RESUMEN

En el presente trabajo se analiza el encaje del sistema universal de protección de los derechos sociales y, especialmente, de su mecanismo de comunicaciones individuales, en el ordenamiento jurídico español. Para ello, se pone el foco tanto en la naturaleza jurídica de su órgano supervisor, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, como en la eficacia de sus resoluciones. Además, al hilo de un dictamen en el que se declara una violación del derecho a la vivienda por parte de España, se estudian los límites del control de convencionalidad en esta materia y la posible virtualidad del mandato hermenéutico contenido en el art. 10.2 CE sobre los principios rectores de la política social y económica.

Palabras clave: Derechos sociales; sistema universal de derechos humanos; Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; control de convencionalidad; derecho a la vivienda; principios rectores de la política social y económica.

ABSTRACT

This paper analyzes how the universal framework for the protection of social rights, and especially of its individual communications mechanism, fits within the Spanish legal system. To this end, the focus is both on the legal nature of its supervisory body, the Committee on Economic, Social and Cultural Rights, and on the effectiveness of its resolutions. Moreover, following a decision declaring a violation of the right to housing by Spain, the paper explores the limits of the conventionality control in this matter and the possible effects of the hermeneutical mandate contained in art. 10.2 CE upon the guiding principles of the social and economic policy.

Keywords: Social rights; human rights universal system; Committee on Economic, Social and Cultural Rights; conventionality control; right to housing; guiding principles of social and economic policy.

Cómo citar este artículo / Citation: Macho Carro, A. (2022). El encaje jurídico del sistema universal de protección de los derechos sociales en el ordenamiento español. Revista Española de Derecho Constitucional, 125, 77-‍105. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.125.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. EL COMITÉ DESC Y SU PROCEDIMIENTO DE COMUNICACIONES INDIVIDUALES
    1. 1. El procedimiento de comunicaciones individuales ante el Comité DESC
    2. 2. El Dictamen del CDESC sobre la Comunicación 37/2018, de 11 de octubre de 2019
  5. III. EL ENCAJE DEL SISTEMA NORMATIVO DE TUTELA UNIVERSAL DE LOS DERECHOS SOCIALES EN EL ORDENAMIENTO ESPAÑOL
    1. 1. Posición en el sistema de fuentes
    2. 2. Las limitaciones del control de convencionalidad en materia de derechos sociales
    3. 3. La naturaleza jurídica de los dictámenes del Comité DESC y su eficacia en el ordenamiento español
    4. 4. El valor interpretativo de los dictámenes del CDESC
  6. IV. LA VIRTUALIDAD DEL MANDATO INTERPRETATIVO DEL ARTÍCULO 10.2 CE SOBRE LOS PRINCIPIOS RECTORES DEL CAPÍTULO III
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En un deslumbrante trabajo titulado «Derechos fundamentales, derechos humanos y Estado de derecho», el profesor Rubio Llorente nos ilustra sobre las diferencias dogmáticas que median entre ambas categorías jurídicas. «El olvido de esta diferencia», advierte, «lleva frecuentemente a las instancias encargadas de garantizar la obligación negativa que imponen los derechos fundamentales […] a invadir el ámbito de competencias propio de los poderes que han de realizar los derechos humanos en las respectivas sociedades» (‍2006: 233)[1]. Y, en efecto, ese riesgo se ha verificado con cierta frecuencia en la actuación de los órganos jurisdiccionales —tanto internos como internacionales— que se encargan de velar por esa esfera de libertad negativa que acotan los derechos fundamentales.

No obstante, también es cierto que ese «ámbito de competencias propio de los poderes que han de realizar los derechos humanos en las respectivas sociedades» puede verse legítimamente limitado en nuestro ordenamiento por la libre decisión de esos mismos poderes, en conjunción con ciertas disposiciones constitucionales. Unas disposiciones que, precisamente, constitucionalizan derechos humanos y que, además, no necesariamente lo hacen en forma de derechos fundamentales. Esto ocurre, destacadamente, con buena parte de los derechos humanos englobados en la categoría de «derechos económicos, sociales y culturales». Unos derechos cuya naturaleza se vinculó tradicionalmente con una acción puramente prestacional del Estado y que, en su mayoría, han sido constitucionalizados en nuestro ordenamiento como «principios rectores de la política social y económica».

Es sabido, sin embargo, que ese carácter exclusivamente prestacional de los derechos sociales viene siendo desmentido por la doctrina especializada, que ha puesto de manifiesto cómo la efectividad de todos los derechos implica para el Estado la satisfacción de obligaciones tanto positivas como negativas (‍Holmes y Sunstein, 2000: 35-‍48). Una afirmación que no pretende rehuir el hecho de que la plena realización de unos derechos humanos resulte enormemente más costosa para las arcas públicas que la de otros, pues no se trata aquí de negar ninguna evidencia[2]. De lo que se trata es de que esta obviedad no sirva para ocultar que la efectividad de los derechos sociales precisa también del respeto por parte del Estado de ciertas obligaciones negativas. Es decir, de obligaciones que no implican el desembolso de recursos públicos, sino que constituyen límites a la forma en que puede configurarse el contenido que legislativa o reglamentariamente se dé a estos derechos. Unos límites que, como se verá, suelen ser voluntariamente asumidos por los poderes públicos.

Pero no estamos aquí ante meras elucubraciones académicas sobre la naturaleza de los derechos sociales, sino ante una realidad que comienza a ser puesta de manifiesto también en la práctica. Especialmente, por la actividad supervisora de determinados órganos de tutela de estos derechos, que han ido perfeccionándose en los últimos tiempos en el ámbito internacional. Este es el caso, sin duda, del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas (Comité DESC) y, particularmente, de su procedimiento de comunicaciones individuales. Un mecanismo cuya naturaleza jurídica e incardinación en nuestro ordenamiento habrá de ser rigurosamente analizado, sobre todo si aspiramos a comprender cómo debieran articularse sus relaciones con los poderes estatales constituidos. A esta tarea se dedican las siguientes páginas de este trabajo.

II. EL COMITÉ DESC Y SU PROCEDIMIENTO DE COMUNICACIONES INDIVIDUALES[Subir]

Dentro del sistema universal de tutela de los derechos humanos, el Comité DESC es la instancia que se encarga de supervisar el cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (PIDESC o el Pacto).

Se trata de un órgano colegiado, formado por 18 expertos de reconocida competencia en materia de derechos humanos que, si bien son elegidos a partir de los candidatos propuestos por los Estados, desempeñan su función a título personal y de forma independiente. Eso sí, a diferencia de lo que ocurre con el Comité de Derechos Humanos (Comité DD. HH.), cuya creación se previó directamente por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (PIDCP) para la supervisión de su cumplimiento, el Comité DESC fue originalmente constituido por el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas (ECOSOC, por sus siglas en inglés), como un órgano subsidiario de este[3].

Durante décadas, además, al origen no convencional del Comité DESC se añadió otra diferencia de enorme calado con respecto al Comité DD. HH. Y es que, mientras que aquel limitaba su actuación supervisora a la revisión de los informes que periódicamente le presentaban los Estados parte del PIDESC, este fue inmediatamente dotado con un instrumento de control adicional: el mecanismo de comunicaciones individuales, instituido por medio del Protocolo Facultativo al PIDCP[4]. Un procedimiento en virtud del cual el Comité DD. HH. puede conocer las quejas que directamente le presenten individuos sujetos a la jurisdicción de un Estado parte del PIDCP y en las que aleguen la vulneración de alguno de sus derechos convencionales.

Esta diferencia entre ambos organismos fue finalmente subsanada en 2008, con la adopción de un Protocolo Facultativo al PIDESC (PF-PIDESC)[5], que vino a configurar un mecanismo de denuncias individuales ante el Comité DESC esencialmente idéntico al previsto para el Comité DD. HH. Un Protocolo que España fue el primer país europeo en ratificar[6] y que, de acuerdo con su art. 18, entró en vigor el 5 de mayo de 2013, tres meses después de la fecha de depósito ante el secretario general de Naciones Unidas del décimo instrumento de ratificación. Veamos a grandes rasgos cómo funciona este mecanismo de supervisión.

1. El procedimiento de comunicaciones individuales ante el Comité DESC[Subir]

El «sistema de denuncias individuales, denominadas eufemísticamente comunicaciones» (‍Díez de Velasco, 2016: 685)[7], introducido por el Protocolo Facultativo al PIDESC, viene a equiparar el nivel de protección internacional de los derechos humanos contenidos en ambos pactos de Nueva York. Pretende reafirmarse así, como declara su preámbulo, «la universalidad, indivisibilidad, interdependencia e interrelación de todos los derechos humanos y libertades fundamentales».

En efecto, los arts. 1 a 9 del PF-PIDESC configuran un procedimiento en virtud del cual las «personas o grupos de personas que se hallen bajo la jurisdicción de un Estado parte y que aleguen ser víctimas de una violación por ese Estado de cualquiera de sus derechos económicos, sociales y culturales enunciados en el Pacto, podrán presentar una comunicación ante el Comité DESC» (art. 2)[8]. Ahora bien, para que el Comité pueda llegar a examinarlas, es preciso que las comunicaciones no incurran en alguna de las causas de inadmisibilidad contempladas en los arts. 3 y 4 del Protocolo. Preceptos que, entre otras cuestiones, otorgan a este procedimiento un carácter subsidiario, ya que el Comité no examinará ninguna comunicación «sin antes haberse cerciorado de que se han agotado todos los recursos disponibles en la jurisdicción interna» (art. 3.1)[9]. Por su parte, el art. 5 del Protocolo faculta al Comité DESC para solicitar al Estado parte interesado «las medidas provisionales que sean necesarias en circunstancias excepcionales a fin de evitar posibles daños irreparables a la víctima o las víctimas de la supuesta violación».

Una vez admitida a trámite la comunicación, el Comité lo pondrá en conocimiento del Estado parte de forma confidencial para que este, en el plazo de seis meses, presente las alegaciones que considere oportunas a efectos de aclarar la cuestión o de informar, si es el caso, de las medidas correctivas que haya adoptado para reparar la violación del derecho de que se trate (art. 6). A continuación, se abre un proceso de mediación por parte del Comité con la finalidad de intentar dar al asunto una «solución amigable» que, de alcanzarse, pondría fin al examen de la comunicación (art. 7).

En caso de que no hubiera podido llegarse a un arreglo amistoso, el Comité examinará las comunicaciones que reciba «a la luz de toda la documentación que se haya puesto a su disposición» (art. 8.1), lo que abre la puerta a que las ONG presenten escritos al Comité en calidad de amicus curiae (‍Courtis, 2008: 81-‍82). Del mismo modo, podrá consultarse la documentación pertinente que proceda de cualquier otro órgano de Naciones Unidas, así como de otras organizaciones internacionales (incluidos los sistemas regionales de derechos humanos) y cualesquiera observaciones y comentarios del Estado parte interesado (art. 8.3).

Es importante destacar que el art. 8.4 del Protocolo incorpora los criterios de enjuiciamiento que habrá de seguir el Comité en el examen de las comunicaciones. En primer lugar, se alude a la razonabilidad de las medidas adoptadas por el Estado de conformidad con la parte II del PIDESC, lo que «remite al análisis de los medios y fines que justifican la acción estatal» (‍Courtis, 2008: 85). En segundo lugar, se establece que «el Comité tendrá presente que el Estado Parte puede adoptar toda una serie de posibles medidas de política (policy measures) para hacer efectivos los derechos enunciados en el Pacto». Es decir, se concede a los Estados un margen de apreciación a la hora de determinar las medidas que entienden más apropiadas para satisfacer sus obligaciones convencionales. Ahora bien, «corresponde al Comité determinar en definitiva si se han adoptado o no todas las medidas apropiadas»[10].

Finalmente, el procedimiento concluye con la emisión de un dictamen. Una modalidad de resolución donde el CDESC declara, con base en una argumentación estrictamente jurídica, si se ha producido o no la violación del derecho alegada por el particular. Además, el Comité puede incluir en sus dictámenes las recomendaciones que estime pertinentes para su reparación y no repetición (art. 9.1). Por su parte, según el art. 9.2 PF-PIDESC, el Estado parte interesado se compromete a dar la «debida consideración» al dictamen del Comité y a enviarle, en el plazo de seis meses, «una respuesta por escrito que incluya información sobre toda medida que haya adoptado a la luz del dictamen y las recomendaciones del Comité».

Pues bien, hasta el momento en que se escriben estas líneas, el Comité DESC ha emitido seis dictámenes en los que declara una vulneración del derecho a la vivienda (art. 11.1 PIDESC) por parte de España[11]. Aquí voy a servirme únicamente de uno de ellos de cara a analizar el auténtico objeto de estudio de este trabajo: el encaje de este sistema de garantía de los derechos sociales en nuestro ordenamiento jurídico.

2. El Dictamen del CDESC sobre la Comunicación 37/2018, de 11 de octubre de 2019[Subir]

En su Dictamen de 11 de octubre de 2019, el CDESC[12] declaró que España había vulnerado el derecho a la vivienda de una mujer y sus cinco hijos menores, todos ellos ciudadanos españoles.

Desde hacía algunos años, esta familia venía ocupando una vivienda vacía propiedad de una entidad financiera sin título legítimo para ello, circunstancia que supuso su exclusión automática de las listas de solicitantes de vivienda social de la Comunidad de Madrid. Tras el oportuno proceso penal, en el que se condenó a la «autora» de la comunicación por un delito leve de usurpación con eximente incompleta de estado de necesidad (el único ingreso familiar procedía de una renta mínima de inserción de 735,9 euros mensuales), la familia fue desalojada.

A juicio del Comité, que admitió a trámite la comunicación presentada por la autora el 20 de junio de 2018 tras considerar que se cumplían los requisitos de admisibilidad establecidos en los arts. 2 y 3 del PF-PIDESC, fueron dos las causas de la violación del derecho a la vivienda de esta familia. En primer lugar, porque el desalojo se produjo «sin un examen previo de proporcionalidad entre el fin perseguido por la medida y sus consecuencias sobre las personas desalojadas». Y es que, en contra de lo que pudiera pensarse, los desalojos forzosos pueden ser compatibles con el Pacto siempre que se respeten una serie de requisitos[13]. Así, en el Dictamen se afirma que, «habiendo sido condenada la autora por un delito leve de usurpación, […] existía una causa legítima que podía justificar la medida de desalojo de la autora». No obstante:

[…] el Comité toma nota de que el Juzgado de lo Penal núm. 28 de Madrid no hizo un examen de proporcionalidad entre el objetivo legítimo del desalojo y sus consecuencias sobre las personas desalojadas. En efecto, el Juzgado no hizo un balance entre los beneficios de la medida en ese momento, en este caso la protección del derecho a la propiedad de la entidad titular del inmueble, y las consecuencias que esta medida podría tener sobre los derechos de las personas desalojadas[14] (FJ 11.5).

En segundo lugar, el Comité concluye que «la exclusión de la autora del programa de vivienda social, sin tomar en cuenta su situación de necesidad, perpetuaba su situación irregular y la abocaba a ser desalojada»[15], lo que «constituyó una violación del Estado parte del derecho a la vivienda de la autora y sus hijos, contenido en el artículo 11 del Pacto». Efectivamente, en virtud de lo establecido en el art. 14.1.f del Decreto 52/2016, de 31 de mayo, del Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid[16], no podrán solicitar las viviendas de titularidad pública a que se refiere dicha norma quienes se encuentren «ocupando una vivienda o inmueble sin título suficiente para ello y sin el consentimiento del titular».

Si bien es cierto que, a juicio del CDESC, «este requisito puede estar destinado a reducir los casos de ocupación ilícita de viviendas», «aplicado a la autora para su acceso a la lista de espera de solicitantes de vivienda pública la situaba en un impasse, al obligarla a vivir, junto con sus hijos, en un albergue temporal y compartido, o vivir en la indigencia, antes de poder ser solicitante de vivienda social». En definitiva, según la argumentación del Comité, la aplicación de esta disposición reglamentaria a una persona en estado de necesidad sería contraria al PIDESC, en tanto que «incompatible con la naturaleza del derecho a la vivienda adecuada» (FF. JJ. 12.1 y 12.2).

Una vez expuesto a grandes rasgos cuál es el papel del Comité DESC dentro del sistema universal de tutela de los derechos humanos, así como el funcionamiento de su procedimiento de comunicaciones individuales a través de este caso, llega el momento de analizar su incardinación dentro del ordenamiento jurídico español.

III. EL ENCAJE DEL SISTEMA NORMATIVO DE TUTELA UNIVERSAL DE LOS DERECHOS SOCIALES EN EL ORDENAMIENTO ESPAÑOL[Subir]

1. Posición en el sistema de fuentes[Subir]

Lo primero que se impone señalar es que tanto el PIDESC como su Protocolo Facultativo son, como ya se ha dicho, tratados internacionales válidamente celebrados y ratificados por España. En este sentido, y siguiendo a Requejo Pagés (‍1995), estos instrumentos constituirían, conjuntamente, un sistema normativo integrado dentro del ordenamiento jurídico español. Es decir, que la Constitución determinaría la aplicabilidad de las normas jurídicas establecidas en ellos, pero no operaría como fuente de su validez, que solo podría derivarse del propio sistema jurídico internacional. Partiendo de esta idea, veamos entonces cómo se articula su encaje dentro de nuestro sistema de fuentes.

A tenor de lo dispuesto en el art. 96 CE, ambos tratados gozan de una especial fuerza pasiva frente a las leyes internas, ya que «sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional». Además, en ningún caso se ha cuestionado que estos tratados pudieran contener estipulaciones contrarias a la Constitución, por lo que su ratificación no ha exigido la previa revisión constitucional a que se refiere el art. 95 CE. Ahora bien, como certeramente ha sido apuntado, lo dispuesto en el art. 96 CE «no supone de por sí que los tratados puedan derogar, modificar o suspender las leyes» (‍García de Enterría et al., 1983: 177). Esa fuerza activa frente a las normas internas, las «creadas en el marco de los procedimientos de producción de normas establecidos por la Constitución» (‍Requejo Pagés, 2018: 110), deriva, en cambio, del art. 94.1 CE y, además, se predica solo de aquellos tratados que han requerido la preceptiva autorización de las Cortes Generales para su integración en nuestro ordenamiento[17]. Y es que, «es en todo caso la autorización, no el tratado, la que produce tal alteración en la validez, ya que ni la existencia jurídica de aquél depende del sistema interno ni la validez de las normas que integran este último trae causa del tratado, sino sólo de la Constitución» (‍Requejo Pagés, 1995: 42). Como es obvio, tanto la aprobación del PIDESC como la de su Protocolo Facultativo contaron con la preceptiva autorización parlamentaria.

No obstante, esta capacidad derogatoria de los tratados internacionales solo explica la forma en que se relacionan con las leyes internas anteriores a ellos en el tiempo. ¿Cómo se articula, entonces, su relación con las leyes posteriores?

Ya hemos visto que las normas internas con fuerza de ley, ex. art. 96 CE, no pueden derogar ni modificar las disposiciones contenidas en los tratados internacionales válidamente celebrados y oficialmente publicados en España. De acuerdo con la tesis de Requejo Pagés —a mi juicio, la única satisfactoria—, las relaciones entre las normas internacionales y las leyes posteriores a su incorporación no pueden explicarse a partir del criterio de la validez, pues «el sistema nacional sólo es competente para conferir al tratado la condición de aplicable, siendo de nuevo el Derecho internacional el que determina la forma en que, una vez dotado de tal condición, deben ser aplicadas las normas por él creadas» (‍1995: 47).

En consecuencia, y dado que, de acuerdo con el sistema propio del derecho internacional, «una parte no podrá invocar las disposiciones de su Derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado»[18], las normas internas de producción internacional gozarán de aplicación preferente sobre las de producción nacional en caso de contradicción entre ambas (‍Requejo Pagés, 1995: 47). Ahora bien, esta solución no implica que los tratados internacionales incorporados en nuestro ordenamiento gocen de carácter supralegal. No, al menos, en el sentido de otorgarles una posición jerárquica superior a las leyes, pues lo que imponen los citados preceptos constitucionales es operar en términos de prevalencia y aplicabilidad, no de jerarquía y validez[19].

Por esta fórmula de articulación ha optado también la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de tratados y otros acuerdos internacionales, cuyo art. 31 establece que «las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales válidamente celebrados y publicados oficialmente prevalecerán sobre cualquier otra norma del ordenamiento interno en caso de conflicto con ellas, salvo las normas de rango constitucional». Comparto aquí, no obstante, la opinión de Canosa Usera (‍2015: 88) sobre la inadecuación de una ley para determinar el modo en que deba articularse el sistema de fuentes[20], pues, en buena lógica jurídica, el legislador del presente no puede condicionar al legislador del futuro, ya que esto supondría privar a las decisiones democráticamente adoptadas de una de sus notas características: la reversibilidad.

En cualquier caso, también nuestro Tribunal Constitucional se ha decantado por esta solución. Así, en el FJ 6 de su Sentencia 140/2018, de 20 de diciembre, afirmó que el art. 96 CE:

[…] no atribuye superioridad jerárquica a los tratados sobre las leyes internas, aunque establece, de un lado, una regla de desplazamiento por parte del tratado de la norma interna anterior, sin que ello suponga su derogación, y, de otro, define la resistencia del tratado a ser derogado por las disposiciones internas posteriores en el tiempo, sin que esto último suponga la exclusión de la norma interna del ordenamiento nacional, sino su mera inaplicación. Dicho en otros términos, la constatación de un eventual desajuste entre un convenio internacional y una norma interna con rango de ley no supone un juicio sobre la validez de la norma interna, sino sobre su mera aplicabilidad, por lo que no se plantea un problema de depuración del ordenamiento de normas inválidas, sino una cuestión de determinación de la norma aplicable en la solución de cada caso concreto, aplicación que deberá ser libremente considerada por el juez ordinario.

Así, «en aplicación de la prescripción contenida en el artículo 96 CE, cualquier juez ordinario puede desplazar la aplicación de una norma interna con rango de ley para aplicar de modo preferente la disposición contenida en un tratado internacional, sin que de tal desplazamiento derive la expulsión de la norma interna del ordenamiento, sino su mera inaplicación al caso concreto»[21].

Esta decisión de nuestro supremo intérprete constitucional parece zanjar el debate doctrinal que venía produciéndose en torno a la adecuación del llamado «control de convencionalidad» (difuso) como mecanismo necesario para la correcta articulación de nuestro sistema de fuentes[22]. Un expediente que, antes de este pronunciamiento, ya contaba entre nosotros con firmes partidarios y detractores[23]. Ahora bien, ¿tiene este mecanismo alguna virtualidad en relación con el PIDESC y las resoluciones en forma de dictamen de su órgano de garantía? Veámoslo.

2. Las limitaciones del control de convencionalidad en materia de derechos sociales[Subir]

Antes de continuar, quisiera apuntar una sumaria precisión conceptual. El «control de convencionalidad», como ha señalado el TC, es una noción que «surge formalmente en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia de 26 de septiembre de 2006 (asunto Almonacid Arellano y otros c. Chile[24]. No obstante, se trata de un concepto que no refiere una única realidad, pues este control no se ejerce de la misma manera en todos los países que integran el sistema interamericano de derechos humanos, lo que «genera complejidades y debates diferentes en cada uno de los ordenamientos jurídicos de los Estados Parte» (‍Sierra Porto, 2016: 876). En este trabajo utilizaré esta expresión con el mismo sentido con que lo hace nuestro Tribunal Constitucional en la citada STC 140/2018, es decir, como «una mera regla de selección de derecho aplicable, que corresponde realizar, en cada caso concreto, a los jueces y magistrados de la jurisdicción ordinaria». En definitiva, una fórmula de articulación del sistema de fuentes español que se traduce en el desplazamiento en la aplicación de una norma interna con rango de ley para aplicar de modo preferente la disposición contenida en un tratado internacional cuando un órgano judicial interno constate una contradicción insalvable entre ambas.

Definida en estos términos, la posibilidad teórica de efectuar ese control parece difícil de refutar. Sin embargo, pese a que la lógica desplegada por nuestro Tribunal Constitucional en esta resolución me parece impecable, creo también que la argumentación utilizada podría haber sido más precisa. En particular, en relación con un elemento que, a mi juicio, resulta trascendental: la posibilidad real de detectar ese «eventual desajuste entre un convenio internacional y una norma interna con rango de ley».

Aunque concuerdo con la tesis de que es a los jueces ordinarios, en su quehacer aplicativo del derecho, a quienes corresponde identificar esas posibles contradicciones entre una disposición internacional integrada en nuestro ordenamiento y una norma con rango de ley[25], considero también que el principio de seguridad jurídica impone que esto solo pueda hacerse cuando concurran unas circunstancias muy precisas. En concreto, ese control de convencionalidad solo debería evacuarse cuando tal contradicción normativa fuera patente. Y creo que esto solo podrá darse cuando las disposiciones internacionales en cuestión gocen de carácter autoejecutivo (self-executing).

De acuerdo con Remiro Brotóns, «en manos de los órganos de aplicación, el carácter auto-ejecutivo (self-executing) de una norma u obligación depende, en primer término, de la precisión e incondicionalidad de su formulación; con otras palabras, el órgano de aplicación debe contar con una disposición susceptible de ser aplicada por sí misma, sin necesidad de asistencias legales o reglamentarias (aún inexistentes)» (‍2007: 639). En caso contrario, «cuando una norma u obligación internacional no es auto-ejecutiva (self-executing) su aplicación queda a expensas de lo que Triepel denominó Derecho interno internacionalmente indispensable, esto es, de la promulgación de leyes y actos reglamentarios al efecto requeridos» (ibid.: 642-643)[26]. Una idea que, asimismo, viene respaldada por el contenido del art. 30.1 de la Ley 25/2014, según el cual «los tratados internacionales serán de aplicación directa, a menos que de su texto se desprenda que dicha aplicación queda condicionada a la aprobación de las leyes o disposiciones reglamentarias pertinentes».

Parece ciertamente complicado no solo que un juez pudiera detectar una contradicción entre una norma de producción interna con rango de ley y la disposición de un tratado internacional que no gozase de ese carácter self-executing; sino, lo que sería aún más difícil, que pudiera también desplazar la aplicación de aquella en favor de una disposición que no resulta aplicable por sí misma, dada su redacción excesivamente genérica. En este sentido, Alonso García señala que, en ocasiones, el contenido de las normas internacionales «presenta dudas, dada su elasticidad, en cuanto a su aptitud misma para producir efectos prevalentes en el ámbito interno» (‍2020: 37-‍38).

Esto es lo que, a mi juicio, ocurre precisamente en el caso del art. 11.1 PIDESC[27], precepto que establece el derecho humano de toda persona a una vivienda adecuada en los siguientes términos:

1. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados, y a una mejora continua de las condiciones de existencia. Los Estados Partes tomarán medidas apropiadas para asegurar la efectividad de este derecho, reconociendo a este efecto la importancia esencial de la cooperación internacional fundada en el libre consentimiento.

Pese a la utilización en el precepto del término derecho, parece obvio que esta disposición, por sí misma, no atribuye a los particulares ningún derecho subjetivo inmediatamente accionable ante los tribunales. Y ello por la sencilla razón de que no es posible identificar, a falta de un ulterior desarrollo normativo, cuáles serían las facultades que su eventual titular podría hacer valer en sede jurisdiccional[28].

Ahora bien, que un juez interno no pueda aplicar directamente este precepto por su falta de carácter autoejecutivo no quiere decir que, mientras no se dicte ese derecho interno internacionalmente indispensable, el Estado parte no esté incumpliendo sus obligaciones internacionales, pues «la obligación de cumplir de buena fe una norma u obligación no self-executing implica poner en marcha los procesos de producción normativa interna que aseguren su cumplimiento» (‍Remiro Brotóns, 2007: 643).

Pese a todo, algunos autores han argumentado que este control de convencionalidad podría operarse con base en las resoluciones dictadas por los órganos de garantía de estos tratados, en tanto que se trata de los más autorizados intérpretes de sus disposiciones. En este sentido, Jimena Quesada (‍2019: 460) afirma:

[…] el ejercicio del control difuso de convencionalidad impone tener presente que, cuando nos situamos en la esfera del Derecho internacional de los derechos humanos (en este caso, de los derechos sociales y laborales), la eventual divergencia entre el canon doméstico y el estándar de producción externa no se producirá normalmente en el plano normativo, dado que las normas internacionales suelen contener cláusulas generales que devienen instrumentos vivos (adaptados a la realidad y enfocados al respeto de la dignidad humana y a la consecución de la justicia social) a través de la interpretación dinámica o evolutiva de las correspondientes instancias internacionales de control, monitoreo o garantía. En otros términos, la prevalencia del parámetro exterior vendrá dado por la asunción interna del texto y la interpretación internacionales, lo cual no debe sino entenderse como un acto de prevalencia de la misma fuerza normativa de la Constitución nacional, vigorizada a través de su apertura internacional.

También, Barrero Ortega (‍2019: 95-‍96), quien considera que «el poder judicial debe ejercer el control de conformidad entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y ese Derecho Europeo de los derechos. En esa tarea, el poder judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado sino también la interpretación que del mismo hayan hecho los órganos de naturaleza jurisdiccional o cuasi-jurisdiccional llamados a velar por su observancia».

Pues bien, para poder evaluar cabalmente esta posibilidad en relación con la interpretación establecida por el Comité DESC en sus dictámenes, voy a analizar primero tanto la naturaleza jurídica de este organismo y de sus resoluciones como el encaje de estas en nuestro ordenamiento.

3. La naturaleza jurídica de los dictámenes del Comité DESC y su eficacia en el ordenamiento español[Subir]

El hecho de que la competencia para recibir y examinar comunicaciones individuales venga atribuida al Comité DESC por medio de un tratado internacional ad hoc viene a suplir, al menos en el marco de este procedimiento, el origen no convencional de este órgano de supervisión[29]. Partiendo de esta consideración, y dado que la labor ejercida a través de este mecanismo es idéntica a la desplegada por el Comité DD. HH. en su procedimiento homólogo, la naturaleza jurídica de ambos organismos ha de ser también la misma[30]. Se trata, pues, de «órganos cuasijudiciales», «de carácter no intergubernamental sino supranacional que examinan y resuelven determinadas cuestiones concretas pero sin emitir una decisión judicial o sentencia» (‍García de Enterría et al., 1983: 177).

Además, en tanto que las normas jurídicas que prevén su existencia y actuación son aplicables en nuestro ordenamiento, estamos, sin duda, ante órganos nacionales. Unos órganos que efectúan una labor de índole inequívocamente jurídica, de aplicación del derecho conforme a un procedimiento ordenado jurídicamente. Ahora bien, estas notas no hacen del CDESC (ni de ningún otro comité de análogas características) un tribunal stricto sensu. Y ello, al menos, por dos motivos.

Para empezar, no creo que a la hora de determinar la naturaleza jurídica de este organismo y sus resoluciones resulte irrelevante el propio nomen iuris que han recibido. Y es que cuando los Estados parte de un convenio internacional han decidido instituir un órgano jurisdiccional como mecanismo de garantía de aquel así lo han hecho. Este es el caso, por supuesto, del TEDH o del TJUE, pero también de otras jurisdicciones integradas en el ordenamiento español como la del Tribunal Internacional de Justicia. Es a estos órganos —independientemente de la forma en que se articulen sus relaciones con en el Poder Judicial de origen estrictamente interno[31]—, a los que se refiere el art. 2.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial cuando establece que «el ejercicio de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados en las leyes y en los tratados internacionales».

En segundo lugar —y más relevante aún—, en ningún lugar de los tratados que rigen la actuación del CDESC se establece el carácter obligatorio de sus resoluciones. Por el contrario, la obligatoriedad de las sentencias del TEDH viene expresamente establecida por el art. 46 del Convenio de Roma. Aunque no faltan quienes afirman el carácter vinculante de los dictámenes emitidos por estos comités (‍Trinidad Núñez, 2009: 342), lo cierto es que, con carácter general, la doctrina internacionalista acepta el carácter no vinculante (not binding) de sus decisiones[32]. Como advierte Gutiérrez Espada (‍2018: 842), «los Estados que libremente aceptan esa competencia del Comité lo hacen en el entendido y sabiendo que sus decisiones son formalmente puramente recomendatorias y no generan para él obligaciones exigibles jurídicamente».

Por descontado, los dictámenes del CDESC tampoco gozan en nuestro ordenamiento de fuerza ejecutoria directa. Este es un punto que conviene aclarar, sobre todo después de que el Tribunal Supremo encontrara una vía para ejecutar un dictamen del CEDAW[33] en su Sentencia 1263/2018, de 17 de julio. No obstante, como el propio Tribunal Supremo reconoció en el FJ 8 de esta resolución, «la inexistencia de un cauce específico y autónomo para hacer efectivas en el ordenamiento español las recomendaciones de un Dictamen del Comité de la CEDAW por vulneración de derechos fundamentales reconocidos en la Convención por parte del Estado español, impide exigir autónomamente el cumplimiento de aquellos dictámenes»[34].

Además, pese a que el Tribunal Supremo consideró en esta resolución (a mi juicio, de forma discutible) que los dictámenes del CEDAW sí gozan para nuestro país de «carácter vinculante/obligatorio» (FJ 7), lo cierto es que la ejecutoriedad de las decisiones de los organismos internacionales de supervisión de tratados no está directamente relacionada con esta cualidad jurídica. Prueba de ello es que ni siquiera las sentencias dictadas por órganos internacionales de naturaleza inequívocamente jurisdiccional, como es el caso del TEDH, han gozado de fuerza ejecutiva interna hasta que el legislador español ha establecido un cauce procedimental específico para ello[35]. Por este motivo, la posibilidad de que las decisiones adoptadas por estos comités puedan ser ejecutadas internamente sin que medie una legislación nacional que así lo prevea parece difícil de sostener jurídicamente. Así lo estiman también Van Alebeek y Nollkaemper cuando afirman: «[…] the judiciary may find it difficult if not impossible to implement the recommended remedy in the absence of national legislation allowing Views to take legal effect domestically» (2012: 377).

En alguna medida, en una sentencia posterior, la 401/2020, de 12 de febrero, la Sala especial del art. 61 LOPJ del Tribunal Supremo ha venido a reforzar la tesis que aquí se sostiene en relación con la falta de carácter obligatorio de estos dictámenes por contraposición con las sentencias del TEDH. Y digo en alguna medida porque en esta resolución, tras afirmar que «no procede equiparar las sentencias del TEDH con las recomendaciones o dictámenes de los distintos Comités de las variadas organizaciones internacionales que se pronuncian sobre el cumplimiento de las obligaciones asumidas por España en materia de derechos humanos», nuestro TS se limita a afirmar que es el carácter obligatorio de aquellas el motivo por el que «la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de junio, ha dispuesto que sólo las sentencias del TEDH sean título habilitante para la revisión de las sentencias en que se produjo la vulneración del derecho fundamental, sin extender esa clase de eficacia a otras sentencias o dictámenes» (FJ 6). Una identificación que, a mi juicio, resulta matizable, pues parece vincular indisociablemente la previsión de un cauce normativo interno para ejecutar resoluciones internacionales a la obligatoriedad de estas.

En mi opinión, nada impide al legislador establecer fórmulas para dotar de ejecutoriedad a los dictámenes del CDESC (y de otros comités equivalentes), aunque estas resoluciones no gocen de ese carácter obligatorio. De hecho, cuando el Estado asume compromisos internacionales en materia de vivienda (o de cualquier otro derecho humano), debe adoptar todas las medidas necesarias para cumplirlos. Incluido, claro está, el establecimiento de vías procedimentales adecuadas, tanto administrativas como jurisdiccionales que permitan dar un encaje coherente y satisfactorio a los dictámenes de los órganos de supervisión de tratados. Y es que «el reconocimiento convencional de estos derechos no solo supone el cumplimiento de las obligaciones sustantivas, tanto de orden positivo como negativo, sino también la necesidad de crear un marco procesal adecuado para la plena realización de los mismos de conformidad con la autonomía institucional y procedimental del Estado en cuestión» (‍Jiménez García, 2014: 80).

En esta línea, el Plan nacional de derechos humanos aprobado por Acuerdo del Consejo de Ministros el 12 de diciembre de 2008 apostaba por la adopción de «un Protocolo de actuación para dar cumplimiento a los Dictámenes y Recomendaciones de los distintos Comités de protección de los Derechos Humanos del sistema de Naciones Unidas. En particular, se establecerán pautas para tramitar las recomendaciones de dichos Comités con el objeto de proporcionar reparación adecuada a los interesados»[36]. Pese a todo, lo cierto es que aún son pocos los países que han incorporado en sus ordenamientos fórmulas para dotar de fuerza ejecutiva interna a estos dictámenes[37].

En definitiva, pese a que el CDESC y el resto de comités integrados en el sistema universal de protección de los derechos humanos son órganos nacionales competentes para declarar la violación de los derechos contemplados en los convenios de cuya supervisión se encargan, lo cierto es que sus resoluciones en forma de dictamen carecen de fuerza jurídica vinculante. Por ello, parece complicado que un juez interno pueda inaplicar nada menos que una norma con rango de ley basándose en la contradicción que entre esta y una disposición interna de origen internacional haya detectado alguno de aquellos organismos.

Ahora bien, ¿quiere esto decir que los pronunciamientos emitidos por el CDESC carecen de toda virtualidad jurídica en nuestro ordenamiento? A mi modo de ver, la respuesta a ese interrogante ha de ser necesariamente negativa. Y ello porque lo que sí se deriva sin demasiada dificultad tanto de la posición de estos tratados internacionales en nuestro sistema de fuentes, como de la obligación de dar la debida consideración a las resoluciones del Comité, en tanto que máximo intérprete de los derechos contenidos en el Pacto, es un valor interpretativo de sus dictámenes de primer nivel. Un valor hermenéutico que, como trataré de argumentar a continuación, debiera jugar un papel destacado a la hora de dotar de contenido al mandato del art. 47 de nuestra Constitución.

4. El valor interpretativo de los dictámenes del CDESC[Subir]

Parece evidente que la función aplicativa del PIDESC, desempeñada por el Comité en el marco del procedimiento de comunicaciones individuales, solo puede llevarse a cabo a través de una labor interpretativa de sus disposiciones. Una interpretación que cristaliza en los dictámenes emitidos por este órgano de expertos y que, en mi opinión, ha de ser considerada como la más autorizada al respecto. En palabras de Mechlem: «[…] the committees interpret the treaties they supervise in order to discharge their mandate of monitoring states parties’ implementation. They thereby play an important role in establishing the normative content of human rights and in giving concrete meaning to individual rights and state obligations» (‍2009: 908).

No obstante, esta postura no ha sido plenamente compartida por nuestro Tribunal Constitucional que, en su Sentencia 116/2006, de 24 de abril, declaraba (en relación con el Comité DD. HH.) que «las “observaciones” que en forma de dictamen emite el Comité no son resoluciones judiciales, puesto que el Comité no tiene facultades jurisdiccionales (como claramente se deduce de la lectura de los arts. 41 y 42 del Pacto), y sus dictámenes no pueden constituir la interpretación auténtica del Pacto, dado que en ningún momento, ni el Pacto ni el Protocolo facultativo le otorgan tal competencia» (FJ 4)[38].

No puedo sino compartir la crítica formulada por Trinidad Núñez cuando irónicamente se pregunta:

[…] si el Comité de Derechos Humanos, el órgano creado por el PIDESC [en realidad, el PIDCP] para llevar a cabo su supervisión y control —y que tiene entre sus facultades la elaboración de Observaciones generales sobre el contenido del Pacto y su aplicación— carece de competencia para interpretar de forma fehaciente («interpretación auténtica» en palabras del Tribunal), el contenido del Pacto ¿quién tendrá, entonces, esta facultad? (‍2009: 341).

Y es que es obvio que, para poder declarar que una determinada actuación estatal ha vulnerado o no alguno de los derechos contemplados en el convenio de que se trate, estos comités tienen necesariamente que interpretar el texto de dichos tratados.

Es cierto, sin embargo, que, pese a no reconocer ese carácter «auténtico» o autorizado, el Tribunal Constitucional sí afirma en esa misma sentencia que los dictámenes del CDDHH gozan de un importante valor hermenéutico en nuestro ordenamiento:

Ahora bien, el que los Dictámenes del Comité no sean resoluciones judiciales, no tengan fuerza ejecutoria directa y no resulte posible su equiparación con las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no implica que carezcan de todo efecto interno en la medida en que declaran la infracción de un derecho reconocido en el Pacto y que, de conformidad con la Constitución, el Pacto no sólo forma parte de nuestro Derecho interno, conforme al art. 96.1 CE, sino que además, y por lo que aquí interesa, las normas relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas contenidas en la Constitución deben interpretarse de conformidad con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España (art. 10.2 CE); interpretación que no puede prescindir de la que, a su vez, llevan a cabo los órganos de garantía establecidos por esos mismos tratados y acuerdos internacionales (STC 81/1989, de 8 de mayo, FJ 2) (FJ 6).

Una consideración que, en su STC 31/2018, de 10 de abril, ha extendido también a la interpretación efectuada por el CDESC en sus observaciones generales:

Respecto al valor de este género de textos emanados del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, hemos de aplicar el mismo criterio que el sostenido en relación con los dictámenes del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, sentado en la STC 116/2006, de 24 de abril, FJ 5. En este sentido, indica dicha Sentencia que ya que las normas relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas contenidas en la Constitución deben interpretarse de conformidad con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España (art. 10.2 CE), esa «interpretación […] no puede prescindir de la que, a su vez, llevan a cabo los órganos de garantía establecidos por esos mismos tratados y acuerdos internacionales (STC 81/1989, de 8 de mayo, FJ 2)» (FJ 4).

Como vemos, en estos pronunciamientos el Tribunal Constitucional se sirve de las resoluciones de estos comités, ex. art. 10.2 CE, para interpretar diversos derechos fundamentales. Una interpretación que, como sabemos, viene impuesta por ese precepto constitucional.

Ahora bien, ¿qué ocurre con los contenidos de la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España que no tienen su equivalente constitucional como derechos fundamentales, sino como principios rectores de la política social y económica del capítulo III del título I CE? ¿Debería extenderse también a ellos el mandato interpretativo impuesto por este precepto constitucional? A continuación, trataré de argumentar una respuesta positiva a este interrogante.

IV. LA VIRTUALIDAD DEL MANDATO INTERPRETATIVO DEL ARTÍCULO 10.2 CE SOBRE LOS PRINCIPIOS RECTORES DEL CAPÍTULO III[Subir]

Como sabemos, la disposición contenida en el art. 10.2 CE constituye una cláusula de apertura al derecho internacional de los derechos humanos que impone interpretar nuestros derechos constitucionales a la luz de aquellos. Es decir, que sin dotar de rango constitucional ni a la Declaración universal de derechos humanos ni a los tratados internacionales sobre esta materia ratificados por España, y, por tanto, sin introducir nuevos derechos en nuestra carta magna, los que figuran en ella habrán de ser interpretados conforme a dichos tratados y, por supuesto, sin prescindir de la interpretación que de estos hagan sus órganos de garantía.

Partiendo de este entendimiento del art. 10.2 CE, la primera cuestión que se plantea es la de identificar exactamente cuáles sean los derechos constitucionales sobre los que deba extenderse este mandato interpretativo. Así, una interpretación literal de este precepto constitucional limitaría su aplicación a los derechos fundamentales, establecidos en el capítulo II del título I CE. Esta ha sido la opción por la que se ha decantado un relevante sector doctrinal[39]. Sin embargo, en contra de esta postura también se han argüido razones de peso, apostando por una extensión del mandato interpretativo del art. 10.2 CE a todos los derechos del título I CE.

Este último es el caso de Saiz Arnaiz, quien en su excelente estudio monográfico sobre este precepto constitucional recurre a los argumentos sedes materiae y a rubrica para evitar una limitación cuyo resultado sería la exclusión de los derechos del capítulo III. Además, razona:

[…] si el constituyente hubiera deseado excluir determinados derechos de la vinculación al canon interpretativo representado por la Declaración Universal y los acuerdos internacionales en la materia, podía haberlo hecho sin ninguna dificultad. Del mismo modo que los derechos del Título I son tratados separadamente (por ejemplo, en el art. 53 CE) en punto a otros elementos de su status jurídico, bien podían haberlo sido también en este concreto aspecto. Cuando el constituyente quiso diferenciar, lo hizo. En este caso, sin embargo, no hay distingo alguno. Antes bien, de los debates constituyentes puede obtenerse la impresión contraria, es decir, la proyección del canon hermenéutico que se estudia sobre todos los derechos presentes en la Constitución (‍1999: 74)[40].

A estos argumentos podrían añadirse algunos otros. Por ejemplo, que la Declaración universal de derechos humanos contempla sin distinción tanto derechos civiles y políticos como derechos económicos, sociales y culturales[41]. Y nuestro constituyente, aun habiendo configurado unos como derechos fundamentales y otros como principios rectores, ha querido hacer una expresa referencia in toto a este documento fundamental. Por otro lado, tanto una interpretación evolutiva del propio art. 10.2 CE, a la luz de los principios de «universalidad, indivisibilidad, interdependencia e interrelación de todos los derechos humanos y libertades fundamentales», que han ido adquiriendo un carácter absolutamente central en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, como una interpretación sistemática de este precepto en conjunción con la cláusula constitucional del Estado Social aconsejan, a mi juicio, la extensión de su mandato hermenéutico también sobre los derechos configurados como principios rectores de la política social y económica. En este sentido se pronuncia el voto particular de la STC 32/2019, de 28 de febrero, al afirmar, precisamente en materia de derecho a la vivienda, que «no existe una exclusión explícita referida a los principios rectores, en relación con el mandato contenido en el art. 10.2 CE», haciendo un llamamiento para tomar en consideración por esta vía los dictámenes y otras resoluciones del CDESC.

En cuanto a los contenidos que podrían «incorporarse» a los principios rectores por este cauce interpretativo, en mi opinión habrían de ser solo aquellas obligaciones de índole negativa a que me referí al inicio de este trabajo, pues no puede perderse de vista que «la Constitución limita —no sustituye— la decisión política» (‍Jiménez Campo, 1999: 129). De esta forma, el carácter normativo de las disposiciones contenidas en el capítulo III del título I, al ir concretándose conforme a los estándares internacionales, podría hacerse más reconocible[42]. Esto permitiría efectuar un control de constitucionalidad más estricto de las normas internas, limitando en cierta medida las posibilidades de desarrollo normativo en estas materias. No obstante, conviene recordar que ha sido precisamente el legislador quien voluntariamente ha decidido vincularse a estos tratados internacionales en materia de derechos humanos, así como a la autoridad de sus órganos de supervisión. Unos tratados que son instrumentos vivos, pero que siempre le cabría denunciar en caso de disconformidad insalvable con su interpretación.

Para finalizar, permítaseme un ejemplo de cómo podría operar esta eficacia del art. 10.2 CE sobre los principios rectores. La aplicación de la disposición autonómica que, de acuerdo con la interpretación del CDESC, vulneraba el derecho a la vivienda (art. 11 PIDESC) por excluir automáticamente de las listas de solicitantes de vivienda social a quienes se hallaban ocupando ilegalmente una vivienda, sin tener en cuenta su estado de necesidad, habría de ser considerada contraria al contenido del art. 47 CE, interpretado ex. art. 10.2 CE. Además, dado el rango reglamentario de la disposición en cuestión, en este caso concreto ese control de constitucionalidad podría ser directamente efectuado por la jurisdicción contencioso-administrativa, sin necesidad de recurrir a los mecanismos previstos en nuestro ordenamiento para el control de constitucionalidad de las leyes.

V. CONCLUSIONES[Subir]

En los últimos años han ido perfeccionándose cada vez más los mecanismos internacionales de garantía de los derechos económicos, sociales y culturales. Unos mecanismos que, con su actividad, han ido confirmando en la práctica cómo la plena realización de estos derechos no solo requiere de actividad prestacional por parte del Estado, sino también que este respete obligaciones puramente negativas, inmediatamente exigibles en tanto que independientes de los recursos económicos disponibles.

Dentro de estos mecanismos destaca, en el ámbito universal de tutela de los derechos humanos, el CDESC, órgano supervisor del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Se trata de un órgano de origen internacional, pero que ha de ser considerado como un órgano nacional más, en tanto que los tratados internacionales que rigen su actuación son también derecho interno, aplicable en el ordenamiento español.

No obstante, pese a esta condición de derecho interno del PIDESC, la generalidad con que están redactadas sus disposiciones, carentes por ello de carácter self-executing, impide que un juez nacional pueda detectar una contradicción entre estas y las leyes de producción interna, lo que imposibilita efectuar un control de convencionalidad sin riesgo de incurrir en activismo judicial. Además, parece complicado que ese control de convencionalidad pueda efectuarse con base en la interpretación del Pacto contenida en los dictámenes del CDESC, pues estos carecen de fuerza jurídica vinculante.

Ahora bien, esto no quiere decir que la interpretación sentada por el CDESC en sus resoluciones no goce en nuestro ordenamiento de un valor hermenéutico de primer nivel. Una fuerza interpretativa que debiera servir para dotar de contenido, ex. art. 10.2 CE, a los principios rectores de la política social y económica. Pues, aunque esto limite en cierta medida las posibilidades de su desarrollo normativo, ha sido precisamente el legislador quien ha decidido asumir estas obligaciones internacionales en materia de derechos sociales.

NOTAS[Subir]

[1]

Buena parte de las reflexiones de este estudio se recogen también, con relevantes adiciones, en Rubio Llorente (‍2012: 1085-‍1127).

[2]

Así, parece complicado que pueda respetarse el derecho a ser oído públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, si no se han dispuesto todos los medios materiales y humanos necesarios para constituir, organizar y mantener en funcionamiento un Poder Judicial y una Administración de justicia dignos de tal nombre. No obstante, resulta igualmente difícil de rebatir que, para garantizar efectivamente a todos los ciudadanos de un Estado el derecho a una vivienda adecuada, se requiere eso y bastante más. Eso, porque la seguridad jurídica en la tenencia de una vivienda presupone necesariamente la existencia de un sistema judicial que permita dirimir los innumerables litigios que pudieran generarse en torno a esta (un claro ejemplo, por cierto, de interdependencia entre derechos humanos). Y bastante más, porque el Estado tendrá también que adoptar medidas prestacionales encaminadas a garantizar que quienes no pueden acceder a una vivienda en condiciones de mercado puedan hacerlo por otras vías.

[3]

E/RES/1985/17. Con intención de corregir esta divergencia, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas propuso en 2007, por medio de su Resolución 4/7, de 30 de marzo, «iniciar un proceso, de conformidad con el derecho internacional y, en particular, el derecho de los tratados internacionales, para modificar la condición jurídica del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, a fin de equipararlo a todos los demás órganos de supervisión de tratados».

[4]

Adoptado y abierto a la firma, ratificación y adhesión por la Asamblea General en su resolución 2200 A (XXI), de 16 diciembre de 1966. España se adhirió a este Protocolo el 17 de enero de 1985 (BOE n.º 79, de 2 de abril de 1985, pp. 8757 a 8759).

[5]

Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, hecho en Nueva York el 10 de diciembre de 2008. Sobre los pormenores del proceso de elaboración del Protocolo Facultativo al PIDESC, vid. De Albuquerque (‍2010).

[6]

Tres años por delante incluso de Portugal, que fue el país que asumió la presidencia del grupo de trabajo que alumbró el texto del Protocolo. BOE n.º 48, de 25 de febrero de 2013.

[7]

En referencia al sistema de comunicaciones individuales ante el Comité DD. HH.

[8]

Para una exposición sobre este procedimiento más detallada de la que aquí puedo permitirme, vid. Courtis (‍2008).

[9]

Si bien es cierto que la subsidiariedad puede ser excepcionada en caso de que «la tramitación de esos recursos se prolongue injustificadamente».

[10]

CDESC, «Observación General núm. 3 - La índole de las obligaciones de los Estados Partes (párrafo 1 del artículo 2 del Pacto), §4», Documento E/1991/23.

[11]

Estos dictámenes resuelven las comunicaciones 2/2014, 5/2015, 37/2018, 52/2018, 54/2018 y 85/2018. Además, es muy probable que este número vaya en aumento, pues, según datos facilitados por el propio Comité, en 2018 recibieron 109 comunicaciones contra España, de las que al menos cien tendrían por objeto el derecho a la vivienda. Los dictámenes del Comité pueden encontrarse en el apartado Recent jurisprudence de su página web, a la que se accede a partir de la del Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos. Disponible en: https://bit.ly/3wUxfui.

[12]

Dictamen en respuesta a la Comunicación 37/2018. Adoptado por el Comité en su 66.º período de sesiones (de 30 de septiembre a 18 de octubre de 2019).

[13]

Una posibilidad que el propio Comité admitió en su Observación general n.º 7, la segunda relativa a la vivienda tras la n.º 4 (que fue, por cierto, la primera de estas resoluciones sobre un derecho concreto del Pacto). CDESC, «Observación General núm. 7 - El derecho a una vivienda adecuada (párrafo 1 del artículo 11 del Pacto): los desalojos forzosos», §11. Documento E/1998/22, anexo IV.

[14]

El Comité continúa argumentando que «el análisis de la proporcionalidad de un desalojo, por tanto, no sólo implica el examen de las consecuencias de la medida sobre las personas desalojadas, sino también la necesidad del propietario de recuperar la posesión de la propiedad. Será inevitable distinguir entre las propiedades de individuos que requieren la propiedad como vivienda o para que les brinde su renta vital, y propiedades de entidades financieras, como es el caso actual. Encontrar que un desalojo no es una medida razonable en un momento concreto no significa necesariamente que no se pueda emitir una orden de desalojo contra los ocupantes. No obstante, los principios de razonabilidad y proporcionalidad pueden requerir que la orden de desalojo se suspenda o posponga para evitar exponer a las personas desalojadas a situaciones de indigencia o a violaciones de otros derechos contenidos en el Pacto. Una orden de desalojo también puede estar condicionada a otros factores tal y como requerir a las autoridades administrativas para que intervengan en la asistencia de los ocupantes para mitigar las consecuencias del desalojo». Una argumentación que recuerda sobremanera a la desplegada por el TEDH en los casos Mccann c. Reino Unido, de 13 de mayo de 2008, y Rousk c. Suecia, de 25 de julio de 2013.

[15]

La cursiva es mía.

[16]

Decreto 52/2016, de 31 de mayo, del Consejo de Gobierno, por el que se crea el Parque de Viviendas de Emergencia Social y se regula el proceso de adjudicación de viviendas de la Agencia de Vivienda Social de la Comunidad de Madrid.

[17]

«Sin la previa autorización de las Cortes no es posible derogar o modificar una ley mediante un tratado [art. 94.1 e) CE], lo que significa que los tratados suscritos sólo por el Gobierno carecen de fuerza activa frente a la ley» (‍De Otto, 1987: 125).

[18]

Art. 27 del Convenio de Viena sobre Derecho de los tratados.

[19]

Alonso García entiende por naturaleza «supralegal» el que «un tratado válidamente celebrado prevalece sobre toda ley interna, anterior o posterior, que se le oponga o contradiga» (‍2020: 24). Excepción hecha de los tratados válidamente celebrados sin autorización parlamentaria sobre las leyes anteriores.

[20]

Aguado Renedo (‍2016: 37) salva esta objeción afirmando que es precisamente la concepción de la prevalencia como un «criterio de relación entre normas» y no como «una consideración o calificación de la naturaleza de los tratados como superior al resto de normas» lo que explica «el efecto general de que, por intermedio de una ley ordinaria como es la Ley de Tratados, se determine la inaplicabilidad a un supuesto de otras leyes (incluso orgánicas si fuere el caso), anteriores o posteriores, contradictorias con las normas jurídicas de un tratado». Esto precisamente sería así «porque la Ley de Tratados no incide en la validez de las leyes y demás normas preteridas, validez que permanece incólume por más que no resulten aplicables al objeto de un proceso, hasta el punto de que la eventual pérdida de vinculatoriedad del tratado (consecuencia de su denuncia, etc.) comportará el vigor de las mismas sin necesidad de predicar de ellas reviviscencia alguna porque nunca han dejado de estar “vivas”».

[21]

STC 140/2018, de 20 de diciembre, FJ 6.

[22]

Cuestión distinta son los interrogantes que plantea su consagración en nuestro ordenamiento. En relación con ellos, vid. Alonso García (‍2020).

[23]

A favor de esta tesis se ha pronunciado reiteradamente el profesor Jimena Quesada (‍2013). Para una postura opuesta a la de Jimena, vid. Canosa Usera (2015).

[24]

STC 140/2018, de 20 de diciembre, FJ 6.

[25]

También Matía Portilla afirma que «son los aplicadores del Derecho (especialmente los jueces y tribunales) los que deben tomar en consideración los tratados internacionales (y las normas de la Unión Europea) y aplicarlas aun en el supuesto de que existan normas con fuerza de Ley que dispongan otra cosa» (‍2018: 127).

[26]

Cursivas en el original.

[27]

Como ejemplo de normas y obligaciones internacionales non-self-executing, que «sólo pueden satisfacerse mediante un quehacer legislativo», Remiro Brotóns menciona, precisamente, las disposiciones del PIDESC que, según él, «se limita a configurar derechos en favor de los particulares, sin concretar los requisitos exigibles o el procedimiento a seguir para su disfrute ni precisar, en ocasiones, su alcance» (‍2007: 643).

[28]

Un ejemplo de desarrollo normativo que sí configura un auténtico derecho subjetivo de acceso a la vivienda (limitando su titularidad, como es lógico, a las «personas que, por sus ingresos u otras circunstancias, no pueden acceder en las condiciones que el mercado establece») lo encontramos en el art. 6 de la Ley 2/2017, de 3 de febrero, por la función social de la vivienda de la Comunidad Valenciana.

[29]

Vid., supra, apdo. II.1.

[30]

Consideración que, a mi juicio, se extiende también al resto de órganos internacionales de control de tratados que forman parte del sistema universal de derechos humanos y que desempeñan su labor por medio de un procedimiento de comunicaciones individuales.

[31]

Sobre el TEDH, afirma Requejo Pagés: «[…] podrá discutirse si el Tribunal de Estrasburgo es o no un órgano jurisdiccional integrado en la estructura judicial interna y si sus resoluciones, a la luz del propio Convenio, precisan de una ejecución directa o pueden reducirse a una mera constatación declarativa de incumplimiento de las obligaciones del Tratado. No puede, en cambio, negarse que, con independencia de su incardinación entre los órganos jurisdiccionales internos y de las consecuencias jurídicas que a sus resoluciones anuda el Convenio, el Tribunal es un órgano nacional cuyas decisiones no pueden pasar inadvertidas para los restantes poderes del Estado» (‍1995: 95).

[32]

Para un análisis de las distintas posturas y sus respectivos matices, vid. Ulfstein (‍2012: 92 y ss.).

[33]

El CEDAW (por sus siglas en inglés) es el órgano que supervisa la aplicación de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, uno de los nueve tratados integrantes del sistema universal de tutela de los derechos humanos.

[34]

Esta sentencia ha suscitado un intenso debate entre la doctrina internacionalista. Entre otros trabajos, pueden verse Gutiérrez Espada (‍2018) o Jiménez Pineda (‍2019).

[35]

Lo que no se produjo hasta la apertura del recurso de revisión (arts. 102 LJCA, 954.3 LECRIM y 510.2 LEC) operada en 2015, por un lado, por la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, y, por otro, por la Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales. Como señala Queralt Jiménez, «el Tribunal es un órgano de carácter internacional cuya configuración le impide realizar innovación alguna en los ordenamientos internos de los Estados parte, porque, por voluntad de los fundadores del sistema de protección, el TEDH no cuenta con los instrumentos coercitivos necesarios para ello» (2008: 15).

[36]

Este plan puede consultarse en https://bit.ly/3MM5TNn. La cita corresponde a la página 11.

[37]

Así lo acredita la Comisión de Venecia en su Report on the implementation of international human rights treaties in domestic law and the role of courts, CDL-AD(2014)036, aprobado en su 100.ª sesión plenaria, celebrada en Roma entre el 10 y el 11 de octubre de 2014. El informe puede consultarse en: https://bit.ly/3NS7MIP.

[38]

La cursiva es mía.

[39]

Por ejemplo, Rey Martínez (‍1989) o Aparicio Pérez (‍1989).

[40]

También en favor de esta interpretación, De la Quadra-Salcedo Janini, quien, además, señala que «el Tribunal Constitucional parece haber admitido tal posibilidad, por ejemplo, en la STC 247/2007, cuando ante el planteamiento de sí el artículo 45 de la Constitución —que recoge un principio rector: el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado— debía ser interpretado de conformidad con determinados textos internacionales que se refieren al denominado derecho al agua, el Tribunal Constitucional rechazó tal planteamiento, pero no por entender inaplicable el artículo 10.2 a los derechos sociales del Capítulo III, sino por considerar que los textos internacionales a que se referían las partes no pueden entenderse, por las propias características de los mismos, comprendidos entre “los tratados y acuerdos internacionales sobre derechos humanos ratificados por España”, a que nos remite el art. 10.2 CE […]». (‍2012: 327).

[41]

Siendo aquí del todo irrelevante su posterior normativización en dos tratados distintos (que, como todos sabemos, trae causa del contexto geopolítico de la Guerra Fría en que se fraguaron los pactos de Nueva York), pues la referencia expresa a esta Declaración en el art. 10.2 dota a todos los derechos humanos contemplados en ella del mismo valor interpretativo.

[42]

Pese a que la normatividad de estas disposiciones queda, a estas alturas, fuera de toda duda, en muchos casos aún estamos esperando su trascendencia práctica. Y es que, como señala Díez-Picazo, «en la práctica suele ser difícil declarar la inconstitucionalidad de una ley sólo por vulneración de principios rectores de la política social y económica, habida cuenta de que la mayor parte de ellos tiene un enunciado excesivamente vago y genérico» (‍2021: 60).

Bibliografía[Subir]

[1] 

Alonso García, R. (2020). El control de convencionalidad: cinco interrogantes. Revista Española de Derecho Constitucional, 119, 13-‍51. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.119.01.

[2] 

Aguado Renedo, C. (2016). Singularidades de fuentes del Derecho en la nueva Ley de Tratados y otros acuerdos internacionales. En F. Rubio Llorente, J. Jiménez Campo, J. J. Solozábal Echavarría, M. P. Biglino Campos y Á. J. Gómez Montoro (coords.). La Constitución política de España. Estudios en homenaje a Manuel Aragón Reyes (pp. 21-‍42). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[3] 

Aparicio Pérez, M. A. (1989). La cláusula interpretativa del art. 10.2 de la Constitución Española como cláusula de integración y apertura constitucional de los derechos fundamentales. Jueces para la democracia, 6, 9-‍18.

[4] 

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