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Posiblemente nunca como hasta ahora había habido tanto interés por la economía y los términos económicos. A consecuencia de la grave crisis de 2008, que aún estamos padeciendo, el vocabulario económico y todo cuanto tiene que ver con esta disciplina parecen haberse puesto de moda. Al punto que hasta en los programas de televisión emitidos en prime time es común ver a algún economista disertando sobre las cuestiones más variadas. Lo que hasta hace bien poco parecía reducto de los especialistas, ahora forma parte de acalorados debates y tertulias. Así, términos como «bonos basura», «fondos buitre», «prima de riesgo», «déficit público» o «deuda soberana», entre otros, han pasado a familiarizarse con el gran público.

Pues bien, quién mejor que el profesor Comín para abordar un tema aparentemente tan complicado como el de la deuda soberana en un volumen que pretende explicar de forma clara y asequible las distintas crisis de esta naturaleza habidas en España desde el siglo xvi hasta la actualidad, ya que buena parte de su investigación se ha centrado, precisamente, en el estudio de la Hacienda Pública, y no solo española, sino también europea. Así, son innumerables los trabajos publicados sobre este tema, en especial para los siglos xix y xx, pudiendo ser reconocido, gracias a esta dilatada carrera profesional, como uno de los historiadores económicos más importantes del momento. Así lo avala el haber sido Premio Nacional de Historia en 1990, Premio de Investigación del Ministerio de Hacienda en 2002 y Premio Docentia de la Asociación Española de Historia Económica en 2013.

Por tanto, solo un gran conocimiento del tema permite hacer este tipo de grandes síntesis, que tienen la ventaja, además, de no estar únicamente dirigidas a los especialistas en historia económica, sino que pretenden ir más allá. De hecho, el libro carece intencionadamente de notas a pie de página, precisamente para aligerar su lectura. Pero, además, esta síntesis no se limita únicamente a la Edad Contemporánea, sino que busca el largo plazo, remontándose a la época de los primeros Austrias, a comienzos del siglo xvi. Siendo verdad que Francisco Comín no es especialista en esta época, y así lo reconoce él mismo, lo cierto es que siempre ha impulsado seminarios y sesiones de congresos en los que se han abordado estos temas en el largo plazo, habiéndose rodeado de grandes estudiosos del tema en la Edad Moderna, además de ser un gran conocedor de los clásicos. Pues bien, todo ese saber acumulado desde hace ya varias décadas, y en el que han participado un buen puñado de investigadores de distintas universidades, le ha servido para abordar las crisis de la deuda soberana desde la constitución de España como Estado moderno. Lo cual, desde mi punto de vista, constituye una aportación fundamental, ya que nos ofrece una visión a largo plazo hasta ahora inédita. Y todo ello con un lenguaje claro y con un material gráfico generoso que contribuye a hacer aún más llevadera la lectura y a ilustrar el discurso.

Dicho esto, lo primero que conviene señalar es la matización que el autor hace de la leyenda negra de las bancarrotas de los tiempos de los Austrias, ya que, en verdad, no fueron tales, sino suspensiones temporales y parciales del pago de las consignaciones a los asentistas con el fin de auditar las cuentas, calcular la deuda neta y negociar un acuerdo para consolidar la deuda flotante (asientos) en deuda consolidada (juros). Es más, hasta 1621 se puede decir que la deuda fue sostenible. No es posible negar que hubiese frecuentes crisis de la deuda, planteadas las más de las veces por problemas de refinanciación de los asientos. De hecho, las necesidades de financiación de los Habsburgo aumentaron paulatinamente como consecuencia de su intensa actividad guerrera. En paralelo, también crecieron las emisiones de juros, pero su cotización mejoró debido a que las rentas ordinarias eran suficientes para pagar sus intereses. Por tanto, los juros eran títulos fiables. La prueba la tenemos en la apreciación que experimentaron entre 1500 y 1621, a pesar de su ralentización desde las primeras suspensiones de pagos de Felipe II. Con todo, hasta 1621, ya con Felipe IV en el trono, los juros fueron una inversión segura.

A partir de ese momento las cosas cambiaron, haciéndose la deuda insostenible, ya que los intereses superaban a los ingresos corrientes. Pese a todo, los gastos siguieron aumentando y se emitió más deuda de la que se podía pagar, lo que provocó la reestructuración de la misma, suspensión de pagos y reducción de intereses y del principal. En este sentido, no debemos olvidar la grave crisis vivida por Castilla desde finales del siglo xvi, y que afectó a gran parte de la siguiente centuria. En este contexto de elevado riesgo, la demanda de juros cayó, llegando incluso a depreciarse fuertemente, lo que obligó a la colocación forzosa de juros por parte de la Hacienda Real. Es más, la grave crisis de la deuda obligó también a una gestión irresponsable de la misma, ya que se dieron impagos parciales de los juros, algo que hasta entonces nunca se había producido. De suerte que mientras en Castilla los impagos de la Hacienda Real causaron la quiebra de la banca local y la ruina de los juristas, en países como Holanda e Inglaterra se asistió en ese mismo siglo xvii a una auténtica revolución financiera basada en las nuevas instituciones capitalistas. Sin duda, eran ya las nuevas potencias emergentes.

El cambio de dinastía, los Borbones, a comienzos del siglo xviii, introdujo algunas novedades. Renunciaron a sus pretensiones de hegemonía exterior e intentaron poner en marcha algunas reformas tributarias. Además, sustituyeron a los asentistas genoveses por comerciantes españoles y su aversión a la deuda les llevó a contener los déficits presupuestarios y a evitar los créditos. Solo la financiación de las guerras, sobre todo a finales de la centuria, contra Francia e Inglaterra, les llevó al endeudamiento primero y, finalmente, a la crisis de la deuda. Para ello, en tiempos de Carlos III comenzó la emisión de unos títulos de deuda soberana denominados vales reales, que eran bonos redimibles a veinte años y al 4 % de interés, pudiéndose usar también como papel moneda. Ahora bien, con el aumento de la actividad bélica, el impago de los vales reales provocó, como con los juros en su día, su depreciación, de suerte que a la altura de 1808 España estaba en bancarrota. Hasta mediados de siglo se vivió una crisis permanente de la deuda, debida, en especial, a la gran cantidad de deuda existente, legada de la época de los Habsburgo e incrementada posteriormente por los fuertes déficits presupuestarios, que obligaron a seguir emitiendo nuevos títulos. Las guerras y la inestabilidad económica y social fueron las causas de tal desbarajuste. En este contexto, pues, el Gobierno recurrió a medidas poco satisfactorias para los tenedores, como fueron los repudios o las reestructuraciones de la deuda.

Esta fue la tónica general hasta mediados de siglo, cuando en 1851 Juan Bravo Murillo consiguió acabar con la situación de bancarrota gracias al arreglo de la deuda de ese año. Se reconocieron todos los tipos de deuda existentes y el pago regular de las obligaciones del Estado, incluidas las derivadas de dicha deuda soberana. Previamente, fue preciso consolidar la deuda flotante en 1844, hacer una reforma tributaria en1845 y ordenar el gasto del Estado. Pese a todo, el déficit presupuestario persistió y la deuda se elevó, lo que no era sino el reflejo de un Estado insolvente, por lo que en 1881 Camacho se vio obligado a hacer un nuevo arreglo de la deuda. Otro tanto debió hacer Fernández Villaverde tras la guerra de Cuba. Ahora bien, este supuso el último arreglo del siglo xix y tuvo efectos duraderos mientras se respetaron los equilibrios presupuestarios impuestos por el ministro. De manera que, desde principios de siglo, ya no hubo más arreglos rotundos de la deuda soberana española, si acaso algunas conversiones, como las de Calvo Sotelo o Chapaprieta. De hecho, la ausencia de guerras fue aprovechada para promover el crecimiento económico mediante presupuestos extraordinarios y la creación de cajas especiales, con financiación de emisiones de deuda.

La Guerra Civil cambió absolutamente todo, generando nuevamente una grave crisis de la deuda, lo que obligó al ministro de Hacienda José Larraz a recurrir a un nuevo arreglo, caracterizado por el repudio de la deuda y de los billetes del Gobierno republicano y la consolidación en deuda pública pignorable los adelantos del Banco de España que había financiado al bando franquista. En cualquier caso, durante la Dictadura no se incurrió en grandes déficits presupuestarios, ya que la tendencia fue tratar de equiparar los gastos del Estado a los ingresos fiscales disponibles, dado el atrasado sistema tributario existente. La insuficiencia recaudatoria devino en escasas inversiones públicas y solo los ocasionales y pequeños déficits públicos se financiaron con la emisión de deuda pública. Ahora bien, la novedad consistió en la imposibilidad de los Gobiernos de financiarse en los mercados. Franco colocó la deuda forzosamente, fundamentalmente, a los bancos. La crisis de la deuda se saldó con el impuesto inflacionista (sobre todo de la monetización del déficit) y la represión financiera, síntomas de la anormalidad del régimen.

Semejante anormalidad pervivió durante los primeros años de la restauración de la democracia. Las medidas impuestas durante el franquismo condicionaron las primeras actuaciones de los gobiernos de la Transición para financiar la deuda generada por la grave crisis económica de los setenta y la construcción del Estado del bienestar. En concreto, se vieron obligados a recurrir otra vez al Banco de España y a la represión financiera. Tales medidas retrasaron las políticas de responsabilidad del Estado, de forma que solo con la entrada de España en el Sistema Monetario Europeo en 1989 y en el euro en 1993 se puso fin a estas prácticas. Se acabó con el dominio fiscal sobre la política monetaria, creándose ya un mercado moderno de deuda, caracterizado por la responsabilidad. Responsabilidad, eso sí, puesta a prueba esta vez por la depresión económica iniciada en 2008. De hecho, tal como señala Comín, la verticalidad de la ratio deuda/PIB desde 2007 indica que el Gobierno tendrá problemas tanto para detener esta escalada de la deuda, como para reducir dicha ratio hasta 2020, cuando no podrá superar el 60 %.

En definitiva, Francisco Comín nos presenta un estudio apasionante sobre un tema fundamental para la historia económica de España, como es el problema de la deuda soberana, algo que ha perseguido a nuestra economía durante siglos y que ha dado lugar a todo tipo de comentarios negativos por parte de los tenedores extranjeros, fundamentalmente a lo largo del siglo xix, pero no solo, pues la crisis actual ha logrado también que la prima de riesgo del bono español respecto del alemán, por ejemplo, se haya disparado en los momentos más difíciles de la misma. El hecho de darnos una visión tan a largo plazo constituye no solo un acierto evidente, sino un ejercicio intelectual digno de quien lleva tantos años trabajando en estos temas. Por eso, además de constituir una obra fundamental para los historiadores económicos, tiene la virtualidad de servir asimismo no sólo para otros especialistas, como ya se ha dicho, sino también para los propios gestores públicos, que pueden encontrar en esta obra referencias evidentes a lo hecho en el pasado y a lo que no se debería hacer en el presente. Si tomamos por válidas las enseñanzas de la historia para el presente, qué mejor que este libro de Comín como ejemplo de ello.