SUMARIO
  1. I. INTRODUCCIÓN
  2. II. GÉNESIS DE WEIMAR
  3. III. ARQUITECTURA JURÍDICA DE WEIMAR
  4. IV. CONTEXTO POLÍTICO Y SOCIAL EN EL OCASO DE WEIMAR
  5. V. LEGADO DE WEIMAR
  6. NOTAS
  7. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Aunque hablar de la Constitución de Weimar es aludir a una experiencia constitucional pionera para su tiempo, lo cierto es que sus logros suelen verse eclipsados por la abrupta manera en que se produjo su final, un análisis que no resulta del todo justo. Son, más bien, sentimientos o conclusiones encontradas las que cabe extraer del estudio de esa época, toda vez que con Weimar comienza y se interrumpe la democracia en Alemania.

Porque el año 1919 supuso, en efecto, el alumbramiento del modelo democrático para un —por aquel entonces— joven Estado alemán que abrazaba por fin el principio de la soberanía popular (‍Polakiewicz, 1993: 32). Pero es que, además, la Constitución de Weimar supuso, a nivel del derecho continental europeo, el igual advenimiento del Estado social de derecho, en expresión acuñada por Heller (‍1930)[1]. Una fórmula de convivencia política llamada a conciliar las críticas socialistas al Estado liberal, de un lado, y los planteamientos del Estado capitalista, de otro (‍Álvarez Conde y Tur Ausina, 2021: 61). A dotar al Estado de una serie de instrumentos que fortalecieran su papel ante la creciente conflictividad social y la lucha por la igualdad, ello frente a las fórmulas basadas en el totalitarismo —obligada es la alusión al decisionismo de Schmitt— o en el puro formalismo jurídico —con Kelsen, a la cabeza—.

Ya solo por eso, la defensa del legado de Weimar debería permear cualquier estudio que se precie acerca del constitucionalismo alemán de entreguerras y su influencia en la actualidad. Y justo en torno a dicha premisa se ubica la que probablemente sea la mayor virtualidad de las dos excelentes obras colectivas a cuya atención dedicamos el presente ensayo bibliográfico. Los libros en cuestión son los referidos en el título de este ensayo, y en cuanto a su principal cualidad, no es ya la solvente demostración de por qué Weimar es algo más que el puente hacia la tiranía nacionalsocialista; de hasta qué punto ha de ser tenida en cuenta en la constante labor de perfeccionamiento de los sistemas democráticos actuales. Lo realmente destacable es la capacidad para llevar a cabo tal tarea conjugando rigor con claridad expositiva, generosidad en el recurso a fuentes bibliográficas con capacidad de síntesis, dando lugar a unos trabajos de investigación académica dignos de todo elogio.

Para comprobar hasta qué punto es lo anterior cierto, procedemos al análisis de las cuestiones fundamentales tratadas en dichas obras, partiendo para ello de una serie de aspectos estructurales comunes a ellas. Es eso lo que nos permitirá conocer de manera ordenada el unde venimus y el quo imus, ello si de estudiar Weimar y su legado se trata.

II. GÉNESIS DE WEIMAR[Subir]

Uno de los principales aspectos a destacar respecto de los dos trabajos colectivos dedican especial atención es la inclusión de una explicación, tan pertinente como pedagógica, sobre los antecedentes políticos y sociales que darán lugar a la aprobación de la Constitución de Weimar de 1919. Una tarea investigadora en la que, como tendremos ocasión de comprobar, se adentran especialmente los profesores Casquete Badallo y Tajadura Tejada, Grimm, Lübbe-Wolf, Saralegui y Stolleis, en sus respectivas contribuciones.

Pues bien, de cara a analizar esa génesis, lo primero es partir de una premisa básica a la hora de entender la complejidad del reto al que se enfrenta todo poder constituyente en la labor que le es propia. Y, es que, como indican Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 22), una característica histórica común a las constituciones radica en el hecho de que «surgen siempre en los momentos más convulsos de la vida de las comunidades políticas», lo que las convierte en auténticas «normas de crisis» (ibid.: 23). Y claro, Weimar no fue una excepción.

Nos recuerda Stolleis (‍2021: 40) —a cuya memoria, por cierto, se encuentra dedicado el libro coordinado por el profesor Álvarez Álvarez— que, desde 1849 hasta 1919, se habían producido importantes cambios sociales a los que era necesario dar respuesta. La población alemana se había duplicado prácticamente, como mayor era también el tamaño de las grandes ciudades y de las zonas industriales, con las implicaciones a nivel social —destaca, en este sentido, la creación de los seguros sociales— que dicho desarrollo tenía. Ese cambio vino acompañado, en el ámbito político, de un ascenso de la socialdemocracia, que alcanzaría la cancillería por medio de Friedrich Ebert tras la Revolución alemana de 1918. Por cierto, más que de una revolución en singular, Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 25) prefieren hablar de «tres movimientos relativamente autónomos, paralelos y solapados entre sí, cada uno de ellos por sí solo de alcance revolucionario: la rebelión de los marineros de la flota imperial; la revolución constitucional protagonizada por los políticos democráticos y sus partidos y, por último, los intentos insurreccionales y revolucionarios a la izquierda de la socialdemocracia clásica a imagen y semejanza del modelo soviético».

La cuestión es que esos hechos desembocaron en la abdicación del Kaiser Guillermo II, el 9 de noviembre de 1918, así como en la dimisión de Maximiliano von Baden como canciller ese mismo día, ello en beneficio de un Friedrich Ebert que optaría por la creación de un «Gobierno revolucionario» (ibid.: 28): el conocido como Consejo de los Delegados del Pueblo, de composición paritaria entre miembros del Partido Socialdemócrata Mayoritario de Alemania —MSPD— y del Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania —USPD—. Y a través de ese órgano, una vez sofocada la revolución, fueron convocadas elecciones a Cortes constituyentes para el 19 de enero de 1919.

Había llegado el momento de la Asamblea Nacional Constituyente, de deliberar sobre la estructura concreta que tendría la Constitución; eso sí, siempre «a partir de las decisiones preliminares adoptadas a favor de un tránsito ordenado de la monarquía a la democracia, acordado entre el SPD y los mandos del ejército y entre los empresarios y los sindicatos, y a favor del constitucionalismo y en contra de la dictadura del proletariado», como recuerda Grimm (‍2021: 28). Una resolución, la alemana, en favor de la democracia, que es igualmente subrayada por Lübbe-Wolff (‍2021: 61) cuando señala que, al momento de reunirse en Weimar la Asamblea Nacional constituyente, «ya se había tomado de facto una de las más importantes decisiones sobre la estructura de la Constitución»: se había descartado el sistema de consejos propio del modelo soviético, decantándose por la democracia parlamentaria, opción desconocida en Alemania hasta ese momento, a diferencia de lo que sucedía en otros importantes Estados europeos como Francia o Reino Unido. Porque, como recuerdan los profesores Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 23, 24), durante la Constitución de 1871, el Reichstag jamás desempeñó tareas legislativas ni de control, dada la «absoluta preeminencia del emperador, tenaz defensor de su prerrogativa».

En definitiva, y recurriendo a Stolleis (‍2021: 39, 40), el Reich necesitaba regenerarse y consolidarse, ponerse al servicio de la paz interna y exterior y promover el progreso social, pero eso no significa que existiera consenso acerca de cómo articular el tránsito hacia el nuevo régimen, tanto a nivel político, económico como militar. Así lo recuerda Lübbe-Wolf (‍2021: 62), apuntando a las importantes dudas existentes acerca de la madurez del pueblo a la hora de hacer funcionar un sistema democrático, reticencias que se proyectaban igualmente sobre el sistema de partidos, que venía a sustituir el modelo de notables existente hasta entonces.

La tarea del poder constituyente no era, pues, sencilla. Y como no hay espacio para el completo análisis del resultado de esas primeras elecciones democráticas ganadas por los socialdemócratas ni del discurrir de los posteriores debates constituyentes, lo mejor es remitirnos, dentro de las obras colectivas que aquí se comentan, a lo escrito por autores bien conocedores de la cuestión. Es el caso, sobre todo, de los prolijos estudios de Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 31 y ss.), en el trabajo que ellos mismos coordinan, y de Stolleis (‍2021: 50 y ss.), si nos referimos al libro colectivo coordinado por Álvarez Álvarez.

Por lo demás, y antes de concluir con esta breve referencia a la manera en que los dos libros abordan la génesis de Weimar, conviene destacar, por lo oportuno de su inclusión en una de ellas, la aportación realizada por el profesor Saralegui a cuenta de la dogmática sobre el poder constituyente construida por Carl Schmitt. En su minucioso estudio, Saralegui (‍2021: 189) se refiere al enfoque existencialista que el pensador alemán defiende respecto del poder constituyente, ello en franca confrontación con el liberalismo, que se comportaría de manera soberana sin poder justificarlo. Para Carl Schmitt, en cambio, el poder constituyente existe y es soberano desde el momento en el que la creación de la Constitución se debe a un acto de voluntad o, en terminología tan propia de él, a un decisionismo que se sitúa, desde un punto de vista normativo, por encima de la razón. Es decir, la democracia lo es porque los ciudadanos han proclamado su voluntad en ese sentido, porque han decidido que así sea, y no porque exista un principio filosófico moral que lo exija (ibid.: 190). Y no cabe duda de que en 1919, el pueblo alemán, a través de la Asamblea Nacional constituyente, decidió darse una constitución democrática.

Por cierto, a ese existencialismo o voluntarismo se refieren también De Miguel Bárcena y Tajadura Tejada en su análisis sobre la contraposición entre el pensamiento constitucional de Hans Kelsen y el propio Carl Schmitt. Lo hacen, en efecto, recordando como, para el primero, «el fundamento de validez de un ordenamiento jurídico es una norma fundamental presupuesta que estatuye que uno debe comportarse de acuerdo con una Constitución que ha sido efectivamente creada y es eficaz en términos generales. […] el deber ser de la norma, como puede ser el caso de la Constitución, nunca puede provenir del ser, a quien aspira a disciplinar» (‍De Miguel Bárcena y Tajadura Tejada, 2021: 160). Una concepción que, a tenor de lo dicho, se presenta como radicalmente contraria a la defendida por Schmitt, para quien la Constitución «no se apoya en una norma cuya justicia sea fundamento de su validez. Se apoya en una decisión política surgida de un Ser político, acerca del modo y forma del propio Ser» (ibid.: 163).

La anterior distinción es solo una pincelada de lo que podemos encontrar en una contribución, la elaborada por los mencionados autores, que no pudiendo ser analizada aquí con el detenimiento que merece, se hace altamente recomendable para aquellos lectores que quieran conocer más acerca de las disputas teóricas mantenidas por Kelsen y Schmitt —y sobre las cuales también entra la profesora Vita (‍2021: 263 y ss.), al referirse al conflicto de Prusia contra el Reich—. Unas disquisiciones que se produjeron en el contexto de una crisis, la propia del período de entreguerras que, dicho sea de paso, «guarda ciertas similitudes» con la actual, en palabras de los propios De Miguel Bárcena y Tajadura Tejada (‍2021: 151).

III. ARQUITECTURA JURÍDICA DE WEIMAR[Subir]

Abordada la cuestión relativa a los orígenes de la Constitución de Weimar de 1919, centramos ahora la atención en otro elemento común a las dos obras colectivas objeto de ensayo. Nos referimos al análisis del sistema jurídico instituido por dicha norma, a cuyo efecto resultan especialmente pertinentes las palabras de un clásico como Karl Loewenstein (‍2018: 105) cuando recuerda que «desde 1789, la historia de gobierno constitucional no es sino la búsqueda de la fórmula mágica para crear y mantener un equilibrio estable entre el Gobierno y el Parlamento».

Pues bien, en esa compleja tarea se afanó el constituyente de Weimar, articulando un sistema en cuya valoración global actual, ya decíamos al inicio de este ensayo bibliográfico, aún pesa demasiado lo trágico de su final. Hace falta, en efecto, pedagogía frente a lo que Häberle (‍2021: 87) califica como un estado de «extendido abandono o minusvaloración de la Constitución de Weimar» entre la opinión pública alemana, en contraposición con lo que sucede en el extranjero, donde se la considera «un tesoro» (ibid.: 85). Una visión, esta última, que se compadece completamente con el material disponible a nivel comparado acerca de la influencia de la Constitución alemana de 1919 en los ordenamientos constitucionales terceros. Por cierto, a esa producción bibliográfica foránea se han sumado los pormenorizados trabajos de los profesores Lanchester (‍2021), Herrera (‍2021) y Borges Santos (‍2021), insertos en el libro coordinado por el profesor Álvarez Álvarez. El primero lo hace centrándose en la relación triangular existente entre la Constitución de Weimar, la Ley Fundamental de Bonn y el sistema constitucional italiano; el segundo autor, sobre la influencia del constitucionalismo social de Weimar en la doctrina francesa del período de entreguerras; y el tercero, conectando esa Constitución de 1919 con la experiencia del autoritarismo en Portugal.

Pero volvamos al ámbito jurídico estrictamente germano para apuntar, de la mano de Häberle (‍2021: 93), que la de Weimar fue «una buena Constitución […] por su catálogo de derechos fundamentales, su orientación hacia la justicia y el interés general, la división de poderes con la independencia del juez, la democracia parlamentaria en el contexto de un Estado social, la pluralidad cultural federal, sus aspectos económicos y sociales, y todo ello al servicio de la paz y la justicia».

Por su parte, y de entre todas las bondades de la Constitución de 1919, Casquete Badallo y Tajadura Tejada destacan el reconocimiento del derecho de sufragio universal. Un hito histórico que dará lugar a una forma de relación entre las fuerzas políticas y sociales que, llegando hasta nuestros días, hizo necesario replantearse toda la problemática relativa al valor normativo de la constitución. Porque, como bien recuerdan los profesores, «en Europa durante todo el siglo xix el doctrinarismo liberal y su teoría de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes supusieron la negación de la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos» (‍Casquete Badallo y Tajadura Tejada, 2020: 19). En su lugar regía el principio revolucionario francés de soberanía parlamentaria, el de la primacía de la ley por encima de cualesquiera otras normas, incluida la Constitución. Y claro, ello habilitaba a la mayoría coyuntural del Parlamento a alterar los principios políticos fundamentales del Estado. Fue la búsqueda por minimizar ese peligro la que permitió consolidar la idea de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico —en la línea en la que venía sucediendo en Estados Unidos—, a la que se le dotaría de la correspondiente rigidez de cara a su reforma (íd.).

En definitiva, de las dos obras colectivas se desprende un claro alegato a favor del sistema constitucional implantado en Weimar, defensa en la que también inciden, en mayor o menor medida, profesores como Álvarez Álvarez (‍2020: 245), De Miguel Bárcena —junto al ya citado Tajadura Tejada— (‍2021:149), García López (‍2021: 209 y ss.), Lübbe-Wolff (‍2021: 61), Stolleis (‍2021: 39 y ss.) o Vita (‍2021: 133), entre otros.

Ahora bien, ello no obsta para que los libros contengan también críticas al sistema, las cuales trascienden la mera valoración sobre el momento fundacional de la Constitución —sobre las dificultades políticas y sociales del momento se hablará en el siguiente apartado—. Así, por ejemplo, es de destacar la opinión de Lübbe-Wolff (‍2021: 83), para quien «probablemente la mayor debilidad del concepto de democracia de la Constitución de Weimar fue el diseño de la figura del presidente del Reich». Un problema al que, como apunta el autor, «contribuyó la desacertada teoría de la división de poderes en la que se apoyó, ajena a una interpretación funcional de las relaciones entre el legislativo y el ejecutivo, la ausencia de una legislación sobre el ejercicio del derecho de excepción del presidente del Reich y las interpretaciones mantenidas, que acentuaron los problemas» (íd.).

No resulta extraño, por lo tanto, que ese excesivo reforzamiento del presidente del Reich, incluidas sus normas de necesidad —artículo 48.2 de la Constitución de Weimar—, sea uno de los elementos jurídicos que mayor atención ha recibido por parte de las investigaciones históricas dedicadas al estudio del ascenso nacionalsocialista, tal y como recuerda en su contribución Stolleis (‍2021: 44). Y es precisamente en esa misma cuestión en la que se detienen, de manera muy oportuna, los libros colectivos coordinados por Casquete Badallo y Tajadura Tejada, de un lado, y por Álvarez Álvarez, de otro. Tanto es así que este último profesor dedica un capítulo completo a la causa, partiendo de la premisa de que, «si no propiamente una mutación constitucional, la utilización de los poderes excepcionales del art. 48.2 CW supuso una manifiesta infracción de la constitución» (‍Álvarez Álvarez, 2020: 220).

Con ese abuso de los instrumentos de emergencia constitucional se confirmaban, en definitiva, unos temores que, lejos de resultar nuevos, habían sido ya expresados al inicio de la andadura constitucional de Weimar. En concreto, y siguiendo a Grimm (‍2021: 32, 33), fue la propia Asamblea Nacional constituyente la que, en su momento, reconoció que «la formulación del art. 48 dejaba abiertas importantes cuestiones». Unas reticencias que llevaron a dicho órgano a incluir, en el apartado quinto del precepto, un mandato al legislador para que desarrollase las condiciones de esos poderes presidenciales.

El problema es que nunca llegó a aprobarse dicha norma, interpretándose la capacidad del presidente para disolver el Reichstag en unos términos que harían imposible el equilibrio entre poderes. En concreto, y como señala Lübbe-Wolff (‍2021: 80), se permitió que el presidente ejerciera su potestad de disolución parlamentaria —artículo 25 de la Constitución de Weimar— incluso una vez solicitada por la propia Cámara Baja la derogación del decreto de excepción. O también que recurriera a aquella para anticiparse a tal derogación, convirtiendo la facultad del Reichstag para exigir la derogación de los decretos de excepción, a nivel práctico, en «un arma poco contundente».

Por tanto, ineficacia del control parlamentario y, como afirma Álvarez Álvarez (‍2020: 222), inoperancia también por parte del control jurisdiccional ordinario —durante la vigencia de Weimar no existió ningún tribunal constitucional—, toda vez que «legitimó la utilización práctica cuasi ilimitada de los poderes excepcionales del art. 48.2 CW».

Con esa interpretación del precepto —por cierto, la que había defendido Carl Schmitt previamente— se puso de manifiesto algo que atinadamente subrayan Casquete Badallo y Tajadura Tejada en su contribución y que bien sirve para concluir este apartado. Y es que «el texto de Weimar contenía no una, sino dos constituciones. Una Constitución ordinaria para tiempos de normalidad que establecía una democracia parlamentaria, y una Constitución extraordinaria o de reserva, que se activaba cuando no funcionaba la primera. La constitución de reserva establecía un gobierno presidencial sin control parlamentario […], lo que realmente sirvió […] para su definitiva destrucción y para la conversión de la república en una dictadura» (‍Casquete Badallo y Tajadura Tejada, 2020: 93, 94).

IV. CONTEXTO POLÍTICO Y SOCIAL EN EL OCASO DE WEIMAR[Subir]

En el apartado segundo ya hemos tenido ocasión de comprobar hasta qué punto las obras colectivas coordinadas por Casquete Badallo y Tajadura Tejada, de una parte, y por Álvarez Álvarez, de otra, son prolijas en la descripción de la situación política y social previa a la aprobación de la Constitución de Weimar de 1919. Pues bien, para tratar de formarse una opinión igualmente completa del porqué del colapso de la República, es necesario que el análisis de ese tiempo vuelva a trascender el ámbito estrictamente jurídico.

Así lo entienden, desde luego, los dos libros objeto de ensayo, al incluir distintas contribuciones total o parcialmente dedicadas al estudio del contexto social y político en que discurrió la vida en Weimar. Recuerda Stolleis (‍2021: 44), en este sentido, como «hoy se reconoce generalmente que la República de Weimar no fracasó por los defectos de construcción de su Constitución, sino por causas políticas internas y externas». Y en esa línea, Álvarez Álvarez (‍2020: 245) asegura que «los presupuestos sociales y políticos no fueron los más adecuados para funcionar en el contexto de aquella arquitectura jurídica», conclusión compartida por Vita (‍2021: 133), para quien la Constitución de Weimar «surgió en un mal momento».

¿Cuáles eran esas condiciones extrajurídicas que tanto obstaculizaron el buen discurrir de la República? La respuesta la encontramos partiendo de la afirmación de Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 83), en el sentido de que «la República de Weimar fue hija de la derrota, y como tal le correspondió la compleja e ingrata tarea de gestionarla. […] Las consecuencias económicas del Tratado de Versalles […], la hiperinflación de 1923, la crisis económica y el desempleo a partir de 1929, contribuyeron también a que amplios sectores de la sociedad alemana buscasen refugio en el autoritarismo, pero el temor a la revolución (la rusa) desempeñó, en todo caso, un papel fundamental» (íd.). De ahí la inclusión en la Constitución de un poder presidencial cuyos excesos, ya se ha dicho, acabarían dando la puntilla al sistema.

Pero retrotraigámonos hasta 1919, recordando con Stolleis (2021: 44) que «la Constitución de Weimar había sido puesta en marcha con una gran carga de esperanzas precisamente desde la perspectiva de la política social». Pronto comenzarían, sin embargo, los problemas para una República que sería objeto de violentos ataques, destacando el Putsch protagonizado por el general Von Lüttwitz y el político nacionalista Kapp, entre el 13 y el 17 de marzo de 1920. Un golpe de Estado que, como apunta el profesor Alcalde Fernández (‍2020: 179) en un capítulo dedicado al paramilitarismo en Weimar, «sirvió para dejar claro que importantes contingentes de hombres armados, algunos de los cuales desfilaron con esvásticas (un símbolo nacionalista völkisch) pintadas en los cascos durante la acción sediciosa, se habían convertido en enemigos de la República».

Pero ahí no quedarían, ni mucho menos, los episodios violentos en que se vio inmersa la República. En este sentido, Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 62) recuerdan como, durante la primera fase de la República, y «al calor del intento de golpe de estado nacionalista, el otro extremo ideológico, el revolucionario de izquierdas, también contribuyó a la desestabilización y a la violencia», ello a través de una serie de revueltas comunistas llevadas a cabo desde marzo de 1920 hasta octubre de 1923.

Eso sí, tal y como apuntan los referidos autores, el acto insurreccional que más atención merece, por las consecuencias que tendría en el futuro, fue el Putsch protagonizado por Hitler y Ludendorff en Munich, los días 8 y 9 de noviembre de 1923. Y es que, a pesar de la gravedad de los hechos —murieron cuatro policías y dieciséis golpistas—, la condena a Hitler pasó de los cinco años iniciales de privación de libertad a solo nueve meses. Ello es una clara muestra del «trato benévolo que dispensaron los jueces a los enemigos de la república procedentes de la extrema derecha» (ibid.: 63), incluidas las acciones antisemitas llevadas a cabo durante ese tiempo, tal y como explica la profesora Schüller-Springorum (‍2020: 205, 206) en su riguroso trabajo sobre la materia.

En definitiva, —y siendo Grimm (‍2021: 17 y ss.), Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 31 y ss.) y, sobre todo, Falter (‍2020: 141 y ss.), quienes en sus correspondientes capítulos explican la relación de fuerzas parlamentarias resultante de las continuas disoluciones del Reichstag, así como de las idas y venidas sufridas por los efímeros gobiernos formados tras aquellas—, la esencia de lo acontecido a nivel extrajurídico en Weimar bien puede resumirse, siguiendo a Stolleis (‍2021: 43), de la siguiente forma. El problema residía en que «las fuerzas liberales eran demasiado débiles y fueron deliberadamente desacreditadas desde ambos costados. Eran demasiados los que coincidían en que la democracia parlamentaria estaba en sus horas finales, en que debía ser sustituida por nuevas formas autoritarias de gobierno». Una inoperancia, la de las formaciones defensoras de la Constitución —socialdemocracia, al frente— en la que incide Casquete Badallo (‍2021: 111), aludiendo a las grandes dificultades que tuvieron aquellas para «emocionar» a sus partidarios». Así lo afirma el autor, criticando a continuación el hecho de que, aunque dichos partidos «abrazaron una noción de la política como articulada en torno a debates racionales, […] soslayaron el potencial emocional de los rituales, de los discursos y de otras representaciones simbólicas» (íd.).

En definitiva, y como apunta Grimm (‍2021: 29), la Constitución de Weimar «no fue la base de consenso sobre la que disputar las diferencias políticas, sino que durante su vida fue, ella misma, objeto de la lucha política. Crecía con cada crisis la parte de la población que la rechazaba, aunque por motivos contrapuestos: las fuerzas conservadoras, porque querían volver al tiempo anterior a la revolución; los comunistas, porque aspiraban a superarla». El terreno para el paulatino crecimiento del nacionalsocialismo se encontraba, pues, abonado. Tanto es así que, como señala Falter (‍2020: 164), «a pesar del alto grado de estabilidad de los bloques electorales durante la República de Weimar, durante las últimas elecciones al Reichstag se detecta un flujo significativo de votantes desde los diferentes bloques al NSDAP».

Los comicios a los que hace referencia el autor son los celebrados el 5 de marzo de 1933, si bien existen ciertas discrepancias sobre si han de ser realmente tenidos en cuenta desde un punto de vista estrictamente democrático. Así, por ejemplo, mientras que para Grimm (2021: 26) esas elecciones «fueron las últimas que, con limitaciones, todavía podemos considerar libres», según la profesora Schüller-Springorum (‍2020: 213) «las últimas elecciones más o menos democráticas» tuvieron lugar el 6 de noviembre de 1932.

Sea como fuere, resulta indudable que la fase terminal del ya por aquel entonces maltrecho sistema encontró uno de sus más infaustos episodios en el incendio del Reichstag —el 27 de febrero de 1933— y la subsiguiente aprobación del conocido como «Decreto de la quema del Reichstag», en virtud del cual se suspendieron numerosos derechos fundamentales, prohibición del KPD y detención masiva de opositores, incluidas. Sobre ello se detiene el profesor Grimm (2021: 26), recordando como, a pesar de todas estas artimañas, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán fracasó en su intento por alcanzar la mayoría absoluta en un Reichstag que, entonces sí, comenzaría «el desmontaje de la Constitución de Weimar», aprobación de la Ley de Plenos Poderes, de 23 de marzo de 1933, al frente. Era el final de la democracia en Weimar y el comienzo de una dictadura, con las consecuencias por todos sabidas.

V. LEGADO DE WEIMAR[Subir]

Resumido el prolijo análisis jurídico, político y social que sobre la vida de Weimar realizan las dos obras colectivas, resta incidir en una cuestión fundamental y que viene a conectarse con aquello que indicábamos en la introducción a este comentario. Nos referimos a la necesidad de no condicionar exclusivamente el diagnóstico de lo que fue la Constitución de 1919 al hecho de su funesto final[2].

De ahí la relevancia de unos trabajos que vienen a reforzar la idea de «una Constitución relativamente lograda para una República que acabaría fracasando por razones cuya relación con el texto aprobado en 1919 resulta remota o, al menos, muy mediatizada; y también la de unos debates de gran altura en el plano de la teoría del Estado y del Derecho constitucional, que aún sirven como telón de fondo para las formulaciones actuales, y que sin embargo no lograron entonces dar soporte a la pretensión normativa de la Constitución vigente». Son palabras del profesor Gutiérrez Gutiérrez (‍2021: 108) en un original trabajo dedicado al estudio de la proyección que en el ámbito canónico y cultural tuvieron algunos fragmentos de la Constitución de Weimar.

La proyección del texto constitucional de 1919 en la actualidad es, por lo tanto, una realidad. Así lo corrobora García López (2021: 209), al defender la «existencia de un sólido hilo de continuidad entre la frustrada experiencia histórica de la República de Weimar y la actual realidad de democracia constitucional, representada por la República Federal Alemana», y no solo a través de la singular técnica de la integración expresa de partes de la Constitución de 1919 en la Ley Fundamental de Bonn[3].

En efecto, y al margen de la cuestión religiosa, Häberle (‍2021: 86, 87) habla de una continuidad que «toma cuerpo en muchas figuras dogmáticas, en la rica jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal y en una viva praxis. Sin olvidar que influyó indirectamente en el Consejo Parlamentario de 1948 en Bonn, dado que los “padres y madres” de la Ley Fundamental realizaron conscientemente ciertas elecciones frente a algunas reglas de la Constitución de Weimar (por ejemplo, una democracia ligada a valores, eficacia de todos los derechos fundamentales, refuerzo del federalismo y del Tribunal Constitucional)». Y en la misma línea se expresa Grimm (‍2021: 27), cuando señala que «sin la experiencia de Weimar no puede comprenderse la Ley Fundamental». Y no solo la vigente Constitución alemana pues, como apuntan Casquete Badallo y Tajadura Tejada (‍2020: 18), «la República de Weimar alumbró un nuevo tipo histórico de constitución […] y puede ser considerada, por ello, el texto fundacional del constitucionalismo democrático y social del siglo xx».

No hay duda, por lo tanto. El legado de Weimar merece seguir siendo defendido, más si cabe en unos tiempos de crisis social, económica y política cuya más preocupante materialización puede encontrarse en el auge de unas formaciones extremistas cuya estrategia pasa, las más de las veces, por la relativización de los cimientos sobre los que se construyen las democracias actuales. De ahí la importancia de recordar lo que supuso la Constitución de 1919. De sus bondades y también de sus debilidades pues, desde una perspectiva negativa, «Weimar constituye el contramodelo de lo que no puede volver a repetirse», según señalan Casquete Badallo y Tajadura Tejada (íd.)[4].

Y todo ello teniendo en cuenta, al mismo tiempo, que más allá de que la Constitución de 1919 no fuera clara en cuanto a su decisión valorativa, «ni siquiera las mejores constituciones son un seguro de vida político», tal y como recuerda Häberle (2021: 87), parafraseando a Horst Ehmke.

Tampoco lo es la Ley Fundamental de Bonn de 1949, paradigma de lo que Karl Loewenstein (‍1937) vino a denominar democracia militante y que se ha visto reiteradamente enfrentada al dilema sobre la aplicación de algunos de sus institutos de defensa frente a partidos abiertamente antidemocráticos[5]. Por eso, el Estado de derecho debe permanecer en constante guardia frente a quien aspira a su destrucción. Porque, como bien afirma Aragón Reyes (‍2019: 14), «la democracia no suele morir por la fuerza de sus enemigos, sino por la desidia o vileza de sus amigos, esto es, por la corrupción de las propias instituciones democráticas, que pierden, así, su capacidad de resistencia, dejando el campo libre a quienes pretenden destruirlas».

Así lo vuelven a atestiguar unas obras colectivas, las aquí analizadas, plenamente conscientes de las debilidades del sistema instaurado en 1919, pero que, al mismo tiempo, se rebelan frente a la memoria selectiva de quienes fían la valoración de la cosa al mero análisis sobre su final. Por eso se hacen tan recomendables estos dos libros objeto de ensayo. Por brindar, desde la brillantez académica de quienes firman cada una de las contribuciones, una inmejorable oportunidad para avanzar en la comprensión global de lo que significa Weimar para el constitucionalismo pretérito y contemporáneo. Los instrumentos para ello han sido creados. Lo demás es cosa ya del lector.

NOTAS[Subir]

[1]

Como señala Abendroth (‍1986: 20), «fue mérito del constitucionalista Hermann Heller demostrar que el verdadero contenido de la Constitución de Weimar tenía que ser caracterizado precisamente desde esa fórmula de democracia social en la forma de Estado de Derecho, y que era misión de la Ciencia jurídica, así como de la clase trabajadora, actuar a favor de la realización de esa exigencia constitucional».

[2]

Aunque, en realidad, y como apunta Grimm (‍2021: 27), la Constitución de Weimar «no fue derogada formalmente»; extremo sobre el que también incide Álvarez Álvarez (‍2020: 219).

[3]

En virtud del artículo 140 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 —relativo al derecho de las sociedades religiosas—: «Las disposiciones de los artículos 136, 137, 138, 139 y 141 de la Constitución Alemana del 11 de agosto de 1919 son parte integrante de la presente Ley Fundamental».

[4]

Para quienes «la comprensión de lo que ocurrió en aquellos años decisivos resulta, pues, inexcusable para poder comprender la vida política de dicho país un siglo después del inicio de la andadura de su constitución en agosto de 1919» (íd.).

[5]

Una cuestión que tuvimos ocasión de estudiar en Fernández de Casadevante Mayordomo (‍2018).

Bibliografía[Subir]

[1] 

Abendroth, W. (1986). El Estado del derecho democrático y social como proyecto político. En El Estado Social (pp. 9-‍42). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

[2] 

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[3] 

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