el de Balmes) la máxima «el Rey reina y no gobierna» era «absurda» y la monarquía debía ser «una, hereditaria y templada, no por asambleas multitudinarias y artificiosas, sino por organismos arraigados en la tradición y en la viva realidad social» (ibid.: 107-108).

En 1946, año en que la existencia —y la continuidad— de la dictadura estaba en entredicho por el aislamiento internacional establecido en el nuevo orden mundial tras la guerra, el iusfilósofo hizo un alegato en la Revista a favor de la particularidad de la «democracia española» que impugnaba el veto al ingreso de España en la flamante Organización de las Naciones Unidas. En dicho alegato abanderó la vía democrática católica, y no demoliberal, en la España de Franco, resaltando aspectos de la historia de España que fueron catalizadores de esa nueva vía «democrática»: el catolicismo, el tradicionalismo, el corporativismo, la política social y, como no podría ser de otra forma, la monarquía.

En aquel momento, Corts Grau muy probablemente no hacía referencia a la monarquía que se instauraría en 1947, sino a la monarquía como ideal histórico de gobierno y como forja del Estado nacional. Así, apelando a la monarquía histórica («Hablo de la Monarquía tradicional, no de los engendros doctrinarios»), Corts Grau (‍1946: 39) preconizó el carácter consustancialmente democrático de España porque su monarquía había sido «eminentemente democrática». La misión histórica de los monarcas españoles, incluso «los representantes de la Monarquía doctrinaria», fue la defensa «del pueblo contra los intereses e intrigas de ciertas clases» (íd.). Ahí radicaba el sentido español de la democracia. En todo caso, la dialéctica de Corts Grau se empapa de esa atmósfera de pretendido giro católico, de institucionalización tradicionalista y corporativista, que fue divisa programática de la dictadura en la posguerra mundial.

En esta lectura tradicionalista y corporativista de la monarquía, ciertos artículos de la Revista reflexionaron sobre la monarquía limitada (social, moderadora, templada); es decir, la institución de gobierno en la que su único titular —el monarca— ostentaba y ejercía el poder político a tenor de ciertas restricciones que imponían órganos representativos de las fuerzas sociales. Dichas restricciones modulaban el poder del rey porque eran una manifestación de un orden predeterminado por las leyes naturales y, en última instancia, Dios. Recuérdese que la monarquía tradicional se contraponía a la absoluta en la medida en que la primera estaba sustantivamente sujeta a la religión como sistema normativo. Por tanto, religión y sociedad eran diques de contención a excesos de poder por parte del rey que condujeran a regímenes despóticos o tiránicos. Esta monarquía limitada está muy presente en los escritos de Corts Grau.

En 1945, cuando la restauración monárquica en España en la persona del conde de Barcelona era una alternativa real al gobierno de Franco, en un momento en que la continuidad de la dictadura pendió de un hilo por su hipoteca totalitaria (‍Toquero, 1989: 118), el juanista Luis Sánchez Agesta escribió sobre el pensamiento del benedictino Benito Jerónimo Feijoo. En dicho artículo, desgranando la obra del padre Feijoo, esbozó los ataques del benedictino contra el ideal carismático del «príncipe conquistador» y las teorías absolutistas que legitimaban el «hálito sobrenatural» del soberano, dado que para el religioso «el rey es hombre como los demás, igual por naturaleza y sólo desigual por la fortuna» (‍Sánchez Agesta, 1945: 101-‍102)[5].

En la misma línea que la monarquía genuinamente española defendida por Lissarrague, desdeñando los cánones monárquico-liberales del siglo anterior, el historiador y sacerdote Federico Suárez Verdaguer (‍1946: 43-‍83) patrocinó, en un trabajo sobre la doctrina política del carlismo, la narrativa tradicionalista sobre la contraposición entre la monarquía y el liberalismo a raíz de la guerra de la Independencia, en la que la primera había tenido fuerte apoyo popular —a diferencia de la democracia de los liberales— y el segundo no había encajado con el sistema político secular fraguado en torno a la monarquía española.

Para otro sacerdote, Osvaldo Lira (‍1946: 5), tomista y tradicionalista y admirador de Juan Vázquez de Mella, la monarquía «en estado puro» era «aquella en que el rey gobierna además de reinar —o, más bien, en que el rey reina porque gobierna». Con un tono indisimuladamente sarcástico, para el sacerdote chileno aquellos que denostaban esa monarquía efectiva que enarbolaba el carlismo, por considerarla despótica y opresiva, equiparaban erróneamente carlismo y absolutismo (íd.). Lira, a través de la obra de Quevedo, destiló una noción de «monarquía esencial» en la que «un Jefe de Estado […] [retenía] la suma del poder civil» y, al mismo tiempo, se sometía «a las exigencias de la soberanía social, del bien común de la nación» (ibid.: 12). Una vez más, el ideal monárquico tradicional: un monarca con poder político efectivo pero circunscrito a los órganos vivos de la sociedad. La monarquía no era una mera carcasa histórico-simbólica, sino una verdadera manifestación del poder (siempre templado por la dinámica orgánica social).

Torcuato Fernández-Miranda, que ocuparía altos cargos en la dictadura y sería uno de los tutores del futuro rey Juan Carlos I, trató en un artículo de 1946 el concepto católico (y pontificio) de democracia. En dicho artículo puso el acento en que el poder del Estado («la majestad de la ley positiva») tenía como límite el «orden absoluto establecido por el Creador y presentado con nueva luz por la Revelación del Evangelio» (‍Fernández-Miranda, 1946: 82). Aunque bien es cierto que se refería de forma aséptica a la «autoridad del Estado», no es menos cierto que el hecho de que sostuviese que el «poder» político del Estado era «custodio del orden social» y ejerciese «majestad» (como título de poder vinculado históricamente a los monarcas españoles), era una manifestación de un sistema político monárquico que había operado durante siglos en España (íd.).

A medio camino entre el monarquismo tradicionalista y el caudillismo (monárquico en sentido puramente filosófico), autores como los ya citados Lissarrague y Suárez Verdaguer incidieron más en el carácter natural y popular —que no democrático— de la monarquía, que al menos en España no era homologable con los estándares del liberalismo parlamentarista europeo. En esta corriente se encuentra Jorge Vigón. Al igual que su hermano Juan, era militar y sería ministro, en su caso, de Obras Públicas en los años cincuenta y sesenta; y al igual que su hermano, era monárquico. En un artículo que publicó en la Revista en 1947 —antes de la aprobación de la Ley de Sucesión— titulado «Aristocracia y nobleza», enfatizó la contradicción terminológica que suponía adjetivar la monarquía como democrática. En un sucinto estudio sobre la significación histórica de la aristocracia en España, señalaba de forma un tanto desapercibida, y con una proyección en aquel momento presentista, que la monarquía democrática era «un engendro teratológico» y la forma monárquica solo podía regirse por las divisas de jerarquía y servicio (‍Vigón, 1947: 188).

La búsqueda de semejanzas con otros sistemas políticos a la luz de una tradición monárquica no operó únicamente con una nación políticamente afín (por lo que autoritarismo y catolicismo se refiere) como el Portugal de Salazar, tal como hizo Sánchez Bella, sino con otra que ya había recorrido un largo sendero democrático —entiéndase, liberal-parlamentario—. El periodista Luis Calvo, tras la instauración monárquica en España en 1947, publicó un artículo en la Revista sobre las prerrogativas del monarca en el Reino Unido. Sobre ellas apuntó: «Las atribuciones de un rey son allí inmensas, aunque recatadas. Ejerce […] tres derechos […]: el de ser consultado, el de alentar y el de advertir» (‍Calvo, 1947: 144-‍145).

Puede que el rey británico no fuera homologable al futurible rey español, sucesor de Franco en la Jefatura del Estado; ahora bien, según Calvo el rey (británico) tampoco era una mera figura ceremonial, institucionalmente decorativa, sin ningún tipo de poder real. Esta visión comprometida sobre un rey con poder efectivo —como ya habían sostenido muchos autores en la Revista con ocasión de la monarquía española y su contribución en la consolidación del Estado y su régimen político secular— era la que había proyectado el articulado de la Ley de Sucesión, como se explica más adelante.

Calvo también destacó el cometido protector del monarca británico en relación con la fe anglicana, siendo su profesión y su deber de defensa requisitos constitucionales para acceder a la Corona británica, así como la sujeción de su actuación política tanto a la ley como al Parlamento (ibid.: 145).

Esta monarquía tradicional y católico-corporativista que observaba el mandato de Dios y respetaba los cuerpos sociales, atendiendo a sus singularidades e intereses propios, y que fue ampliamente expuesta y estudiada en la Revista, no deja de ser una historia actualizada, volviendo a usar la expresión de Giordano, de la monarquía histórica española, así como del corporativismo político y social de la Edad Media. Se trata de «un pasado […] más o menos movilizado intencionalmente en el presente» para alcanzar unos propósitos políticos o sociales concretos (‍Giordano, 2005: 56).

Puede que ese ideal de armonía social medieval, anclado en la religión y el organicismo, fuera un fundamento histórico —convenientemente actualizado— para sustentar un corporativismo autoritario en la España franquista; una organización social, propia de una gloria nacional pasada, cuya culminación fue el reinado de los Reyes Católicos, y que tenía una plasmación real en las Cortes franquistas, los sindicatos verticales y la Administración local.

VI. MONARQUÍA Y LIBERALISMO[Subir]

Tal como se ha demostrado hasta ahora, en bastantes artículos de la Revista en los años cuarenta hubo una tendencia genuinamente tradicionalista a la hora de abordar la monarquía, con aires medievalizantes e idealizantes de un pasado más legendario que histórico. Sin embargo, hubo un autor que en un plano jurídico-político contextualizó históricamente la monarquía en Europa y también en España, desde las coordenadas teóricas del liberalismo doctrinario.

Dicho autor fue Alfonso García-Valdecasas, jurista, rara avis en el panorama político español, a medio camino entre el falangismo primigenio y el monarquismo juanista (‍Thomàs, 2019: 83; ‍Toquero, 1989: 46, 60). En el número 5 de la Revista, a principios de 1942, siendo nada menos que director del Instituto de Estudios Políticos, publicó un artículo titulado «Los Estados totalitarios y el Estado español». En dicho artículo señaló cómo en el Medievo había existido, a modo de organización política estatal, una «dualidad» entre «el rey con sus instrumentos de mando» y «el pueblo» (‍García-Valdecasas, 1942: 8). Expresión de tal dualidad fueron las Cortes, donde el poder real era modulado por los órganos sociales «con pluralidad de cuerpos y jerarquías sociales» (íd.). Vislúmbrese aquí el ideal de monarquía tradicional y corporativista.

A partir de aquí, el primer director del Instituto trazaba una narrativa propia de la monarquía liberal decimonónica. La dualidad entre rey y pueblo, que García-Valdecasas describía como un equilibrio, se rompió en la Edad Moderna. En una primera fase, el Estado «apoyado por la Monarquía» se constituía como «suprema autoridad sobre todas las jerarquías sociales» (íd.). Sin embargo, España fue «el único gran Estado de la Europa continental que no sigue enteramente esa evolución», dado que la monarquía (en este estadio, García-Valdecasas usaba indiferentemente monarquía y Estado) «se consideró siempre sujeta a normas inmutables de orden moral y a principios de derecho tradicionalmente observados por sus antecesores» (ibid.: 9).

Este fortalecimiento del Estado (y de la monarquía) en una fase más avanzada fue acicate para «una creciente nivelación y homogeneización política de la sociedad» en detrimento de diversas «regulaciones jurídicas» y múltiples «jerarquías sociales» (íd.). Por tanto, una centralización burocrática que reforzó el papel del Estado, con el tiempo, potenció el poder de una «nueva fuerza social», que expresaría «la homogeneidad de la sociedad» y «su representación política»; a saber, la burguesía (íd.). Y es aquí «cuando se produce el tremendo choque entre la nueva Sociedad y el Estado moderno que fue la Revolución francesa» (íd.).

Tras la Revolución francesa y las guerras napoleónicas, «se restablece un cierto equilibrio entre las fuerzas sociales […] y el Estado» (ibid.: 11). Y ese nuevo equilibrio, atendiendo a las tesis doctrinarias, se plasma en la Constitución, que es «un pacto entre el rey y el pueblo» (íd.). García-Valdecasas afirmó que este encuadre teórico era perfectamente aplicable a la España del siglo xix, ya que en sus constituciones se había buscado cierto equilibrio entre el poder real y la soberanía nacional (ibid.: 12).

Sin embargo, este nuevo equilibrio acaba rompiéndose por segunda vez. Según explicó García-Valdecasas, «prosigue la pugna entre la sociedad y el Estado, en detrimento de lo que a ésta quedaba de forma tradicional» (íd.). Aunque no lo reseñase expresamente, se entiende que se refería a finales del siglo xix y a principios del xx. El Parlamento gana terreno, lo pierde la monarquía y, al final, el Estado acaba siendo «autoorganizacíón de la sociedad» y, en consecuencia, el Parlamento, órgano representativo de la sociedad, deviene «órgano supremo, verdadero titular de la soberanía» (íd.). La Constitución deja de ser un pacto entre el rey y el pueblo para ser «la expresión misma de la soberana autoorganización de la sociedad en Estado» (íd.). Y el Estado deja de ser lo que tradicionalmente había sido: el rey, su gobierno, la burocracia y el ejército (íd.). El rey pasa a ser un mero órgano de la Constitución; ya no es el Estado (íd.).

La continuidad discursiva de García-Valdecasas con el liberalismo doctrinario español, propio del siglo xix (y parte del xx), está claramente presente en este artículo. Su aproximación jurídico-política a la monarquía, al Estado, al Parlamento y al constitucionalismo no debiera resultar peregrina al rumbo doctrinal de la España en los años cuarenta, dado que aquella era legataria de un liberalismo católico, iusnaturalista y antidemocrático, que tuvo cierto peso en el pensamiento franquista (‍Fernández-Crehuet, 2018: 21, 97).

VII. EL CALDO DE CULTIVO DOCTRINAL SOBRE LA MONARQUÍA COMO FUENTE DE INSPIRACIÓN DE LA LEY DE SUCESIÓN DE 1947[Subir]

Identificados los principales significados jurídicos y políticos de la monarquía fraguados en la Revista entre 1941 y 1947, resulta interesante reflexionar sobre cómo el caldo de cultivo doctrinal —que dichos significados moldearon— inspiró el articulado de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que, como se ha expuesto, instauró en el plano jurídico-normativo la monarquía en España.

No es propósito de este artículo determinar líneas de causalidad entre las diversas monarquías proyectadas en la Revista y la Ley de Sucesión. Tal empresa resultaría metodológicamente osada con un análisis sectorial como el aquí realizado (dimensión doctrinal de la monarquía en una sola revista científica). Para calibrar el auténtico impacto de la doctrina en la Ley de Sucesión deberían tenerse en cuenta otros trabajos doctrinales (no solo la Revista) y, por supuesto, los antecedentes gubernativos y legislativos (preparación, elaboración y aprobación) de la Ley de Sucesión. De ahí que califique el caldo de cultivo sobre la monarquía en la Revista como fuente de inspiración de la Ley, y no como su causa o su proceso de formación. Ahora bien, dicha inspiración sí puede abrir el camino de una causalidad indiciaria que debiera confirmase plenamente en otra investigación.

Antes de valorar cómo ese caldo de cultivo, ese magma doctrinal sobre la monarquía pudo sugerir, imbuir, inspirar ciertos aspectos de la Ley de Sucesión, conviene conocer someramente el contenido de aquella. En ella se establecía que «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino» (art. 1)[6]. Al mismo tiempo, este «Reino» (sin rey) debía coexistir con el caudillaje vitalicio de Franco, tal como rezaba el art. 2 de dicha Ley: «La Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos don Francisco Franco Bahamonde».

A tenor de ello, la Ley de Sucesión consagraba dos principios: por un lado, el principio monárquico, la monarquía como expresión o forma política del Estado nacional, el Estado franquista; por otro, el principio de caudillaje, el liderazgo absoluto, providencial y vitalicio de Franco como Caudillo invicto de España que asumía todos los poderes del Estado. De esos dos principios se colegía la omisión de un rasgo sustantivo, por no decir fundamental, de la monarquía como institución secular; a saber, la sucesión hereditaria.

En la medida en que Franco era jefe del Estado, y también de Gobierno, no había un rey, de forma paralela, que ocupase la primera magistratura del Estado. Por esa razón, la Ley de Sucesión instauraba una nueva monarquía en España; no la monarquía que se marchó con Alfonso XIII al exilio el 14 de abril de 1931, con al advenimiento de la República, y de la que era continuador su heredero dinástico, el conde de Barcelona (‍De la Hera, 1995: 146). No solo eso: la Ley otorgaba a Franco la facultad de «proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente» (art. 6). Por tanto, la monarquía de la dictadura no era la histórica de Alfonso XIII (no se fundaba en la sucesión hereditaria), sino en la decisión discrecional del Caudillo[7].

La Ley creaba ex nihilo dos instituciones claves para el proceso sucesorio en la Jefatura del Estado: el Consejo de Regencia y el Consejo del Reino. El primero era un organismo cuyo cometido era asumir interinamente los poderes de Franco, una vez muerto, para transferírselos a su sucesor (a título de rey o regente) siempre que aquel hubiera jurado «las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional» (arts. 3, 7 y 9)[8]. En cambio, el Consejo del Reino era un órgano con vocación de permanencia, que debía, en primer lugar, ser consultado por Franco a la hora de proponer su sucesor a las Cortes (art. 5.3) o tomar decisiones sobre excluir a ciertas personas regias de la sucesión (art. 14); y, en segundo lugar, intervenir en la designación de un sucesor junto con el Gobierno si aquel no hubiese sido designado por Franco (art. 8). Aunque sus cometidos no se agotaban con el proceso sucesorio[9].

Expuesto el contenido básico de la Ley de Sucesión, parece que dos de los cuatro significados sobre la monarquía tratados en las páginas de la Revista inspiraron dicho contenido; a saber, la monarquía histórica y la tradicional.

En relación con la primera, la monarquía instaurada en España, aun siendo una monarquía de nuevo cuño que rompía con la tradición monárquica liberal de la Restauración, no nacía de la nada. Era una monarquía que se instauraba «de acuerdo con su tradición». Sin prejuzgar el contenido, seguramente más que plural del término tradición, lo cierto es que la remisión al pasado, fuera verdadero o, parafraseando a Giordano, actualizado, era manifiesta.

Del mismo modo, el carácter unitario y católico del Estado declarado en el art. 1 de la Ley de Sucesión («España, como unidad política, es un Estado católico […]») eran notas indisociables al devenir histórico de la monarquía. Sobre la importancia de la monarquía católica destáquese que, según el art. 9 de la Ley de Sucesión, el futuro Rey de España, sucesor de Franco, debía «profesar la religión católica». Lógico: sería jefe de un Estado «católico».

En relación con la segunda monarquía (la tradicional), los dos consejos previstos en la Ley de Sucesión eran el epítome del corporativismo institucional de la dictadura, que en ciertas ocasiones echaba la mirada atrás a la lejana monarquía, convenientemente idealizada, en las que los cuerpos naturales de la sociedad articulaban de forma armoniosa el poder en aras del bien común. Mientras que el Consejo de Regencia, compuesto por el presidente de las Cortes, un prelado-consejero del Reino y un mando militar-consejero del Reino, era máxima expresión de las fuerzas vivas de la dictadura (el brazo político, el religioso y el militar), el Consejo del Reino tenía una composición mucho más amplia y «representativa»[10]. Además, el rey de la Ley de Sucesión no era un cargo meramente simbólico, ceremonial, sino que era un jefe del Estado con poderes ejecutivos, sucesor de un Caudillo con plenos poderes. De ahí que fuese un rey con poder real y efectivo.

No es de extrañar la presencia de ideas y tópicos propios de las monarquías histórica y tradicional (referencias historicistas, catolicismo, corporativismo) en la Ley de Sucesión, dado que ese magma jurídico-doctrinal monárquico debe enmarcarse en unos años de acentuada tradicionalización de la dictadura para contemporizar una reciente España de visos totalitarios con un contexto internacional adverso a todo vestigio fascista. Una tradicionalización que debía enfatizar el «casticismo» del régimen franquista, en su sistema político y en su ordenamiento jurídico, omitiendo toda representación manifiestamente totalitaria. Y el acervo doctrinal sobre la monarquía en la Revista entre 1941 y 1947 fue una expresión de dicha tradicionalización y la Ley de Sucesión un resultado —normativo— lógico de aquella.

De ahí que sea razonable sugerir que ese magma jurídico-doctrinal monárquico, fraguado durante la tradicionalización de la dictadura, sedimentase en las preocupaciones del personal político de Franco y de los juristas del régimen para armar una configuración jurídico-política que, perseverando en el autoritarismo y el caudillismo ya constituyentes de la dictadura, defenestrasen o, al menos, disimulasen las representaciones totalitarias más patentes. Por tanto, dicho magma fue una fuente de inspiración, en un sentido ambiental, de la monarquía normativa de 1947. Puede que incluso fuese, en cierta forma, una de sus causas[11].

Las monarquías fundacional y liberal también deben cuadrarse en la tradicionalización de la dictadura. Y también están presentes en ese magma doctrinal. Ahora bien, no parece que inspirasen mucho la Ley de Sucesión. Tal circunstancia no debiera resultar sorpresiva.

El núcleo de la Ley de Sucesión era la Jefatura del Estado y, en última instancia, el Estado. El sujeto del art. 1 de la Ley no era el «Reino», sino «España» y, en un segundo término, el «Estado» español. Era España, como Estado, la que se constituía en Reino, en un régimen monárquico. Pero esa España, que es la España nacional, la España franquista, no se cimentaba en la monarquía. Se cimentaba en la victoria de la Guerra Civil (‍De Carreras, 2017: 82; ‍Molinero e Ysàs, 2010: 97; ‍Palacios, 2020: 27-‍49). El presidente de las Cortes, Esteban de Bilbao, con ocasión de una felicitación pública al Gobierno y al pueblo español por la ratificación plebiscitaria de la Ley de Sucesión, al señalar la intervención de Franco en la aprobación de dicha Ley dibujó sutilmente le legitimidad bélica del Estado franquista: «La Ley de Sucesión] la firma un Caudillo que a su legítimo poder suma el mandato de los mártires, que también anticiparon su voto con el sufragio heroico de la muerte»[12].

Mucho menos inspiradora fue la monarquía liberal de García-Valdecasas. La dictadura no dejaba de ser una reacción histórica al liberalismo, en general, y al liberalismo de la Restauración en particular (‍De Riquer, 2010: 14-‍15; ‍Giménez Martínez, 2015: 25; ‍Palacios, 2020: 75). Y la monarquía instaurada, que no restaurada, de 1947, desvinculada de rémoras dinásticas aliadas del viejo liberalismo parlamentarista de la Restauración, totalmente «electiva» (por Franco), era un hito de tal reacción (‍Casals, 2005: 237, 258).

VIII. CONCLUSIÓN[Subir]

Las monarquías histórica y tradicional fueron dos significados de la monarquía que en los años cuarenta estuvieron presentes, y de forma destacada, en artículos publicados en la Revista de Estudios Políticos. Las ideas y representaciones de dichas monarquías fueron recogidas por la Ley de Sucesión, adecuándolas convenientemente a los intereses de Franco y su personal político, para apuntalar la nueva monarquía que instauraba la dictadura.

La monarquía histórica se reafirmaba en el principio de unidad («España, como unidad política») del art.1 de la Ley y en el carácter católico del Estado. En realidad, como ya se ha evocado en artículos de la Revista que trataron las inseparables dimensiones política y espiritual de la unidad española, unidad nacional y unidad católica eran dos caras de la misma moneda, y esta moneda era España.

Luis Miguel Fernández, en un estudio sobre la Comisión de las Cortes que debatió el dictamen que sirvió de base para la Ley de Sucesión, señala la importancia del vínculo entre unidad nacional y catolicismo en el proyecto monárquico franquista. Dice así:

Efectivamente, la Monarquía tradicional representa, junto con el catolicismo, el eje fundamental de la concepción monárquica franquista, de tal modo que alejarse de la Monarquía tradicional sería alejarse de la esencia española. Ello daba lugar a la mitificación de la forma política monárquica que tuvo vigencia en la época del nacimiento del Estado Moderno español —con los Reyes Católicos— y en su período imperial posterior. Esta concepción encierra dos ideas claves: la unidad política nacional y la unidad religiosa (‍Fernández, 1987: 419).

La monarquía tradicional (católico-corporativista y limitada) era un ideal conceptual, igualmente historicista que, aun respaldando la catolicidad de España y su monarquía, era esencial para amparar la democracia orgánica de la dictadura y, en sentido amplio, toda su concepción representativo-corporativista. Tal como se ha apuntado, tanto el Consejo de Regencia como muy especialmente el Consejo del Reino, junto con las Cortes que se habían creado en 1942, eran hitos institucionales del sistema representativo franquista. Así lo remarca también Luis Miguel Fernández: «Se trataba, pues, de instituir un Estado representativo, apoyándose cuanto fuera posible en las instituciones tradicionales españolas, huyendo de la representación individualista de los partidos políticos y de la ilimitada libertad de prensa y de expresión» (ibid.: 419-420).

Es cierto que en la Revista cuajaron otros dos significados de la monarquía, como la monarquía fundacional y la liberal. Ahora bien, estas no tuvieron una función inspiradora, al menos destacada, perceptible, en el articulado de la Ley de Sucesión. No es de extrañar: el fundamento de España, al menos en los años cuarenta, era el nuevo orden nacional y católico surgido de la Guerra Civil, personificado por Franco y bendecido por la Iglesia, y el liberalismo era un estadio histórico corrompido que la dictadura quería superar.

NOTAS[Subir]

[1]

El planteamiento de García Escudero, y tantos otros intelectuales del (y durante el) franquismo, en realidad no era exclusivo de la España de Franco en particular, ni de España en general. En toda Europa, en los discursos políticos de los siglos xix y xx, existió —a efectos de legitimación de poder— un vínculo muy estrecho entre las monarquías medievales, los Estados absolutistas y las naciones modernas.

[2]

Eso no quiere decir que los promotores de dicha monarquía histórica no incorporasen narrativas propias de la monarquía fundacional, ya que el uso legitimador de los Reyes Católicos en muchos artículos de la Revista sirvió tanto para fundar el Estado como para mantener ciertos atributos (recuérdese: catolicidad y unidad) en el Nuevo Estado franquista.

[3]

La Revista, aun siendo un foro de debate, también era un instrumento doctrinal al servicio del Instituto de Estudios Políticos y, en última instancia, del Estado franquista. Y como instrumento (más bien indirecto) de la dictadura, la Revista promocionó un relato político y simbólico de la monarquía de los Reyes Católicos para armar la legitimidad de la dictadura.

[4]

Aunque la catolicidad ha sido un rasgo definitorio de la monarquía histórica española, lo cierto es que el corporativismo, aun entendiéndolo en un sentido lato, con todas las precauciones metodológicas, fue un diseño de poder característico de ciertas etapas de la monarquía histórica o, si se prefiere, de algunas de las diversas monarquías históricas de España. Mientras que una versión corporativista del poder y de la sociedad podía explicar la monarquía de los Reyes Católicos o la de los Austrias, esa misma versión no era igualmente aplicable a la monarquía imperial borbónica y era totalmente peregrina a las monarquías liberales del siglo xix y de la Restauración.

[5]

No sé hasta qué punto puede considerarse este discurso antiabsolutista una crítica velada al caudillismo de Franco.

[6]

Las referencias a la Ley de Sucesión en este artículo se basan en el texto de la Ley de la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947, de Sucesión en la Jefatura del Estado (Boletín Oficial del Estado, núm. 208 de 27 de julio de 1947, pp. 4238-‍4239).

[7]

Aunque, a tenor de la literalidad de la Ley de Sucesión, Franco propusiese el candidato a sucesor y las Cortes ratificasen su propuesta (arts. 6 y 15), el auténtico poder decisorio recaía en Franco, dado que la intervención de las Cortes en la designación del sucesor era accidental y meramente estética (‍De Riquer, 2010: 96).

[8]

Los principios que informaban al Movimiento Nacional eran, en aquel entonces, una referencia hueca, dado que aquellos no se positivizaron hasta la Ley Fundamental de 1958.

[9]

La Ley de Sucesión asentó las bases de una institución que desempeñaría un papel clave en el orden político de la dictadura. El Consejo del Reino se constituyó como un órgano consultivo que debía asistir al jefe del Estado «en todos aquellos asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia»; entre dichos asuntos estaba, precisamente, la propuesta de sucesor que Franco debía presentar a las Cortes (arts. 4 y 5).

[10]

Además de los consejeros de Regencia, se integraban el general jefe del Alto Estado Mayor, los presidentes de los altos órganos del Estado (Consejo de Estado, Tribunal Supremo e Instituto de España), y procuradores elegidos por diversos cuerpos (sindicatos, Administración local, universidades, colegios profesionales y el propio jefe del Estado) (art. 4 de la Ley de Sucesión).

[11]

Como se ha advertido al principio, no puede afirmarse que existiese una línea de continuidad entre los artículos de la Revista analizados y la monarquía de la Ley de Sucesión. Para aseverar tal tesis debiera ampliarse este estudio doctrinal a otras publicaciones y, al mismo tiempo, completarse con un análisis jurídico-normativo del procedimiento de elaboración de la Ley. En todo caso, sí puede intuirse cierta causalidad. Pero, obviamente, de forma indiciaria. Con todas las cautelas metodológicas.

[12]

Boletín Oficial de las Cortes Españolas, núm. 213 de 15 de julio de 1947, p. 4145.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Aragoneses, A. (2018). La memoria del derecho. La construcción del pasado en los discursos jurídicos. En M. Brutti y A. Somma (eds.). Diritto: storia e comparaciones. Nuovi propositi per un binomio antico (pp. 5-‍30). Frankfurt am Main: Max Planck Institute for European Legal History.

[2] 

Beneyto Pérez, J. (1944). Magisterio político de Fernando el Católico. Revista de Estudios Políticos, 15-16, 451-‍473.

[3] 

Calvo, L. (1947). Prerrogativas de la Corona británica. Revista de Estudios Políticos, 35-36, 140-‍149.

[4] 

Casals, X. (2005). Franco y los Borbones. Barcelona: Planeta.

[5] 

Corts Grau, J. (1944). Balmes y su tiempo. Revista de Estudios Políticos, 15-16, 367-‍418.

[6] 

Corts Grau, J. (1945). Perfil actual de Donoso Cortés. Revista de Estudios Políticos, 19-20, 75-‍118.

[7] 

Corts Grau, J. (1946). Sentido español de la democracia. Revista de Estudios Políticos, 25-26, 1-‍41.

[8] 

De Carreras, F. (2017). Un demócrata cercado por Franco y liberado por la Constitución. En J. L. García Delgado (ed.). Rey de la democracia (pp. 79-‍113). Barcelona: Galaxia Gutenberg.

[9] 

De Esteban, J. (2000). Las Constituciones de España. Madrid: Boletín Oficial del Estado; Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[10] 

De la Hera, A. (1995). Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica (CE, art. 57.1). En A. Torres del Moral e Y. Gómez Sánchez (eds.). Estudios sobre la Monarquía (pp. 119-‍155). Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia.

[11] 

De Luna, A. (1943). España, Europa y la Cristiandad. Revista de Estudios Políticos, 9-10, 41-‍98.

[12] 

De Maeztu, R. (2017) [1934]. Defensa de la Hispanidad. Córdoba: Almuzara.

[13] 

De Riquer, B. (2010). La dictadura de Franco. Madrid: Crítica/Marcial Pons.

[14] 

Duque de Maura (1945). El liberalismo doctrinario. Revista de Estudios Políticos, 22-23, 131-‍154.

[15] 

Escobar Kirkpatrick, J. I. (1943). La Hispanidad ante el actual momento histórico. Revista de Estudios Políticos, 11-12, 163-‍178.

[16] 

Fernández, L. M. (1987). El paso de la Ley de Sucesión por las Cortes Españolas: ¿hacia la continuidad del Régimen? Revista de la Facultad de Geografía e Historia, 1, 413-‍438. Disponible en: https://doi.org/10.5944/etfv.1.1988.2661.

[17] 

Fernández-Crehuet, F. (2018). El Leviathan franquista. Notas sobre la teoría del Estado de la Dictadura. Granada: Comares.

[18] 

Fernández-Crehuet, F. y Martín, S. (2014). Revistas jurídicas y construcción del Estado durante el franquismo. En F. Fernández-Crehuet y S. Martín (eds.). Los juristas y el «régimen». Revistas jurídicas bajo el franquismo (pp. 1-‍9). Albolote: Comares.

[19] 

Fernández-Cuesta, R. (1944). El concepto falangista del Estado. Revista de Estudios Políticos, 13-14, 355-‍382.

[20] 

Fernández-Miranda, T. (1946). El concepto de democracia y la doctrina pontificia. Revista de Estudios Políticos, 29-30, 43-‍85.

[21] 

Fusi, J. P. (2015). La cultura. En J. L. García Delgado (coord.). Franquismo. El juicio de la historia (pp. 219-‍296). Barcelona: Planeta.

[22] 

García Escudero, J. M. (1944). El concepto castellano de la unidad de España (al margen de «La España del Cid»). Revista de Estudios Políticos, 13-14, 150-‍160.

[23] 

García Escudero, J. M. (1945). Ideal y realidad en la política de Cánovas. Revista de Estudios Políticos, 19-20, 121-‍140.

[24] 

García Escudero, J. M. (1947). Cánovas y su circunstancia política. Revista de Estudios Políticos, 33-34, 67-‍85.

[25] 

García-Valdecasas, A. (1942). Los Estados totalitarios y el Estado español. Revista de Estudios Políticos, 5, 5-‍32.

[26] 

Giménez Caballero, E. (1946). Genio de Castilla. Revista de Estudios Políticos, 25-26, 135-‍162.

[27] 

Giménez Martínez, M. Á. (2014). El Estado franquista. Fundamentos ideológicos, bases legales y sistema institucional. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[28] 

Giménez Martínez, M. Á. (2015). El corpus ideológico del franquismo: principios originarios y elementos de renovación. Estudios Internacionales, 180, 11-‍45. Disponible en: https://doi.org/10.5354/0719-3769.2015.36430.

[29] 

Giordano, C. (2005). The Past in the Present. Actualized History in the Social Construction of Reality. En D. Kalb y H. Tak (eds.). Critical Junctions. Anthropology and History beyond the Cultural Turn (pp. 53-‍71). New York; Oxford: Berghahn Books.

[30] 

Hespanha, A. M. (2004). Legal History and Legal Education. Rechtsgeschichte, 4, 41-‍56. Disponible en: https://doi.org/10.12946/rg04/041-056.

[31] 

Lira, O. (1946). La monarquía de Quevedo. Revista de Estudios Políticos, 27-28, 1-‍46.

[32] 

Lissarrague Novoa, S. (1941). Un texto de Francisco de Vitoria sobre la potestad política. Revista de Estudios Políticos, 2, 315-‍325.

[33] 

Maravall, J. A. (1943a). Sobre el problema político español en las postrimerías de la Casa de Austria. Revista de Estudios Políticos, 9-10, 152-‍160.

[34] 

Maravall, J. A. (1943b). Un problema de la teoría del poder en la doctrina española. Revista de Estudios Políticos, 11-12, 401-‍464.

[35] 

Maza Zorrilla, E. (2014). El mito de Isabel de Castilla como elemento de legitimidad política en el franquismo. Historia y Política, 31, 167-‍192.

[36] 

Menéndez Pidal, R. (1944). Carácter originario de Castilla. Revista de Estudios Políticos, 13-14, 383-‍408.

[37] 

Molinero, C. e Ysàs, P. (2010). La dictadura de Franco, 1939-‍1975. En J. M. Marín, C. Molinero y P. Ysàs. Historia política de España 1939-‍2000 (pp. 15-‍244). Tres Cantos: Istmo.

[38] 

Palacios Bañuelos, L. (2020). Historia del franquismo. España 1936-‍1975. Córdoba: Almuzara.

[39] 

Reig Tapia, A. (1990). Aproximación a la teoría del caudillaje en Francisco Javier Conde. Revista de Estudios Políticos, 69, 61-‍82.

[40] 

Sánchez Agesta, L. (1945). Feijóo y la crisis del pensamiento político español en el siglo xviii. Revista de Estudios Políticos, 22-23, 71-‍127.

[41] 

Sánchez Bella, A. (1943). La vocación misional del mundo hispánico. Revista de Estudios Políticos, 11-12, 179-‍186.

[42] 

Sánchez Bella, A. (1944). Panorama del pensamiento político portugués. Revista de Estudios Políticos, 15-16, 159-‍174.

[43] 

Saz, I. (2012). Franco, ¿Caudillo fascista? Sobre las sucesivas y contradictorias concepciones falangistas del caudillaje franquista. Historia y Política, 27, 27-‍50.

[44] 

Sesma Landrin, N. (2009). Antología de la revista de Estudios Políticos. Madrid: Boletín Oficial del Estado; Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[45] 

Suárez Verdaguer, F. (1946). La formación de la doctrina política del carlismo. Revista de Estudios Políticos, 25-26, 43-‍83.

[46] 

Thomàs, J. M. (2019). Los fascismos españoles. Barcelona: Ariel.

[47] 

Toquero, J. M. (1989). Franco y don Juan. La oposición monárquica al franquismo. Esplugues de Llobregat: Plaza y Janés; Cambio 16.

[48] 

Tusell, J. (1984). Franco y los católicos. La política interior española entre 1945 y 1957. Madrid: Alianza Editorial.

[49] 

Vigón, J. (1947). Aristocracia y nobleza. Revista de Estudios Políticos, 31-32, 145-‍199.