RESUMEN

La sentencia del Tribunal Constitucional de 15 de febrero de 2021 establece los límites al control jurisdiccional del laudo, confirmando el principio de mínima intervención de los órganos jurisdiccionales en el arbitraje. El Tribunal Constitucional delimita el concepto de orden público, así como el del arbitraje de equidad y establece las reglas para la motivación del laudo.

Palabras clave: Arbitraje; orden público; motivación del laudo; laudo de equidad.

ABSTRACT

The judgment of the Constitutional Court of 15 february 2021 establishes the limits to the jurisdictional control of award, confirming the principle of minimal intervention of state courts in arbitration. The Constitutional Court delimits the concept of public policy, as well as that of equity arbitration, and establishes the rules for the motivation of the award.

Keywords: Arbitration; public policy; motivation of award; equity award.

Cómo citar este artículo / Citation: García Pérez, C. L. (2022). La motivación del laudo de equidad: límites a la acción de anulación por vulneración del orden público. Comentario a la STC 17/2021, de 15 de febrero. Derecho Privado y Constitución, 41, 311-‍344. doi:https://doi.org/10.18042/cepc/dpc.41.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. PRECISIONES CONCEPTUALES QUE CONTIENE LA STC 17/2021, DE 15 DE FEBRERO
  4. II. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD EN EL ARBITRAJE: CONTENIDO Y LÍMITES
    1. 1. El arbitraje de equidad: decisión fundada ex aequo et bono o ponderando equitativamente las normas aplicables (artículo 3.2 CC)
    2. 2. La materia disponible objeto de decisión, en concreto, en el arbitraje estatutario: la disolución de la sociedad
    3. 3. La flexibilidad en el procedimiento arbitral: la elección de las reglas procedimentales por las partes o por el árbitro
    4. 4. El deber de motivación del laudo y la valoración de las pruebas
  5. III. LOS LÍMITES DE LA REVISIÓN DEL LAUDO EN LA ACCIÓN DE ANULACIÓN. EL PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA DE LOS ÓRGANOS JURISDICCIONALES Y LA IMPOSIBILIDAD DE ESTOS DE ENTRAR EN EL FONDO DEL ASUNTO
  6. IV. OTRAS CUESTIONES DESTACABLES QUE PODRÍAN DERIVAR DE LA DOCTRINA DE LA STC 17/2021, DE 15 DE FEBRERO
  7. NOTAS
  8. Bibliografía

I. PRECISIONES CONCEPTUALES QUE CONTIENE LA STC 17/2021, DE 15 DE FEBRERO[Subir]

La doctrina que contiene la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17) ha sido recibida por un sector especializado en la institución arbitral con evidente entusiasmo[1], debido fundamentalmente a que de ella se deduce que el Tribunal Constitucional marca con claridad los límites dentro de los cuales los Tribunales Superiores de Justicia pueden revisar una decisión arbitral. Se pone el énfasis en que esta nueva sentencia viene a corroborar una idea sustentada de forma reiterada por este sector doctrinal: que el laudo únicamente puede anularse por los motivos tasados que recoge el art. 41 de la Ley de Arbitraje, pero, además, interpretando restrictivamente las causas que podrían justificar dicha anulación. Con ello, lo que se pretende es hacer lo más «irrecurrible» posible el laudo dictado por el árbitro.

Sin embargo, de la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17) se pueden extraer otras consecuencias. En ella el Tribunal Constitucional no se limita a delinear los contornos poco precisos del concepto de orden público (art. 41.1 f) LA, y que ya había sido objeto de aclaración en la STC 46/2020, de 15 de junio, RTC/2020/46), también sostiene que la expresión «equivalente jurisdiccional», empleada y reiterada en numerosas resoluciones judiciales, no significa que la institución arbitral «sea igual en estimación y valor» a la jurisdicción, sino que dicha equivalencia se reduce, única y exclusivamente, a la eficacia de la decisión adoptada por el árbitro[2], pues como la sentencia, tiene efectos de cosa juzgada y ejecutividad. Además, el Tribunal Constitucional declara que la base estructural sobre la que descansa el arbitraje es la autonomía privada, como reflejo y ejercicio de la propia libertad y dignidad del individuo (art. 10 CE). Teniendo en cuenta estos dos aspectos: la paridad entre arbitraje y jurisdicción queda reducida a la eficacia del laudo, y fundamento de esta institución es la autonomía de la voluntad, se extrae que la actividad desplegada por el árbitro y expresada en el laudo no tiene por qué seguir los mismos parámetros formales y de contenido que se exigen al juez, sino que dentro de ese espacio de libertad reconocido a los sujetos, la labor desarrollada por el árbitro debe conducirse conforme a unos criterios mucho más flexibles, especialmente, tratándose de un arbitraje de equidad.

La sentencia pone de relieve algo ya conocido y sabido; que el arbitraje es y ha sido una institución compleja en la que convergen aspectos sustantivos y procedimentales, lo que ha determinado que su naturaleza, el encargo asumido por el árbitro, los efectos de la decisión y las causas que pueden provocar la anulación del laudo hayan sido controvertidas. Desde sus inicios, las diferentes normas que se ocuparon de regularla, Código civil, Ley de Enjuiciamiento civil y leyes especiales de arbitraje (la de 1953, 1988 y la actualmente vigente de 2003), pusieron de relieve esta dicotomía, lo que sin duda dio lugar a que se discutiese si su naturaleza era eminentemente negocial o, por el contrario, jurisdiccional[3], aunque, probablemente, la opción legislativa en el siglo xix de ubicar la regulación del arbitraje en las leyes de procedimiento civil[4], fuese muestra de que en el arbitraje pesó más su carácter jurisdiccional que negocial.

Esta perspectiva es la que ahora parece intentar matizar el Tribunal Constitucional. La propensión a admitir esta tesis se fundaba, de manera especial, en la necesidad de reforzar los efectos del laudo arbitral y de limitar los motivos de su revisión por los órganos jurisdiccionales[5], algo, ya se ha advertido, fomentado por el propio Tribunal Constitucional al afirmar que se trataba de un «equivalente jurisdiccional»[6]. Sin embargo, esta asimilación, lejos de favorecer una mayor flexibilidad en el procedimiento arbitral, de la actividad decisoria del árbitro, y por ello, del contenido del laudo, así como de limitar las causas que permiten el ejercicio de la acción de anulación, lo que ha generado es, precisamente, un efecto contrario. Declarar que árbitros y jueces ejercen una similar función pública[7], ha desembocado en que se extiendan al arbitraje parecidas (o iguales) exigencias que se requieren en la actividad judicial[8].

No obstante, no estará de más advertir que esta concreta Sentencia no va a estar exenta de críticas, en la medida en que los fundamentos sobre los que se sustenta, examinados con detalle, pueden dar lugar a una interpretación que puede diferir del alcance pretendido por ella. En definitiva, podría parecer que el Tribunal Constitucional, a lo largo de estos últimos años, no ha seguido una línea coherente en cuestiones atinentes a la institución arbitral, sino que sus decisiones han oscilado en razón de convicciones doctrinales o, en su caso, de necesidades sociales o económicas[9]. Dicho esto, queda claro que de momento, la opción por la que parece decantarse es la que ahora se refleja en la Sentencia 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17).

II. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD EN EL ARBITRAJE: CONTENIDO Y LÍMITES [Subir]

El Tribunal Constitucional, al perfilar el verdadero sentido que encerraba la expresión «equivalente jurisdiccional», parece comprender novedades en torno a la naturaleza de la institución arbitral y, como consecuencia de ello, en la actividad que despliega el árbitro y que debe ser recogida en su decisión. Sin embargo, en realidad, el germen de esta «aparente» novedad podía hallarse en el voto particular del Magistrado del Tribunal Constitucional XIOL RÍOS pronunciado en la STC (Pleno) 1/2018, de 11 de enero (RTC/2018/1), cuando afirmaba que «El arbitraje es un medio alternativo de resolución de controversias, pero no un equivalente jurisdiccional. Estoy en desacuerdo con la naturaleza, que la sentencia de la que disiento, atribuye a la institución del arbitraje»[10]; algo, por otra parte, que ya había puesto de manifiesto el Auto del Tribunal Constitucional 259/1993, de 20 de julio (RTC/259/1993), al declarar que «La semejanza de laudo y Sentencia… es tan solo material… Sin embargo, las diferencias son también nítidas. Desde la perspectiva del objeto, el arbitraje solo llega hasta donde alcanza la libertad, que es su fundamento y motor. Por ello, quedan extramuros de su ámbito aquellas cuestiones sobre las cuales los interesados carezcan de poder de disposición… Además, el elemento subjetivo, conectado con el objetivo, pone el énfasis en la diferente configuración del Juez, titular de la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que emana del pueblo (art. 117 CE), revestido, por tanto, de imperium, y del árbitro, desprovisto de tal carisma o cualidad, cuyo mandato tiene su origen en la voluntad de los interesados, dentro de una concreta contienda o controversia».

Esta precisión, por otro lado, necesaria para dejar constancia de que la institución arbitral debe apartarse formal y sustantivamente de la idea de proceso y sentencia, ha sido reiterada con contundencia por la reciente STC 65/2021, de 15 de marzo (RTC/2021/65), al sostener que:

[…] extender la idea del arbitraje como «equivalente jurisdiccional» más allá de su equivalencia en cuanto a sus efectos, es decir, a la cosa juzgada y a su ejecutividad, es tanto como hablar de identidad entre resoluciones judiciales y arbitrales. Esta afirmación es inaceptable, pues ambos tipos de resolución de conflictos descansan sobre preceptos constitucionales distintos. Por ello, y por la confusión que pudiera generar la expresión «equivalente jurisdiccional», a la que se hace referencia en la citada STC 17/2021, el Tribunal insiste en que la semejanza entre ambos tipos de decisión —judicial y arbitral— no alcanza más allá de aquellos efectos y en que el procedimiento arbitral no se puede ver sometido a las exigencias propias del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), puesto que no es un procedimiento judicial, como tampoco los árbitros ejercen la jurisdicción, cometido de la competencia exclusiva de quienes integran el Poder Judicial (art. 117 CE). Por tanto, no están sujetos a los deberes y garantías que impone el art. 24 CE. Al contrario: cuando las partes de una controversia, en ejercicio de la autonomía de la libertad (art. 10 CE), deciden acudir al procedimiento arbitral, eligen sustraerse de las normas que rigen el procedimiento judicial (art. 24 CE), y también, claro está, al enjuiciamiento y valoración de los órganos judiciales, a quienes desde ese momento les está vedado el conocimiento del asunto.

No obstante, esta concepción que se mantiene en las últimas decisiones del Tribunal Constitucional es un reflejo de lo que es y ha sido la institución. Como ya he tenido ocasión de afirmar[11], si nos atenemos a sus antecedentes, el arbitraje constituyó un instrumento de huida de la jurisdicción, siempre en materias disponibles, por lo que parece coherente que reconociéndose a los contendientes esta libertad (pudiendo ser objeto de transacción[12] o, incluso, renunciadas dentro de los límites que establece el art. 6.2º CC), puedan decidir que dichas materias sean dilucidadas por un tercero ajeno a la función pública. Se trata, por tanto, de aceptar la existencia de ese espacio de libertad que en cuestiones disponibles tienen los individuos[13].

De otro lado, no cabe duda que a pesar de las interpretaciones que al contenido de la Ley de Arbitraje se han venido realizando, y que como ya he tenido ocasión de advertir, tradicionalmente se han inclinado más por una opción jurisdiccionalista que negocial, una lectura detenida de la misma evidencia que el pilar sobre el que se sustenta la institución lo constituye la autonomía privada (autorregulación o poder jurídico que ostenta el individuo para gobernar sus propios intereses). Al margen de otros preceptos que así lo reflejan, en lo que ahora interesa, las escasas reglas procedimentales que la Ley contiene (y a excepción de los principios de audiencia, igualdad y contradicción, básicos y fundamentales en la institución,) suplen la ausencia de las que podrían haber sido acordadas por las partes en litigio o, en su defecto, a las establecidas por el árbitro (art. 25 LA)[14].

Como se analiza en las líneas que siguen, la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17), concreta, además, cómo se debe entender el arbitraje de equidad y la actuación del árbitro, cuáles son los motivos para poder anular un laudo y los límites revisores de los Tribunales, detallando y acotando el concepto de orden público, pero abriendo de nuevo el debate sobre la impugnabilidad del laudo que contraviene una norma imperativa.

1. El arbitraje de equidad: decisión fundada ex aequo et bono o ponderando equitativamente las normas aplicables (artículo 3.2 CC)[Subir]

En el supuesto de la sentencia, el laudo fue dictado en equidad con base en lo dispuesto en el convenio arbitral previsto en los estatutos de la sociedad. Hasta el momento se venía entendiendo que en el arbitraje de equidad, a la resolución del litigio se llegaba sin «necesidad» de aplicar las normas propias y adecuadas a la controversia: el árbitro resuelve según su leal saber y entender (ex aequo et bono) teniendo presente las circunstancias particulares o especificidades del caso y partiendo de la delimitación de la contienda (disponible) que ha sido sometida a su decisión. Que resuelva según su «leal saber y entender» supone que el árbitro aplica sus conocimientos (cualificación o capacidad específica) con lealtad, es decir, siendo imparcial y diligente en la solución del conflicto. Esta forma de entender el arbitraje de equidad había sido la sostenida por el Tribunal Supremo hasta hace unos años (SSTS de 20 de febrero de 1982, RJ/1982/785, 8 de noviembre de 1985, RJ/1985/5517, 28 de noviembre de 1988, RJ/1988/8716, y 3 de marzo de 1989, RJ/1989/9882, entre otras), sin embargo, en algún caso (STS de 30 de mayo de 1987, RJ/1987/3853), vino a declarar que en el laudo de equidad no se deben:

[…] desconocer o contravenir las normas de Derecho positivo, sino que viene a afirmar que no se apliquen exclusivamente normas de Derecho de forma rigurosa, como corresponde al concepto tradicional de equidad, superador y complementario del concepto de Ley, para una mayor aproximación al logro de una decisión justa para el caso concreto que la Ley, por su generalidad, podría no alcanzar.

Es por ello que con base en esta doctrina, una corriente doctrinal ha considerado que la referencia a la equidad lo es en el sentido del art. 3.2 CC, primer inciso conforme al cual «La equidad habrá de ponderarse en la aplicación de las normas», es decir, que el árbitro que resuelva en equidad deberá aplicar las disposiciones concretas al supuesto de hecho, no de forma ciega, sino «dulcificando» la regla y adecuándola a las circunstancias particulares del caso[15]. Con todo, recuérdese que el art. 3.2 CC establece además que «[…] las resoluciones de los Tribunales solo podrán descansar de manera exclusiva en ella (la equidad) cuando la Ley expresamente lo permita». Como se ha hecho notar[16], el sentido que se le da al art. 3.2 CC, tratándose de la institución arbitral, tiene como consecuencia que no exista prácticamente diferencia alguna entre el arbitraje de derecho y el de equidad, pues la no aplicación rigurosa de las normas jurídicas, templándolas y adecuándolas al supuesto concreto, es una regla que debe ser observada de igual modo en el arbitraje de derecho. En definitiva, a pesar de que el inciso segundo del art. 3.2 CC permita que una resolución descanse exclusivamente en la equidad cuando una ley lo autoriza (caso de la Ley de Arbitraje)[17], no obstante, tal y como se viene comprendiendo, quedaría vacío de contenido, pues la equidad se limita a la aplicación ponderada de las normas, esto es, a lo que ordena el inciso primero del art. 3.2 CC[18].

Sin embargo, el hecho de que la Ley de Arbitraje prevea y distinga entre arbitraje de derecho y de equidad debiera ser suficiente para admitir que la decisión alcanzada en uno y otro debe seguir parámetros también diferentes. En el arbitraje de derecho aplicando las normas concretas al caso particular enjuiciado (y ajustándolas a las particulares circunstancias del supuesto en el sentido del art. 3.2 en su primera parte), y en el de equidad atendiendo al leal saber y entender del árbitro designado, sin que sea necesario el empleo de las reglas jurídicas que podrían motivar la decisión final. Esto podría deducirse de la Exposición de Motivos de la Ley cuando advierte que en el arbitraje de equidad no es «imprescindible» estar a las disposiciones jurídicas específicas, siempre que las partes no hayan advertido que, aun siendo de equidad, para la solución del conflicto se debe estar a las normas que ellos mismos establecen, pues en tal caso, el árbitro no podrá obviarlas.

Pero si estos argumentos no fuesen suficientes, basta con acudir a la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17) para comprobar que, a pesar de los intentos de reconducir el arbitraje de equidad al de derecho en el sentido del primer inciso del art. 3.2 CC, sin embargo, la idea de que este tipo de arbitraje debe configurarse de acuerdo al significado que a la equidad se le da en el art. 3.2 CC al final, debe mantenerse. El Tribunal Constitucional declara en esta sentencia que:

[…] hay que poner de manifiesto, especialmente para supuestos como el ahora enjuiciado, que cuando las partes se someten a un arbitraje de equidad, aunque ello no excluya necesariamente la posibilidad de que los árbitros refuercen «su saber y entender» con conocimientos jurídicos, pueden prescindir de las normas jurídicas y recurrir a un razonamiento diferente al que se desprende de su aplicación, porque lo que se resuelve ex aequo et bono debe ser decidido por consideraciones relativas a lo justo o equitativo. Y aquí, también debe quedar meridianamente claro que es el tribunal arbitral el único legitimado para optar por la solución que considere más justa y equitativa, teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso, incluso si tal solución es incompatible con la que resultaría de la aplicación de las normas del derecho material.

Esta afirmación del Tribunal Constitucional supone, por tanto, un retorno a la doctrina tradicional sobre cómo debe proceder el árbitro que resuelve en equidad, diferenciándolo del arbitraje de derecho. En definitiva, constituye uno de los aspectos destacables de la sentencia y que habrá que tener presente.

Dicho esto, en ambos tipos de arbitraje, el árbitro no puede desconocer las normas de orden público, pues se erigen como límites legales que pueden justificar el ejercicio de la acción de anulación. Discutido ha sido, sin embargo, que también lo sean las disposiciones imperativas, aunque en concretos ámbitos (por ejemplo, en el caso del arbitraje de consumo), parece incuestionable su debida aplicación, evitando así, la renuncia anticipada a los derechos que en ellas se conceden (art. 10 TRLGDCU, en relación con el art. 6.2 CC), o que vía arbitraje se produzca un fraude de ley (arts. 6.4 CC y 10 TRLGDCU), acaso, porque dentro de estas materias hay aspectos regulados por normas imperativas que lo que realmente encierran son cuestiones de orden público que no pueden ser vulneradas (se trata de una intervención pública de protección y salvaguarda del contratante débil), diferente pues de cuando toda la materia es de orden público, ya que en tal caso, no es disponible, y en consecuencia, no puede ser objeto de arbitraje, art. 2.1 LA (así, dentro del Derecho de familia, lo relativo a filiación y patria potestad). En definitiva, se trata de disociar materias que en su conjunto no son arbitrables por ser indisponibles (su resolución corresponde exclusivamente a los órganos jurisdiccionales por estar interesado el orden público), de aquellas que sí lo pueden ser aun cuando determinados aspectos estén regulados por normas imperativas. Tal vez sirva de argumento a esta distinción el hecho de que haya desaparecido de la Ley de Arbitraje la mención a la imposibilidad de someter a arbitraje aquellas cuestiones inseparablemente unidas a otras sobre las que las partes no tengan poder de disposición.

Esta idea se infiere, de igual modo, de la Sentencia del Tribunal Constitucional que se comenta, al apuntar como posible causa de ejercicio de la acción de anulación del laudo cuando este «infrinja normas legales imperativas» (aspecto que podrá dar lugar a debate y será analizado al final del trabajo), lo que ha sido especialmente polémico en materia societaria.

2. La materia disponible objeto de decisión, en concreto, en el arbitraje estatutario: la disolución de la sociedad[Subir]

La Ley de Arbitraje de 2003 fue modificada en 2011 (Ley 11/2011, de 20 de mayo) con la finalidad de mejorar aspectos concretos de la institución, pero también para intentar atajar ciertas cuestiones polémicas en torno al arbitraje societario, o como expresamente lo denomina la Ley, estatutario, recogiéndose respectivamente en los arts. 11 bis y 11 ter, por un lado, la fórmula precisa para la validez del mismo[19]; por otro, la declaración de nulidad, mediante laudo, de acuerdos societarios inscribibles. En, concreto el art. 11 bis de la Ley, además de otras cuestiones[20], establece que «Las sociedades de capital podrán someter a arbitraje los conflictos que en ellas se planteen», regla que poco o nada aporta[21], aunque de la expresión empleada sí cabe extraer que el arbitraje puede ser adoptado, como forma de solución de contiendas societarias, incluyéndolo como una estipulación más, es decir, como una cláusula arbitral incorporada a los estatutos, pero como se ha sostenido, sin que ello signifique que no existan y se admitan otros tipos de arbitraje societarios diferentes del estatutario (como el convenido en los pactos parasociales)[22]. Es cierto que en el primero, el arbitraje adquiere una virtualidad y trascendencia mayor, dado que la publicidad registral de los estatutos y de la cláusula que establece el arbitraje vincula a todos los socios (incluidos los posteriores), administradores, en su caso, y a la propia sociedad. Puede afirmarse también que, como regla general, el arbitraje estatutario es el instrumento acordado para resolver los conflictos o controversias que puedan surgir entre socios, entre los socios y la sociedad o entre cualquiera de ellos y los administradores o liquidadores con ocasión de la interpretación y aplicación de los Estatutos, impugnación de acuerdos sociales, separación de socios, y disolución y liquidación de la sociedad, entre otras cuestiones (STS de 30 de noviembre de 2001, RJ/2001/9855).

La Sentencia del TSJ de Madrid, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329), declarada nula por la STC 17/2021, de 15 de febrero (también el Auto del mismo Tribunal Superior de 22 de mayo de 2018) y que ordena la retroacción de las actuaciones, constata que el art. 26 de los estatutos de la sociedad Mazacruz, S.L, recoge la cláusula de arbitraje con el siguiente contenido:

Arbitraje: Todas las cuestiones que puedan suscitarse entre los accionistas y la sociedad o entre aquellos directamente por su condición de tales, serán sometidos a arbitraje de equidad, regulado por la Ley española de 5 de diciembre de 1988, comprometiéndose las partes a estar y pasar por el laudo que en su caso se dicte, sin perjuicio de su derecho de acudir ante los tribunales de justicia y de lo previsto en las leyes para la impugnación de acuerdos sociales, [y sostiene que] la referida cláusula compromisoria indica claramente la voluntad de las partes de someterse a arbitraje en relación con el llamado arbitraje estatutario.

En el supuesto, se está ante una sociedad limitada (de carácter familiar) con un número reducido de socios, ámbito dentro del cual tiene todo su sentido la institución arbitral, pues como se ha afirmado:

[…] el componente personalista de este tipo de sociedades favorece la existencia de conflictos, que generalmente enfrentan a socios mayoritarios (que suelen además ostentar el cargo de administrador) y socios minoritarios, defendiendo ambos sus respectivos intereses privados en un contexto normativo caracterizado por una considerable autonomía de la voluntad[23].

Del tenor de la cláusula 26 de los estatutos de Mazacruz, S.L., se extrae, por tanto, que pueden ser objeto de decisión del árbitro «Todas las cuestiones que puedan suscitarse entre los accionistas y la sociedad o entre aquellos directamente por su condición de tales», aunque tal cual viene recogida en la Sentencia del TSJM, parece excluirse «la impugnación de acuerdos sociales». En cualquier caso, de lo que no cabe duda es que la cuestión relativa a la disolución y liquidación de la sociedad quedaba comprendida entre las materias arbitrables[24], pues la mención a «todas las cuestiones entre los accionistas y la sociedad», no debe sino entenderse en este sentido. Además, como he indicado, la posible exclusión del arbitraje para dilucidar la impugnación de los acuerdos sociales (ya que se recoge literalmente «sin perjuicio de su derecho de acudir ante los tribunales de justicia y de lo previsto en las leyes para la impugnación de acuerdos sociales»), sin extenderlo a otros supuestos, avalarían esta misma conclusión.

Superadas antiguas reticencias respecto de las cuestiones societarias que podían ser solventadas mediante arbitraje, y, en nuestro caso, las relativas a la disolución y liquidación de la sociedad[25], el laudo de 6 de abril de 2017 y el laudo aclaratorio de 25 de mayo de 2017 y que fueron objeto de anulación por la citada Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329), resolvieron disolver la sociedad y proceder a su liquidación con nombramiento expreso de las personas encargadas y estableciendo la proporción a la que debía ajustarse, lo que había sido solicitado por una de las partes (socias que ostentaban la mayoría del capital, pero minoritarias en voto) frente al socio que contaba con derecho de voto múltiple (reconocido en previa sentencia judicial) y con minoría del capital, el cual se oponía a dicho petitum. Consta como hecho relatado en la Sentencia del TSJM, que la solicitud de disolución de la sociedad se había intentado en dos ocasiones en la Junta General de la sociedad y que había sido denegada (probablemente por el socio que disponía del derecho de voto múltiple); acuerdo de la Junta que, como se desprende de la cláusula estatutaria de arbitraje, parece no podía ser objeto de impugnación a través de esta vía por venir expresamente excluido. Se deduce, por tanto, que el único cauce que les quedaba a las socias para provocar la disolución de la sociedad era la de acudir a la cláusula estatutaria que imponía el arbitraje, de otro modo, el recurso a los órganos jurisdiccionales hubiera supuesto, posiblemente, que el socio con voto múltiple interpusiese la declinatoria (art. 11.1 LA).

Para la Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329), parece no haber cuestión en torno a la posibilidad de conocimiento por parte del árbitro de esta concreta materia, de hecho, en la Sentencia del TSJM se declara la plena arbitrabilidad de la disolución. Diferente es si la decisión del árbitro debía o no acomodarse a las causas legales y estatutarias de disolución de la sociedad para acordarla. Al respecto, ya se había señalado que:

[…] las normas reguladoras de las causas de disolución tienen carácter imperativo, esa imperatividad no permite calificarlas de orden público y no puede ser llevada más allá de que la Ley quiere que la sociedad se disuelva cuando concurre objetivamente una de las causas legales o estatutarias de disolución. Objetivo legal que se ve alcanzado en igual medida tanto si la disolución es declarada mediante resolución judicial como si lo es mediante laudo[26].

Para la Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329):

[…] el hecho de decretar la disolución y liquidación de una sociedad sin causa legal o estatutariamente predeterminada sí puede suponer una infracción del orden público económico/societario, si con ello se produce una vulneración de normas imperativas que afecten a la esencia del sistema societario,

sin embargo, esta concreta causa, según la sentencia citada, no atenta contra el orden público[27], en la medida en que la desafección societaria, la paralización de los órganos sociales y la imposibilidad de conseguir el fin social, constituyen motivos suficientes para decretar su disolución. En el supuesto, el árbitro optaba por la disolución al constatar un ejercicio abusivo del propio derecho por parte del socio con voto múltiple, lo que había llevado a un permanente conflicto entre los socios (equiparándolo a las causas legales de imposibilidad manifiesta de conseguir el fin de social o la paralización de los órganos sociales). El laudo no entraba, por tanto, en cuestiones ya resueltas por sentencias judiciales previas (validez del voto múltiple), sino que se limitaba a decidir sobre una materia que no había sido objeto de una anterior resolución judicial, la mencionada disolución de la sociedad, motivo por el que la desaparición del derecho de voto múltiple no era consecuencia de una expresa decisión del árbitro, sino del hecho de haber resuelto favorablemente sobre petitum de una de las partes que solicitaba, precisamente, la disolución de la sociedad.

3. La flexibilidad en el procedimiento arbitral: la elección de las reglas procedimentales por las partes o por el árbitro[Subir]

Es sabido que el arbitraje se caracteriza por su flexibilidad[28], y que, en principio, no se deben reproducir en él las exigencias propias del proceso civil. Esta idea se refleja en el art. 25 LA al facultar a las partes para determinar las reglas del procedimiento o, en su defecto, autorizando al árbitro a establecerlas (también, las fijadas por las instituciones arbitrales), de lo que se deduce que las escasas disposiciones que la Ley de Arbitraje contiene en materia de procedimiento, y a excepción de los principios de audiencia, igualdad y contradicción (así como la confidencialidad, art. 24 LA), son normas dispositivas. La autonomía privada, que es la que sustenta la institución, permitiría afirmar que:

[…] el elemento de la voluntariedad, esencial en la definición del arbitraje, aleja todo parentesco del mismo con un verdadero proceso, en el cual no juega la voluntad de las partes, sino el imperio estatal que se manifiesta con toda su fuerza a través del pronunciamiento del juez. Ningún elemento del arbitraje tiene, realmente, naturaleza procesal, ni el compromiso…; ni la dación y recepción del arbitraje, que no guarda afinidad alguna con las figuras procesales, en virtud de las cuales asume un juez el cometido de resolver cierta litis, ni, finalmente, el procedimiento arbitral, que, procedimiento y todo, coincide solo externamente con el desarrollo de un proceso sin encerrar un mismo y esencial significado[29].

No obstante, si se siguiese la línea interpretativa que aboga por la aplicación de las normas procedimentales a la institución arbitral, sea de Derecho o de equidad, la ausencia de un precepto en la Ley de Arbitraje que establezca las pautas para determinar si un laudo ha sido o no motivado y si las pruebas presentadas o practicadas han sido valoradas de forma adecuada, nos llevaría a integrarlo con lo dispuesto en el art. 218.2º LEC, conforme al cual:

Las sentencias se motivarán expresando los razonamientos fácticos y jurídicos que conducen a la apreciación y valoración de las pruebas, así como a la aplicación e interpretación del derecho. La motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón.

Tal vez por ello (y acaso también por la hasta ahora doctrina del Constitucional que declaraba que el arbitraje constituía un «equivalente jurisdiccional»), la Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329) declarase que «el motivo debe ser estimado y procede, por tanto, declarar la nulidad del Laudo impugnado, por apreciar la infracción del orden público… ya que la razón última que sustenta el deber de motivación reside en la sujeción de los jueces al Derecho y en la interdicción de la arbitrariedad del juzgador (art. 117.1 CE)». Sin embargo, si como sostiene el Tribunal Constitucional, el arbitraje encuentra su fundamento en el art. 10 CE y no en el 24 CE, y entre sentencia y laudo no hay más «equivalencia» que la que resulta de sus efectos (cosa juzgada y ejecutividad), residir, como hace la sentencia del TSJ de Madrid, en el art. 117 CE el deber de motivación del laudo para justificar su anulación, incide en lo que ya hemos destacado, la pretensión de extender al arbitraje, y por ello, al procedimiento y al laudo, la aplicación de las mismas disposiciones, exigencias formales y de contenido propias de una resolución judicial[30]. Esta opción fuerza la esencia del arbitraje, lo que justifica que el Tribunal Constitucional haya revisado su doctrina, estableciendo las pautas en las que debe desenvolverse la institución arbitral y más concretamente la actuación del árbitro.

4. El deber de motivación del laudo y la valoración de las pruebas[Subir]

La Ley de Arbitraje de 2003 no establece los criterios mínimos de motivación del laudo arbitral, tampoco qué aspectos del orden público deben comprenderse en la acción de anulación. El art. 37.4 LA se limita a disponer que «El laudo deberá ser siempre motivado, a menos que se trate de un laudo pronunciado en los términos convenidos por las partes…», mientras que el art. 41.1 f) únicamente advierte que «El laudo solo podrá ser anulado cuando la parte que solicita la anulación alegue y pruebe… que es contrario al orden público». De ello se puede extraer que la ausencia de un «soporte legal» sobre el que determinar cuándo un laudo se ha motivado adecuadamente, ha propiciado el recurso a la vía que recoge el art. 41.1 f) LA, es decir, anulación por vulneración del orden público, con la finalidad de decidir si, efectivamente, el laudo ha cumplido con este presupuesto. En consecuencia, a la falta de una regla de mínimos que explicite los criterios que el árbitro debe seguir a la hora de motivar su decisión, se suma el de recoger, para su posible o eventual anulación, un concepto, el de orden público, indeterminado, de límites poco precisos (o como advierte la STC 46/2020, de 15 de junio, RTC/2020/46, de un «concepto poco nítido»). Ambos aspectos han sido objeto de matización por la STC 17/2021, de 15 de febrero, (RTC/2021/17) en la que el Tribunal Constitucional ha establecido los parámetros, dentro de los cuales, pueden los Tribunales Superiores de Justicia entrar a conocer sobre la acción de anulación del laudo, señalando límites al poder revisor de estos, y señaladamente, en lo que se refiere a la motivación de la decisión adoptada por el árbitro, como también a la valoración de la prueba.

Y es que aun cuando el art. 37.1 LA establece el deber del árbitro de motivar la decisión que se adopte (ya sea un arbitraje de derecho o de equidad), el precepto no prevé una regla de mínimos con base en la que se pueda afirmar que el laudo ha sido o no adecuadamente motivado. Como regla general, el árbitro debe, de forma previa, tener en cuenta el petitum de las partes, sus alegaciones, y los hechos probados en virtud de las pruebas presentadas o practicadas en el procedimiento, y que serán objeto de valoración a efectos de determinar aquellos hechos que, teniéndose por probados, permitirán adoptar una decisión «justa» o en «buena conciencia», lo que suele ser recogido en su motivación.

En otro trabajo he tenido ocasión de advertir que:

[…] la actividad desplegada por el árbitro es consecuencia de una labor intelectual propia: la decisión que adopte para dar fin a la contienda; no caben pues en este concreto aspecto (su resolución), instrucciones de las partes que hayan de seguir los árbitros, lo que es diferente de aquellos aspectos instrumentales destinados a adoptar dicha decisión que, acordados por ambos compromitentes, constituyen el contenido potestativo del convenio arbitral y que deben ser observados por el árbitro (si a la decisión se llega según derecho o equidad, lugar de celebración del arbitraje, plazo para dictar el laudo, etc.). El árbitro, como profesional, actúa conforme a las reglas propias del encargo que asume, con un amplio margen de autonomía (la imparcialidad y la independencia son condiciones esenciales en él, art. 17.1º LA), y dentro del ámbito profesional al que su actuación se refiere, aplicando sus propios criterios y conocimientos, de forma que, como hemos dicho, aunque cabe que las partes establezcan previsiones específicas en cuanto al modo de proceder, estas son accesorias, porque el contenido del laudo, los argumentos concretos que el árbitro dará, y sus decisión, quedan en el círculo de autonomía que éste tiene[31].

Esta idea parece confirmarse en el art. 25 LA cuando establece que:

[…] las partes podrán convenir libremente el procedimiento al que se hayan de ajustar los árbitros en sus actuaciones. A falta de acuerdo, los árbitros podrán, con sujeción a lo dispuesto en esta Ley, dirigir el arbitraje del modo que consideren apropiado. Esta potestad de los árbitros comprende la de decidir sobre admisibilidad, pertinencia y utilidad de las pruebas, sobre su práctica, incluso de oficio, y sobre su valoración.

Partiendo, por tanto, de que la motivación es necesaria, solo el laudo no motivado o el que lo es de forma arbitraria, absurda, ilógica o contradictoria (por existir, por ejemplo, incoherencia entre los hechos probados y la decisión adoptada[32]), podrá ser objeto de la acción de anulación. Ya hemos advertido que la ausencia de reglas de mínimos en cuanto a la motivación y valoración de las pruebas en el arbitraje, puede indicar que los criterios estarán en función de lo expresamente previsto por las partes o, en su defecto, por lo establecido por el árbitro, generalmente, con aceptación de aquellas, pero que en todo caso, tanto en la motivación como en la apreciación de las pruebas, la Ley de Arbitraje tolera y autoriza una dulcificación en el desarrollo del encargo asumido por el árbitro, es decir, no establece una rigurosa e inflexible determinación precisa para dar por motivado un laudo, como tampoco para la estimación de las pruebas. La STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17), pone de relieve esta idea cuando sostiene que:

El canon de motivación, en este caso, es más tenue, si bien es imprescindible que se plasmen en el laudo los fundamentos —no necesariamente jurídicos— que permitan conocer cuáles son las razones, incluso sucintamente expuestas, por las que el árbitro se ha inclinado por una de las posiciones opuestas de los litigantes[33], [y que] el art. 37.4 LA únicamente dispone que «el laudo será siempre motivado», pero no impone expresamente que el árbitro deba decidir sobre todos los argumentos presentados por las partes o que deba indicar las pruebas en las que se ha basado para tomar su decisión sobre los hechos, o motivar su preferencia de una prueba sobre otra… de la regulación legal tan solo se sigue que el laudo ha de contener la exposición de los fundamentos que sustentan la decisión, pero no que la motivación deba ser convincente o suficiente, o que deba extenderse necesariamente a determinados extremos.

Se añade que la propia STC advierte que la motivación del laudo es un requisito que deriva del art. 37 LA, pero que es perfectamente prescindible si el legislador así lo considera. De hecho, la Ley de Arbitraje de 1988 únicamente lo exigía cuando el laudo fuese dictado en derecho (art. 32.2), descartándose en el de equidad. También la Ley de Arbitraje 60/2003, antes de su reforma por la Ley 11/2011, de 11 de mayo, optó por permitir que las partes pudiesen excluir la motivación del laudo estableciendo que «el laudo deberá ser motivado, a menos que las partes hayan convenido otra cosa…». Con ello se pone de relieve que la justificación o razonamiento del por qué de una determinada decisión arbitral, aunque necesaria con base en lo dispuesto en el art. 37 LA, no debe comprenderse en el mismo sentido requerido para una sentencia judicial. Ya se ha señalado que la equivalencia entre laudo y sentencia, según el Tribunal Constitucional, se limita a sus efectos, pero no se extiende a otros aspectos como pudiera ser el contenido y extensión de dicha motivación. En definitiva, como destaca la STC 17/2021, «solo a aquel laudo que sea irrazonable, arbitrario o haya incurrido en error patente podrá imputársele un defecto de motivación vulnerador del art. 37.4 LA (y, reiteramos, no del art. 24 CE)», pues este último precepto, art. 24 CE, solo es aplicable a las resoluciones judiciales defectuosamente motivadas.

En cuanto a la valoración de la prueba, la respuesta se puede encontrar en el citado art. 25 LA:

[…] A falta de acuerdo, los árbitros podrán, con sujeción a lo dispuesto en esta Ley, dirigir el arbitraje del modo que consideren apropiado. Esta potestad de los árbitros comprende la de decidir sobre admisibilidad, pertinencia y utilidad de las pruebas, sobre su práctica, incluso de oficio, y sobre su valoración,

es decir, en ausencia de reglas específicas dadas de común acuerdo por las partes[34], el árbitro dispone de libertad para evaluar las pruebas presentadas y practicadas, y de ellas, deducir qué hechos han sido acreditados, sopesándolos y decidiendo coherentemente conforme a los mismos. Obviamente los criterios de valoración a efectos de dictar su resolución, cuando las partes no los han establecido, son aplicados por el árbitro en su decisión sin necesidad de explicitarlos.

Esta forma de proceder en el desarrollo del arbitraje y que culmina con la redacción del laudo es lo que suele designarse como regularidad procedimental, y parece que es lo cuestionado por la Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329) al afirmar que:

[…] el Laudo, por tanto, no da respuesta a todas las cuestiones planteadas en el arbitraje, no valora las pruebas en su integridad, y no contiene una motivación suficiente para llegar a una conclusión tan importante como la disolución de una sociedad.

Pero si nos fijamos, en la sentencia del TSJ de Madrid, no se afirma que el laudo no se haya motivado, sino que la motivación no es suficiente, y aunque afirme que no se valoran las pruebas en su integridad, lo que se extrae es que, una vez analizadas todas las presentadas, el árbitro ha considerado que algunas de ellas tienen mayor peso, para él constituyen hechos (probados) que justificarían la decisión adoptada[35]. Es evidente que siendo así, la interpretación que el Tribunal realiza aplicando el art. 41.1 f) LA, laudo contrario al orden público, se excede del poder revisor a él atribuido, en la medida en que anula un laudo motivado y sustentado en los hechos que el árbitro ha considerado probados[36]. Lo que vía anulación del laudo lleva a cabo el Tribunal es, en esencia, cuestionar la resolución a la que llega el árbitro, es decir, entra en el fondo de la materia sometida a arbitraje al no satisfacerle la opción decisiva adoptada, algo, como se sabe, vedado a los órganos jurisdiccionales y lo que justificó que prosperase el recurso de amparo.

III. LOS LÍMITES DE LA REVISIÓN DEL LAUDO EN LA ACCIÓN DE ANULACIÓN. EL PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA DE LOS ÓRGANOS JURISDICCIONALES Y LA IMPOSIBILIDAD DE ESTOS DE ENTRAR EN EL FONDO DEL ASUNTO [Subir]

Ya se ha advertido que la acción de anulación del laudo no autoriza a los Tribunales a entrar en el fondo del asunto. No se está ante una segunda instancia que permita revisar el acierto o no de la decisión del árbitro al resolver el conflicto (STS de 20 de febrero de 1982, RJ/1982/785)[37], se limita pues a comprobar que no se incurre en ninguno de los motivos tasados que el art. 41 LA recoge y que han sido alegados y probados por la parte que la ejercita. Se trata, en definitiva, de un juicio externo acerca de corrección formal del laudo[38]. En la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17), así se sostiene de forma expresa cuando declara que:

[…] la institución arbitral —tal como la configura la propia Ley de Arbitraje de 2003— es un mecanismo heterónomo de resolución de conflictos, al que es consustancial la mínima intervención de los órganos jurisdiccionales por el respeto a la autonomía de la voluntad de las partes (art. 10 CE)… Igualmente recordamos que si bien la acción de anulación es el mecanismo de control judicial previsto en la legislación arbitral para garantizar que el procedimiento arbitral se ajuste a lo establecido en sus normas, tal control tiene un contenido muy limitado y no permite una revisión del fondo de la cuestión decidida por el árbitro, ni debe ser considerada como una segunda instancia… la valoración del órgano judicial competente sobre una posible contradicción del laudo con el orden público, no puede consistir en un nuevo análisis del asunto sometido a arbitraje, sustituyendo el papel del árbitro en la solución de la controversia, sino que debe ceñirse al enjuiciamiento respecto de la legalidad del convenio arbitral, la arbitrabilidad de la materia y la regularidad procedimental del desarrollo del arbitraje[39].

Sin embargo, el recurso al art. 41.1 f) LA, se había convertido en el motivo de anulación por excelencia, abarcando supuestos que, probablemente, no estaban en la mente del legislador cuando lo incluyó, pero la indeterminación del concepto ha permitido a los Tribunales enjuiciar acerca de la legitimidad de la decisión arbitral con base en este motivo. Se hacía pues necesario concretar el significado del orden público (material y procesal) para encauzar y redirigir de nuevo a la institución a las notas que, hasta el momento, la venían caracterizando. Desvirtuar lo que ha constituido esencia del arbitraje, equiparándolo a la jurisdicción, ha sido un error que ha justificado que algunos Tribunales aplicasen los mismos parámetros de exigencia a la institución arbitral que la requerida para los órganos jurisdiccionales. En este sentido, la STC 17/2021, de 15 de febrero, (RTC/2021/17) confirma la idea de que era preciso rectificar la doctrina sentada y establecer claramente los límites al poder revisor de los Tribunales en la acción de anulación del laudo, y así, señala que:

[…] desde el punto de vista procesal, el orden público se configura como el conjunto de formalidades y principios necesarios de nuestro ordenamiento jurídico procesal, y solo el arbitraje que contradiga alguno de tales principios podrá ser tachado de nulo por vulneración del orden público… La acción de anulación, por consiguiente, solo puede tener como objeto el análisis de los posibles errores procesales en que haya podido incurrir el proceso arbitral, referidos al cumplimiento de las garantías fundamentales, como lo son, por ejemplo, el derecho de defensa, igualdad, bilateralidad, contradicción y prueba, o cuando el laudo carezca de motivación, sea incongruente, infrinja normas legales imperativas o vulnere la intangibilidad de una resolución firme anterior.

Y es que aunque la Sentencia del TSJM, de 8 de enero de 2018 (AC/2021/1329) justifique la anulación del laudo con base en el art. 41.1 f) LA en su vertiente procedimental (motivación insuficiente y no valoración de la totalidad de las pruebas), lo que verdaderamente pretendía era sustituir la decisión del árbitro por la que el Tribunal consideraba más acertada. Entraba en el fondo del asunto (lo que no le está permitido), fundamentalmente porque no estaba de acuerdo con los motivos dados por el árbitro en cuanto al ejercicio abusivo del derecho al voto múltiple y que determinaron la disolución de la sociedad. Tampoco compartía la valoración de la prueba llevada a cabo por el árbitro, pero se debe recordar que las consecuencias o convicciones que puedan extraerse de aquellas, forman parte de la actividad autónoma que el árbitro despliega, y que siendo razonables entran dentro de las pautas admisibles que evidenciarían una actuación diligente. Para el Tribunal Constitucional la irrazonabilidad debe predicarse no tanto del laudo arbitral anulado (al considerar que no cabe reprocharle defecto formal alguno) sino de la propia decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid censurando su comportamiento al ir más allá de lo permisible en el conocimiento de una acción de anulación[40]. Por ello estima el recurso de amparo por vulneración de la tutela judicial efectiva sin indefensión, y resuelve retrotraer las actuaciones al momento anterior a la adopción de la sentencia objeto del recurso de amparo, con el propósito de que éste decida sobre dicha acción de anulación ateniéndose a la doctrina sentada en la STC 17/2021, de 15 de febrero, (RTC/2021/17). El Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dictado una nueva sentencia, STSJM de 21 de mayo de 2021 (AC/2021/1366), y cumpliendo el fallo del Tribunal Constitucional ha resuelto no anular el laudo, extendiéndose ampliamente en todas aquellas cuestiones que habían sido objeto de la acción de anulación y revisadas por el Tribunal Constitucional en el recurso de amparo.

IV. OTRAS CUESTIONES DESTACABLES QUE PODRÍAN DERIVAR DE LA DOCTRINA DE LA STC 17/2021, DE 15 DE FEBRERO [Subir]

Si como ahora parece advertir el Tribunal Constitucional el deber de motivación del laudo no se fundamenta en el art. 24 CE, sino en el 37 LA, considerando que es un requisito de validez de aquel que podría ser perfectamente prescindible si el legislador así lo hubiese previsto, esto nos lleva a plantearnos si su infracción constituye vulneración del orden público, o si la atenuación de su trascendencia encuentra mejor acomodo como infracción del procedimiento con base en el art. 41.1 d) LA:

Que la designación de los árbitros o el procedimiento arbitral no se han ajustado al acuerdo entre las partes, salvo que dicho acuerdo fuera contrario a una norma imperativa de esta Ley, o, a falta de dicho acuerdo, que no se han ajustado a esta Ley.

Del precepto se infiere que a pesar de reconocerse a las partes (y al árbitro) un poder de autorreglamentación en materia de procedimiento arbitral, no obstante, existen disposiciones en la Ley de Arbitraje de contenido imperativo, entre ellas, la relativa a la motivación del laudo, y cuya infracción, creo, constituye una causa diferente de cuando se ven vulnerados principios de orden público procesal, los ya mencionados de igualdad, audiencia y contradicción. En este sentido, la STC 17/2021, sostiene que:

La acción de anulación, por consiguiente, solo puede tener como objeto el análisis de los posibles errores procesales en que haya podido incurrir el proceso arbitral, referidos al cumplimiento de las garantías fundamentales, como lo son, por ejemplo, el derecho de defensa, igualdad, bilateralidad, contradicción y prueba, o cuando el laudo carezca de motivación, sea incongruente, infrinja normas legales imperativas o vulnere la intangibilidad de una resolución firme anterior.

Al margen de que la infracción de una norma imperativa de la Ley de Arbitraje pueda encuadrarse en el art. 41.1 d) LA, la doctrina del Tribunal Constitucional en esta sentencia nos lleva de nuevo a una polémica ya clásica en el arbitraje: si la inobservancia o vulneración del Derecho aplicable por el árbitro en el caso del arbitraje de derecho, como evidentemente también la elusión de las normas imperativas sustanciales (en ambos tipos de arbitraje, de derecho y de equidad), pueden ser motivo de anulación del laudo.

En cuanto a la primera cuestión, es sabido que el art. 41.1 LA no contempla de forma expresa como motivo de anulación la no aplicación de las normas adecuadas al supuesto de hecho controvertido (al margen de las que constituyen orden público y, en su caso, las imperativas), lo que ya había sido puesto de manifiesto por algún autor desaprobando esta opción legislativa[41], acaso, como en líneas anteriores se expuso, con el objetivo de hacer lo más «irrecurrible» posible el laudo arbitral. No obstante, es especialmente destacable de esta sentencia el haber reconocido el valor que la autonomía privada tiene en este instituto, constituyendo su fundamento y pilar, lo que sugiere que el poder autorregulador que las partes ostentan debe ser respetado y puede ser decisivo en la validez del laudo. La pretensión de convertir en prácticamente «inapelable» el laudo arbitral, no es tampoco satisfactoria, pues se obvia que el art. 41.1 LA recoge motivos diversos en los que fundar la acción, no solo, por tanto, el orden público.

Varias razones abonan esta afirmación, por un lado, porque como ya se ha dicho, el Tribunal Constitucional subraya que el arbitraje tiene como motor lo querido por las partes implicadas (compromitentes y árbitro): lo expresamente consentido y las determinaciones que, no habiendo sido objeto de previsión por aquellas, son integradas por lo dispuesto en la ley, de manera que todos los aspectos que han sido libres, conscientes y válidamente aceptados les vinculan jurídicamente (art. 1091 CC). Contrariamente, lo no deseado y voluntariamente excluido quedaría extramuros de los efectos de la decisión. En consecuencia, lo consentido por las partes que recurren al arbitraje no es que cualquier decisión arbitral valga, incluso aquella que contraviene estipulaciones específicas de especial trascendencia y que las partes han querido en su concreto acuerdo. Esto significa que si ambos compromitentes están de acuerdo y pactan un arbitraje de derecho, la inobservancia en el laudo de las reglas jurídicas aplicables es contraria a la voluntad de aquellas y de algún modo debe revisarse.

Si se entiende que el procedimiento arbitral engloba el tipo de arbitraje seleccionado (de derecho) y el cómo debe alcanzarse la decisión (aplicando las disposiciones jurídicas concretas), como por otra parte sostuvo en la STS de 8 de noviembre de 1985 (RJ/1985/5517), el motivo para ejercitar la acción de anulación del laudo que contraviene esta regla procedimental y que ha podido ser básica en la prestación del consentimiento, podría también encuadrarse en la letra d) del art. 41.1 LA[42]. No es argumento advertir que las partes que consintieron en dirimir su controversia mediante arbitraje de derecho aceptaron, a un mismo tiempo, que el laudo que no aplica el régimen jurídico propio de la cuestión controvertida (me refiero, obviamente, al laudo que se sustrae completamente de él, y no al supuesto de mayor o menor acierto en su aplicación) no puede ser objeto de anulación, pues es tanto como afirmar que la autonomía de la voluntad, en este ámbito, no tiene valor, o que es indiferente el tipo de arbitraje estipulado, algo, por otra parte, que iría en contra de lo declarado por el Tribunal Constitucional.

No obstante, si a pesar de lo razonado, se persiste en la idea de que la Ley de Arbitraje no permite ejercitar la acción de anulación en este concreto caso, cabría una última vía, la que recoge el art. 21.1 LA, esto es, la de exigir responsabilidad al árbitro siempre que en su actuación haya incurrido en dolo, mala fe o temeridad. Recuérdese que el árbitro que acepta el encargo se obliga «contractualmente» a cumplir de forma diligente (fielmente) conforme a lo estipulado[43], de manera que la contravención del compromiso asumido, y teniendo en cuenta los criterios de imputación de responsabilidad que el precepto establece, puede dar lugar a un incumplimiento que, generando daños, originaría su propia responsabilidad.

Respecto de la segunda cuestión, la vulneración de la norma imperativa aplicable, ya se ha señalado que la STC 17/2021 lo menciona como posible causa de ejercicio de la acción de anulación del laudo («La acción de anulación, por consiguiente, solo puede tener como objeto… cuando el laudo… infrinja normas legales imperativas…»), motivo éste que vale tanto para el arbitraje de derecho como para el de equidad, y que es especialmente interesante dado que entre nuestra doctrina y jurisprudencia ha sido tradicional distinguir normas de orden público y normas imperativas (lo que encuentra apoyo en el art. 1255 CC). Es cierto que en concretas disposiciones confluyen imperatividad y orden público, pero también lo es que cuestiones reguladas por normas imperativas no afectan al orden público, sobre todo en el ámbito del derecho patrimonial privado[44], de ahí que tanto en el plano del derecho positivo como conceptualmente deban diferenciarse unas y otras. Así, se ha advertido que «orden público se contrapone en realidad a orden privado. Hay cuestiones, materias, instituciones jurídicas que afectan al orden público. Otras, por el contrario, ajenas a él. ¿Cuándo una materia, una institución afecta al orden público? Cuando está tan íntimamente enraizada con los principios fundamentales de la organización de la comunidad que su régimen jurídico no puede ser modificado por los particulares. Es este enlace íntimo del régimen de una institución con los principios fundamentales de la organización política lo que define el orden público»[45], lo que es diferente de la regulación imperativa, pues esta debe analizarse desde su correlación con la autonomía de la voluntad. Dicho de otro modo, la norma es imperativa cuando el ordenamiento jurídico supedita la autonomía privada al contenido de la reglamentación prevista por aquel, se trata, para ciertos autores, no de una cuestión de derogabilidad o disponibilidad de la norma, ni de su mayor o menor obligatoriedad o eficacia, sino de jerarquía normativa. A la reglamentación privada se sobrepone jerárquicamente la disposición imperativa. Constituye, en definitiva, un límite legal a la autonomía que puede obedecer a causas diversas[46], pero sin que necesariamente se vea afectado el orden público, o el motivo que justifique la imperatividad de la reglamentación sea de orden público. Ejemplo de lo expuesto es la necesidad de motivación del laudo que contiene el art. 37.4 LA, pues desde su reforma en 2011 constituye una norma imperativa y ahora prevalece al acto de autonomía, mientras que con anterioridad a su modificación, aquel se anteponía a la previsión legal.

En todo caso, recuérdese que en el ámbito del Derecho patrimonial privado, la imperatividad y, en su caso, «indisponibilidad» lo es de la reglamentación prevista por la norma, esto es, debe entrar a regular el supuesto de hecho que la conforma, pero eso no obsta a que atribuyendo un derecho subjetivo de contenido patrimonial, sobre éste pueda existir plena disponibilidad (en el sentido del art. 2.1 LA) con el límite que marca el art. 6.2 CC.

Como señalaba al inicio de este trabajo, la STC 17/2021, de 15 de febrero, aun cuando suponga un retorno a las raíces de la institución arbitral, probablemente alguna de sus afirmaciones no esté libre de críticas. Muestra de ello es este último aspecto, posibilidad de anulación del laudo por «infringir normas legales imperativas», pues tanto puede comprenderse como norma imperativa en el sentido visto, como aquellas en las que además está interesado el orden público. En cuanto al motivo de anulación, en este segundo supuesto, resulta evidente que es el mencionado en el art. 41.1 f) LA, más complicado resulta determinar la causa que podrá alegarse para la anulación de un laudo que contraviene una norma imperativa pero que no afecta al orden público, pues a la vista del contenido del art. 41.1 LA, ninguno de los supuestos en él mencionados podrían justificarlo, claro está, a excepción de que se trate de un arbitraje de derecho y el argumento empleado sea, precisamente, el que se establece en el art. 41.1 d) LA.

NOTAS[Subir]

[1]

Así, entre otros, Fernández Rozas (‍2021: 117 y ss.), Hinojosa Segovia (‍2021: 147 y ss.), Merino Merchán (‍2021: 181 y ss.), Álvarez González (‍2021: 43 y ss.), Blanco García (‍2021: 1023 y ss.), González García (‍2020: 341 y ss.) y Sevilla Sánchez (‍2021: 231 y ss.).

[2]

Lo dicho se destaca en la Sentencia cuando sostiene que «Puede que la confusión que este Tribunal viene observando en algunas sentencias, como la que ahora se ha recurrido en amparo, haya sido originada por la utilización en nuestros primeros pronunciamientos… —y luego reiterada en posteriores— de la expresión «equivalente jurisdiccional» para referirnos al arbitraje. Si esa fuera la causa, es necesario aclarar desde este momento que tal equivalencia hace referencia especialmente al efecto de cosa juzgada que se produce en ambos tipos de procesos, jurisdiccional y arbitral».

[3]

Existen otras teorías, sustentadas, por ejemplo, por Prieto Castro (‍1954: 710), o Pantaleón Prieto (‍1989: 49 y ss.), que intentan justificar tanto el elemento convencional como el procesal.

[4]

Como hace notar Fernández Rozas (‍2015: 55), además de la regulación del instituto en la LEC, la legislación específica posterior «propiciaba la confusión de los ámbitos jurisdiccional y arbitral».

[5]

También se refleja en la atribución ex lege al árbitro de la facultad de determinar su propia competencia, incluso ante la alegación de inexistencia o nulidad del convenio arbitral, art. 22 LA, o en la renuncia tácita a las facultades de impugnación, art. 6 LA.

[6]

Auto del TC 326/1993, de 28 de octubre (RTC/326/1993), doctrina que ha sido seguida por numerosas resoluciones judiciales posteriores. Para Lorca Navarrete (‍2002: 1766), esta expresión «enmascara» la opción jurisdiccionalista, motivo por el que sostiene que «el arbitraje no es un sucedáneo del jurisdiccionalismo, ni un subsistema dependiente del mismo. El arbitraje se justifica solo en la autonomía negocial de quienes suscriben el convenio arbitral. Esa autonomía negocial se constituye en su justificación. Por tanto, no existe una auctoritas al modo de las fuentes romanas que implique la existencia de una potestas de justificación jurisdiccionalista». De la Cuesta Saenz (‍1996: 315 y ss.), sostiene que, a pesar de la inercia del Tribunal Constitucional en mantener la tesis del equivalente jurisdiccional, con esta sentencia, difícilmente se puede afirmar categóricamente dicha equivalencia, pues de sus considerandos puede deducirse que el origen de la institución no puede ser sino la voluntad de las partes manifestada a través del convenio arbitral o contrato de compromiso.

[7]

El Auto del TC 326/1993, de 28 de octubre (RTC/1993/326), declaraba que «A tenor de la Ley de Arbitraje de 1988, el árbitro que zanja una controversia mediante un laudo de Derecho actúa en ejercicio de una potestad de iurisdictio, pues el arbitraje es un «equivalente jurisdiccional», mediante el cual las partes pueden obtener los mismos objetivos que con la jurisdicción civil, esto es, una decisión que ponga fin al conflicto con todos los efectos de la cosa juzgada (SSTC 62/1991, RTC/1991/62, y 288/1993, RTC/1993/288). Su declaración de los derechos y obligaciones recíprocas de las partes de la controversia se encuentra revestida de auctoritas, por imperativo de la Ley; y solo carece del imperium necesario para ejecutar forzosamente su decisión». Esta asimilación, defendida por un sector de la doctrina italiana, sin embargo, ha sido atajada en el art. 813 del CPC italiano, al disponer que «los árbitros no tienen el estatus de funcionario público o se encarga de un servicio público». Como sostuvo el Auto de la Audiencia Provincial de Barcelona de 17 de octubre de 2003 (JUR/2003/259573) «Desde un punto de vista subjetivo, conectado con el objetivo, el árbitro no puede equiparse a un juez en la medida en que éste es titular de la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que emana del pueblo (art. 117 CE), revestido, por tanto, de imperium, mientras que aquél se encuentra desprovisto de tal cualidad, pues su mandato tiene su origen en la voluntad de los interesados, dentro de una concreta contienda o controversia, de lo que puede deducirse que si la contienda versa sobre un objeto que no es de libre voluntad de las partes no podrá ser válido el mandato que las mismas puedan atribuir al árbitro, por lo que desaparecerá la causa originadora o justificadora del arbitraje».

[8]

Muestra de ello es la STSJ de Madrid, de 7 de marzo de 2017 (AC/2017/451), y aunque no anula el laudo, en sus fundamentos jurídicos extiende a éste iguales exigencias formales y sustantivas que las requeridas en una sentencia. Parece partidario de aplicar determinadas reglas del proceso común al arbitraje, Ormazabal Sánchez (‍2020: 1). Esta idea es consecuencia, como sostienen algunos autores, de que «la atribución de jurisdicción a los árbitros es independiente de la voluntad de las partes y se produce porque así lo quiere el Estado a través de la Ley», Montero Aroca (‍1990: 45), nota 1. También, Font Serra (‍1989: 345) y Requejo Pagés (‍1988-1989: 53). Según Sainz Moreno (‍1983: 1717), la potestad arbitral no deriva del acuerdo de las partes, o como afirmó Valcarce (‍1954: 13), «el árbitro es titular ocasional de una función pública, y en el cumplimiento de ella no ejerce actividad de distinta naturaleza de la del juez estatal». Fernández Rozas (‍2015: 38), afirma que el procedimiento arbitral se caracteriza por su «antiformalismo y simplicidad procedimental», no está «sujeto a las denominadas normas procesales comunes, salvo el caso excepcional de que las partes elijan expresamente su aplicación, sino que está determinado por la autonomía de la voluntad».

[9]

Nótese que el TJCE (entre otras, Sentencias de 26 de octubre de 2006, TJUE 2006/299, y 6 de octubre de 2009, TJCE 2009/309) se ha encargado de establecer una doctrina consolidada en torno a la nulidad del laudo cuando se aprecia, también de oficio por el propio órgano jurisdiccional, la nulidad del convenio arbitral (por tratarse de una cláusula abusiva), llegando incluso a denegar el despacho de ejecución, lo que sin duda ha venido a reforzar la necesidad de una existente y consciente voluntad de las partes en querer el arbitraje, algo, por otra parte, imprescindible.

[10]

Continuaba señalando que «Parece considerar que es simplemente un sucedáneo del ejercicio de la función jurisdiccional, «un equivalente jurisdiccional», como así lo denomina, cuando, a mi juicio, como medio alternativo de resolución de controversias constituye una institución con contenido propio. Es cierto que inicialmente la doctrina constitucional explicó su naturaleza como «equivalente jurisdiccional» (SSTC 43/1988, RTC/1988/43; 233/1988, RTC/1988/233; 288/1993, RTC/1993/288; 176/1996, RTC/1996/176), pero posteriormente tan desafortunada expresión se ha ido matizando gracias a una jurisprudencia constitucional que ha ido evolucionando hacia una doctrina mixta, en la que, como elemento esencial, se subraya la naturaleza contractual del arbitraje en sus orígenes; y, como lógica consecuencia, se admite el carácter jurisdiccional en sus efectos. El fundamento del arbitraje radica, pues, en la voluntad de las partes, si bien para su efectividad requiere de la asistencia judicial, dado que no tendría sentido un mecanismo de resolución de conflictos cuyas decisiones no tuvieran carácter ejecutivo o carecieran del valor de cosa juzgada y no pudieran invocarse con tal carácter ante los poderes públicos y ante los tribunales».

[11]

García Pérez (‍2019: 71 y 72).

[12]

Por ello, como se advertía en la STC 46/2020, de 15 de junio (RTC/2020/46), «el tribunal hace supuesto de la cuestión pues deniega el archivo porque la transacción podría afectar a intereses generales, pero tal afectación solo la justifica tras constatar que el laudo vulnera el orden público. Por esta razón la fiscalía estima que la sala pasó por alto el poder dispositivo de las partes sobre el procedimiento, poder que, sin embargo, habían ejercitado manifestando su desinterés por el litigio incluso a sabiendas de la posible concurrencia del vicio de parcialidad de la institución de arbitraje…». Para el Tribunal, y siguiendo en esencia lo manifestado por el Fiscal, la cuestión «pertenece al estricto ámbito subjetivo de las partes, máxime cuando no se acredita la existencia de intereses de terceros en juego».

[13]

Es de la misma opinión, Fernández Rozas (‍2015: 59). También Ogayar y Ayllón (‍1983: 84 y 85) y Prieto Castro (‍1954: 709). Como advirtiese la STC 9/2005, de 17 de enero (RTC/2005/9), «el arbitraje es un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados, lo que constitucionalmente lo vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento. Este modo de comprender la naturaleza jurídica del arbitraje permite configurar adecuadamente como características esenciales de esta institución la neutralidad, la prevalencia de la autonomía privada y el establecimiento de una intervención judicial limitada y reglada».

[14]

También se constata en la Exposición de Motivos de la Ley cuando literalmente afirma que «El título V regula las actuaciones arbitrales. La Ley vuelve a partir del principio de autonomía de la voluntad y establece como únicos límites al mismo y a la actuación de los árbitros el derecho de defensa de las partes y el principio de igualdad, que se erigen en valores fundamentales del arbitraje como proceso que es. Garantizado el respeto a estas normas básicas, las reglas que sobre el procedimiento arbitral se establecen son dispositivas y resultan, por tanto, aplicables solo si las partes nada han acordado directamente o por su aceptación de un arbitraje institucional o de un reglamento arbitral. De este modo, las opciones de política jurídica que subyacen a estos preceptos quedan subordinadas siempre a la voluntad de las partes».

[15]

En este sentido, Prol Pérez (‍2020: 6 y 7).

[16]

Coca Payeras (‍2015: 284).

[17]

Así lo mantuvo la STS de 28 de noviembre de 1988, RJ/1988/8716: «En el arbitraje de equidad, como el que nos ocupa, los árbitros han de resolver solo según su leal saber y entender, constituyendo, desde el plano sustantivo, uno de los supuestos excepcionales a los que indirectamente se refiere el art. 3.2 del Código Civil, cuando al hablar de la equidad en la aplicación de las normas jurídicas, solo autoriza su uso de manera exclusiva en las resoluciones de los Tribunales en el caso de que la Ley expresamente lo permita, sin que esta Sala sea Juez del juicio de equidad, porque iría contra la misma esencia de ese juicio: personal, subjetivo, de pleno arbitrio, sin más fundamento que ese leal saber y entender del árbitro, que no viene obligado a una motivación jurídica».

[18]

Sostiene Coca Payeras (‍2015: 286), que se confunde «con el tradicional campo de la interpretación y aplicación de las normas por los Tribunales del primer inciso del art. 3.2 del Código Civil que, de esta guisa, sería redundante en su segundo inciso. Parafraseando el referido precepto, acabaría diciendo que las resoluciones solo podrán descansar en la equidad cuando la ley lo permita, y cuando lo permite ello no excluye la aplicación de las normas, solo que esta no debe ser rigurosa».

[19]

El art. 11. bis 2º establece que «La introducción en los estatutos sociales de una cláusula de sumisión a arbitraje requerirá el voto favorable de, al menos, dos tercios de los votos correspondientes a las acciones o a las participaciones en que se divida el capital social».

[20]

El párr. 3º del art. 11 bis de la Ley delimita el tipo de arbitraje, institucional, cuando los estatutos sociales establezcan que «la impugnación de los acuerdos sociales por los socios o administradores quede sometida a la decisión de uno o varios árbitros, encomendándose la administración del arbitraje y la designación de los árbitros a una institución arbitral».

[21]

Desde 2007, el Reglamento del Registro Mercantil admitía la inscripción de la cláusula arbitral contenida en los estatutos de las sociedades anónimas y limitadas, arts. 114.2º.c) y 175.2º.c) RRM.

[22]

Picó i Junoy (‍2013: 95 y ss.). No obstante, téngase en cuenta lo declarado por la STEDH 105/2010, de 28 de octubre, en la que se declaró la violación del art. 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, al imponerse un arbitraje que no había sido expresamente consentido por un socio minoritario en una sociedad de capital.

[23]

Picó i Junoy (‍2013: 96 y ss.). Los litigios existentes entre los socios de Mazacruz S.L., parece, han sido constantes, muestra de ello es el relato que de determinados hechos realiza la SAP de Madrid, de 15 de abril de 2011 (AC/2011/1960).

[24]

Sobre esta cuestión y optando por la solución afirmativa, puede consultarse, Fernández Del Pozo (‍2018: 189, 200 a 209). También, Gallego Sánchez (‍2009: 43 y ss.).

[25]

Contrarias a que la disolución de la sociedad fuese materia arbitrable, las SSAP de Málaga, de 12 de febrero de 2001 (JUR/2001/176038), y Navarra, de 21 de mayo de 2001 (JUR/2001/225784), aduciendo, en síntesis, que la disolución no puede ser objeto del convenio arbitral por afectar a la misma existencia de la sociedad como ente distinto de los socios, o que era previamente necesario que se celebrase una Junta en la se decidiese sobre la posibilidad de la disolución, siendo entonces objeto del arbitraje, el acuerdo social en el que se optase por una u otra opción. No obstante, En la STS de 31 de enero de 1972, se declaró la plena validez del laudo que se dictó sobre los mismos puntos controvertidos que fueron objeto de la acción de anulación: disolución de la sociedad, bases para el reparto del activo social y designación de liquidadores. Con contenido similar, la STS de 20 de diciembre de 1985. También, las SSTS de 11 de diciembre de 1987 (RJ/1987/9417), 17 de julio de 1989 (RJ/1989/5622) y 30 de noviembre de 2001 (RJ/2001/9855), se inclinaron por admitirlo.

[26]

Muñoz Planas (‍1978: 381 y ss.).

[27]

La SAP de Guipúzcoa, de 4 de febrero de 2008 (JUR/2008/17484) y las SSTSJ Galicia, de 10 de mayo de 2013 (RJ/2013/4815) y Cataluña, de 29 de octubre de 2018 (RJ/2018/5904), entre otras, ya habían advertido que el hecho de que en el ámbito del Derecho sociedades haya materias reguladas por normas imperativas no impide que puedan ser decididas mediante arbitraje, y más concretamente, mediante arbitraje de equidad, pues la existencia de este tipo de disposiciones no excluye su carácter negocial y, por tanto dispositivo.

[28]

En la Exposición de Motivos de la Ley de Arbitraje se advierte que «El título V regula las actuaciones arbitrales. La Ley vuelve a partir del principio de autonomía de la voluntad y establece como únicos límites al mismo y a la actuación de los árbitros el derecho de defensa de las partes y el principio de igualdad, que se erigen en valores fundamentales del arbitraje como proceso que es. Garantizado el respeto a estas normas básicas, las reglas que sobre el procedimiento arbitral se establecen son dispositivas y resultan, por tanto, aplicables solo si las partes nada han acordado directamente o por su aceptación de un arbitraje institucional o de un reglamento arbitral. De este modo, las opciones de política jurídica que subyacen a estos preceptos quedan subordinadas siempre a la voluntad de las partes», aludiendo constantemente a la nota de flexibilidad que impregna toda la institución.

[29]

Guasp (‍1950: 1153). En igual sentido, se sostuvo que «el arbitraje no es un proceso, ni siquiera un procedimiento judicial, sino un procedimiento privado sustitutivo del proceso civil, y el procedimiento arbitral no es una manifestación jurisdiccional, dado que si los árbitros pueden imponer su parecer a las partes, si el laudo es obligatorio para estas, es porque ellas quisieron previamente que les obligara, mientras que la sentencia judicial vale, no por el consentimiento o aceptación de los litigantes, sino por voluntad coactiva de todo el ordenamiento jurídico», Ogayar y Ayllón (‍1983: 101).

[30]

Como sostiene el Ministerio Fiscal en la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17), «la equivalencia entre una resolución judicial y una arbitral se refiere tan solo a la equivalencia en sus efectos, es decir a que ambas producen el efecto de cosa juzgada y son igualmente susceptibles de ejecución forzosa. Para el fiscal, extender esa equivalencia más allá de estos términos, por ejemplo, a la fase de elaboración, con su consiguiente igualdad en la valoración de las pruebas y en la motivación de la decisión, supondría más que hablar de equivalencia, hablar de identidad, y eso es claramente contrario a la naturaleza y finalidad del arbitraje. Es decir, convertir el arbitraje en una “modalidad” de sentencia no favorece el arbitraje, ni eleva su categoría, sino que lo priva de su esencia, es decir de la autonomía de la voluntad de las partes, quienes han acordado precisamente sustraer la decisión de su pleito a la administración de justicia por razones legítimas».

[31]

García Pérez (‍2019: 113 y ss.). En igual sentido, De Ángel Yagüez (‍2013: 476 y 477).

[32]

Lo que en la STC 17/2021, de 15 de febrero (RTC/2021/17), implica «coherencia formal del razonamiento». Sostiene también que «no pueden considerarse razonadas ni motivadas aquellas resoluciones que, a primera vista, y sin necesidad de mayor esfuerzo intelectual y argumental, se comprueba que parten de premisas inexistentes o patentemente erróneas, siguen un desarrollo argumental que incurre en quiebras lógicas de tal magnitud que las conclusiones alcanzadas no pueden basarse en ninguna de las razones aducidas».

[33]

En la Sentencia se advierte también que «no se requiere una argumentación exhaustiva y pormenorizada de todos los aspectos y perspectivas que las partes puedan tener de la cuestión que se decide, pues el derecho a obtener una resolución fundada, favorable o adversa, es garantía frente a la arbitrariedad e irrazonabilidad y ello, en materia de arbitraje, implica que la resolución ha de contener los elementos y razones de juicio que permitan conocer cuáles han sido los criterios jurídicos o de equidad que fundamentan la decisión, que no deben resultar arbitrarios».

[34]

La STC 65/2021, de 15 de marzo (RTC/2021/65) ha venido a corroborar esta idea al sostener que «Asentado, por consiguiente, el arbitraje en la autonomía de la voluntad y la libertad de los particulares (art. 10 CE), el deber de motivación del laudo no se integra en el orden público exigido en el art. 24 CE para la resolución judicial, sino que se ajusta a un parámetro propio, definido en función del art. 10 CE. Este parámetro deberán configurarlo, ante todo, las propias partes sometidas a arbitraje a las que corresponde, al igual que pactan las normas arbitrales, el número de árbitros, la naturaleza del arbitraje o las reglas de prueba, pactar si el laudo debe estar motivado (art. 37.4 LA) y en qué términos».

[35]

Así lo confirmó el propio Tribunal Constitucional en la sentencia que se comenta, afirmando que «De los autos queda acreditado con claridad que el árbitro practicó y valoró toda la prueba propuesta y extrajo determinadas consecuencias».

[36]

Es más, el propio TSJ de Madrid destaca que a la hora de decidir en equidad y dentro de lo que constituye la motivación de su decisión, el árbitro empleó una argumentación «acertada y extensa», y a mayor abundamiento, en la sentencia se sostuvo que «las bases de equidad parten de los hechos, los que se evalúan y justifican una determinada decisión considerando inclusive las particularidades de la controversia planteada, por cierto, muy prolija», aunque ello no obstante (y parece que entrando en contradicción con sus propias apreciaciones sobre el contenido del laudo), considera que el árbitro no lo llevó a cabo adecuadamente «por lo que la motivación del laudo deba ser considerada arbitraria por falta de motivación suficiente».

[37]

La STSJ de Madrid, de 23 de mayo de 2012 (PROV/2012/227792), afirmó que debe quedar fuera de un posible control anulatorio «la posible justicia del laudo, las deficiencias del fallo o el modo más o menos acertado de resolver la cuestión». Lo que puede deducirse, igualmente, de la sentencia del Tribunal Constitucional que se comenta, pues aunque referido a las resoluciones judiciales y al art. 24 CE, expresamente afirma que «tampoco se incluye en el derecho a la tutela judicial efectiva un derecho al acierto judicial en la selección, interpretación y aplicación de las normas, ya que, según es consolidada doctrina constitucional, el derecho reconocido en el art. 24 CE no garantiza la corrección jurídica de la interpretación y aplicación del Derecho llevada a cabo por los jueces y tribunales. De ahí que este concreto resultado no forme parte del acuerdo, limitándose entonces a desarrollar su labor diligentemente (fielmente, de acuerdo a lo expresamente contratado.

[38]

Como ya se declaró por el Tribunal Constitucional en el Auto 259/1993, de 20 de julio (RTC/1993/259) «El contenido del laudo no es revisable judicialmente ni, por tanto, en sede constitucional. Así lo dijimos en nuestra STC 43/1988 vigente la anterior Ley de Arbitraje, aun cuando su doctrina siga siendo válida en la actualidad. Se trata de un proceso especial, ajeno a la jurisdicción ordinaria con simplicidad de formas procesales y uso del arbitrio en el de equidad, sin necesidad de motivación jurídica, aunque sí, en todo caso, de dar a las partes la oportunidad adecuada de ser oídas y de presentar las pruebas que estimen necesarias. Ahora bien, el recurso de nulidad no transfiere al Tribunal Supremo entonces, a la Audiencia Provincial hoy, ni les atribuye la jurisdicción originaria exclusiva de los árbitros, ni siquiera la revisora del juicio de equidad en sí mismo. No es Juez del juicio de equidad, porque iría contra la misma esencia de ese juicio personal, subjetivo, de pleno arbitrio, sin más fundamento que el leal saber y entender del árbitro. La revisión que opera el recurso de nulidad es un juicio externo… la intervención jurisdiccional al respecto es únicamente control de las garantías formales, sin que pueda ser objeto de revisión judicial…».

[39]

Más concretamente, el Tribunal Constitucional declara que «el posible control judicial del laudo y su conformidad con el orden público no puede traer como consecuencia que el órgano judicial supla al tribunal arbitral en su función de aplicación del derecho. Tampoco es una segunda instancia revisora de los hechos y los derechos aplicados en el laudo, ni un mecanismo de control de la correcta aplicación de la jurisprudencia. Por consiguiente, debe subrayarse una vez más que si la resolución arbitral no puede tacharse de arbitraria, ilógica, absurda o irracional, no cabe declarar su nulidad amparándose en la noción de orden público».

[40]

Sostiene que «resulta manifiestamente irrazonable y claramente arbitrario pretender incluir en la noción de orden público ex art. 41 f) LA, lo que simplemente constituye una pura revisión de la valoración de la prueba realizada motivadamente por el árbitro, porque a través de esta revisión probatoria lo que se está operando es una auténtica mutación de la acción de anulación, que es un remedio extremo y excepcional que no puede fundarse en infracciones puramente formales, sino que debe servir únicamente para remediar situaciones de indefensión efectiva y real o vulneraciones de derechos fundamentales o salvaguardar el orden público español, lo que excluye que las infracciones de procedimiento, sin afectación material de los derechos o situación jurídica de las partes, puedan servir de excusa para lograr la anulación de laudos».

[41]

Albaladejo (‍1990: 171 y ss.).

[42]

Esto es, que el procedimiento arbitral no se ha ajustado al acuerdo entre las partes, entendidas estas como aquellas que no solo perfeccionaron el convenio arbitral, sino también el contrato concluido entre los contendientes y el árbitro que no ha respetado la expresa opción de los compromitentes.

[43]

«Cumplimiento fiel del encargo equivale a ejecución diligente de la prestación debida, y solo lo es aquel que se ajusta a los parámetros de actuación del servicio concreto requerido, y a un mismo tiempo, a las reglas específicamente pactadas como también, en defecto de estas, a las previsiones legales y, en todo caso, a las que constituyen normas imperativas o de orden público, todo ello referido a cada uno de los presupuestos requeridos en la actuación arbitral (condiciones exigibles al árbitro, preservación de los principios de igualdad, audiencia y contradicción en el procedimiento, estudio detenido de la contienda, y resolución de la misma de acuerdo a los conocimientos técnicos del árbitro exponiendo las razones o motivos que han llevado a la solución concreta)», García Pérez (‍2019: 113 y ss.).

[44]

Ampliamente sobre esta cuestión puede consultarse Díez Picazo (‍1956: 1149, 1158 y ss.). Esta distinción es la que se recogió en la STSJ de Madrid de 6 de abril de 2015, afirmando que «No es que toda inaplicación de norma de obligado cumplimiento constituya una infracción del orden público, sino que la infracción de una norma imperativa, cuando afecta a derechos constitucionales o principios básicos de la convivencia social, afecta directamente al orden público cuya protección está especialmente potenciada en el ámbito del arbitraje a través de la incorporación de una causa específica de anulación del laudo arbitral», o como sostuvo la STSJ de Madrid de 21 de abril de 2015 que «No se puede confundir vulneración del orden público con posible vulneración de normas imperativas. Toda vulneración del orden público implica vulneración de una norma imperativa, pero no toda vulneración de norma imperativa, se si produjera, comporta la vulneración del orden público… Y si no toda vulneración del orden público (declarada y apreciada) de una norma cabe encuadrarla dentro de la vulneración del orden público, tanto menos es posible ese encuadre cuando lo que se discute o alega es la interpretación de una norma de una forma diferente entre la hecha por la parte y la realizada por el árbitro».

[45]

Díez Picazo (‍1956: 1159).

[46]

Díez Picazo (‍1956: 1161 y 1162).

Bibliografía[Subir]

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