RESUMEN

La tormenta política y social que ha desencadenado la crisis económica de 2008 ha contribuido a intensificar y trasladar a la sociedad el debate, instalado en la historiografía desde los años noventa, sobre el proceso democratizador. En el marco de dicha discusión, las investigaciones sobre los partidos políticos, en particular sobre el centroderecha, han cobrado en España un renovado interés al que no son ajenos los fenómenos de polarización política que actualmente atraviesan las democracias liberales y, en particular, la crisis del sistema de partidos originado en aquella coyuntura, en abierto contraste con las experiencias portuguesa y griega. La resistencia del modelo en estos dos países, en el que las formaciones de centroderecha —el Partido Social Demócrata, PSD, y Nea Demokratia, ND— siguen desempeñando un rol clave en el sistema político, resalta la anomalía española pese a que la temprana desaparición de Unión de Centro Democrático (UCD) no supusiera la desaparición del centrismo en nuestro país. Partiendo del reconocimiento de la complejidad del concepto de centro político y de las distintas formulaciones a que puede dar lugar, el artículo pretende reexaminar, conforme a una perspectiva transnacional y a los nuevos enfoques que recorren la historia política y social, el papel desempeñado por los partidos políticos de centroderecha en la travesía de la dictadura a la democracia parlamentaria en Portugal, Grecia y España.

Palabras clave: Transición democrática; Europa del Sur; partidos políticos; centroderecha.

ABSTRACT

The political and social storm that unleashed the 2008 economic crisis has contributed to intensify and transfer to society the debate, installed in historiography since the 1990s, about democratizing process. Within the framework of this discussion, research on political parties, particularly on the centre-right, has taken on renewed interest in Spain, which is not unrelated to the phenomena of political polarization currently affecting liberal democracies and, in particular, the crisis of the party system that originated at that conjuncture, in contrast to the Portuguese and Greek experiences. The resilience of the model in these two countries, where the centre-right formations —the Social Democratic Party, PSD, and Nea Demokratia, ND— continue to play a key role in the political system, highlights the Spanish anomaly even though the early demise of Unión de Centro Democrático, UCD, did not mean the disappearance of centrism in Spain. Recognising the complexity of the concept of the political centre and the different formulations to which it can give rise, this article aims to re-examine the role played by centre-right political parties in the transition from dictatorship to parliamentary democracy in Portugal, Greece and Spain, in accordance with a transnational perspective and new approaches to political and social history.

Keywords: Democratic Transition; Southern Europe; political parties; center-right.

Cómo citar este artículo / Citation: González-Fernández, Á. (2022). El centroderecha en las transiciones a la democracia en la Europa del Sur: entre la acomodación y la (re)implantación de culturas políticas europeas (1974-‍1981). Historia y Política, 48, 25-‍54. doi: https://doi.org/10.18042/hp.48.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. LA NATURALEZA HÍBRIDA DE LOS PARTIDOS DE CENTRODERECHA
  5. III. LA RENOVACIÓN IDEOLÓGICA Y POLÍTICA: EL VIAJE AL CENTRO
  6. IV. UN LIDERAZGO CARISMÁTICO
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Las investigaciones pioneras sobre los procesos democratizadores en Portugal, Grecia y España, fruto por lo común de politólogos y sociólogos, situó a los partidos políticos y a las elecciones como actores fundamentales de las transiciones democráticas. Dicha interpretación, asumida inicialmente por la historiografía española, ha sido revisada y cuestionada desde los años noventa por nuevas generaciones de historiadores. Uno de los ejes vertebradores de la discusión estriba en la cuestión de quién o quiénes asumieron el protagonismo en los procesos de cambio. Frente a las tesis primeras acerca del papel fundamental y único de las elites políticas y de concretos individuos, se abrieron camino planteamientos que subrayaban el papel, minusvalorado cuando no directamente ignorado hasta entonces, de la sociedad civil. La indagación sobre el rol desempeñado por las movilizaciones sociales como exponente básico, aunque no exclusivo, de la presión desde abajo ha ocupado desde entonces un lugar privilegiado en los estudios sobre el período transicional con el propósito de subrayar su funcionalidad como impulsores y dinamizadores de la mudanza política hasta llevarla más allá de las pretensiones iniciales de sus inspiradores[2].

Al debate sobre el protagonismo de la transición se ha añadido más recientemente la difusión de una visión crítica, a veces también amarga, acerca de lo que fue y pudo haber sido. Una interpretación que se sustenta, en determinados círculos historiográficos y en amplios sectores sociales, sobre una visión presentista que imputa al proceso de cambio político la responsabilidad sobre los males actuales que aquejan a la sociedad española y abogan por una nueva transición que, liquidando el llamado régimen del 78, instaure una verdadera democracia[3]. En el marco de dicha discusión, las investigaciones sobre los partidos políticos han cobrado un renovado interés[4] al que no son ajenos los fenómenos de polarización política que actualmente atraviesan las democracias liberales y, en el caso de España, la crisis del sistema de partidos originado en aquella coyuntura en abierto contraste con las experiencias portuguesa y griega. Frente a la resistencia del modelo, en el que las formaciones de centroderecha —el Partido Social Demócrata (PSD)[5] y Nea Demokratia (ND)— han desempeñado un rol clave como alternativa de gobierno, resalta la anomalía española, pese a que la temprana desaparición de Unión de Centro Democrático (UCD) no supuso la desaparición del centrismo; por el contrario, posibilitó el viaje al centro de la derechista Alianza Popular y facilitó el acceso al poder de un PP en el que la condición centrista no ha dejado de estar sometida a la reaparición del estigma derechista entre sus competidores políticos[6].

En estas páginas se pretende examinar el papel de las formaciones situadas en el centroderecha del espectro político con el propósito de subrayar un aspecto al que no siempre se ha prestado la atención necesaria. Esto es, el quehacer de los partidos, sobre todo de aquellos con vocación y posibilidades de acceder al poder, estuvo condicionado por los anhelos y aspiraciones de la sociedad civil, de los electores cuya representación pretendieron asumir para llevar a la práctica sus programas de gobierno. La conexión entre los partidos y los votantes resultó así clave de bóveda a la hora de examinar las actitudes y estrategias de los primeros, especialmente de aquellos que, desde el poder, controlaron la agenda del cambio político como sucedió en Grecia y España, o recondujeron la misma, como hizo el PSD en Portugal, para corregir la deriva inicial desde una incipiente democracia popular de nuevo tipo y de inspiración socialista hacia una democracia pluralista de corte occidental[7]. Dicha conexión permite, por otro lado, plantear en las democratizaciones la operatividad de una relación simbiótica entre abajo y arriba, entre los ciudadanos y las elites políticas, de forma que la confluencia entre ambas determinó el desarrollo del proceso de cambio tanto como la naturaleza de la democracia resultante. El objetivo, por tanto, con toda la pluralidad de registros culturales que en la segunda mitad del siglo xx le eran propios, no es otro que examinar en la Europa del Sur el papel del centroderecha en los procesos de tránsito de dictaduras de origen diverso a democracias liberales que emparentan (casi podríamos decir que se reinsertan) con las desplegadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial en una Europa Occidental embarcada en un proyecto de integración económico y político. Un análisis, conviene apuntar, que se ciñe a un periodo concreto cuyo final viene definido por la desaparición de los líderes que marcaron sus primeros años de vida[8].

El análisis comparado de las actitudes y estrategias de dichos partidos durante los respectivos procesos democratizadores constituye un ejercicio complejo debido, entre otras razones, a las distintas modalidades con que se efectúa el paso de la dictadura a la democracia que emplazó al centroderecha en posiciones diferentes, incluso opuestas, ante el poder[9] y a las peculiaridades que caracterizaron su gestación, tratándose además de modelos organizativos distintos: dos partidos (PSD, ND) y una coalición (UCD), que luego se transformó en partido, al menos nominalmente. Las discrepancias son también notorias por lo que se refiere al contenido de sus programas y estrategias que, orientados por las mismas ideas fuerza, presentaban elementos singulares, acorde al marco concreto, institucional, económico, social y político en el que operaban. Tales divergencias, sin embargo, no impiden la comparanza. Desde su nacimiento, las formaciones enunciadas compartieron rasgos definidores esenciales. En síntesis, podría decirse que surgieron con un marcado carácter instrumental y remiten a una paradoja compartida: la profunda renovación ideológica, cultural y organizativa a la que sometieron al conservadurismo tradicional mientras contribuyeron decisivamente al mantenimiento en los espacios de poder de las élites procedentes del pasado.

Las perspectivas analíticas que sustentan la comparación parten del reconocimiento de la complejidad del concepto de centroderecha. Como es sabido, la literatura sostiene interpretaciones discrepantes respecto a la existencia o no del centro político. Definido por Duverger como un espacio intermedio en el continuo izquierda-derecha en el que confluyen los moderados de uno y otro signo, carece por ello de un corpus doctrinario preciso y único, atravesado como está por una fractura interna que es inherente a su propia naturaleza. El centro, por tanto, no existe en política, aun cuando ello no impide la posibilidad de un partido de centro. Sartori, por el contrario, sostiene que invariablemente existen opiniones o tendencias de centro, aunque no siempre se articulen en un partido y, al igual que Bobbio, entiende que, pese a su condición de espacio intermedio, el centro posee una entidad y contenido diferenciados como una tercera vía que, en opinión del segundo, tendría uno de sus exponentes en el socialismo liberal o social-liberalismo[10].

Otras teorizaciones descansan sobre la percepción y comportamiento de los electores y aquí también las interpretaciones son dispares: para algunos autores, los votantes de estos partidos serían los indecisos, individuos sin una posición definida en la esfera política, apolíticos o neutrales que encontrarían su nicho natural en un espacio de baja intensidad ideológica y partidista en el que la moderación se aúna con un pragmatismo proclive a la negociación y el acuerdo. Para otros, dicho espacio operaria igualmente como refugio, pero esta vez como respuesta a la paulatina dilución de la frontera entre izquierda y derecha, fruto de la creciente desideologización de los partidos políticos, o bien, tal como defiende Lakoff, como zona de confort para los que denomina «biconceptuales», personas que mantienen posiciones progresistas en algunos temas y conservadoras en otros[11]. Una tercera aproximación, de notable interés para el caso que nos ocupa, considera que la autoubicación de los electores en la escala izquierda-derecha deriva de sus valores y creencias, pero también de su afinidad hacia aquellos partidos con los que se identifican, persuadidos de compartir una misma cosmovisión moral. Esta última interpretación subraya, al igual que hace Lakoff, la relevancia de la cognición y la afectividad como factores que mueven en los votantes sentimientos de identificación y lealtad respecto a dichos partidos políticos[12].

La complejidad del concepto deriva, asimismo, de los materiales culturales que nutren el conservadurismo y de su despliegue previo en el tiempo (en el caso de la península ibérica, como mínimo, desde la crisis del liberalismo y los ascensos de los fascismos). La pluralidad de esos materiales dificulta la fijación de unos límites precisos; dicho de otro modo, el centro puede identificarse con la derecha, pero también, y entre otros, con los independientes, la democracia cristiana, el liberalismo y con la socialdemocracia. La inexistencia de una única tradición conservadora no es, sin embargo, rasgo exclusivo de los países analizados; bien al contrario, brota como fenómeno connatural a toda la contemporaneidad europea, de manera que dicho legado puede ser asumido por uno, dos o incluso más partidos de centroderecha en franca competencia[13].

II. LA NATURALEZA HÍBRIDA DE LOS PARTIDOS DE CENTRODERECHA[Subir]

La articulación partidaria topó, en los tres escenarios nacionales, con las dificultades derivadas de la asociación e identificación de dichos grupos con los marcos autoritarios preexistentes[14]. El aparecer como usufructuarios y beneficiarios de las experiencias dictatoriales operó como factor que entorpeció su adaptación a los procesos de cambio político y, paralelamente, ejerció potencialmente como inhibidor en el sentido de que, compenetrados con unas dictaduras garantes de su sistema de valores y de sus intereses, su proximidad a los centros de decisión proporcionó una sensación de seguridad, presente y futura, que frenó cualquier propósito —o, podría decirse, necesidad— de autoorganización reflexiva.

La gestación de estos partidos resultó precipitada, con grandes dosis de improvisación en las semanas —meses en el caso de España— que siguieron a la desaparición de los regímenes autoritarios y a instancias de una elite movilizada políticamente. Fueron, por tanto, formaciones creadas de arriba abajo y de marcado carácter instrumental en la medida que ambicionaban conducir el cambio político conforme a los parámetros que regían la Europa Occidental, sintetizables en el binomio democracia pluralista/economía de mercado, al tiempo que aseguraban la permanencia de las elites dispuestas a participar en el juego competitivo[15]. En el caso de Grecia y España, a esos dos propósitos se añaden un tercero no menor, puesto que dichos partidos estuvieron al servicio de la preeminencia de los respectivos jefes de Gobierno y de la pervivencia de los equipos administrativos que les acompañaban, en tanto que en Portugal el PPD/PDS nació y se desarrolló en la subalternidad política hasta 1979, si bien —al igual que sus homólogos— mantuvo una acusada dependencia del poder del Estado.

La ausencia de un legado partidario en Portugal y España, dada la distancia temporal que separó la mudanza política de las experiencias democratizadoras previas (Segunda República española, Primera República portuguesa), resultó un impedimento menor en Grecia en razón de la brevedad de la Dictadura de los Coroneles, de manera que el sistema político del período anterior a la Junta Militar pudo reactivarse con rapidez y facilidad. El sistema, no obstante, conoció algunas innovaciones de relieve no tanto en lo que se refiere al personal político, dado que la dictadura desacreditó a los viejos políticos y no permitió una renovación generacional, sino a los partidos. La oferta militar-civil para dirigir el retorno a la normalidad que en julio de 1974 recibió Constantinos Karamanlís, líder de la conservadora Unión Radical Nacional (ERE) durante la democracia tutelada anterior a la dictadura, convirtió al veterano político en la pieza clave del proceso de cambio. Desde esa posición fuerte como líder de la nación, y no de la vieja y extinta ERE, su vuelta se materializó en la fundación de un nuevo partido, Nueva Democracia, denominación bajo la que subyacía la idea de un nuevo comienzo para Karamanlís y para el conjunto de la sociedad griega en la senda hacia una democracia auténtica, no demediada por agentes del pasado, fueran estos domésticos o internacionales[16].

Llegada la hora de la mudanza política, la vertebración partidaria del centroderecha en la península ibérica resultó más laboriosa porque este era un espacio fraccionado y carente de cauces de representación política adaptados a los requisitos de una democracia liberal, competitiva. Carentes de dichos instrumentos —no los habían precisado los elementos confundidos con el sistema autoritario y habían renunciado a los mismos los elementos más liberales, limitándose a dotarse de plataformas de opinión (recuérdese el grupo democratacristiano Tácito o el círculo nucleado en torno a Manuel Fraga Iribarne en España, o el Ala Liberal y la Asociación para el Desarrollo Económico y Social, SEDES, en Portugal[17])— no disponían de los instrumentos adecuados para ejercer el poder ni incluso para trasladar con eficacia y fluidez su voluntad, marcada por una significativa ausencia de precisión proyectiva, en la insólita escena política. A esa incapacidad de interlocución se añadió, como dificultad añadida, la desconexión con los movimientos sociales, vinculados con la izquierda (sindicatos, asociacionismo vecinal, movimiento estudiantil), e incluso con las agrupaciones de las clases medias (asociaciones agrarias, colegios profesionales…).

Un segundo obstáculo provino de la hegemonía cultural y política de la izquierda a mediados de los años setenta. No fue este, como es sabido, un fenómeno restringido a los tres escenarios nacionales, pero en ellos el protagonismo de las izquierdas y de los partidos comunistas en particular, en tanto actores fundamentales en la lucha contra las dictaduras —enarbolada como combate por la democracia e incluso por la recuperación de una plena soberanía nacional—, sentó las bases de un sólido prestigio y credibilidad en sectores mayoritarios de la población para los que, como señaló un analista español, la idea de «que es imposible una democracia de derechas»[18] se constituyó como verdad cierta. Dicha percepción forzó, al igual que en Grecia, la desvinculación del centroderecha con el pasado para ofrecer una imagen y un discurso insólitos que necesariamente habían de sustentarse en la plena aceptación y respeto de los principios básicos del liberalismo político y de la democracia representativa.

En esas coordenadas, y una vez que los integrantes de SEDES rechazaron su transformación en partido, se inscribió la creación del PPD en los primeros días de mayo de 1974. La formación, promovida por tres miembros del Ala Liberal (Francisco Sá Carneiro, Francisco Pinto Balsemão y Joaquim Magalhaes Mota), agrupaba a liberales, católicos, independientes y socialdemócratas moderados preocupados por la orfandad política de los sectores centristas y de las izquierdas no marxistas que rechazaban el radicalismo maximalista que en estos momentos exhibían comunistas y socialistas[19]. El partido emergió, por tanto, como una formación colegiada, fruto de una convergencia de personalidades entre las que sobresalía Francisco Sá Carneiro, si bien más como primus inter pares que como líder único e incontestado[20].

España presentó algunos elementos distintivos debido a que, ya en las postrimerías del franquismo, el espacio de centro gozaba de un acendrado prestigio tanto en los círculos reformistas del franquismo como entre los de la oposición interior; de ahí que fuera disputado por numerosos grupos que cubrían un dilatado espectro, desde el centro izquierda hasta el neofranquismo. No obstante, la competencia se redujo visiblemente a comienzos de 1977 tras la creación del Partido Popular que, liderado por veteranos políticos del reformismo franquista, ambicionaba convertirse en el gran partido de centro. La formación operó como embrión para una «coalición de centro», Centro Democrático, en la que confluyeron grupos democratacristianos, liberales y socialdemócratas[21]. Sobre ella se conformó luego —junto a una serie de pequeñas formaciones de signo regionalista— UCD una vez que Adolfo Suárez, jefe de Gobierno, carente de plataforma partidaria propia para concurrir a las primeras elecciones democráticas, decidiera ponerse al frente de lo que resultó una joint venture más que propiamente un partido[22].

La creación desde arriba modeló con una impronta indeleble a las tres formaciones, que asumieron una naturaleza híbrida derivada de la combinación de innovación y continuidad en proporciones específicas y peculiares a cada una de ellas. Dicha naturaleza, patente en su personal político y postulados ideológicos y en el ejercicio de un liderazgo carismático de corte populista, también les imprimió una fuerte dependencia del poder del Estado y la prevalencia de la participación en las instituciones sobre el principio de la representación de los electores.

Pese a que se postularan como partidos nuevos para afrontar tiempos y desafíos igualmente insólitos, ninguno de los tres surgió en el vacío. Bien al contrario, operaron como plataformas para la permanencia en la escena política, mediante su inclusión en las filas del partido y, en particular, en las candidaturas para las primeras elecciones democráticas, de personalidades provenientes del periodo autoritario —preautoritario en el caso de Grecia—, salvo de aquellas que, habiendo mantenido una vinculación fuerte con los principios y praxis de las dictaduras, habían quedado asociadas a un conservadurismo reaccionario. No obstante, incluso en estos casos no se registró un especial empeño en apartar de la formación y de las listas electorales a los políticos que contaran con redes clientelares propias que pudieran facilitar la victoria en las elecciones y afianzar la implantación territorial del partido. La pervivencia y fortaleza de los viejos intereses y redes locales tuvieron efectos benéficos a corto plazo, pero al abrir las puertas a la formación de baronías acabarían generando serios problemas de faccionalismo que erosionaron el poder del líder, especialmente acusados en Portugal y España.

Como ya se ha mencionado, el PPD surgió a instancias de miembros de la oposición semitolerada en tiempos del marcelismo que podían enarbolar, como hizo Sá Carneiro, sus méritos en el combate político contra la dictadura. Se trató, sin embargo, de una oposición de carácter formal, más retórica que activa y sin parangón con la desplegada por comunistas y socialistas, de manera que el partido, con el propósito de reforzar su marchamo democrático y desvincularse del pasado, puso en práctica una estrategia en dos vertientes. La primera supuso la incorporación de grupos y personalidades vinculadas a la oposición tradicional de izquierdas, aureoladas en algún caso como luchadores antifascistas. La segunda, el apartamiento de los cargos orgánicos más visibles y de los puestos de salida de las candidaturas de aquellos cuadros y dirigentes que la opinión pública podía asimilar fácilmente con la dictadura, así como la exclusión de aquellos que hubieran tenido una colaboración activa con el régimen. Esta última decisión, sin embargo, suscitó cierta polémica debido a que su aplicación mecánica suponía desterrar a individuos de la citada semioposición, como el dirigente de SEDES y liberal João Salgueiro[23].

La ruptura total con el pasado que ambicionaba Karamanlís para sí mismo y para su partido quedó a medio camino en lo que se refiere al personal político. Las expulsiones de las candidaturas, de hecho, no se debieron tanto a la colaboración real o supuesta de los excluidos con la dictadura como a su rechazo a algunas de las medidas aprobadas por el jefe de Gobierno y líder de ND (por ejemplo, la legalización del partido comunista o el enjuiciamiento de los miembros más prominentes de la Junta Militar)[24]. La presencia de veteranos dirigentes y cuadros de la antigua ERE en el núcleo duro del partido, especialmente de los que disponían de sólidas clientelas locales, quedó contrarrestada de alguna manera con la pregonada incorporación de un nutrido grupo de jóvenes políticos, casi todos varones, de filiación progresista y, a decir de Pappas, incluso radical. Una composición dual, sustanciada en un grupo parlamentario en el que la vieja guardia ocupó algo más de un tercio de los escaños obtenidos en las primeras elecciones, en tanto que los recién llegados a la vida política rozaron el 64 %[25].

El personal político de UCD reunía características similares, de manera que en su seno cohabitaron gentes provenientes de las elites reformistas del franquismo y de la oposición moderada. Entre los primeros, se encontraban buen número de personas que habían desempeñado altos cargos en la Administración pública y en las instituciones (procuradores en Cortes, gobernadores civiles, alcaldes, responsables del sindicato vertical…), individuos con experiencia política y de gestión que habían tejido, precisamente gracias a los puestos que habían ejercido o todavía ejercían, sólidas redes clientelares a escala local y provincial que tuvieron un papel crucial en la implantación territorial del partido, aupándoles así a las listas electorales[26]. Junto a ellos, igualmente, figuraron otros —varones en su mayoría— carentes de experiencia política previa y que habían integrado los círculos de oposición interior represaliados por la dictadura. Su inclusión tuvo efectos benéficos sobre la imagen de Suárez, alto funcionario del régimen, y, por tanto, sobre la imagen del partido al posibilitar su asociación con grupos e individuos sin mácula política alguna y que, en algunos casos, contaban con reconocimiento y proyección exterior[27]. Se trataba, tanto en un caso como en otro, de una generación joven —la media de edad de los diputados ucedistas tras las primeras elecciones superaba ligeramente los cuarenta y cuatro años—, de los que en torno al 50 % accedía por primera vez a la escena política[28].

III. LA RENOVACIÓN IDEOLÓGICA Y POLÍTICA: EL VIAJE AL CENTRO[Subir]

La combinación de innovación y continuidad posibilitó metamorfosear ideológica y políticamente el tradicional conservadurismo, que bajo la presión concertada de factores domésticos e internacionales, mutó en un centroderecha liberal revestido de una decidida orientación social y europeísta. La modernización económica operada en los tres países durante los largos años sesenta y la emergencia de sociedades urbanas crecientemente secularizadas, llevó aparejados cambios profundos en el sistema de valores, pautas de comportamiento y en las aspiraciones de amplios sectores de la población para los que el horizonte de futuro venía perfilado por los estándares que gobernaban la Europa comunitaria. Los procesos democratizadores se desarrollaron, por otro lado, en un escenario internacional gobernado por la distensión de la Guerra Fría y en una coyuntura en la que los encuentros de Helsinki habían apuntado al carácter anacrónico del feroz anticomunismo que seguía siendo seña de identidad de las derechas y anclaje básico de los tres regímenes autoritarios. Dicho anacronismo se combinaba, en sus efectos negativos para la práctica discursiva de la derecha tradicional, con el ya mencionado prestigio del que gozaban los respectivos partidos comunistas frente al descrédito que entre las nuevas generaciones y los sectores sociales no ya populares, sino de las clases medias profesionales surgidas de la masificación universitaria, padecía una derecha que era presentada in toto como premoderna.

A estos elementos comunes a los tres escenarios nacionales se ha de añadir, para los casos de Grecia y España, el dato de que las generaciones jóvenes que irrumpieron a la esfera pública parecían haber desconectado en términos políticos y emocionales del recuerdo de la Guerra Civil y se hallaban familiarizados con las corrientes de pensamiento presentes en el mundo occidental gracias a sus contactos vitales y profesionales con el exterior.

El corte registrado, en definitiva, tenía una doble naturaleza: la primera, y más urgente, la desvinculación respecto a la reciente y más o menos larga experiencia dictatorial. Pero junto a ello, y no menos importante, una ruptura matizada —que incluye desde reconsideraciones vergonzantes a liquidaciones muy elocuentes— respecto de las raíces doctrinales y filosóficas —la cultura política secular, si lo prefieren— a la que esas derechas meridionales se debían. Bien al contrario, se nutrieron del consenso en torno a la economía social de mercado y el Estado del bienestar, vigente desde la segunda posguerra mundial en la Europa Occidental. La asunción de principios característicos del paradigma socialdemócrata llevó a estos partidos, igual que a sus homólogos europeos, a sostener que el continuo izquierda-derecha carecía ya de significado, si es que alguna vez lo tuvo, y a rechazar la etiqueta conservador, políticamente inaceptable por su acendrado desprestigio e impopularidad[29], para vindicarse en una posición de centro que se balanceaba entre la socialdemocracia y el liberalismo tradicional sin excesivos problemas.

Dicha autoubicación obedecía a motivaciones internas derivadas en Grecia y España de la alargada sombra de una encarnizada guerra civil que se prolongó más allá de la finalización del enfrentamiento armado, y del aprendizaje resultante de la experiencia dictatorial que estimularon valores y actitudes moderadas tanto entre las elites como en amplios sectores de la sociedad[30]. La dinámica revolucionaria que inauguró el 25 de abril en Portugal opuso serias dificultades para el acomodo centrista del PPD, tachado insistentemente desde las izquierdas como partido derechista e incluso fascista, de ahí que, como se comprobará, la formación asumiera en su primer congreso un programa que lo acercaba a una socialdemocracia extremada. El radicalismo izquierdista luso incentivó, precisamente, la autodefinición centrista socioliberal de las elites reformistas griegas y, sobre todo —dada su vecindad—, de las españolas con el propósito de frenar cualquier veleidad revolucionaria. Dicho centrismo, por otro lado, se insertaba perfectamente en el contexto internacional; más en concreto, en la orientación mayoritaria del electorado de la Europa Occidental, que en el transcurso de los años setenta tendió a situarse en el centro de la escala con una acusada decantación a la izquierda en Italia, algo menos en Francia y hacia la derecha en el resto[31].

El desplazamiento al centro comportó, en consecuencia, innovaciones relevantes en los postulados ideológicos y programáticos de la derecha tradicional, entre los que descollaron la aceptación del partido comunista en la vida política oficial, si bien el asentimiento fue en Portugal cuestión nolens volens habida cuenta de la hegemonía política del PCP a partir del 25 de abril debido a su prestigio, a su proximidad al Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) y a la rápida penetración de sus militantes en las instituciones tras el fulminante colapso del Estado Novo. Nolens volens fue también en Grecia y España, donde la legalización de los respectivos partidos comunistas, iniciativa personal de Karamanlís y Suárez respectivamente frente a la reluctancia de políticos de su entorno más próximo, obedeció a razones de oportunidad política, mecanismo obligado para suturar las heridas todavía abiertas del pasado y dotar de credibilidad al propio proceso democratizador dentro y fuera del país.

Una segunda innovación afectó, aunque de manera desigual, a su posición sobre la cuestión religiosa. Frente a los planteamientos del conservadurismo tradicional que enarbolaba la religión como rasgo definitorio del ser nacional, los partidos aquí analizados mostraron un notable desinterés hacia la religión. El desapego, que no comportaba tanto una defensa del laicismo como la admisión —con acusadas cortapisas en España y Grecia— de la separación Iglesia-Estado, debió mucho a la aceleración de los procesos secularizadores desarrollados en los largos años sesenta, si bien el clivaje religioso mantuvo un peso no desdeñable en la orientación del voto de los españoles, superior al de los portugueses —pese a su fortaleza en los distritos situados al norte del país— y de los griegos[32].

Más allá de esos aspectos puntuales, la necesidad de adaptarse a las preferencias de un electorado que en los tres casos tendía a ubicarse en el centroizquierda y de cohesionar partidos que, especialmente en los casos del PPD y UCD, agrupaban tendencias y sensibilidades distintas, opuso dificultades para fijar una definición programática de centroderecha e, incluso, de centro. En consecuencia, adoptaron un perfil ideológico impreciso y ecléctico. ND se definió como una formación «al servicio de los intereses de la nación» y, por tanto, no encasillado bajo «las engañosas etiquetas de derecha, centro e izquierda» para presentarse como un «partido democrático, moderno, popular, social, radical, liberal, europeo y nacional».

La ambigüedad de sus principios ideológicos descansaba en el hallazgo de temas que suscitaban consensos mayoritarios y explica, por ejemplo, la proclamación a la vez de un liberalismo que Karamanlís calificaba de «radical» con la defensa de una vigorosa intervención del Estado en la economía, justificado en aras de una justicia social inferida como requisito sine qua non para la consolidación de la joven democracia. En materia de política exterior, y con el propósito de acomodarse al fuerte sentimiento antinorteamericano que imperaba en la opinión pública con motivo de la complaciente actitud de Estados Unidos hacia la Junta Militar y su ambigüedad respecto de la cuestión chipriota, ND renunció al incondicional atlantismo que había impregnado a su ancestro ERE para centrarse en la defensa de un europeísmo que anhelaba una rápida adhesión a la CEE[33]. Asimismo, la búsqueda de esos consensos, que afianzaban la ruptura de ND y de su líder con el pasado, incentivó al partido, o por mejor decir a Karamanlís, a tomar la iniciativa para resolver definitivamente algunas de las cuestiones que históricamente habían dividido a los griegos, como la ya citada admisión de los comunistas en la escena política y la forma de Estado. Pese a que el monarquismo, emotivo y casi fanático, formaba parte esencial del legado conservador, el líder de ND convocó un referéndum en diciembre de 1974, ante el que su Gobierno mantuvo una exquisita neutralidad[34], que puso fin al reinado de Constantino II, asociado con la desestabilización de la democracia en los años 1965-‍1967 y con el sistema represivo, abriendo paso a la proclamación de la república.

A diferencia de ND, el PPD nació en una coyuntura revolucionaria como fruto de la agregación de individuos y grupos diversos que compitieron entre sí a la hora de fijar la definición ideológica y el programa, los valores y las propuestas con las que dirigirse al electorado. A la izquierda se situaron aquellos que postulaban un programa socialdemócrata proclive a prestar apoyo a un partido socialista que por entonces se definía marxista, mientras que a su derecha se ubicaban los partidarios de una democracia pluralista de corte liberal. Dichos grupos mantuvieron una relación de fuerzas cambiante en función de la dinámica política nacional, si bien todos ellos, en mayor o menor medida, se hallaron presos de una especie de síndrome de Estocolmo, de un efecto arrastre de la izquierdización ambiental. El PPD sería, tal como anunció Sá Carneiro en mayo de 1974, «un partido de orientación de centroizquierda y predominantemente socialdemocrático», aunque, paradójicamente, el anteproyecto de bases programáticas que él mismo se encargó de redactar delineaba un partido liberal[35].

Acorde con ese objetivo, los estatutos y programas aprobados en su primer congreso, celebrado en noviembre de 1974 y en el que se impuso el ala izquierdista con la forzada avenencia de un Sá Carneiro carente de apoyos internos, sostuvieron tesis y planteamientos insólitos respecto a los partidos hermanos de la Europa Occidental, incluidos griegos y españoles. El partido postulaba la construcción de una sociedad socialista y democrática, la socialización de los medios de producción y una planificación democrática de la economía que apuntaba a la cogestión de las empresas como vía adecuada para llegar a la autogestión, mientras que en política exterior afirmaba su preferencia por un tercermundismo que se compatibilizaba con la solicitud de inscripción en la Internacional Socialista[36].

El triunfo de la izquierda en el congreso no zanjó las tensiones internas, resultado de la presencia de intereses y estrategias divergentes propiciadora de un intenso faccionalismo que derivaría en sucesivas crisis, dimisiones y escisiones, favorecidas por la ausencia de un liderazgo estable y arbitral[37]. El origen de la querella no residió tanto en las líneas programáticas, si bien en ellas se encontraba la raíz última del disenso, como en los estatutos y la estrategia que seguir. En torno a estos asuntos se perfilaron dos tendencias opuestas: aquellos que optaban por el ejercicio de un liderazgo colegiado y defendían la concertación de una alianza con los socialistas, que en algunos momentos apuntaba incluso a una posible fusión entre ambas formaciones, frente a los que apostaban por un liderazgo presidencialista y la autonomía en la fijación de una estrategia que ambicionaba una completa reformulación de la dinámica política que se había instalado en Portugal desde el 25 de abril. La confrontación entre la Comisión Política Nacional, controlada por el ala socialdemócrata, y el secretario general, Sá Carneiro, que contó con el apoyo de los cuadros conservadores y, sobre todo, de la militancia de base, se dirimió en las sesiones del II Congreso, celebrado en diciembre de 1975 en un ambiente dominado por el reflujo revolucionario[38]. El retorno de Sá Carneiro a la Secretaría General, sin embargo, no puso fin a las discrepancias, encadenándose nuevas dimisiones y escisiones de cuadros y dirigentes, incluidos entre ellos miembros del grupo parlamentario, hasta que en el VII Congreso, celebrado ya en 1979, Sá Carneiro, aupado por las bases del partido, logró hacerse con las riendas del que ya era conocido como PSD, y de imponer sus recetas para clausurar el ciclo revolucionario; esto es, la revisión del texto constitucional de inspiración socializante que había sido aprobado en abril de 1976[39]. Con ello, y pese a su denominación, el PSD liquidaba las veleidades izquierdistas que arrastraba desde su fundación para alinearse con el centroderecha y sentaba las bases para la creación de Aliança Democrática, la coalición que le franquearía el acceso, vía electoral, al Gobierno ese mismo año.

Las directrices maestras del programa de UCD, salvo en lo que concernía a la monarquía y al reconocimiento de las autonomías de las comunidades históricas, recuerdan a las adoptadas por ND. La vaguedad y un eclecticismo que se asentaba en cuestiones que suscitaban grandes consensos operaron como rasgos identitarios de lo que fue primero coalición electoral y luego partido. El desinterés a la hora de formular un perfil ideológico claro y preciso de cara a las primeras elecciones, ante las que simplemente ofertó a los electores su compromiso con la búsqueda de «reforma, moderación, democracia, libertad y, como alma de todo esto, justicia», obedeció a razones muy diversas. Algunas de ellas eran el lógico corolario de su precipitada creación, pocas semanas antes de la convocatoria electoral, y de la cohabitación en su seno de formaciones que sostenían principios distintos cuando no opuestos; otras nacían de consideraciones de utilidad electoral, derivadas de su pretensión de captar el sufragio de segmentos sociales diferentes, así como de la supuesta ausencia entre los votantes —excepción hecha de socialistas y comunistas— de identidades partidarias e ideológicas fuertes que cifraban sus expectativas en un cambio prudente y sosegado, tal como apuntaban las encuestas electorales. Más aún, los análisis efectuados por el Gobierno Suárez desde el verano de 1976 acerca de la orientación del electorado, demostrativos del amplio respaldo ciudadano a una coalición de centro, tuvieron una incidencia significativa en la configuración de UCD al año siguiente[40].

Dichos argumentos, salvo el relativo al factor tiempo, mantuvieron su operatividad en los años siguientes, de modo que UCD sostuvo el mismo perfil abierto y acomodaticio tras su constitución como partido. En el primer congreso nacional, celebrado en 1978, la formación se definió como partido democrático, reformista, progresista e interclasista, integrador, internacionalmente solidario y europeísta. Un partido, en suma, que «frente a las situaciones de injusticia o privilegio lucha decididamente en pro de los valores de Justicia, Igualdad, Libertad y Solidaridad» y, en consecuencia, partidario de una economía de mercado corregida y socialmente avanzada[41].

El desplazamiento hacia el centro desbordó incluso las previsiones iniciales, dándose lo que para ciertos espectadores constituyeron desvaríos izquierdistas que, siendo acusados en Portugal, no fueron menores en Grecia y España. El mundo de los negocios, por ejemplo, denunció la «socialmanía» de Karamanlís, mientras que en España Suárez, que llegó a manifestarse socialdemócrata, fue acusado por los empresarios, y no solo ellos, de realizar políticas de izquierdas (por estatalistas, expansivas y redistributivas) con los votos de la derecha.

IV. UN LIDERAZGO CARISMÁTICO[Subir]

La adaptación de las nuevas formaciones a los insólitos desafíos sociales y políticos, combinatoria resultante de la erosión autoritaria y de demandas inéditas en el terreno de las libertades, fue una tarea que recayó sobre líderes fuertes y carismáticos. No fue este un rasgo exclusivo de los partidos examinados; bien al contrario, las jefaturas personalizadas caracterizaron la configuración de los sistemas políticos en los tres países, aunque en las formaciones de centroderecha, en tanto creaciones de nuevo cuño y desde arriba, fueron componente esencial que dominó por entero, para bien y para mal, la vida intrapartidaria y su proyección electoral. Constantinos Karamanlís, Adolfo Suárez y, con algunas matizaciones de calado, Francisco Sá Carneiro ejercieron un liderazgo carismático no exento de dosis populistas que les deparó atractivo y credibilidad entre amplios sectores de la ciudadanía. Dicho carisma emanó, entre otros rasgos, de su sentido de misión y autoconfianza, de su capacidad para anticiparse a los tiempos y, muy especialmente, de su habilidad para conectar con los sentimientos y aspiraciones de amplios sectores sociales y asumirlos como propios, arrogándose la condición de augures que descifran la voluntad popular. Esas habilidades compartidas contrastan con un estilo de liderazgo sustancialmente diferente, correlato ajustado de su proceso de socialización en unas estructuras sociales e institucionales concretas que conformaron en ellos un habitus[42] peculiar y de las distintas modalidades con que se efectuó el cambio político. Dicho de otro modo, la Revolución de los Claveles y el inmediato colapso del Estado Novo no solo conllevó la expulsión de las elites dictatoriales de las instituciones y de los ámbitos de decisión política; también situó en la marginalidad a las derechas y a los que pretendieron ubicarse en el centroizquierda, como el PPD, aun cuando el partido contara con representantes en los Gobiernos provisionales. En consonancia con ello, el liderazgo de Sá Carneiro se forjó en el ambiente inhóspito de la oposición al Gobierno, si bien las mayores dificultades provinieron del propio partido, de aquellos sectores recelosos, cuando no abiertamente hostiles al ejercicio personalista de su jefatura. Las transiciones griega y española, por el contrario, realizadas desde arriba y «de la ley a la ley», facilitaron la continuidad de las elites y situaron a Karamanlís y a Suárez en una confortable posición de poder desde la que controlaron la agenda del proceso de cambio[43].

A esa primera y radical diferencia se añadieron otras de trascendencia no menor. Los perfiles de Suárez y Sá Carneiro guardan notorios paralelismos: nacidos con dos años de diferencia, compartieron una sincera fe religiosa que les llevó a militar en Acción Católica, una misma formación —ambos cursaron Derecho— y una temprana vocación política, pero su ejercicio del liderazgo resultó antitética. El portugués, de salud frágil y principios ético-políticos fuertes, de carácter arrogante y agresivo en su afán por imponer sus propias convicciones y directrices estratégicas, mantuvo, como ya se ha mencionado, enconados enfrentamientos con dirigentes y cuadros del PPD/PSD. La conflictividad intrapartidaria casi permanente entre los sacarneiristas y sus opositores, fruto del carácter colegial y de la bicefalia en el proceso de toma de decisiones en el seno de la formación[44], dio lugar a sucesivas crisis internas hasta que Sá Carneiro logró imponerse gracias a su conexión ideológica y emocional con las bases del partido, que le alzaron como líder místico al que prestaron devoción y lealtad inquebrantables hasta su prematura muerte en accidente de aviación en 1980[45]. El español, en cambio, se significó como un político con una decidida voluntad de poder, carente de una ideológica precisa y de un proyecto cerrado sobre el proceso de cambio. Un hombre pragmático y flexible, capaz de aunar la audacia con la prudencia y hacerlo, llegado el caso, con firmeza. No era hombre de mitin, hábil a la hora de enardecer a sus seguidores en encuentros multitudinarios como Sá Carneiro, pero en las distancias cortas, ya fuera en encuentros personales o en entrevistas e intervenciones televisadas, Suárez irradiaba confianza, optimismo y una empatía seductora que le franqueaba la confianza de su interlocutor, aunque este fuera el mismo Santiago Carrillo, y de los televidentes[46].

La diferencia de edad y las patentes divergencias en sus trayectorias y experiencias políticas no fueron óbice para que Karamanlís y Suárez mantuvieron un estilo similar de liderazgo. Dichas semejanzas derivan, en buena medida, del contexto en el que se desenvolvieron y que les facilitó, gracias a su destreza en el manejo del tempo, retener la iniciativa política. Al fin y al cabo, fueron los elegidos por el grupo militar-civil que asumió el poder en Grecia tras la caída de la Junta por el rey en el caso de España, para dirigir el cambio político con las máximas garantías posibles de estabilidad, y para lo que contaron con el apoyo de un aparato estatal que, a diferencia de Portugal, permaneció intacto y plenamente operativo. Con estos avales, ambos pudieron presentarse como líderes de la nación y al servicio de los intereses de la ciudadanía. Acorde con su propósito de una democratización inclusiva, tanto uno como otro participaron del afán de cerrar las heridas de la guerra civil y aspiraron a promover un espíritu de colaboración para afrontar el cambio, si bien —conviene precisar— dicha colaboración no implicó negociación con otras fuerzas políticas sobre el contenido de sus reformas.

Persuadido de la urgencia perentoria del cambio, de la necesidad de anticiparse a presiones y compromisos y en su condición de líder de la nación, Karamanlís inició la andadura del proceso en solitario que, avalado por la mayoría absoluta de ND en las primeras elecciones democráticas, prosiguió de la misma manera hasta su culminación[47]. Suárez tampoco entabló una dinámica negociadora en sentido estricto, aunque con suma habilidad supo generar un clima de entendimiento con los partidos de la oposición antifranquista sobre el que se asentaron las negociaciones, el tan celebrado consenso, una vez que la insuficiencia de los resultados electorales de UCD en las primeras elecciones democráticas le abocase a la transacción y el acuerdo[48].

Las semejanzas entre el griego y el español, sin embargo, mutaron en franca discrepancia en lo que se refiere a su jefatura partidaria. A diferencia de Sá Carneiro, Karamanlís, en su calidad de fundador del partido, moldeó ND conforme a sus principios y directrices. Su carisma y autoridad (baste recordar que su imagen fue el símbolo oficial del partido hasta 1979) facilitaron un control absoluto sobre la formación, de manera que situó en los altos puestos de la Administración a personas amigas y a sus colaboradores más estrechos, fiscalizó personalmente la elaboración de las candidaturas electorales y neutralizó toda posibilidad de contestación interna a su programa[49].

Suárez, en cambio, hubo de afrontar una tesitura antagónica con recursos humanos y políticos también diferentes. UCD nació como una coalición de líderes de pequeños partidos de filiación diversa que, conscientes de sus exiguas posibilidades electorales y del prestigio personal de Suárez, percibieron su creación como una ventana de oportunidades para incidir de forma determinante en el cambio político sin que ello supusiera renunciar a su autonomía e independencia. La cooperación, aunque en términos claramente desiguales, obligaba a Suárez a implementar de manera permanente un complicado juego de equilibrios, especialmente, pero no solo, a la hora de confeccionar las listas electorales en el seno de una formación cainita por naturaleza. Dicha naturaleza, sin embargo, no fue rasgo exclusivo de UCD porque los partidos políticos no se configuran ni operan como actores monolíticos; son, en realidad, ámbitos de conflicto y competencia entre las distintas sensibilidades y corrientes que los habitan[50].

De hecho, la crisis de UCD no obedeció tanto a las discrepancias ideológicas internas como al conflicto permanente que enfrentó a sus barones y a su cúpula dirigente en lo relativo a la distribución de recursos de poder, de manera que dicha heterogeneidad no supuso un serio problema mientras el líder pudo satisfacer las expectativas de unos y otros. La inestabilidad ministerial (once gabinetes en cinco años), generadora de recelos e incertidumbres entre los barones, el descalabro del prestigio de un líder reacio al debate parlamentario y la consiguiente reducción de los recursos de los que disponía facilitó que afloraran de manera franca las críticas hacia la jefatura presidencialista de un líder en horas bajas. Desmoralizado e incapaz de transmitir la misma energía positiva, el mismo encanto seductor que en los inicios de su carrera política[51], perdido el control del grupo parlamentario de UCD a manos de sus críticos y enfriadas sus relaciones con el rey, Suárez presentó su dimisión como presidente del Gobierno y del partido en febrero de 1981.

Un último aspecto por reseñar en lo relativo al ejercicio del liderazgo carismático estriba en la estructuración orgánica y la implantación territorial del partido, en los que bien por acción, bien por omisión o por vía interpuesta, los líderes desempeñaron un papel clave. El carácter híbrido de estos partidos, resultado de una combinatoria de innovación y continuidad con dosis en ocasiones desiguales, plantea, de entrada, serias dificultades a su categorización. De hecho, en ellos coexisten elementos propios de los partidos de cuadros con otros característicos de los partidos de masas, de la misma forma que, en particular, ND y UCD combinaron rasgos de los partidos catch-all con los de los partidos cartel. Si se atiende a su constitución genética, las tres formaciones emergieron como partidos de cuadros, en consonancia con su reducida militancia[52], y con una fuerte dependencia del poder político del Estado, incluso en caso del PPD. La presencia de dos de sus fundadores, en especial de Sá Carneiro, en el primer Gobierno provisional (mayo-julio de 1974), proporcionó visibilidad e, incluso, legitimidad al partido durante los difíciles meses que siguieron al 25 de abril[53]. Un tercer rasgo compartido residió en la captación de afiliados y en la creación de una estructura nacional. Dichos objetivos, que asumieron de modo prioritario, se desarrollaron conforme a procedimientos similares, basados en la existencia previa de redes clientelares que, como ya se ha mencionado, proporcionaron a los barones locales bases de poder autónomas, salvo en ND, donde Karamanlís pudo neutralizarlos con cierta facilidad.

Hecha esta caracterización general, pueden introducirse matices de relieve. La regionalización del sistema de partidos luso opuso serias dificultades al PPD para su conversión en partido de ámbito nacional y su militancia tendió a concentrarse en las islas (Azores y Madeira) y en el norte del país, de arraigada tradición católica y conservadora. No obstante, su exigua militancia comenzó a incrementarse en el marco de la intensa movilización anticomunista que suscitó, especialmente en dichos distritos, el verano caliente de 1975 en una tendencia que se acentuaría a partir del 25 de noviembre, fecha en que se inició el reflujo de la deriva revolucionaria[54]. ND y UCD, por el contrario, dispusieron con cierta rapidez de una considerable presencia capilar en el conjunto del territorio gracias a los formidables recursos de los que dispusieron Karamanlís y Suárez desde el Gobierno. Dichos recursos, unido a su vocación de partido escoba o catch-all —en términos humanos tanto como de legados político-culturales— posibilitaron un incremento vertiginoso de la afiliación, si bien es preciso tomar tales cifras con prudencia. Por otro lado, no es posible establecer cuántos de esos afiliados eran militantes reales y cuántos, simplemente, miembros de las clientelas personales de los barones o individuos reclutados como candidatos de cara a las elecciones municipales[55].

Un segundo paralelismo estriba en su tardía institucionalización como partidos, consecuencia lógica de su condición inicial de partidos de cuadros que operaban desde el poder, elemento que desincentivaba la creación de estructuras formales. UCD no dispuso de ellas hasta su primer congreso, en otoño de 1978, de modo que hasta entonces el partido fue controlado desde el Consejo de Ministros. En realidad, ni siquiera después del citado congreso la formación dispuso de un aparato autónomo respecto del Gobierno. De la misma forma, ND no prestó especial interés a su institucionalización y al desarrollo de estructuras de masas hasta 1977, aunque —como en UCD— tales instituciones permanecerían inactivas[56]. Dichas semejanzas, no obstante, convivieron con una divergencia notable: Karamanlís supervisó estrechamente el funcionamiento de los órganos partidarios, cuyos integrantes tanto como sus objetivos, métodos y procedimientos de acción, decidió personalmente. Suárez, por el contrario, no era hombre de partido ni se hallaba interesado en la vida partidaria y, volcado en las tareas de gobierno de la nación, delegó en personas de su confianza la dirección de UCD. Esa dejación, fuente de problemas para el partido y para el propio líder, también se registró en el PPD. Sá Carneiro no tomó parte activa en la vida intrapartidaria, como tampoco en el despliegue de su implantación territorial en los momentos decisivos de la construcción del partido, enfrascado en sus labores en el primer Gobierno provisional y luego a causa de su enfermedad, si bien —a diferencia del español— fue hombre decidido a dar la batalla contra sus críticos y adversarios para moldear al PPD/PDS conforme a sus propios postulados.

Así configurado, el centroderecha asumió en los tres países una orientación transversal, que manteniendo su tradicional arraigo en las zonas agrarias y católicas se dispuso a atraer al conjunto de las clases medias urbanas y rurales, profesionales y secularizadas, de mediana edad y de la juventud precavida frente a las izquierdas, y a todos aquellos elementos populares atraídos por la posibilidad de participación en la toma de decisiones gracias a un cambio prudente y sosegado, alejado de aventurerismos que pudieran dar lugar a incertidumbres.

V. CONCLUSIONES[Subir]

La democratización de Portugal, Grecia y España no constituyó un proceso único, sino que, por el contrario, estuvo atravesado por una compleja y poliédrica serie de cambios que afectaron en particular, aunque no solo, a los partidos en cuanto devinieron canal privilegiado de representación y participación política en los nuevos regímenes. En consonancia, el análisis transnacional permite constatar la recurrencia en el paralelismo de dos procesos: el de la transición a la democracia desde regímenes autoritarios y el de la reformulación del conservadurismo liberal. En realidad, no hubo precedencia sino coincidencia temporal, de modo que podría decirse que se desplegaron como dos caras de la misma moneda. Dicha reformulación se inscribió en una determinada geografía política, la Europa del Sur, que dotó al centroderecha de un perfil ideológico en sintonía con el paradigma vigente en el mundo occidental desde la inmediata posguerra y un marcado europeísmo que ambicionaba el ingreso en la CEE como garantía de la consolidación de la democracia pluralista y el fin de la excepcionalidad de los pueblos meridionales en el entorno de Europa Occidental.

La configuración de un espacio político de centroderecha fue, pues, indisociable de las experiencias dictatoriales, así como de las prácticas del liberalismo decimonónico que por razones diversas había dado lugar en las décadas primeras del siglo xx a inestabilidades tan profundas (guerras civiles, recurrencia a los golpes de Estado...) que bloquearon la posibilidad de partidos liberales dispuestos a participar en una competencia abierta, libre y continuada. De la misma manera, su aparición ha de asociarse de manera inextricable a las transformaciones en el tejido social, las prácticas culturales, las formas de consumo, etc. y tantos otros indicadores de modernización que favorecieron no ya la exigencia de una democracia que aparecía ahora como factible, sino una actualización de los principios y prácticas del viejo conservadurismo. Su modificación como cultura política (laica, reformista, europeísta, abierta a la participación del conjunto de la ciudadanía en la toma de decisiones...) se hizo extensiva a sus instrumentos de intervención en la escena política: los partidos.

Dicha reformulación se materializó en la creación desde arriba de partidos por parte de una elite movilizada políticamente con el propósito de conducir —reconducir en el caso de Portugal— los procesos transicionales hacia la construcción de democracias pluralistas y de economía social de mercado. El ejercicio de ese rol o, dicho de otro modo, el control sobre la agenda del cambio político requería de forma obligada que dichas formaciones establecieran conexiones fuertes con un electorado poblado de nuevas clases medias y obreras que ambicionaban en Grecia y España una democratización prudente y ordenada, rasgos que en Portugal solo comenzaron a abrirse camino tras el reflujo revolucionario a partir de noviembre de 1975. En consonancia, la constitución genética de estos partidos derivó en la configuración de formaciones de naturaleza híbrida, caracterizadas por la combinación, en proporciones peculiares y específicas a cada una de ellas, de elementos de innovación y de continuidad que atañeron al personal político y a sus principios ideológicos, a su organización interna y a su implantación territorial. Todo ello en una dinámica no poco improvisada bajo la dirección de líderes carismáticos que supieron conectar con el sentir y las expectativas de amplios sectores del electorado que depositaron en ellos y en las formaciones que dirigían su confianza, tal como mostró el escrutinio de las primeras elecciones democráticas. Los resultados, no obstante, guardaron notorias diferencias, fruto de la incidencia de elementos distintivos y peculiares a cada uno de los tres escenarios nacionales. La mayoría absoluta obtenida por ND en Grecia resulta inseparable tanto del prestigio y popularidad de Karamanlís como de la inexistencia de otros partidos fuertes, así como por la amenaza militar, interna y externa, derivada esta del conflicto con Turquía a propósito de Chipre. La credibilidad de Suárez no fue bastante para que, en presencia de potentes formaciones de la oposición antifranquista y de una sociedad más movilizada que la griega, el electorado avalara el proyecto reformista de UCD con una mayoría parlamentaria, aunque sí lo suficiente para retener el control sobre el cambio político. La subalternidad del PPD/PSD durante el proceso revolucionario dio un vuelco tras las elecciones legislativas de 1975, que sancionaron la condición del partido como la principal fuerza de oposición en un contexto hegemonizado por la alianza entre el PCP y el MFA.

El sentimiento de identificación y lealtad de amplias capas del electorado se mantuvo en las segundas elecciones, si bien a partir de ellas los caminos del centroderecha en los tres países comenzaron a divergir, fruto en no poca medida del talante y decisiones de sus respectivos líderes, individuos con experiencias políticas distintas y aptitudes igualmente desiguales. De hecho, la íntima vinculación entre líder y partido determinó que la ausencia de una jefatura fuerte, el acusado personalismo, sea por debilidad, renuncia o fallecimiento, conllevara a la postre la desintegración del partido —caso extremo de UCD, a cuyo final coadyuvaron de modo determinante su problemática institucionalización y la permanente conflictividad intrapartidaria— o el inicio de un periodo atravesado por un sentimiento de orfandad y crisis, como sucedió en Grecia y Portugal, si bien en ambos casos pudieron superar el trance debido a la cohesión de sus cuadros y a la lealtad de las bases a sus sucesores[57].

NOTAS[Subir]

[1]

El presente artículo se inserta en el marco del proyecto de Investigación «Construir democracias. Actores y narrativas en los procesos de modernización y cambio en la península ibérica (1959-‍2008)». Ref. PID2019-107169GB-I00

[2]

Un balance de la cuestión, acompañado de nuevos interrogantes y enfoques sobre la transición en Lemus (‍2013); Duch (‍2013); Grandío Seoane (‍2017), y Pasamar (‍2019).

[3]

Demanda similar han sostenido A. Tsipras en Grecia y el socialista Pedro Nuno Santos en Portugal (‍González-Fernández, 2019): 322. Véase también Cuesta Bustillo (‍2017): 23-‍35; Pasamar (‍2018), y Molinero e Ysàs (‍2018).

[4]

Dichos estudios se centran preferentemente en UCD y, en menor medida, en AP. Cfr. Ortiz Heras (‍2012): 71-‍93; Grandío Seoane (‍2015): 27-‍42; Quirosa-Cheyrouze y Fernández Amador (‍2015): 25-‍37; Gascó Escudero (‍2017): 83-‍96; Martín Jiménez y Pelaz López (‍2019): 251-‍264; Pérez López (‍2020), y González Clavero (‍2020): 297-‍320.

[5]

La formación, nominada inicialmente Partido Popular Democrático, adoptó el nombre de Partido Social Demócrata en el otoño de 1976.

[6]

El sistema de partidos griego, sin embargo, sufrió serios embates tras la crisis de 2008 con la desaparición del PASOK y la creación de Amanecer Dorado, partido de inspiración fascista.

[7]

Tal corrección había sido iniciada tímida y parcialmente por el partido socialista mediante una fórmula mixta que pretendía aunar el despliegue de una democracia parlamentaria con la preservación de las conquistas revolucionarias.

[8]

Francisco Sá Carneiro, líder del PPD/PSD murió trágicamente en 1980, el mismo año en que Constantinos Karamanlís renunció a la jefatura de ND para concurrir a las elecciones a la presidencia de la República. A comienzos de 1981 Adolfo Suárez presentó su dimisión como presidente de UCD.

[9]

A diferencia de UCD y ND, el PPD/PSD solo accedió al poder en 1979 gracias a una coalición electoral, Aliança Democrática (AD), de la que formaban parte dos pequeños partidos situados a su derecha: el Centro Democrático Social (CDS) y el Partido Popular Monárquico (PPM).

[10]

Duverger (‍2012): 242-‍43; Sartori, (‍1992): 168, y Bobbio (‍1998): 54-‍59.

[11]

Una breve síntesis de las diferentes teorías en Torcal (‍2011): 6-‍7; Knutsen (‍1998), y Lakoff (‍2013): 41 y ss.

[12]

Ibid.: 31-32 y Rodon (‍2015).

[13]

Wilson (‍1998): IX. Así sucedió en Portugal, donde el CDS, partido de cuadros de inspiración democratacristiana, restó de forma continuada votantes conservadores al PPD/PSD. En Grecia la rivalidad se planteó entre ND y dos pequeñas formaciones, Unión de Centro Democrático (EDIK) y el Partido de los Nuevos Liberales, que acabaron siendo subsumidas por la primera. La competencia en España quedó anulada, dado que la conservadora AP se ubicó claramente en la derecha, aunque posteriormente pasaría a ser legataria de UCD.

[14]

La identificación fue menor en Grecia debido al exilio de destacados líderes políticos, en particular de Constantinos Karamanlís, pero evidente en Portugal y España (‍Frain and Wiarda, 1998): 200.

[15]

La continuidad de dichas elites, en ocasiones genuinos linajes seculares, fue reseñable en Grecia y España, aunque también ha sido señalada para Portugal.

[16]

Sobre la democracia meramente formal anterior a la dictadura y sus actores políticos (derecha tradicional, Ejército, monarquía y Estados Unidos) cfr. Close (‍2002). Sobre Karamanlís, Pappas (‍1999): 32 y Karakatsanis (‍2001): 17.

[17]

Powell (‍1994); Ortega (‍2015), y Fernandes (‍2006). Con anterioridad al 25 de abril, Sá Carneiro había postulado sin éxito la creación de un partido nucleado en torno a los grupos de semioposición (‍Frain, 1998): 32.

[18]

González Casanova (‍1975): 155.

[19]

La negativa de SEDES en Fernández Stock (‍1989): 438-‍439; Sousa (‍2000): 27 y 39, y Frain y Wiarda (‍1998): 205.

[20]

Sousa (‍2000): 74.

[21]

Fuentes (‍2011): 195 y Ortega (‍2015): 374-‍381, 522. Véase también Alzaga (‍2021).

[22]

Hopkin (‍2000) y Fuentes (‍2011): 198-‍199. La expresión joint venture en Ortega (‍2015): 626.

[23]

La relegación afectó a Marcelo Rebelo de Sousa, hijo de Baltazar Rebelo de Sousa, destacado político y ministro de la dictadura, estrecho colaborador de Caetano. Salgueiro, subsecretario de Estado de Planificación Económica durante el consulado marcelista, había concurrido como candidato a la Asamblea Nacional por el partido único en las elecciones de 1973 (‍Fernández Stock, 1989): 453-‍454, 466.

[24]

Pappas (‍1999): 72-‍73.

[25]

Ibid.: 74

[26]

Gunther et al. (‍1986): 118; Hopkin (‍2000); Alonso-Castrillo (‍1996): 189, y Gascó Escudero (‍2017): 83-‍96.

[27]

Powell (‍2007): 79. Es el caso de la Federación de Partidos Demócratas y Liberales y del Partido Demócrata Popular, reconocidos ambos por la Internacional Liberal. Cfr. Alzaga (‍2021).

[28]

Linz (‍1980): 16.

[29]

«Considero que se puede llegar al juego fecundo entre un socialismo democrático, dotado de un fuerte sentido nacional, y una derecha moderna, homologada con los esquemas europeos [...] y es precisa la existencia de una gran fuerza intermedia en la que se embalsen a la vez herencias del pasado y aspiraciones sociales». A. Suárez, Pueblo, 2-3-1976; Wilson (‍1998): VIII-IX.

[30]

Bermeo (‍1992); Juliá (‍1994), y Karatkasanis (‍2001).

[31]

Lemus (‍2001) y Knutsen (‍1998): 297-‍299. El mismo autor subraya la evolución centrista del electorado italiano en los años finales de la década

[32]

Gunther y Montero (‍2000): 24.

[33]

Clogg (‍1987): 227 y Pappas (‍1999): 143.

[34]

Mavrogordatos (‍1982): 92.

[35]

Sousa (‍2000): 50-‍51, 64. Dichas bases fueron modificadas convenientemente para adecuarlas al perfil propio de un partido socialdemócrata.

[36]

Fernández Stock (‍1989): 483. El veto del PSP motivó el rechazo de la IS. La falta de reconocimiento internacional, no obstante, tuvo efectos benéficos en la medida que posibilitó que la formación se concentrara en la política doméstica y su proclamación como «el partido político más portugués» Frain (‍1998): 45-‍46.

[37]

En mayo de 1975 Sá Carneiro se trasladó a Londres para ser tratado de una grave enfermedad y algún tiempo más tarde renunció a la Secretaría General, que pasó a estar desempeñada por el izquierdista Emidio Guerreiro. Recuperado de su dolencia, regresó a Portugal en setiembre de ese mismo año. Cfr. Avillez (‍2010).

[38]

Fernández Stock (‍1989): 522-‍524.

[39]

Dicha revisión pretendía restablecer el marco de una economía de libre mercado, imponer la primacía del poder civil sobre el militar y recortar las prerrogativas del presidente de la República.

[40]

Las preferencias de los españoles por una democracia con orden en Juliá (‍1994): 187-‍188. Los resultados de las encuestas en Gunther et al. (‍1986): 121-‍124 y Alzaga (‍2021): 524.

[41]

El texto completo en https://bit.ly/3Cdxl40. En el texto se enfatizaba, por otro lado, «las grandes dosis de realismo» de sus «planteamientos de centro». Cfr. Soto Carmona (‍2015): 15-‍54.

[42]

Jiménez Diaz (‍2008).

[43]

La elección de Sá Carneiro como secretario general provisional debió mucho a razones de oportunidad política en la medida que era, de los posibles candidatos, el que ostentaba un perfil democrático más claro (‍Fernández Stock, 1989): 451. Los paralelismos entre Grecia y España, en Kaminis (‍1993).

[44]

La bicefalia llegó a materializarse en la difusión pública de posiciones contrarias, tal como sucedió con la cuestión de la unidad sindical o la participación del MFA en la escena política que, siendo aceptadas por la Comisión Política Nacional, fueron rechazadas por el secretario general.

[45]

Lopes (‍1988); Avillez (‍2010), y Zúquete (‍2011).

[46]

Morán (‍1979); Fuentes (‍2011, ‍2016), y Martín Jiménez y Vidal López (‍2019).

[47]

«Es natural, pero también habitual, que el político eminente se mantenga a distancia de sus contemporáneos. Natural debido a su superioridad y utilidad porque su distancia le protege de los hábitos de la debilidad política a que conduce la familiaridad, como el favoritismo, la adulación, etc. El natural resultado de la distancia es la soledad. Pero, a modo de contrapartida, aumenta su autoridad y su liderazgo, de los que tiene necesidad la persona que gobierna». Cit. en Karakatsanis (‍2001) y Woodhouse (‍1982).

[48]

Colomer (‍1998): 87.

[49]

Kalyvas (‍1998): 92 y Pappas (‍1999): 108.

[50]

Alonso Castrillo (‍1996): 162. Su inscripción como tal partido se efectuó en agosto de 1977. Véase Huneeus (‍1985); Fuentes (‍2011): 394; Sartori (‍1992): 96, y Maravall (‍2003): 4.

[51]

Sartori (‍1992): 96 y Maravall (‍2003).

[52]

Los inscritos en 1974 y 1975 no alcanzaban los 4000 en todo el país (‍Sousa, 2000): 63. ND contaba con 20 000 afiliados en 1977 y UCD con 60 000 en 1978. Loulis (‍1981): 72 y Montero (‍1981): 44.

[53]

Sá Carneiro fue nombrado ministro sin cartera y ministro adjunto al presidente del Gabinete, mientras que Magalhães Mota desempeñó la cartera de Administración interior. Véase Sousa (‍2000): 95 y Fernández Stock (‍1989): 453-‍454, 466.

[54]

Sousa (‍2000): 920 destaca la asistencia multitudinaria a los mítines del PPD a partir de agosto, como el celebrado en Oporto el 5 de septiembre, al que asistieron unas 50 000 personas.

[55]

ND contabilizaba 150 000 afiliados en 1979, en tanto que, según comunicaba su secretaría general, UCD disponía de 144 000. Véase Kalyvas (‍1998): 94 y Gunther et al. (‍1986): 153-‍158.

[56]

ND celebró un congreso preliminar en 1977 y, dos años más tarde —cinco desde su fundación— el primero. Véase Hopkin (‍1993) y Pappas (‍1999): 115, 122.

[57]

G. Rallis había sido un estrecho colaborador del fundador de ND y había ostentando diversas carteras ministeriales en sus Gobiernos. La Secretaría General del PSD pasó, tras la trágica muerte de Sá Carneiro, a otro de sus fundadores, Francisco Pinto Balsemao. Leopoldo Calvo Sotelo, designado sucesor por Suárez, fue incapaz para contener la deriva autodestructiva de la UCD.

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