RESUMEN

La crisis provocada por la pandemia del coronavirus ha puesto de manifiesto muchas de las debilidades de nuestro Estado social y democrático. Los efectos han sido especialmente negativos desde el punto de vista de la igualdad de género. Se ha puesto de manifiesto la necesidad de superar no solo una determinada construcción del sujeto de derechos, sino toda una teoría de los derechos sobre la que hemos sostenido nuestras instituciones. En este sentido, la postpandemia es un escenario idóneo para fortalecer los Estados constitucionales, incorporando la paridad como un principio estructural y los derechos/deberes de cuidado como eje central de una revisión que ponga las bases para un nuevo pacto social.

Palabras clave: Postpandemia; crisis; paridad; igualdad; sujeto; derechos; cuidados.

ABSTRACT

The crisis caused by the Coronavirus pandemic has revealed many of the weaknesses of our social and democratic State. Effects have been particularly negative from the point of view of gender equality. The need to overcome the construction of «the subject of rights» and the theory used to support constitutional institutions has been revealed. In this sense, the post-pandemic is an ideal scenario to strengthen our constitutional states, by incorporating parity as a structural principle and care rights as the central axis of a revision which sets the basis for a new social contract.

Keywords: Post-pandemic; crisis; parity; equality; rights; care.

Cómo citar este artículo / Citation: Salazar Benítez, O. (2022). La postpandemia como escenario de revisión del pacto constitucional en clave de paridad. IgualdadES, 7, 347-‍383. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.7.01

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN: LA CRISIS CONTEXTUALIZADA
  4. II. LAS FRACTURAS DEL SISTEMA
  5. III. LA DEMOCRACIA PARITARIA POR HACER
  6. IV. HACIA UN NUEVO SUJETO DE DERECHOS
  7. V. ¿Y LOS HOMBRES QUÉ?
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN: LA CRISIS CONTEXTUALIZADA[Subir]

El XIX Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, celebrado en el mes de marzo de 2022 en la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), se planteó un dilema: «Estado constitucional postpandemia: ¿crisis o fortalecimiento?». Este título nos remite a una serie de interrogantes partiendo del mismo contexto temporal —la postpandemia nos habla de presente, pero sobre todo de futuro— y nos sitúa en un debate clásico en torno a las crisis, entendidas estas como una oportunidad para la transformación. Desde esta perspectiva, en las siguientes páginas nos planteamos de qué manera la pandemia provocada por el coronavirus ha tenido singulares consecuencias desde el punto de vista de la igualdad de género. Este análisis será, a su vez, el punto de partida para plantearnos algunas cuestiones pendientes en torno a la profundización democrática de nuestro Estado de derecho, muy especialmente en lo que tiene que ver con su carácter social, y teniendo como referencia esencial el objetivo de una democracia paritaria. Este reto nos obliga a superar la «tiranía de lo urgente» (‍Solanas, 2020) y a abordar con una perspectiva de medio y largo plazo una serie de reformas estructurales.

Estas reflexiones han de situarse necesariamente en un contexto en el que las democracias se están mostrando incapaces de responder a un mundo cada vez más complejo, sometido a permanentes riesgos e incertidumbres, y ante el que muchos de los instrumentos que tradicionalmente hemos usado para gobernar, resolver conflictos o distribuir bienes y recursos son completamente insuficientes (‍Innerarity, 2019). Si bien desde hace décadas se habla de una «crisis del paradigma constitucional» (‍Ferrajoli, 2011), de la misma manera que se ha reflexionado y debatido sobre los efectos de la globalización y las tensiones con los Estados nación, no estamos siendo capaces de superar los mecanismos de las democracias liberales que, ante una situación de crisis, demuestran su rigidez y su incapacidad. Además, y en concreto la situación global provocada por la pandemia, como más adelante analizaremos, ha demostrado que los presupuestos que nos han servido durante siglos para definir al sujeto de derechos, y con él las condiciones de nuestros pactos de convivencia, han partido de una ficción que no es otra que concebir al individuo como un sujeto autosuficiente y en ningún caso condicionado por su vulnerabilidad. Es decir, hemos articulado unos sistemas constitucionales obviando una realidad ontológica básica —la fragilidad humana— y situando en un lugar secundario todas las dimensiones de la vida que tienen que ver con la lógica consecuencia de esa fragilidad, es decir, la interdependencia[2].

En los dos últimos años han sido muchas las publicaciones que se han centrado en los efectos que la pandemia ha provocado en los Estados constitucionales y en unas democracias que ya desde hace tiempo viven una profunda crisis institucional[3]. Han proliferado las publicaciones en torno a los debates jurídicos sobre las medidas extraordinarias con las que los Gobiernos fueron respondiendo a una situación excepcional[4]. En el caso concreto de nuestro país, las tensiones entre los tres poderes del Estado, a los que habría que sumar en última instancia el Tribunal Constitucional[5], han dado lugar a intensos debates en torno a la definición constitucional de los estados excepcionales y a las discutibles limitaciones de derechos fundamentales que provocaron las medidas adoptadas en los sucesivos estados de alarma[6]. En la mayoría de las ocasiones, estos debates han pecado de un excesivo formalismo y tuvieron más en cuenta los efectos estrictamente jurídicos de las medidas que los sociales y políticos[7]. Todo ello, además, en el siempre complejo contexto de nuestro Estado autonómico[8] y, no lo olvidemos, desde la singular situación de un Gobierno de coalición surgido en uno de los períodos más convulsos de nuestra democracia[9].

Más allá de la necesaria reflexión que como constitucionalistas tendríamos que plantearnos en torno a los estados que contempla el art. 116 CE, así como sobre los instrumentos normativos que sirven de marco a la salud pública en contextos de crisis[10], uno de los ejes centrales de nuestro trabajo de proyección hacia el futuro tendría que ser el relacionado con la igualdad, y más específicamente con la igualdad de mujeres y hombres. Y todo ello porque las crisis, así, en plural, generadas por el coronavirus han puesto de manifiesto muchas debilidades de nuestro pacto de convivencia y han evidenciado los elementos que todavía hoy siguen siendo un obstáculo para que mujeres y hombres disfrutemos de un mismo estatus[11]. Esto no significa negar los avances en igualdad de las últimas décadas[12], muy especialmente desde el punto de vista normativo y también en cuanto a la conciencia social con respecto a determinados problemas como las violencias machistas[13], sino poner de relieve cómo no hemos sido capaces de cambiar unas estructuras que son las que generan la discriminación de las mujeres y cómo en momentos de crisis la fragilidad del sistema se pone en evidencia y ello da lugar a que las mujeres, y los espacios mayoritariamente ocupados por ellas o que seguimos entendiendo como responsabilidad de ellas, sufran de manera especial sus efectos negativos[14].

Desde un punto de vista más sociológico, no podemos olvidar que la pandemia llega justo en un momento en el que el movimiento feminista había conseguido una presencia pública a nivel global sin precedentes, con la consiguiente atención sobre determinadas cuestiones que durante siglos habían sido prácticamente invisibles para la sociedad, y en gran medida para el derecho, y un más que positivo proceso de concienciación progresiva[15]. Estos éxitos del movimiento feminista han provocado, a su vez, una reacción, por otra parte habitual siempre que se avanza en materia de igualdad (‍Ávila, 2019), que ha encontrado en las redes sociales un ámbito privilegiado de propaganda y que se ha ido incorporado al discurso político de partidos que ya en varios países están consiguiendo una creciente representación parlamentaria. Este escenario ambivalente habrá de ser tenido en cuenta en cualquier reflexión o propuesta que nos hagamos sobre qué posibles efectos ha podido tener la pandemia en materia de igualdad [16]. Al mismo tiempo, nos tendremos que plantear qué efectos ha podido tener a nivel internacional en la agenda de la igualdad de género (‍Solanas, 2020). Recordemos que apenas unos días antes de que en nuestro país se decretara el primer estado de alarma fue publicada la nueva Estrategia de Igualdad de Género 2020-‍2025 de la Comisión Europea[17], cuya realización efectiva va a estar condicionada por el contexto de crisis iniciado en 2020 y al que se ha superpuesto en los últimos meses el derivado de la invasión rusa de Ucrania[18].

II. LAS FRACTURAS DEL SISTEMA [Subir]

Como hemos apuntado, la crisis —no solo sanitaria, sino también económica y social, emocional incluso— provocada por el coronavirus ha puesto de manifiesto algunas de las debilidades de nuestro sistema constitucional, muy especialmente en todo lo relacionado con la garantía de los derechos fundamentales y con la protección de los y las más vulnerables. Una crisis que además hay que ubicar en un contexto más amplio, en el que están confluyendo diferentes crisis:

La humanidad se encuentra en una encrucijada marcada por el desbordamiento ecológico, el empobrecimiento, la profundización de las desigualdades y los retrocesos democráticos. Las diversas manifestaciones de la crisis civilizatoria que atravesamos —ecológica, de cuidados o económica— están interconectadas y apuntan a un conflicto sistémico entre nuestra civilización y aquello que nos permite sobrevivir. Nos encontramos ante una situación de emergencia planetaria. Lo que está en riesgo es la supervivencia en condiciones dignas de la mayor parte de la población y el desafío común de nuestro tiempo es ofrecer una respuesta democrática y justa que no deje a amplios sectores de población por el camino. La crisis generada por la pandemia de la COVID-19 es una de las manifestaciones de esta crisis, anunciada y esperada, pero devastadora en sus consecuencias económicas, sociales, humanas y políticas (‍Herrero, 2020: 53)[19].

En este sentido, se ha llegado a hablar de «crisis ecosocial» y de una amenaza de «colapso» (‍Font, 2022).

La situación en nuestro país fue singularmente dramática para las personas mayores, y no solo por lo sufrido en muchas residencias[20], sino en general por cómo les afectaron determinadas medidas adoptadas durante la vigencia del estado de alarma[21]. Los efectos negativos que la pandemia ha tenido sobre la salud y el bienestar de las personas mayores nos pone de manifiesto cómo estamos ante un colectivo, cada vez más numeroso, que sufre lo que podríamos considerar una especie de ciudadanía devaluada, y no porque formalmente no se les reconozcan todos los derechos, sino porque desde el punto de vista material acaban convertidos en sujetos a los que progresivamente se les niega su capacidad de agencia y se les somete, en el mejor de los casos, a políticas paternalistas que en muchos casos condicionan su autonomía. Es evidente que en las democracias contemporáneas hay un grave problema de «edadismo» que, por su carácter estructural, tiene muchos elementos en común con el sexismo y se traduce en un desigual estatus para las personas que llegan a una determinada edad en la que ya el sistema no las estima productivas (‍Barranco, 2014). Estaríamos hablando, pues, de una discriminación por razón de edad, circunstancia que debemos entender incluida en la cláusula abierta del art. 14 CE y que nos remite a su vez al papel activo que el art. 9.2 CE reclama de los poderes públicos para remover los obstáculos que impiden la igualdad real y efectiva (‍Flores, 2019)[22].

La pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de replantearnos el estatus jurídico de las personas mayores, contemplados de manera insuficiente en el capítulo de los principios rectores de la política social y económica (art. 50 CE), así como la limitada eficacia de los instrumentos adoptados en las últimas décadas para atender sus necesidades específicas. En este sentido, han sido reiteradamente puestas de manifiesto las carencias, sobre todo en su ejecución práctica, de la «Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia» (LAPAD). La insuficiente financiación, así como la descoordinación institucional (y territorial) han contribuido de manera decisiva a la poca eficacia de una ley que, por vez primera, pretendía dar una respuesta desde lo público a unas necesidades que siempre habían estado en lo privado y, por tanto, mayoritariamente en manos de las mujeres[23]. La misma opción que acabó siendo la dominante en la implementación de la citada ley, es decir, la consistente no tanto en la creación de servicios públicos de atención a la dependencia, sino en la asignación de una cantidad a las personas cuidadoras, no ha hecho sino mantener la posición subordinada de las mujeres, que han sido y son las que mayoritariamente se han ocupado de dichos trabajos (‍Holgado, 2019; ‍Flores Anarte, 2020)[24].

La situación durante la pandemia de las personas mayores y, en general, de las dependientes, a las que podríamos sumar la de los menores de edad que en el confinamiento vieron interrumpidos sus procesos educativos de manera presencial, lo cual supuso a su vez la exigencia de una implicación más activa de sus progenitores, nos revela no solo la insuficiencia de nuestro sistema de cuidados, sino también, y en estrecha relación con ella, las consecuencias negativas que de manera singular sufren las mujeres desde una doble perspectiva: a) en cuanto que continúan siendo las que de forma mayoritaria se ven obligadas a conciliar la vida privada con la laboral[25], y b) en cuanto que ocupan de forma también mayoritaria los puestos de trabajo relacionados con cuidados[26], tradicionalmente caracterizados por la precariedad[27]. En este sentido, por ejemplo, el teletrabajo, planteado como una opción de futuro, no hizo sino incrementar la carga global de las mujeres que tuvieron que trabajar desde casa durante la pandemia (‍Aguado et al., 2021), con efectos negativos incluso en su salud[28]. Esta compleja situación se agravó en los hogares monoparentales y puso en evidencia cómo seguimos sin tener resueltas cuestiones esenciales de lo cotidiano como son todas las relacionadas con las responsabilidades domésticas o la organización de los tiempos. Todo ello se ha traducido en consecuencias singularmente negativas paras las trabajadoras[29]. Recordemos los efectos que la pandemia provocó en un sector ya de por sí precarizado y vulnerable, el de las trabajadoras del hogar, excluidas del régimen general de la Seguridad Social y de la prestación por desempleo, y que fue uno de los sectores más expuestos a los contagios, así como de las que en mayor medida se vieron obligadas a interrumpir sus trabajos. Solo muy recientemente esta situación de extrema vulnerabilidad podría haber iniciado un proceso de superación al ratificarse el pasado 9 de junio de 2022 el Convenio de la OIT 189 sobre el Trabajo Decente para las Trabajadoras y los Trabajadores Domésticos[30], a lo que habría que añadir el reciente «Real Decreto-ley 16/2022, de 6 de septiembre, para la mejora de las condiciones de trabajo y de Seguridad Social de las personas trabajadoras al servicio del hogar».

La pandemia también ha tenido sus efectos en la consecuencia más dramática de la desigualdad de género: las violencias que sufren las mujeres. ONU Mujeres llegó a hablar de «pandemia en la sombra»[31]. Así se pone de manifiesto en el informe «Impacto de la pandemia por COVID-19 en la violencia de género en España», impulsado por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, y en el que se analizan tres efectos principales: la potenciación de los factores que utilizan los agresores habitualmente para ejercer la violencia (aislamiento, justificación, control) en circunstancias que dificultan su identificación; las dificultades de las mujeres para salir de la violencia por la falta de oportunidades y la limitación en el acceso a los servicios asistenciales[32]. De hecho, como nos indica el informe, durante la pandemia se potenció el control de las mujeres, que es el elemento esencial en la violencia dentro de las relaciones de pareja. Ello explica que en dicho período se redujera el número de homicidios significativamente, ya que estos se suelen producir cuando el agresor percibe que pierde el control sobre la mujer.

III. LA DEMOCRACIA PARITARIA POR HACER[Subir]

La situación excepcional vivida por la pandemia ha puesto de manifiesto las carencias y debilidades de un modelo de Estado, el que en el artículo 1 CE aparece calificado como «social», así como en general de un pacto de convivencia que todavía se sustenta sobre unas estructuras que establecen relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres. Lo primero pasa por superar definitivamente un Estado social de carácter «familiarista»[33], dominante en nuestro país en las últimas décadas (‍Flores Anarte, 2020). Lo segundo nos plantea el horizonte de una democracia paritaria, que ha de suponer una redefinición del pacto social en el que finalmente mujeres y hombres disfrutemos del mismo estatus o, lo que es lo mismo, de una ciudadanía equivalente[34].

Todo ello no quiere decir, lógicamente, que en los ya más de cuarenta años de sistema constitucional no hayamos avanzado en materia de igualdad de género. Pese a esos logros formales, la realidad nos sigue demostrando que todavía son muchos los obstáculos que, de acuerdo con el mandato del art. 9.2 CE, obligan a los poderes públicos a un papel activo y comprometido con la igualdad real y efectiva. Una obligación que adquiere una especial significación en momentos críticos como los vividos en los dos últimos años. En ellos hemos vuelto a constatar cómo la posición de las mujeres ha sido más vulnerable y ello porque, pese a las conquistas normativas y los avances en políticas de igualdad, no hemos conseguido desmantelar unas estructuras —sociales, políticas, económicas, jurídicas y culturales— que sitúan a hombres y mujeres en esferas separadas, con una serie de divisiones que amparan el dominio de los primeros y la subordiscriminación de las segundas (‍Barrère, 2019). En este sentido, seguimos teniendo una cultura, en general, y jurídica, en particular, androcéntrica. Desde esta posición articulada en torno a las necesidades e intereses de los hombres, se ha construido históricamente un sujeto de derechos identificado con el varón adulto, proveedor y supuestamente autónomo. A partir de esta referencia, el constitucionalismo articuló el concepto de ciudadanía y también la misma concepción del poder que subyace en las modernas democracias. De ahí que las mujeres hayan tenido que ir conquistando esferas de poder y ciudadanía, empezando por la reclamación de derechos fundamentales como el acceso a la educación o el sufragio, lo cual ha ido erosionando progresivamente los esquemas y los paradigmas que arrastramos desde el constitucionalismo del siglo xviii y que todavía hoy, en pleno siglo xxi, se resisten a ser superados. En esta tarea ha sido y es fundamental el papel del iusfeminismo (‍Esquembre, 2010; ‍Salazar, 2022), en cuanto teoría crítica del derecho, y en general todas las aportaciones que teóricas feministas han realizado en torno al Estado, los derechos fundamentales o, en general, las condiciones de nuestros pactos de convivencia. Unos pactos que, además de traducirse en cláusulas constitucionales, se reflejan en otros ámbitos como el trabajo, la economía o incluso las relaciones personales[35].

De ahí que cuando el preámbulo de la Constitución incluye el horizonte de una «sociedad democrática avanzada» no deberíamos dudar que en él estarían implícitas las transformaciones que implica la paridad. Sin ellas, las bases del sistema —la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a los derechos (art. 10.1 CE)— seguirán siendo frágiles o, cuando menos, más frágiles para aquellas que siguen teniendo más obstáculos para ejercer los derechos de ciudadanía. Ello implica necesariamente tener en cuenta «que lo realmente determinante para garantizar la representación sustantiva no es tanto la presencia de las mujeres como el eco que las voces de estas como grupo subordinado tengan en los procesos de decisión política» (‍Barrère, 2013: 74) De ahí que no debamos confundir la transformación radical que implica la paridad con la adopción de medidas —como, por ejemplo, las mencionadas en el ámbito electoral— que contribuyan a ella (‍Salazar, 2019). No se trata simplemente de alcanzar una «política de la presencia», sino de transformar la agenda y las estructuras políticas. Ello no depende solo de que haya más mujeres tomando decisiones, sino del compromiso que las instituciones tengan con «pretensiones más ambiciosas y transversales: la reestructuración tanto del espacio público-estatal (las decisiones políticas) como del público-no estatal (el mercado), alcanzando inclusive a la esfera doméstica» (‍Zúñiga, 2013: 89)[36]. Así deberíamos llegar a la definición de un nuevo «pacto social» a partir de la vigencia efectiva del principio de igualdad, en su vertiente tanto redistributiva como de reconocimiento y participación (‍Fraser, 2015). Solo así podríamos consolidar el paradigma que con Nancy Fraser podemos calificar de «paridad participativa» y que tiene una estrecha vinculación con objetivos de justicia social: es decir, difícilmente llegaremos a ese nuevo pacto si no revisamos cuestiones esenciales como la misma organización del mercado laboral, las políticas económicas —necesariamente redistributivas— o los mismos presupuestos desde los que seguimos articulando nuestra relación con los recursos naturales.

La revisión constitucional en términos de paridad exigiría —además de un poder de revisión o, en su caso, constituyente, no solo paritario, sino a ser posible también feminista (‍Gómez Fernández, 2017a; ‍Salazar, 2017)— que esta se proyecte no solo en las estructuras organizativas de nuestro sistema, sino también, y de manera muy especial, en la parte dogmática, afectando por tanto a nuestra categorización de derechos y teniendo como objetivo la superación de la «ciudadanía sexuada» (‍Rodríguez, 2019) [37]. Estamos planteando pues una lógica paritaria no solo en términos cuantitativos, que habría de traducirse en la presencia de las dos mitades de la ciudadanía en los órganos e instituciones, sino también en los términos cualitativos que han de permitir, o como mínimo coadyuvar, a superar la división público-masculino/privado-femenino y, con ella, un paradigma de ciudadanía que hoy por hoy continúa ofreciendo mayores obstáculos a las mujeres para el ejercicio de los derechos[38]. Todo ello sumado al reconocimiento constitucional de derechos vinculados de manera singular con la realidad y vivencias de las mujeres como son los sexuales y reproductivos.

En este sentido, la paridad es la expresión más depurada de una igualdad compleja que al fin supere la perversa y formalista distinción entre formal y material, y que ha de entenderse como un principio —o sea, un mandato de optimización— que de manera permanente está reclamando políticas públicas y acciones normativas dirigidas a conseguir la garantía de la dignidad y el bienestar de todos y todas. Esa igualdad compleja, en la que ya no tengamos que hacer malabarismos argumentativos para sostener su dimensión material como una especie de excepción o casi «concesión graciosa» de la formal, supone tener presente dos dimensiones (‍Ferrajoli, 2019: 14-‍21): a) la que remite «al igual valor asociado a todas las diferencias que hacen de cada persona un individuo diferente de todos los demás y de cada individuo una persona igual a todas las otras», y b) la que evidencia que, además de diferentes, somos también desiguales en cuanto a condiciones económicas y oportunidades sociales. Estas dos dimensiones obligan a dos acciones político-jurídicas distintas: la prohibición de cualquier discriminación basada en las diferencias personales —la igualdad como regla— y la reforma permanente del ordenamiento dirigida la máxima actuación de la igualdad, entendida esta como un principio directivo.

La «paridad pública» no puede conseguirse sin «paridad privada» (‍Lépinard y Rubio, 2018: 454); es decir, sin la desarticulación del contrato sexual y, en consecuencia, mediante la «transformación de la política como territorio en el que impera el mito de la independencia humana, para dar cabida en él a la noción de interdependencia, redefiniendo la importancia relativa y la valoración social de la independencia, de un lado, y de la gestión de la dependencia de otro» (‍Rodríguez y Rubio, 2007: 156). A su vez, la paridad privada no será posible mientras que los cuidados no alcancen centralidad en la estructura política e institucional del Estado social y democrático de derecho[39], tal y como nos ha demostrado la pandemia[40]. Continuamos sin disponer de un sistema público de cuidados que garantice de manera universal una serie de servicios y prestaciones a toda la ciudadanía, además de unas condiciones dignas para los y las trabajadoras de dicho sector. En este sentido, cabe destacar las conclusiones del grupo de trabajo «Cuidados y COVID-19» plasmadas en el documento «Aportación feminista al debate de la reconstrucción post-COVID-19. Hacia un sistema estatal de cuidados»[41]. En este documento se habla expresamente de «reinvención del Estado de bienestar» y de ir «más allá de la triada Estado-mercado-hogares y de avanzar hacia la idea de lo común». Además de plantear una serie de medidas de emergencia, se deja claro que la garantía de un derecho universal al cuidado exige la reorganización del sistema de servicios de cuidados, la reformulación y ampliación de las prestaciones y la profesionalización de dichos trabajos. Desde el punto de vista normativo, se propone la adopción de dos leyes, una relativa a la organización de los tiempos y otra «de cuidados y sostenibilidad de la vida». Todo ello debería contribuir a un doble objetivo: desmercantilizar y desfamiliarizar los cuidados.

Más allá de estas posibles leyes, habría que plantearse una revisión constitucional en la que todos los derechos sociales fueran considerados fundamentales[42], además de incluir el derecho/deber de cuidar como uno de los pilares del Estado social[43]. Al ser uno de los presupuestos del sistema constitucional, los cuidados deberían ser un eje transversal que de alguna manera condicionaría buena parte de los contenidos de la Constitución, muy especialmente en materia de derechos —pensemos, por ejemplo, en las previsiones constitucionales relativas a la protección de colectivos vulnerables como las personas mayores (art. 50) o con diversidad funcional (art. 49), o en la efectividad de determinados derechos, como los relacionados con la salud (art. 43) o la vivienda (art. 47)–, pero también con respecto a otras previsiones con incidencia en el ámbito de la economía —art. 38 y art. 135— o en la misma política fiscal —art. 31—[44]. Con relación a esta última, el horizonte constitucional debería ser acorde con un objetivo redistributivo, lo cual pasaría por

incrementar la recaudación fiscal (y los sistemas de control social sobre el gasto), aumentar sensiblemente las aportaciones por renta, patrimonio y sucesiones de las grandes fortunas y por beneficios de las grandes empresas, reconsiderar a fondo las exenciones fiscales, fortalecer la presión impositiva sobre las transacciones financieras, desplegar de modo progresivo y a fondo la fiscalidad ecológica y luchar efectivamente contra el fraude y los paraísos fiscales (‍Herrero, 2020, 57-‍58).

La inserción de los cuidados como un presupuesto del pacto constitucional supondría una revisión del mismo concepto de dignidad y del «libre desarrollo de la personalidad» (art. 10.1 CE) en estrecha conexión con lo que de manera general entendemos como «integridad física y moral» (art. 15 CE)[45]. Además, obligaría a una acomodación de los distintos niveles territoriales, sobre todo si tenemos en cuenta que buena parte de las competencias relativas a prestaciones sociales corresponden a las comunidades autónomas y si, además, tenemos en cuenta el importante papel, no lo suficientemente valorado por el momento, que ha de tener el ámbito local en la garantía del bienestar de la ciudadanía en términos de cuidados[46].

Estamos planteando, pues, la urgencia de un nuevo pacto de convivencia que, a su vez, debería sustentar un nuevo constitucionalismo en el que el eje de referencia no fuera tanto la dimensión pública de los individuos, sino toda aquella que precisamente ha estado en las afueras y no ha merecido reconocimiento constitucional. Es decir, el eje ético de los sistemas constitucionales debería situarse en nuestra humana fragilidad y, en consecuencia, en la centralidad de los cuidados. No se trataría solamente de incluir en una hipotética reforma constitucional el derecho al cuidado, que en todo caso tendría el doble carácter de derecho a cuidar y a ser cuidado/deber de cuidar (Marrades, 2016), sino de revisar los presupuestos políticos, económicos y hasta simbólicos de un pacto en el que mujeres y hombres tendríamos que participar de forma paritaria, y en el que los contenidos centrales de la negociación deberían ser los relacionados con el sostén de la vida[47]. Es decir, se trataría de llevar a su máxima expresión lo que podríamos considerar dimensión objetiva del derecho al cuidado. Solo así será posible dar el salto de lo que M.ª Ángeles Durán (‍2018) denomina «cuidatoriado» —entendiendo por tal el grupo, mayoritariamente compuesto por mujeres, que se dedican, de manera precaria, a los trabajos de cuidado— a la cuidadanía. Esta supondría la superación de las dicotomías en las que se basa la ciudadanía moderna, de tal manera que lo público y lo privado «aparezcan integrados en la figura de una persona prestadora y receptora de cuidados en lo público y lo privado, fruto de la toma de conciencia de nuestra naturaleza interdependiente» (‍Rodríguez, 2013: 73). La cuidadanía partiría pues del reconocimiento como presupuesto ético-político de la vulnerabilidad compartida por todos los seres humanos, y más aún, por todos los seres vivos, lo que nos sitúa en la perspectiva ecofeminista que debería atravesar cualquier proyecto político del siglo xxi[48].

Se trataría, pues, de hacer visible y política y jurídicamente relevante lo que la abstracción propia del liberalismo hizo o trató de hacer invisible, a favor siempre de la masculinidad concebida y percibida como universal y neutra. Frente al sujeto con poder, y que encarna los valores de universalidad y objetividad, los cuerpos concretos, frágiles y con frecuencias desposeídos. Y en lugar de la ciudadanía/nacionalidad como frontera de los derechos, y por tanto como jerarquía de sujetos, la comunidad de seres vulnerables que necesitan ser acogidos, cuidados y reconocidos. De esta manera, el Estado democrático tendría como referencia esencial «la ocupación del espacio público por cuerpos vivientes unidos en su común vulnerabilidad» (‍García, 2018; 243). En paralelo, las cuestiones sobre la calidad de vida y cobertura de las necesidades de las personas deberían convertirse en los principales temas democráticos, desplazando a un lugar secundario a la economía (‍Tronto, 2018: 15)[49].

La propuesta de la cuidadanía supondrá la superación de la división propia del orden patriarcal entre la individualidad dependiente (masculina) y la identidad relacional (femenina), de tal manera que el sujeto por construir respondería a lo que Almudena Hernando denomina individualidad independiente, la cual sería el resultado de «conjugar de manera consciente un máximo porcentaje de individualidad y uno máximo de identidad relacional, concediendo la misma importancia a ambos» (‍Hernando, 2012: 154). Este tipo de individualidad permitiría desarrollar todas las capacidades de lo humano (‍Nussbaum, 2012; ‍Sen, 2019) y, a su vez, ampararía el desarrollo de múltiples realidades sexuales y familiares, más allá de la normatividad heterosexual y de lo que hemos entendido por familia tradicional. Es decir, dejarían de tener sentido los dos «bloques identitarios» y «los conceptos femenino y masculino, porque la sociedad estará formada por personas que, independientemente de su sexo, podrán ser tan racionales como emocionales, tan inteligentes como sensibles, tan agentes de sus propias vidas como cuidadoras de las de los demás. Y si es así, su sexo habrá dejado de ser la variable que determine, al nacer, la posición que ocuparán en la sociedad» (‍Hernando, 2012: 169).

IV. HACIA UN NUEVO SUJETO DE DERECHOS[Subir]

Todo lo descrito en las páginas anteriores está inevitablemente conectado con un «sujeto de derechos» propio del constitucionalismo moderno que encaja a la perfección con un modelo económico que identificamos con el libre mercado y que reclama justamente lo que implica dicho sujeto: autonomía, competitividad, acción, emprendimiento y proyección en el ámbito público en paralelo a la ausencia del privado (‍Salazar, 2021a). Es decir, los caracteres que de manera genérica podríamos identificar con los propios de la masculinidad hegemónica sobre la que se ha sustentado el patriarcado. A su vez, la ciudadanía ha sido un concepto excluyente en cuanto que se ha ido forjando mediante la definición de un nosotros que siempre ha dejado a otros fuera del marco de referencia política. De manera gráfica, podríamos afirmar que la ciudadanía ha sido un círculo que ha ido lentamente ampliándose mediante la inclusión de sujetos inicialmente excluidos. Así sucedió a medida que el sufragio se fue extendiendo e incorporando primero a los hombres no burgueses y posteriormente, y tras una larga lucha pacífica, a las mujeres. Sin embargo, todavía se mantiene el vínculo ciudadanía-nacionalidad que hace que las personas extranjeras no disfruten del mismo régimen de derechos, empezando por el esencial en una democracia: el sufragio. En este sentido, podríamos afirmar que las democracias constitucionales se marcan el objetivo de una progresiva inclusión de los sujetos, de tal manera que ninguna circunstancia personal o social genere discriminación o, dicho de otra manera, algún tipo de obstáculo para el acceso a los bienes y derechos. Y, claro, no estamos hablando solo desde un punto de vista formal, es decir, de cómo el ordenamiento jurídico garantiza la igualdad ante la ley y la prohibición de discriminaciones, sino de cómo todo el sistema permite o no la inclusión de todos los sujetos, superando por tanto las relaciones de dominio y opresión.

La superación de la discriminación estructural de las mujeres no será posible si no superamos los dualismos propios de un sistema patriarcal, es decir, las divisiones jerárquicas entre las esferas masculina —ámbito público, trabajos productivos, racionalidad/universalidad— y femenina —ámbito privado, trabajos reproductivos, emocionalidad/parcialidad—. De hecho, en la situación crítica vivida durante la pandemia, y muy especialmente durante los meses más duros de confinamiento, se hizo evidente cómo determinados sujetos ostentan lo que podríamos identificar como un estatus devaluado de ciudadanía. Así sucede, por ejemplo, con los menores de edad, que vieron afectados derechos fundamentales como la educación, además de las condiciones que hacen posible un desarrollo saludable (podríamos hablar aquí de protección de su integridad física y moral —art. 15 CE— o del principio de libre desarrollo de la personalidad)[50]. En el otro extremo, y como hemos apuntado al principio de estas reflexiones, las personas ancianas también sufren, si bien de manera distinta, no solo las consecuencias de prácticas discriminatorias por razón de su edad, sino también, y de manera general, una concepción de su estatus de ciudadanía que se basa más en una lógica proteccionista que en la salvaguarda de su autonomía. Tanto en el caso de las menores de edad como en de las personas mayores, y al igual que durante siglos ocurrió con las mujeres, observamos un patrón común: se trata de sujetos que todavía no son o que han dejado de ser productivos desde el punto de vista económico, que no forman parte del mercado que define en gran medida nuestra posición como sujetos, que no participan de esa labor de provisión que durante siglos fue la que de manera esencial sirvió para definir la masculinidad[51]. Incluso podríamos analizar de manera crítica cómo muchos conceptos popularizados en los últimos años, y que pretenden responder a una lógica inclusiva e igualitaria, no hacen sino ajustarse a esa referencia productiva. Pensemos en un término tan perverso como empoderamiento, tan usado con referencia a determinadas políticas pensadas para las mujeres, o el mismo concepto de envejecimiento activo, que tanto recuerda a las lógicas economicistas del mercado y que casaría a la perfección con el horizonte del emprendimiento, que es otras de esas referencias se manejan con los más jóvenes, incluso como objetivo del sistema educativo.

Todas estas referencias nos remiten a un modelo de sujeto que identificamos con el varón, pero no cualquier varón, sino que se está pensando en un hombre adulto, propietario, independiente, con un papel social definido por su presencia en lo público y su ausencia en lo privado, además de marcado por la heteronormatividad, que es otra de las bases de un sistema productivo basado en un determinado modelo de familia (y en un concreto reparto de roles dentro de esa estructura familiar). En realidad, esta construcción política se apoya en una ficción que no es otra que esa supuesta independencia del sujeto político, al que se concibe como adulto, sin tener en cuenta que todos los humanos nacemos como seres dependientes y como tales nos mantenemos, a diferencia de otros seres vivos, durante un largo período. Además, lógicamente, de que a lo largo de toda nuestra vida, y con diferentes niveles de atención, somos seres necesitados de cuidados[52].

Todo ello implica no solo una visión errónea desde el punto de vista ontológico, sino también una negación del papel que tradicionalmente han desempeñado las mujeres en cuanto encargadas del sostén de la familia, de los trabajos de cuidados y, en general, de toda la esfera privada, lo cual, a su vez, ha permitido que los hombres nos desenvolvamos como ciudadanos en el espacio público, aunque ello haya supuesto que vivamos una suerte de «ilusión de autosuficiencia» (‍MacIntyre, 2021: 150).

En definitiva, la reforma estructural pendiente está íntimamente relacionada con cómo la ciudadanía sigue operando como un espacio que legitima la autonomía masculina y la sujeción femenina, por más que desde el punto de vista formal los ordenamientos jurídicos democráticos hayan avanzado en igualdad de género. A partir de la división esencial, la que separa el ámbito público del privado, el binomio masculino/femenino se proyecta en otros muchos ejes que confluyen en la configuración de las subjetividades y que se articulan mediante divisiones jerárquicas entre dos esferas: la superior, vinculada a los hombres y lo masculino; la inferior, femenina y en estrecha relación con los espacios ocupados por mujeres.[53].

De esta manera, la subjetividad masculina se definirá por la individualidad y por su proyección en lo público y en lo productivo. El hombre es el individuo autónomo, capaz de autodeterminarse, de tener su plan de vida y de generar riqueza gracias a sus proyectos laborales o profesionales. Recordemos que el sujeto del constitucionalismo tampoco es cualquier hombre, sino el blanco, heterosexual y burgués, de ahí la centralidad del derecho de propiedad en las primeras constituciones y el mayor peso de las libertades individuales, concebidas como espacios en los que el Estado no debía intervenir (libertades negativas) y donde el sujeto se concebía como soberano. El estatuto de ciudadanía se fundamenta, pues, en la conexión, e incluso confusión, entre libertad y propiedad[54], tal y como había planteado Locke (‍1990) a partir de la idea de la persona como propiedad de sí misma. Dicha confusión entre derechos de libertad y derechos de propiedad (‍Ferrajoli, 2019: 118) no solo tuvo su proyección en la jerarquía de derechos que llega hasta nuestros días, sino en la misma construcción del sujeto de derechos que es, masculino. El constitucionalismo se articula a partir de la expulsión de los no-hombres, de los no-propietarios, y cómo, por tanto, consolida una teoría de los derechos basada en la exclusión[55].

A partir de esta división sexual de los espacios, de los tiempos y de los trabajos, en la que se apoya no solo el sistema capitalista, sino también el constitucionalismo moderno, se han perpetuado las dinámicas de subordinación de las mujeres y unas escalas de valor que han incidido negativamente en todo lo relacionado con ellas y con sus funciones sociales. Todo ello constituye el centro de reflexión crítica de la teoría feminista y nos sitúa en unas alternativas que han de pasar necesariamente por la revisión de esos paradigmas que las políticas de igualdad del siglo xix solo han ligeramente erosionado. Entre otras cosas, porque con frecuencia su lógica ha sido la de incorporar a las mujeres a una realidad definida por y para los hombres, además de porque se ha seguido usando un derecho antidiscriminatorio que no ha tenido en cuenta el carácter sistémico de la jerarquía de géneros. Por todo ello, como antes apuntábamos, no es de extrañar que ante situaciones críticas el sistema nos revele su verdadero rostro y nos evidencie que los pilares continúan siendo los mismos. De ellos es fácil deducir cómo, por ejemplo, en una crisis económica las mujeres son las más afectadas, por qué siguen encontrando mayores dificultades en el ámbito laboral o en general en la esfera pública o por qué determinados derechos, como pueden ser los sexuales y reproductivos, no solo no son reconocidos constitucionalmente, sino que acaban estando sometidos a los vaivenes políticos y al riesgo cierto de su negación[56].

Esta revisión de lo que podríamos llamar sujeto constitucional implica toda una labor política y jurídica pero también epistemológica, en la medida en que supondría superar conceptos y categorías que durante siglos nos han servido para definir la ciencia, la cultura, los saberes en general y, muy en particular, la ciencia jurídica. Porque también la manera en que pensamos y analizamos el derecho es deudora de los dualismos jerárquicos propios del patriarcado, de un logos androcéntrico que sitúa al «buen padre de familia» como referencia y que devalúa todo lo femenino y relacionado con las mujeres. El lenguaje, sin ir más lejos, también el jurídico, es buena muestra de esta construcción cultural (‍Marrades et al., 2019).

El mismo debate planteado también en estos años en torno a las identidades de género nos muestra, más allá de los argumentos que han enfrentado a un sector del feminismo y a la comunidad trans, cómo estamos viviendo una época de cuestionamiento de los límites que durante siglos nos han definido como sujetos. De cómo se han construido y leído las subjetividades, también en clave jurídica, a partir no solo de las diferencias biológicas, sino también de las lecturas políticas y culturales realizadas sobre ellas[57]. En este sentido, el propósito de abolir los géneros o el menos ambicioso consistente en reconocer las identidades que no encajan en el binario hombre/mujer[58], tienen una evidente proyección en la misma definición del sujeto de derechos y, a partir de ahí, en el entendimiento de derechos como la integridad física y moral, los sexuales y reproductivos, la propia imagen o los relacionados con la vida privada y familiar. Se trata de un horizonte que nos obliga a darle nuevos sentidos al libre desarrollo de la personalidad (‍Presno, 2022), siempre desde la lógica de —usando las palabras del Tribunal Constitucional, en su sentencia 53/1985— seguir avanzando en la «autodeterminación consciente y responsable» o, lo que es lo mismo, en el grado de autonomía con el que cada uno de nosotros puede desarrollar sus capacidades y ser en todo caso un fin en sí mismo[59].

La superación del paradigma liberal de la subjetividad —supuestamente autónoma, autosuficiente, masculina— requiere además tener presente la dimensión relacional en que nos situamos todos los seres, humanos o no. Es decir, tendríamos que situar como referencia a un ser humano caracterizado por su fragilidad, y por tanto por su necesaria interdependencia, y para el que además son esenciales los vínculos emocionales. De esta manera, superaríamos el paradigma de la ciudadanía construido sobre los presupuestos masculinizados de autonomía e independencia. Ello exige darle un giro a la concepción más tradicional y patriarcal de la autonomía individual. Es decir, y como bien ha explicado Blanca Rodríguez (‍2013, 75):

Mientras la libertad eleva así a paradigma normativo el individuo racional independiente, agente de su propia vida, capaz de tomar decisiones vitales al margen, por encima e incluso en contra de la presión de las relaciones que dan forma a nuestra realidad, la autonomía no pretende elevarse por encima de esas circunstancias relacionales, entendidas como factores externos, sino que las asume en su doble papel: como constitutivas del marco vital en el que desenvolvemos nuestra capacidad de auto normarnos y como posible fuente de perspectiva crítica/objeto de posicionamiento crítico en el ejercicio de dicha capacidad.

Ello supondría, además, reconocer el papel central que la emoción y los vínculos juegan en la construcción de los mecanismos de seguridad, partiendo de algo, no por obvio, menos necesitado de vindicación: «El individuo no se sostiene sin la comunidad ni la razón sin la emoción». Esta dimensión relacional nos permite desvelar, usando el oportuno título de Almudena Hernando (‍2012), «la fantasía de la individualidad» sobre la que hemos edificado el binomio independencia masculina/dependencia femenina o, lo que es lo mismo, la concepción de las mujeres como seres para otros y de los hombres como seres para nosotros mismos.

Esta concepción del individuo y de su autonomía obliga a revisar a su vez una teoría de los derechos en la que la primacía ha correspondido a los que amparaban la libertad individual y que situaba en un lugar secundario a los que tienen una más estrecha conexión con los vínculos relacionales, con el sostén de la vida y con todas esas esferas ocupadas tradicionalmente por las mujeres. De esta manera, deberían ser los que hemos catalogado como derechos sociales y económicos los que, desde el punto de vista garantista y simbólico, asumieran el protagonismo, ya que son los que dotan de sentido y contenido el mismo concepto de bienestar, o de vida buena, que debería ser el faro de un Estado social y democrático de derecho. Desde esta dimensión relacional, tanto de los sujetos como de los derechos, cobraría una nueva dimensión el concepto de dignidad y, por supuesto, dotaríamos de contenido sustancial al principio de igualdad y a la misma democracia. Es decir, solo así traduciríamos en praxis y garantías concretas el alcance revolucionario, dinámico y directivo de la igualdad. Ello debería alcanzar también a la crítica del mercado como instancia central de la economía o incluso al diseño de unas políticas educativas, las cuales deberían responder a los valores de igualdad y cuidado. Se trataría, por tanto, de darle una nueva dimensión al Estado social y democrático de derecho, porque solo así, entiendo, será posible alcanzar lo que el preámbulo de nuestra Constitución denomina «sociedad democrática avanzada», lo cual sería también trasladable al ámbito de las relaciones internacionales y al utópico horizonte de alcanzar, usando términos kantianos, «la paz perpetua».

En definitiva, esos nuevos paradigmas nos llevarían a una nueva comprensión tanto del «orden político» como de la «paz social», que la CE sitúa en el pórtico de su declaración derechos (art. 10.1). Y ello porque el punto de partida se situaría en el presupuesto de que «el libre desarrollo de la personalidad» del individuo depende de las condiciones materiales y de los recursos, no solo materiales, sino también simbólicos y emocionales, que le permiten tener una «vida digna», la cual solo puede ser una vida «con y entre» otros y otras. En este sentido, podríamos concluir en un doble objetivo entrelazado: la satisfacción básica de las necesidades de los individuos y el desarrollo máximo de sus capacidades[60]. De esta manera, estaríamos obligados a reconocer con el máximo nivel de protección derechos que la Constitución no reconoce como tales. Sería el caso de los derechos/deberes de corresponsabilidad o, de manera más amplia, como hemos apuntado antes, de los derechos/deberes de cuidado[61]. O, por ejemplo, el derecho a un entorno sostenible, que nos llevaría a enfocar la responsabilidad hacia lo que tradicionalmente hemos llamado medio ambiente desde la perspectiva relacional del ser humano con el resto de los seres vivos y con los recursos naturales, tal y como reclama el ecofeminismo, y frente a la concepción depredadora que ampara la lógica neoliberal[62]. En definitiva, la visión relacional «exige defender una concepción de los derechos como puentes para el diálogo cuyo ejercicio pueda contribuir a la conformación y el fortalecimiento de nuestros bienes comunes, así como a la preservación de nuestros bienes relacionales […]» (‍Rodríguez Palop, 2017: 145).

Estos bienes comunes, que implican una superación de la concepción posesiva que subyace al sujeto liberal y al constitucionalismo que lo protege, implican reciprocidad, interacción, comunicación y empatía[63]. Deben ser administrados de acuerdo con el principio de solidaridad e incorporan una dimensión de futuro, ya que deben ser gobernados teniendo presentes los intereses de las generaciones venideras (‍Rodotà, 2012: 115). Estos bienes que pertenecen a todos y a todas nos remiten a su vez a una «ética del cuidado» sin la que la «ética de la justicia» es imperfecta, en cuanto ampara intereses parciales y nos sitúa siempre en la dinámica de sujetos que están enfrentados y que se perciben como autosuficientes. La misma gestión de los conflictos inevitables en una sociedad plural encuentra otros cauces si el punto de partida es nuestra naturaleza relacional e interdependiente. Todo ello por no hablar de la distinta orientación que desde este punto de partida deberían adoptar las políticas económicas, que deberían tener como base los cuidados y el enfoque de la sostenibilidad de la vida (‍Castro, 2021)[64], o de las necesarias transformaciones que deberían introducirse en los mecanismos de participación política para potenciar el sentido deliberativo y cooperativo de la democracia[65].

V. ¿Y LOS HOMBRES QUÉ?[Subir]

Es evidente que, de acuerdo con todo lo expuesto, «las mujeres son hoy las verdaderas garantes del giro hacia la ética de la responsabilidad y del cuidado que exige la visión relacional de los derechos, dada su experiencia psicosocial y el aprendizaje moral que de ella han extraído» (‍Rodríguez Palop, 2017: 163). Ellas deberían, pues, liderar esta transformación, la cual ha de proyectarse en la ética, en la política, en la economía y por supuesto en el ámbito jurídico. En la misma concepción del derecho y de las herramientas que el Estado utiliza para garantizar nuestros derechos, en la manera, por tanto, de aplicarlo y de interpretarlo, así como en el sentido que le damos a una ciencia jurídica excesivamente deudora de los patrones ilustrados y patriarcales. De ahí la importancia que deberían cobrar las aportaciones de la teoría crítica del derecho y, muy especialmente, de las que procedentes del feminismo jurídico han interpelado unas herramientas hechas a imagen y semejanza de los hombres. Solo desde esta perspectiva crítica podremos afrontar, con relativo éxito, los desafíos de un mundo en el que cada vez es más difícil sostener la igual dignidad de todos los seres humanos. Y solo desde ella podremos hacer de las constituciones instrumentos de garantía de una vida buena.

Pero también la otra mitad de la ciudadanía, es decir, nosotros, los hombres, tenemos que iniciar una transformación que exige que superemos una serie de prácticas y actitudes en las que hemos sido socializados. La democracia paritaria nos exige renunciar a privilegios históricamente asumidos como naturales, asumir responsabilidades en los ámbitos privado y familiar, compartir espacios y tiempos con las mujeres de manera equilibrada (lo cual, en muchos casos, nos obligará lógicamente a renunciar a nuestra presencia dominante en lo público) e ir incorporando a nuestras vidas la ética del cuidado y, a su vez, nuevas maneras de usar y ejercer el poder teniendo presente cómo lo que tradicionalmente se ha considerado en las afueras —lo privado, lo personal, lo familiar, todo lo que sostiene la vida y el bienestar de la ciudadanía— ha de ocupar un lugar central en la política. Con esta finalidad, sería importante que se adoptaran políticas públicas de igualdad dirigidas a los hombres, con especial atención a las cuestiones clave que hoy por hoy siguen incidiendo en la discriminación y en la violencia estructural que sufren las mujeres[66]. En este sentido, son fundamentales las políticas educativas que incidan en cuestiones como la afectividad y la sexualidad, la ética de la no violencia y la adquisición de virtudes necesarias para ese horizonte que hemos identificado con la cuidadanía[67]. Tal y como se concluye en el informe «Comparativa internacional en políticas de masculinidades», elaborado por la Fundación CEPAIM a instancias de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, «los hombres tienen género y pueden cambiar. Estos cambios deben ser no solo en el plano individual, sino estructural partiendo además de la diversidad de hombres. Las políticas de igualdad, al respecto, enfrentan todo un reto, pero es momento de acción y de trasladar a España las recomendaciones y aprendizajes internacionales. Hay evidencias de que la violencia contra las mujeres se puede prevenir y, para ello, hay que ir consolidando estrategias de igualdad que pongan el foco en el cambio de los hombres y en el significado social de la masculinidad […]»[68].

NOTAS[Subir]

[1]

Este artículo tiene su origen en la comunicación presentada en la mesa «Género y Constitución» del XIX Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España (ACE), celebrado en la Universidad Pontificia de Comillas-ICADE (Madrid) los días 24 y 25 de marzo de 2022.

[2]

A su vez, la experiencia de la pandemia nos permite extraer dos enseñanzas (‍Ferrajoli, 2022: 22-‍25): el papel vital de la esfera pública y el carácter global y unitario que deberían tener las garantías y las correspondientes instituciones de garantía.

[3]

De hecho, podríamos afirmar que «la pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación normal. Desde la década de los ochenta, a medida que el neoliberalismo se impuso como la versión dominante del capitalismo y este se sometió cada vez más a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un estado de crisis permanente» (‍Sousa, 2020: 19-‍20).

[4]

Sobre estos debates, véanse, a título de ejemplo, Arnaldo y Canosa (‍2020); Azpitarte (‍2021); Blanquer (‍2020); Biglino y Durán (‍2021); Dueñas (‍2021), y Garrido (‍2021). También es de interés el monográfico sobre esta cuestión de la revista Teoría y Realidad Constitucional (n.º 48, 2021).

[5]

Sobres sus polémicos pronunciamientos sobre la declaración de los estados de alarma —SSTC 148/2021, de 14 de julio; 168/2021, de 5 de octubre de 2021, y 183/2021, de 27 de octubre— véanse López (‍2022) y Recuerda (‍2022).

[6]

Estos fueron los objetos de las mesas organizadas en el XVIII Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, celebrado en la Facultad de Derecho de la Universidad San Pablo-CEU (Madrid, 24-‍25 de marzo de 2022). De manera más específica, me remito a las ponencias y comunicaciones presentadas en las mesas dedicadas a «Órganos constitucionales en tiempos de pandemia» y «Derechos y libertades en tiempos de pandemia» (https://bit.ly/3WsKttZ)

[7]

Téngase en cuenta que estos debates doctrinales se han centrado en cuestiones jurídicas con frecuencia tan formalistas como la distinción entre suspensión o limitación de derechos, y a partir de ahí en las diferencias entre los distintos estadios excepcionales que contempla el art. 116 CE, lo cual ha dado lugar a abundantes pronunciamientos doctrinales. Sobre esta cuestión véase Carmona (‍2021).

[8]

Véanse las ponencias y comunicaciones presentadas en la mesa «La pandemia y la actuación de las CCAA» del xviii Congreso de la ACE (https://bit.ly/3DveEYN).

[9]

Recordemos que la situación política arrastraba los efectos todavía vivos de la crisis en Cataluña, del cuestionamiento de la forma de Estado generado por los motivos que llevaron al ahora rey emérito a abdicar en su hijo, de los cambios sustanciales en nuestro tradicional sistema de partidos y una por primera vez exitosa moción de censura cuyo punto de partida fueron los casos de corrupción en los que se vio envuelto el PP entonces en el Gobierno. Además, el país solo había empezado a recuperarse de los efectos devastadores de la crisis económica de 2008 que dio lugar a una más que cuestionada y cuestionable reforma constitucional y a una serie de restricciones en el ámbito de políticas públicas que adelgazaron progresivamente nuestro Estado social.

[10]

Unos instrumentos que, en cualquier caso, deberían estar orientados por una ética que persiga «la eliminación de una serie de desigualdades estructurales que afectan al disfrute del derecho a la salud tanto en su dimensión individual como colectiva» (‍Ramiro, 2020: 365)

[11]

De hecho, prácticamente al inicio de la pandemia, en abril de 2020, la Comisión Europea hizo público un informe en el que alertaba de los efectos que el coronavirus podía tener en la igualdad de género (https://bit.ly/3zFDR; consultado: 03-‍05-20). Al año siguiente, en el mes de marzo, en su Informe Anual sobre la Igualdad de Género en la Unión Europea, la Comisión puso de manifiesto cómo la pandemia había exacerbado las desigualdades existentes entre mujeres y hombres en casi todos los ámbitos de la vida, tanto en Europa como fuera de ella, revirtiendo los logros de los últimos años. El Informe evidenció cómo las mujeres habían estado en primera línea de lucha contra la pandemia, aunque no habían tenido la misma presencia en los órganos decisorios. Por otra parte, la pandemia había afectado de manera negativa a su situación laboral y en materia de conciliación. También se subrayaba cómo los Estados miembros han registrado un aumento de la violencia doméstica (https://bit.ly/3zF92ds; consultado: 10-‍07-22) Sobre estos aspectos véase también el informe del Instituto Europeo para la Igualdad de Género: «Gender equality and the socio-economic impact of the COVID-19 pandemic» (https://bit.ly/3sVt8fO; consultado: 10-‍07-22). En el mismo sentido, en nuestro país se pronunció el Instituto de las Mujeres en su informe «La perspectiva de género, esencial en la respuesta a la COVID-19» (https://bit.ly/3DYOdfM; consulado: 11-‍07-22)

[12]

Partiendo de la evidencia de que la igualdad de mujeres y hombres podría ser identificado como uno de esos «compromisos dilatorios» (‍Jiménez, 2005: 2017) derivados del carácter abierto de la Constitución española.

[13]

El punto de inflexión vino determinado, ya tardíamente, por la LO 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres (en adelante, LOIMH) (‍Ventura y García, 2018)

[14]

Sirva como ejemplo la precariedad vivida por las mujeres como consecuencia de la crisis económica de 2008 y de las medidas de austeridad adoptadas y que, recordemos, encontraron aval en la misma reforma constitucional del art. 135 CE (‍Gálvez, 2013).

[15]

Recordemos, por ejemplo, que justo antes de declararse el estado de alarma, el Gobierno anunció su Anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Una ley que fue definitivamente aprobada por el Pleno del Congreso de los Diputados en su sesión de 25 de agosto de 2022 y fue publicada en el BOE el 7 de septiembre de 2022 como Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre.

[16]

Todo ello sin entrar, ya que desbordaría los límites de esta contribución, en el debate planteado en los últimos años en torno al concepto de identidad de género al hilo del «Proyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI», el cual ha provocado tensiones entre los socios de Gobierno y un debate muy enconado dentro del propio movimiento feminista. Sobre esta cuestión, me remito a Rodríguez Magda (‍2021) y Salazar (‍2021b).

[17]

Disponible en: https://bit.ly/3fsqtaq.

[18]

Esa estrategia vendría a sumarse al documento proclamado en abril de 2005 por el Parlamento, el Consejo y la Comisión como Pilar Europeo de Derechos Sociales, en el que se contienen veinte principios relativos a cuestiones tales como la igualdad de género, la igualdad de oportunidades, los salarios, el equilibrio entre la vida profesional y privada o los cuidados de larga duración (https://bit.ly/3FFRnpP) . En marzo de 2021, la Comisión presentó el Plan de Acción del Pilar Europeo de los Derechos sociales en el que se detallan los veinte principios y los objetivos a alcanzar en 2030 (https://bit.ly/3SXFtup). Sobre estos objetivos, véase Lasa (‍2019).

[19]

Como señala Ferrajoli (‍2022: 13), «la humanidad se encuentra frente a emergencias globales que ponen en peligro su misma supervivencia».

[20]

Sobre la terrible situación de las residencias de mayores durante la pandemia véase Rico (‍2021), así como el informe de Amnistía Internacional (2020) «Abandonas a su suerte. La desprotección y discriminación de las personas mayores en residencias durante la pandemia COVID-19 en España» (https://bit.ly/3T2yvEC). En el mismo sentido, véase el apartado sobre esta cuestión del Informe del Defensor del Pueblo de 2019. Como respuesta a estas denuncias, el Ministerio de Asuntos Sociales consiguió aprobar el 28 de junio de 2022 un «Acuerdo para mejorar la calidad de las residencias y el Sistema de Atención a la Dependencia», un plan por el que las residencias de mayores y las residencias para personas con discapacidad vivirán una transformación total, con prioridad en la dignidad de las personas ingresadas y en la mejora de su calidad de vida. El acuerdo necesitaba de la mayoría simple de las comunidades autónomas y así fue: por un solo voto de diferencia, diez a nueve. A favor se posicionaron Extremadura, Canarias, Navarra, Comunidad Valenciana, Asturias, La Rioja, Baleares, Cantabria, Aragón y Melilla. En contra, Galicia, Madrid, Andalucía, Murcia, Ceuta, Catalunya, Euskadi, Castilla-La Mancha y Castilla y León.

[21]

En este sentido, Miguel Presno (‍2020) se llegaba a preguntar si «ha sido España país para viejos durante la emergencia sanitaria de la COVID-19». Véase la comunicación presentada por Juan Manuel Herreros López en el XVII Congreso de la ACE titulada «La violación de los derechos de las personas mayores durante la pandemia» (https://bit.ly/3h8lsUC).

[22]

Véase el Informe «La discriminación por razón de edad en España» realizado a solicitud de Helpage España por M.ª Carmen Barranco Avilés e Irene Vicente Echevarría en el marco del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas de la Universidad Carlos III de Madrid (2020). Disponible en: https://bit.ly/3DAIfQL.

[23]

La LAPAD no establecía un sistema único de atención a las personas dependientes, sino más bien una pluralidad de opciones que en la práctica estarían condicionados por la intervención de cada comunidad autónoma en dicho ámbito. Una de sus mayores debilidades es la escasa atención prestada a las personas cuidadoras, las cuales solo son nombradas de manera referencial respecto de las cuidadas (‍Jabbaz y Rodríguez, 2021: 283).

[24]

Es decir, se ha prorrogado una subjetividad tradicional de mujer cuidadora que, «constituida desde dispositivos de poder, saber y moral es la que mantiene, perpetua y hace posible la organización social de los cuidados» (‍Domínguez-Castillo, 2021: 223).

[25]

Como concluye Marta Seiz (‍2020: 430), «a pesar de la evolución hacia un modelo de división del trabajo más igualitario observada en una proporción aún minoritaria de familias, todo apunta a que han sido las mujeres quienes, una vez más, han absorbido en mayor medida el impacto de la pandemia, esta vez en términos de incremento de las exigencias domésticas. Este fenómeno pone de manifiesto que, a nivel agregado, la persistencia de normas sociales tradicionales en la sociedad continúa dificultando una corresponsabilidad plena en los hogares, incluso en aquellos donde se dan circunstancias más favorables a su consecución». En el mismo sentido, véase Marrades (‍2020: 388). Un ejemplo evidente de cómo las responsabilidades de cuidado son un obstáculo para la plena igualdad se evidencia en las dificultades que siguen teniendo las mujeres para acceder a las altas esferas productivas (‍Martín, 2022: 233-‍239).

[26]

En un elevado porcentaje son mujeres migrantes las que ocupan este tipo de trabajos, generando «cadenas globales de cuidados» (‍Pérez y López, 2011) y que es la que permite que las mujeres de países como el nuestro puedan desarrollarse profesionalmente. Una cadena que nos demuestra cómo no hemos cambiado las estructuras ni la discriminación sistémica de las mujeres. Solo hemos trasladado las cargas de unas mujeres a otras.

[27]

Pensemos también en el elevado grado de feminización de la mayoría de los trabajos esenciales durante la pandemia, como los relacionados con la asistencia sanitaria o, en general, el cuidado de personas dependientes. De acuerdo con los últimos datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) en los momentos iniciales de la pandemia, las mujeres representaban el 66 % del personal sanitario, llegando al 84 % en el caso de las enfermeras. Con respecto a las residencias, las mujeres suponían el 84 % del personal contratado. Los datos aparecen recogidos en el informe del Instituto de las Mujeres «La perspectiva de género, esencial en la respuesta a la COVID-19» (https://bit.ly/3FLxNst). Este dato tenemos que cruzarlo, a su vez, con los que nos indican la brecha salarial existente en el sector, así como la mayor presencia de hombres en puestos directivos. A nivel global, el 69 % de las organizaciones de salud mundiales están encabezadas por hombres, que son también el 80 % de los presidentes de las juntas directivas. Solo el 20 % de las organizaciones mundiales de salud tienen paridad de género en sus juntas directivas, y el 25 % en el nivel de alta gerencia (‍Solanas, 2020: 3) De manera más específica, sobre la situación de las mujeres cuidadoras de familiares en situación de dependencia durante la COVID-19, véase Domínguez (‍2021).

[28]

«El efecto que ha desencadenado ha sido mayor en las mujeres, ocasionando un agravamiento de la salud mental y de su calidad de vida, debido a la sobrecarga laboral, doméstica y del cuidado que han soportado» (‍Carpena-Niño et al., 2022: 63).

[29]

Sirva como ejemplo el incremento de la brecha de género en la producción científica durante la pandemia. Sobre esta cuestión véanse Squazzoni et al. (‍2021); Burguera (‍2021); Gómez Suárez y Vázquez Silva (‍2022), y Reborio del Río (‍2022).

[30]

Disponible en: https://bit.ly/3DXorZh.

[31]

Disponible en: https://bit.ly/3U2LabW.

[32]

Disponible en: https://bit.ly/3WqAC83. Este informe fue objeto de una ponencia por parte de uno sus autores, Miguel Lorente, en la Mesa sobre Constitución y Género del XVII Congreso de la ACE: https://bit.ly/3DBxa1X.

[33]

Un estado de bienestar «familiarista» es aquel que «asigna un máximo de obligaciones de bienestar a la unidad familiar» (‍Esping-Andersen, 2000: 66).

[34]

En este sentido, la equivalencia vendría a ser esa «igualdad radical» a la que alude el TC en la sentencia que avala la constitucionalidad de las acciones positivas en materia electoral introducidas por la LOIMH (STC 12/2008, de 19 de enero, FJ 8). Justamente la igualdad sobre la que se apoya, según la misma sentencia (FJ 4.º), la noción de ciudadanía. Sobre los avances del constitucionalismo en términos de paridad véase Rubio (‍2022).

[35]

Véanse, por ejemplo, las dificultades de las mujeres para acceder a las altas esferas económico-productivas (‍Martín, 2022).

[36]

En esta línea, se trataría «de legislar para modificar los procesos que producen la desigualdad y la discriminación, y no únicamente para incluir a un sujeto en particular en la agenda jurídica» (‍Igareda y Cruells, 2014: 13).

[37]

Sobre la reforma constitucional con perspectiva de género, véanse Rodríguez (‍2017) y Gómez (‍2017), así como el número extraordinario de los cuadernos Manuel Giménez Abad (‍Gómez, 2017b), dedicado a «reformar el pacto constituyente en perspectiva de género».

[38]

En este sentido, la paridad debería proyectarse también en el derecho privado, en ámbitos como el mundo empresarial, donde es necesario modificar una cultura organizacional que genera desequilibrios de poder entre mujeres y hombres. El Estado tiene una singular responsabilidad, por ejemplo, en la ruptura del techo de cristal que siguen sufriendo las mujeres en el ámbito empresarial, en la medida en que la libertad de empresa ha de estar condicionada a la realización de la plena igualdad, objetivo que ha de prevalecer sobre otros fines como podría ser, por ejemplo, la productividad. De ahí la necesidad de insistir en «las acciones positivas como responsabilidad principal del Estado frente al voluntarismo de la responsabilidad social corporativa y la inoperancia de la negociación colectiva en la alta dirección» (‍Martín, 2022: 342).

[39]

Asumimos la definición que de cuidado nos ofrece Joan Tronto (‍2013: 103): «Actividad genérica que comprende todo lo que hacemos para mantener, perpetuar, reparar nuestro mundo de manera que podamos vivir en él lo mejor posible. Este mundo comprende nuestro cuerpo, nosotros mismos, nuestro entorno y los elementos que buscamos enlazar en una red compleja de apoyo a la vida».

[40]

Ni siquiera la LOEIMH incorporó de manera sistemática esta cuestión, más allá de las reformas que introdujo en el Estatuto de los Trabajadores o en la Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública en materia de conciliación. Sí que han incluido los cuidados de manera más amplia las leyes autonómicas de igualdad posteriores a 2010, así como las reformas que han hecho de las aprobadas con anterioridad (‍Tasa, 2021).

[41]

Disponible en: https://bit.ly/3fxNysa.

[42]

En este sentido, véase la propuesta de la Red Feminista de Derecho Constitucional (https://bit.ly/3zJ2LNR).

[43]

En este sentido, cabe destacar cómo esta cuestión se recogía de manera principal en el Proyecto de Constitución chilena, adoptado en julio de 2022, y finalmente rechazado en referéndum el pasado 4 de septiembre de 2022, en concreto en sus arts. 49 y 50: «Artículo 49.1. El Estado reconoce que los trabajos domésticos y de cuidados son trabajos socialmente necesarios e indispensables para la sostenibilidad de la vida y el desarrollo de la sociedad. Constituyen una actividad económica que contribuye a las cuentas nacionales y deben ser considerados en la formulación y ejecución de las políticas públicas. 2. El Estado promueve la corresponsabilidad social y de género e implementará mecanismos para la redistribución del trabajo doméstico y de cuidados, procurando que no representen una desventaja para quienes la ejercen. Artículo 50. 1. Toda persona tiene derecho al cuidado. Este comprende el derecho a cuidar, a ser cuidada y a cuidarse desde el nacimiento hasta la muerte. El Estado se obliga a proveer los medios para garantizar que el cuidado sea digno y realizado en condiciones de igualdad y corresponsabilidad. 2. El Estado garantiza este derecho a través de un Sistema Integral de Cuidados, normas y políticas públicas que promuevan la autonomía personal y que incorporen los enfoques de derechos humanos, de género e interseccional. El Sistema tiene un carácter estatal, paritario, solidario y universal, con pertinencia cultural. Su financiamiento será progresivo, suficiente y permanente. 3. Este Sistema prestará especial atención a lactantes, niñas, niños y adolescentes, personas mayores, personas en situación de discapacidad, personas en situación de dependencia y personas con enfermedades graves o terminales. Asimismo, velará por el resguardo de los derechos de quienes ejercen trabajos de cuidados».

[44]

En esta línea habría que situar la propuesta de una «renta de cuidados», es decir, «de una renta que reconozca la centralidad del trabajo de reproducción y de cuidados y retribuya el trabajo feminizado e invisibilizado están desde hace tiempo muy presentes, y más ahora en plena crisis económica y sanitaria derivada de la COVID-19» (‍Marrades, 2020: 391).

[45]

Se trataría de sumar el enfoque de las capacidades, desarrollado por Amartya Sen y Martha Nussbaum, con el de los derechos humanos, para satisfacer «las necesidades humanas para una vida digna» (‍Marrades, 2021: 25).

[46]

Pensemos, por ejemplo, en el papel esencial que han de cumplir en la satisfacción de dichos objetivos, y por tanto también en la realización efectiva de la igualdad, políticas como las urbanísticas y, en general, todas las relacionadas con la planificación de las ciudades. Unos espacios urbanos que también deberían ser pensados, diseñados y organizados para el «cuidado» (‍Chinchilla, 2020).

[47]

En este sentido, por ejemplo, sigue siendo un reto acabar con la segregación horizontal que se produce en muchos ámbitos profesionales y que se traduce en una menor presencia de mujeres en puestos directivos. En estos casos, se suman dos factores (‍Martín, 2022: 311-‍312): «a) La brecha formativa (u ocupacional) está determinada por cuestiones que pertenecen al ámbito de la socialización que determina roles y establece estereotipos de género según el perfil formativo o curricular. Primero, en un momento inicial, donde las mujeres dirigen su elección respecto a la formación troncal hacia carreras que reproducen patrones de una socialización de tipo patriarcal y consolidados a través de la atribución histórica o tradicional de las labores referidas a los cuidados a la mujer […]; b) una segunda estereotipación se produce en la progresión en la carrera profesional de las mujeres que tiene que ver con los procesos de selección que se subjetivan en torno a la dedicación profesional o familiar que han tenido las mujeres, hasta el punto de exigírseles ningún tipo de atención o interrupción que traiga motivación de atender las necesidades de los hijos o la familia, por representar una falta de compromiso —incierta y no siempre aceptable, desde el punto de vista empresarial— con las responsabilidades que deben asumir en las más altas cotas de las compañías» (‍Martín, 2022: 312).

[48]

Este horizonte ecofeminista exige que «la política y la naturaleza dejen de ser entendidas como dos cosas completamente separadas, la primera de las cuales dispondría de la segunda como recurso o vertedero. Este giro implica que la política se ve obligada a internalizar su entorno natural» (‍Innerarity, 2019: 89).

[49]

En esta línea habría que situar el que Ferrajoli llama «constitucionalismo de los mercados» (‍2022: 101-‍102), el cual supone «el Gobierno político de la economía por parte de una esfera pública global y los límites constitucionales impuestos también a los poderes privados por la sustracción de los bienes fundamentales al mercado […] y por la globalización y tendencial unificación de las garantías del medio ambiente, de los derechos sociales y de los derechos de todos los trabajadores».

[50]

La mayoría de edad es una de las cuestiones más controvertidas en cualquier sistema constitucional, en la medida en que acaba siendo una especie de ficción creada normativamente, pero que incide de manera rotunda en el ejercicio de derechos. De ahí los debates casi permanentemente abiertos en torno a la edad mínima para el ejercicio de determinados derechos —por ejemplo, el sufragio o los sexuales y reproductivos en el caso de las mujeres—, sobre cómo medir la madurez de menor de edad con relación a determinadas actuaciones que puede afectarle —por ejemplo, en materia médico-sanitaria—, o sobre cómo interpretar el principio de «interés superior» que deja finalmente en manos del poder judicial la definición del ámbito de actuación de quienes no han cumplido los dieciocho años.

[51]

En este sentido, además, «debemos tener presente el cuidado democrático presupone que los humanos y las sociedades existen a través del tiempo. Cada persona vive momentos en los que cambian sus funciones cuidadoras principales: tenemos una relación diferente con los cuidados cuando somos niños que cuando somos adultos. La suposición del mercado de que todas las personas son trabajadoras preparadas para que se obtenga de ellas su trabajo, se revela como sesgada e ideológica. En cualquier momento, diferentes miembros de cualquier sociedad pasan por diferentes fases del ciclo vital, y la ciudadanía debe prestar atención a esta amplia gama de necesidades, no solo a las propias» (‍Tronto, 2018: 16).

[52]

«Existe una escala de discapacidad en la que todos ocupamos un lugar. La discapacidad, en su grado y su duración, una cuestión de más y menos. En diferentes momentos de la vida, y a menudo de manera impredecible, todos podemos vernos situados en puntos muy diferentes de la escala; y cuando pasamos de un punto a otro, necesitamos que los demás reconozcan que seguimos siendo las mismas personas que éramos antes» (‍MacIntyre, 2021: 91-‍92)

[53]

Uno de los ejes esenciales, con una proyección evidente en la esfera del conocimiento y los saberes, y con ellos en el entendimiento de lo humano, es el que, de manera singular a partir de la Ilustración, enfrenta razón (masculina) y emoción (femenina). En el siglo xviii, «la emoción quedó definitivamente negada como componente determinante del comportamiento humano ideal, que debía basarse solo en la razón en tanto que garante del orden, la emancipación y el progreso: cuanto más usara la razón, más libre sería el ser humano, más emancipado y poderoso» (‍Hernando, 2012: 24).

[54]

Recordemos cómo el art. 2 de la Declaración francesa de 1789 proclamaba que «el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad y la resistencia a la opresión».

[55]

En palabras de Iris Marion Young (‍2000, 52), la teoría de los derechos se apoya en «una ontología social posesiva e individualista. La sociedad consiste solo en individuos que “poseen” bienes sociales que pueden hacer aumentar o disminuir a través de la producción individual y el intercambio contractual».

[56]

En este sentido, bastaría con citar la decisión del Tribunal Supremo, dada a conocer el día 24 de junio de 2022, en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta resolución deja sin efecto los precedentes Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973) y Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992). Según la sentencia, la autoridad para regular el aborto se devuelve al pueblo y a sus representantes elegidos. En otras palabras, serán los estados de la unión los que decidan, dentro de sus márgenes constitucionales, sobre permitir o no el aborto y en qué condiciones. En nuestro país, recordemos que todavía está pendiente de sentencia el recurso planteado por el PP contra la LO 2/2010, de Salud Sexual y Reproductiva. Entre tanto, el pasado 30 de agosto el Gobierno aprobó solicitar la tramitación parlamentaria por el procedimiento de urgencia del Proyecto de Ley Orgánica por la que se modifica la LO 2/2010.

[57]

De esto en definitiva es de lo que hablamos cuando nos referimos al género, tal y como por ejemplo detalla el art. 3 del Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra las Mujeres y la Violencia Doméstica»: «por “género” se entenderán los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres». De acuerdo con esta concepción del género, parece complicado incluso defender que sea posible una autodeterminación de género ya que son los marcos sociales y culturales quienes lo definen y nos condicionan. Es decir, no es tanto el fruto de una elección individual sino más bien el resultado de un proceso de socialización.

[58]

En todo caso, parece evidente que el horizonte de una sociedad sin géneros es un objetivo a muy largo plazo, en la medida en que estamos insertos en un contexto cultural en el que, hoy por hoy, siguen operando roles, expectativas y mandatos que nos diferencian en virtud de nuestro sexo biológico. Es evidente el compromiso de romper con estas estructuras tanto en el derecho internacional como en el interno, pero estamos ante una realidad que lógicamente no puede superarse por los efectos de una norma, sino que requiere cambios culturales de largo recorrido. En este sentido, la abolición de los géneros ha de leerse como una suerte de utopía transformadora que ha de guiar el tipo de acciones e incluso de políticas públicas que deberían adoptarse de acuerdo con dicho objetivo.

[59]

En esta línea, no es descabellado plantear un «derecho a libre autodeterminación de los cuerpos» (‍García, 2018: 674).

[60]

Tendríamos que repensar eso que Yayo Herrero denomina «metabolismo social» (‍2020: 54) y que se da en cinco eslabones interconectados: «La naturaleza con la que interactuamos para obtener los bienes y servicios; el espacio doméstico, en el que nacemos, nos criamos y socializamos y que constituye la principal red de interdependencia; la comunidad cercana en la que establecemos relaciones de ayuda mutua y cooperación que nos permiten dar respuesta a la vulnerabilidad y la incertidumbre; el Estado y el mercado, que constituyen las dos esferas de producción y consumo mercantil. La economía capitalista solo toma en cuenta la producción y consumo llevados a cabo en los dos espacios últimos de la cadena de eslabones (Estado y mercado) y de por hecha la gratuidad de las aportaciones de la naturaleza, del hogar y de las comunidades y las explota».

[61]

Poco antes del inicio de la pandemia, el «Real Decreto-Ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la ocupación», igualó los permisos de paternidad y maternidad. A partir de su entrada en vigor, el 1 de enero de 2021, cada persona progenitora tendrá un permiso de la misma duración (dieciseís semanas), intransferible y pagado al 100 %. A pesar del significativo avance que supuso esta ampliación, no han dejado de señalarse algunas «trampas» de su regulación, como han sido puestas de manifiesto por la Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción (https://bit.ly/3DWKr6i), así como la «debilidad» que supone que esta cuestión no haya sido regulada por ley (‍Lousada, 2019).

[62]

Como explica Yayo Herrero (‍2020: 54), la mirada ecofeminista «considera la ecodependencia de los seres humanos y aborda las relaciones entre la economía y la naturaleza, haciendo énfasis en la existencia de límites en nuestro planeta y en la realidad que, además, ya están superados. En segundo lugar, llama la atención sobre el hecho de que los seres humanos vivamos encarnados en cuerpos vulnerables, contingentes y finitos y de que, por tanto, desde el mismo momento en que nacemos hasta que morimos, dependemos física y emocionalmente del tiempo de trabajo y dedicación que otras personas nos dan».

[63]

En este sentido, Ferrajoli (‍2022: 104) plantea un «constitucionalismo de los bienes fundamentales consistente en su sustracción al mercado y en la garantía de su universal accesibilidad»

[64]

Coincido con Yayo Herrero (‍2020: 56), en que habría que «establecer un plan de emergencia y excepción que reoriente y democratice el metabolismo económico, transformándolo en un modelo de economía social, feminista y ecológica, centrada en el bien común y no en la acumulación de plusvalía monetaria; que ponga en el centro los procesos de sostenibilidad de la vida y garantice la equidad social. Esta planificación económica debería estar basada en la reducción drástica de la esfera material del sistema económico: transformación de los sistemas alimentarios (con un decrecimiento de la producción y consumo de proteína animal, sobre todo de origen industrial), cambio de los modelos urbanos, de transporte y de gestión de residuos, relocalización de la economía y estímulo de producción y comercialización cercanas».

[65]

Recordemos que «participar en la deliberación sobre lo común es lo que decide la pertenencia efectiva a una determinada comunidad; son las prácticas relacionales y discursivas las que definen la membresía» (‍Rodríguez Palop, 2017: 152).

[66]

Estas políticas deberían estar respaldas por un marco normativo, tal y como ya encontramos en algunas CC. AA. Es el caso de Andalucía, donde la reforma llevada a cabo en 2018 de la Ley contra la Violencia de Género de 2017 incluye un nuevo artículo, el 10bis, dedicado a «programas dirigidos a hombres para la erradicación de la violencia de género». También contiene distintas previsiones dirigidas específicamente a los hombres la reciente Ley vasca 1/2022, de 3 de marzo, de segunda modificación de la Ley para la Igualdad de Mujeres y Hombres. Desde el punto de vista comparado, cabe destacar la propuesta de Ley de Fomento de Nuevas Masculinidades para la Igualdad de Género, presentada en 2021 al Congreso de Perú (https://bit.ly/3zDw58k)

[67]

En este sentido, el Convenio de Estambul reconoce el papel específico de los hombres y niños en la lucha contra las violencias machistas: «Las partes tomarán las medidas necesarias para animar a todos los miembros de la sociedad, en particular los hombres y los niños, a contribuir activamente a la prevención de todas las formas de violencia incluidas en el ámbito de aplicación del presente Convenio» (art. 12.4). También en el Pacto Europeo para la Igualdad de Género (2011-‍2020) del Consejo de Europa subraya «el papel y la responsabilidad esenciales de hombres y muchachos en la erradicación de la violencia contra las mujeres» (https://bit.ly/3FDTb2H). La Estrategia de Igualdad de Género del Consejo de Europa (2018-‍2023) reconoce «el papel del hombre, tanto en la esfera pública como en la privada, es fundamental para avanzar hacia dicha igualdad. La participación de los hombres y los niños y su responsabilidad como actores del cambio a este fin son de la máxima importancia. Deben superarse los estereotipos masculinos para liberar a hombres y niños de la presión que ejercen las expectativas a las que se enfrentan. Dado que los estereotipos de género están generalizados y perduran en el tiempo, es necesario adoptar un planteamiento relacionado con el ciclo vital para abordar la socialización de hombres y niños en contextos sociales muy distintos: en el hogar, en el sistema educativo, en el lugar de trabajo y en la economía en general, públicamente y en las redes sociales, así como en las relaciones personales. La inclusión del hombre es necesaria tanto como socio activo en la promoción de los derechos humanos de la mujer como beneficiario de este tipo de políticas de igualdad». De acuerdo con este presupuesto, y en el marco del objetivo «Prevenir y luchar contra los estereotipos de género y el sexismo», se señala que «los estereotipos de género y el patriarcado también afectan negativamente a los hombres y a los niños. Los estereotipos sobre ellos son, asimismo, el resultado y la causa de actitudes, valores, normas y prejuicios muy arraigados. La masculinidad hegemónica es un factor que contribuye a mantener y reforzar los estereotipos de género, que, a su vez, terminan por contribuir a la incitación sexista al odio y a los prejuicios contra los hombres y los niños que se apartan de los ideales predominantes de masculinidad. La percepción social y la representación en los medios pueden alimentar los estereotipos de género, entre ellos, las ideas acerca del aspecto de mujeres y hombres, de su comportamiento, de su trayectoria profesional y de las tareas domésticas que les corresponden» (https://bit.ly/3FEDOXG). En el mismo sentido se había pronunciado en varios documentos el Instituto Europeo de Igualdad de Género: «The involvement of men in gender equality: initiatives in the European union» (2012) y «Men and gender equality. Online discussion report» (2014).

[68]

Entre las propuestas que se realizan en el informe destaca: la creación de un órgano competente que, en el marco de las políticas de igualdad, coordine y vele por el cumplimiento de la estrategia centrada en los hombres, la necesaria participación de mujeres feministas en la formulación, implementación, seguimiento y evaluación de dichas políticas, la formación en género, igualdad y masculinidad de agentes clave y profesionales de primera línea, en particular de servicios sociales y ámbitos educativos y de salud, la inclusión de medidas específicas en los planes de igualdad o el establecimiento de alianzas con el sector privado y el mundo empresarial. Puede consultarse el estudio completo en: https://bit.ly/3Un42Cg.

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