El presente artículo analiza la relación entre las políticas de orden público y el incremento de la violencia política que tuvo lugar en España entre febrero y julio de 1936. El restablecimiento inicial de una política reformista y menos represiva paradójicamente estimuló el desarrollo de cuatro catalizadores de la violencia: la deslegitimación gubernamental, la politización de la administración del orden público, la desautorización de los cuerpos policiales y la privatización del uso político de la fuerza. A partir de mayo, el Gobierno Casares intentó solucionar el problema intensificando la persecución del terrorismo falangista, desacelerando la republicanización de la Policía, restableciendo el principio de autoridad y recuperando el control de los resortes de orden público. Sin embargo, aunque estas medidas redujeron significativamente el número de víctimas mortales, la violencia política siguió siendo considerablemente elevada, los militares continuaron conspirando y el Estado no recuperó el monopolio de la coerción letal. Este periodo concluyó con el asesinato de Calvo Sotelo y la sublevación militar, que fue respaldada por al menos la mitad de las fuerzas policiales como una reacción no solo contra la grave situación del orden público, sino también contra unas políticas democratizadoras que habían socavado su autoridad y resquebrajado el monopolio estatal del ejercicio de la violencia.
This article analyses the relationship between public order policies and the increase of political violence that took place in Spain between February and July 1936. The reestablishment of a reformist and less repressive policy paradoxically stimulated the development of four causal factors of violence: government delegitimisation, politicisation of the public order administration, de-authorisation of police forces, and privatisation of the political use of force. Since May, the Casares Government tried to solve the problem by intensifying the persecution of Falangist terrorism, decelerating the republicanisation of the police, reestablishing the principle of authority, and recovering the control of public order resources. Nevertheless, although these measures significantly reduced the number of mortal victims, the political violence remained considerably high, the military went on conspiring, and the State did not recover the monopoly of lethal coercion. This period concluded with Calvo Sotelo’s murder and the military rebellion, which was supported at least by half of the police forces as a reaction not only against the dangerous situation of public order, but also against the democratising policies that had undermined their authority and the state monopoly of the use of violence.
La imagen de la época del Frente Popular como un periodo caracterizado principalmente por la violencia debe mucho al esfuerzo que hicieron las autoridades franquistas para legitimar la rebelión que les había llevado al poder. El
El relato anterior fue rebatido con solvencia por hispanistas como Hugh Thomas, Raymond Carr o Pierre Broué. No obstante, estos historiadores mantuvieron esa lectura catastrofista y teleológica inspirada en el tópico de la «primavera trágica», mediante la cual la fase frentepopulista era concebida como un mero preludio o «pendiente» hacia una guerra inevitable causada por el fracaso del régimen. No es casualidad que Gabriel Jackson, en su estudio seminal sobre el periodo republicano, titulara el capítulo dedicado a esta etapa «Se avecina la guerra civil». Con todo, pese a la persistencia que este sesgo ha tenido en la historiografía, actualmente la mayoría de especialistas coinciden en defender el estudio de la República por su interés particular y en considerar que la guerra no era el único desenlace posible. Sin embargo, la discusión sobre la naturaleza y las causas de la violencia y la responsabilidad de los distintos actores sigue candente
Unos historiadores señalan al Estado como principal ejecutor de la violencia. Eduardo González Calleja lo explica mediante la persistencia de un concepto autoritario del orden público que anteponía la salvaguardia del poder gubernativo al ejercicio de las libertades cívicas. Ello se materializó, según Rafael Cruz, en unas políticas de «exclusión» mediante las cuales los gobernantes buscaban impedir las protestas colectivas de sus «enemigos», lo que confirió cierta «impunidad» a los cuerpos coercitivos e inclinó a los desafiantes a utilizar la violencia. Por este motivo, la mayoría de los asesinatos fueron obra de las instituciones coactivas, especialmente de la Guardia Civil, cuya cultura corporativa la hacía especialmente refractaria al uso de técnicas preventivas y proporcionadas de control policial. Esto se reflejó también no solo en sus connivencias con Falange, sino en una notable falta de lealtad hacia las autoridades que causó que estas perdieran el dominio de buena parte de los resortes represivos, algo que fue clave para el estallido de la rebelión. Desde esta perspectiva, además, el incremento de la movilización fue algo inherente al acceso del «pueblo» a la política y tuvo un carácter generalmente pacífico, constituyendo una manera de presionar al Gobierno para que cumpliera el programa del Frente Popular, en opinión de Francisco Sánchez Pérez. Por esta razón, Julián Casanova relativiza la conflictividad social del periodo en comparación con los bienios anteriores, mientras que otros especialistas recuerdan que había habido Gobiernos en el pasado que habían soportado niveles similares de violencia sin derrumbarse. Finalmente, estos historiadores destacan la «estrategia de la tensión» practicada por Falange y la «construcción social del miedo» acometida por unas derechas que no estaban siendo perseguidas, sino que pretendían dramatizar los desórdenes con el fin de preparar el terreno para la sublevación militar
Una interpretación alternativa sugiere como clave de la violencia la existencia de una cultura política excluyente inspirada en una concepción patrimonial del régimen. Su materialización fueron unas políticas policiales partidistas, basadas en una indiscriminada persecución de Falange que afectó a otras organizaciones derechistas y la contemporización ante las acciones subversivas de las asociaciones del Frente Popular. Para Fernando del Rey, el origen del «cerco al mundo conservador» estuvo en la emergencia de un «poder bifronte» que opuso a los gobernadores civiles, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto frente a los ayuntamientos, las comisiones gestoras y las guardias cívicas socialistas, que desempeñaban ilegalmente funciones parapoliciales. Sobre las fuerzas coactivas, subraya su rol como «legítimas depositarias de la función de preservar el orden público» y sostiene que, pese a la continuidad de sus rigurosos métodos de actuación y su perfil castrense, normalmente se limitaron a cumplir órdenes y no abusaron del uso de la fuerza, salvando algunos casos excepcionales, como Arnedo y Casas Viejas. De ahí que sostenga, como Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, que el origen del problema no hay que buscarlo en sus intervenciones sino en la gravedad de los desórdenes promovidos por ciertas organizaciones sociopolíticas. Por esta razón, estos autores insisten en que la conflictividad no debería considerarse un artificio propagandístico de las derechas. Por otro lado, Gabriele Ranzato defiende que los dirigentes toleraron y recurrieron ocasionalmente a las milicias marxistas, posibilitando cierto control de la Policía por parte de la extrema izquierda. Asimismo, Stanley Payne acusa a los Gobiernos de introducir milicianos en la misma como delegados, igual que hizo Hitler con las SA y la
Podría decirse que la discusión respecto a la violencia política del periodo ha versado fundamentalmente sobre la intensidad alcanzada por dicho fenómeno, el talante más o menos represivo de los Gobiernos y la responsabilidad de las fuerzas estatales. Cuestiones que remiten a una materia que ha sido ignorada durante décadas por haber sido el tópico por antonomasia esgrimido por la literatura franquista para justificar la sublevación: el orden público. Consecuentemente, este artículo pretende analizar la relación existente entre las políticas de orden público y el incremento de la violencia política entre febrero y julio de 1936. La tesis defendida sostiene que el restablecimiento por parte de Azaña de una política reformista, civilista y más permisiva con la movilización izquierdista tuvo el paradójico efecto de potenciar ciertos factores que catalizaron la violencia. Posteriormente, Casares intentó remediarlo frenando la republicanización policial y retomando el control de los resortes de orden público y la calle. Mediante esta estrategia consiguió reducir el número de asesinatos, aunque no llegó a recuperar los niveles de los bienios anteriores, ni logró acabar con las actitudes conspirativas de los militares ni restituir el monopolio estatal de la violencia política letal. Por último, el repunte del pistolerismo que desembocó en el asesinato de Calvo Sotelo y, en última instancia, la sublevación de las fuerzas militares y policiales hicieron imposible que esta política terminara de dar sus frutos.
La victoria electoral del Frente Popular el 16 de febrero colocó al presidente Manuel Portela Valladares en una difícil situación. Por un lado, las manifestaciones reclamando la liberación de presos y algunas reyertas amenazaban con perturbar gravemente el orden público. Por otro, las exigencias de José María Gil Robles y el general Franco —que ya había sondeado sin éxito al general Pozas, inspector general de la Guardia Civil— de que se mantuviera en el poder y cortara los desmanes declarando el estado de guerra demostraban la existencia de movimientos en el Ejército para preparar otra militarada. Ante esta tesitura, el político gallego transfirió precipitadamente sus poderes a Manuel Azaña, que se encontró como resultado con los «gobernadores civiles desaparecidos» y la gente «suelta por las calles». Poco después la muchedumbre empezó a congregarse en la Puerta del Sol y el director general de Seguridad, Vicente Santiago, se dispuso a sacar a los guardias de seguridad. No obstante, Azaña no solo se lo impidió, sino que consiguió que se disolvieran pacíficamente tras pronunciar unas palabras. Sin embargo, en el resto del país los desórdenes se extendieron rápidamente, destacando especialmente los disturbios anticlericales de Alicante, Huelva y Játiva, así como los motines carcelarios de Burgos, Cartagena, Chinchilla, San Miguel de los Reyes y Santoña, que dejaron no menos de cuarenta muertos esa semana
Para evitar salir a «motín por día», el dirigente alcalaíno solicitó por radio a la nación que correspondiera a sus «propósitos de pacificación» para que pudiera restablecer la libertad, la Constitución y el «espíritu republicano». Tras anunciar la restitución de los ayuntamientos populares y prometer el cumplimiento del programa del Frente Popular, el presidente pidió a sus votantes que no perturbaran la paz y no malograran la victoria por «motivos de impaciencia». A sus detractores, en cambio, les aseguró que no habría persecuciones si se mantenían dentro de la ley, que la «defensa de la República» solo afectaría a sus enemigos y que en ella cabía todo aquel que sintiera «amor a la patria, la disciplina y el respeto a la autoridad»
Este discurso apaciguador y un tanto conservador fue acompañado por ciertas medidas. Además de preparar otra combinación de gobernadores civiles, Azaña consiguió que se aprobara la prometida amnistía de los delitos sociopolíticos y ordenó la readmisión de los obreros despedidos en octubre de 1934, así como un uso más moderado de la represión que benefició a las organizaciones frentepopulistas. Poco después, el ministro de Gobernación, Amós Salvador, suspendió las licencias de armas cortas y largas de cañón estriado en Madrid, disponiendo su revisión en toda España, y prorrogó treinta días el estado de alarma, una medida que se iría renovando hasta el estallido de la guerra
Las fuerzas policiales recibieron el resultado de las elecciones con inquietud. La revista
Con el objetivo de paliar la ansiedad de los agentes, el Gobierno restableció la Oficina de Información y Enlace en la Dirección General de Seguridad y calificó como «hechos de guerra» unos sucesos acaecidos en Jerez de la Frontera y Arcos en los que un guardia civil había sido asesinado. No obstante, la simpatía de las fuerzas estatales se vio resentida por una disposición que resquebrajaba el secular centralismo del sistema de orden público: la derogación del decreto de suspensión de la Comisión Mixta. De esta manera, el Ejecutivo reactivaba el traspaso de los servicios policiales a la Generalitat de Cataluña, el cual había sido revertido en el bienio anterior. A ello había que sumar el traslado de numerosos jefes y oficiales por la mala relación que habían tenido con las organizaciones socialistas, incluidos diecisiete jefes de Comandancia de la Guardia Civil. Este recurso se empleó profusamente en marzo y acabó afectando a los tenientes coroneles de la mitad de las provincias españolas
La prensa corporativa recibió con agrado el mantenimiento del estado de alarma argumentando que no supondría ningún problema porque su deseo de respetar los derechos cívicos garantizaba la protección de las «personas decentes», aunque reconoció que no podía evitarse que sufrieran algunas molestias: «No se puede limpiar el trigo sin removerlo». Aunque esto quedó eclipsado por otras reformas que generaron mayor malestar. La más importante fue la amnistía, no solo porque liberó a los prisioneros procesados por los sucesos de Castilblanco y Asturias —donde la Guardia Civil había sufrido 86 muertos y 77 heridos y la Policía 70 y 74—, sino porque fue seguida por la condena de un capitán llamado Nilo Tello a doce años de prisión por las brutalidades que había cometido en la represión de octubre, una sanción que no tenía precedentes en la historia del Instituto
El segundo elemento de discordia fue la republicanización, sobre todo después de que la prensa publicara unas declaraciones del nuevo director general de Seguridad, José Alonso Mallol, en las que había señalado cierta «tibieza republicana» entre la fuerza pública. La respuesta de sus revistas fue reivindicar que la Policía «no puede ni debe ser un organismo al servicio de tal o cual idea, porque entonces dejaría de ser un Cuerpo nacional, para convertirse en un instrumento o milicia de partido». A su entender, su misión era mantenerse leal al poder legítimo y constituir el principal baluarte de la República, ya que ese «virus político» no solo socavaba los «ligamentos de la disciplina», sino que adhería a la acción represiva una «pasión» adicional que generaba odio entre los ciudadanos. Por su parte,
Por otro lado, aunque el incremento de la movilización colectiva tuvo una naturaleza mayoritariamente pacífica, conllevó también un crecimiento de las formas de protesta violentas. Como escribió Azaña: «Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos». Este fenómeno generó un intenso debate mediático sobre el problema del orden público. El periódico católico
Este cruce de opiniones venía a plantear al Gobierno el «dilema del orden público» teorizado por Diego Palacios. El principal reto del Ejecutivo consistía en hallar un modo de reducir simultáneamente los costes políticos de la represión y los derivados de la inhibición, los cuales implicaban una pérdida de legitimidad ante diferentes sectores del espectro político y cuya solución pasaba por la institucionalización de la acción colectiva y la adopción de tácticas y útiles no letales de control policial de la protesta
El ambiente se enrarecería todavía más tras el atentado perpetrado el día 12 por cuatro pistoleros falangistas contra Luis Jiménez de Asúa en el que murió su escolta, el agente de investigación Jesús Gisbert. Su entierro se convirtió en una manifestación antifascista formada por 80 000 personas que desembocó en graves disturbios. Concretamente, el Café del Norte sufrió un saqueo y fueron incendiados la redacción de
La reacción policial al asesinato fue de profunda indignación. Sus revistas reclamaron «justicia inexorable» contra esos pistoleros que, «escudados en falsas ideologías políticas, las hacen banderín de sus asesinatos» y más respeto para los que «saben sacrificarse y morir en defensa de la sociedad, del orden y de la República». Sin embargo, su exigencia más importante era la de aplicar la ley «con mano firme» contra esos atentados que tantos «caídos en cumplimiento del deber» habían dejado: «¡Es tan poco temido el rigor de las leyes, que ya cualquiera de esos forajidos cuenta por medias docenas los asesinatos de funcionarios del Orden público». En palabras de uno de sus articulistas: «Basta ya de titubeos. Basta ya de flaquezas. Barramos entre todos esa inmundicia humana», esa «larva social, cuyo virus se va extendiendo demasiado»
Esta situación socavó la confianza de la fuerza pública en la prometida reorganización, la cual también era defendida por la Guardia Civil —aunque con mucha menor intensidad— porque no quería perder su preponderancia en el aparato policial «víctima de la inexorable ley biológica de selección».
La disposición que generó mayor oposición en las fuerzas coercitivas fue la creación de la situación de «disponible forzoso», mediante la cual el Gobierno pretendía cesar a los agentes sospechosos de tener connivencias con la extrema derecha. Esta medida se combinó con otra que dispuso que todas las vacantes en los destinos de elección del Ejército se cubrieran por libre designación del ministro de Guerra, para asegurar la obediencia de las jefaturas más importantes. Por otro lado, el restablecimiento del Servicio de Identificación en la DGS fue muy bien recibido por las revistas policiacas. Por último, hubo un cambio muy significativo en la protección de cargos públicos: las escoltas pasaron a estar desempeñadas por un agente de investigación y dos guardias de Seguridad y Asalto en lugar de por dos agentes, razón por la cual se creó en este cuerpo el Servicio de Vigilancias Políticas
El retorno de las izquierdas al poder había alterado la estructura de oportunidades políticas, cuyas principales dimensiones son la apertura del sistema político institucionalizado, la estabilidad de las coaliciones y la presencia de aliados entre las élites políticas, y la capacidad y propensión del Estado en lo relativo al ejercicio de la represión. A los Gobiernos el vuelco electoral les había proporcionado oportunidades diferentes en comparación con el primer bienio debido a la radicalización tanto del ala caballerista del PSOE como del sector gilroblista de la CEDA, en perjuicio de las alternativas representadas por Prieto y Giménez Fernández, más comprometidas con la salvaguarda de las instituciones republicanas. Esto coincidiría con la convocatoria de tres elecciones durante este periodo: las municipales, la repetición de las generales y las de compromisarios para elegir al presidente de la República. El resultado fue una formidable apertura del marco de oportunidades que causó un aumento sin precedentes de la incertidumbre política y, consecuentemente, de la acción colectiva, al constituir aquella una de sus principales fuentes de poder, como indica Sidney Tarrow. El problema fue que los Gobiernos fueron incapaces de canalizar este crecimiento de la movilización a través de unas instituciones ya bastante deslegitimadas por el modo en el que se había efectuado la sustitución de los ayuntamientos, la anulación de las actas de Granada y Cuenca y la destitución de Alcalá Zamora, algo que a la postre les obligaría a suspender los comicios locales poco después de haber sido convocados
Aunque la «política de enfrentamiento» propia de la calle, en términos de Rafael Cruz, seguiría acaparando la atención de la opinión pública, la reapertura de las Cortes devolvió cierta importancia a la política institucional. El 3 de abril Azaña presentó a su Gobierno, a través de sus representantes, como el único ejecutor de la política del Frente Popular y culpó del «atasco de la República» a la falta de compenetración entre su «autoridad moral» y su «poder legal», por un lado, y el apoyo y la confianza del pueblo, por otro. Posteriormente diferenció dos tipos de desórdenes: las «agresiones al régimen y al Gobierno» y las «indisciplinas de masas» no encuadradas en organizaciones políticas y, tras justificar el aumento de los disturbios y la «mengua de la autoridad» gubernativa que provocaba recordando la represión y el hambre sufridos por las masas durante el segundo bienio, condenó su «explotación política» y proclamó su intención de hallar la «manera de reprimirlos y, sobre todo, de impedirlos». A continuación, denunció un «modo de agredir a la política republicana» consistente en el cultivo de dos «corrientes de pánico» que formaban un auténtico «remolino»: a la derecha unos aventaban el miedo a la revolución y afirmaban que cualquier día España amanecería «constituida en soviet», con el objetivo de preparar el ambiente para que triunfara una rebelión militar; a la izquierda otros hacían algo semejante en sentido inverso, invocando el peligro constante de un golpe fascista, lo que irónicamente servía a los intereses de los primeros. Para concluir, el presidente defendió una política de seguridad menos represiva proclamando su negativa a vocear «bravatas estentóreas» o «gobernar España con una tranca», aunque puntualizando que no daría ninguna razón a aquellos que se salieran de la ley
Esta actitud más permisiva conllevaba que los gobernantes ordenaran el acuartelamiento de la fuerza pública ante las protestas del Frente Popular para evitar que causaran víctimas, lo que generaba un importante rechazo entre los policías. Ante estas situaciones, sus revistas recomendaban a los guardias que reprimieran todos los desórdenes aunque alguna «autoridad incompetente» les censurase, porque así lo indicaba la ley, procurando «distinguir estos hechos tumultuarios y agresivos de aquellas manifestaciones pacíficas» que podían estar autorizadas y que no debían ser disueltas sin una orden. A su entender, «la autoridad que ordena retirar la fuerza pública de la calle comete un acto arbitrario en desprestigio del poder público; porque si tiene confianza en los manifestantes, ¿qué estorbo son las fuerzas? Y si no tiene confianza, es que hipoteca la tranquilidad pública». Este posicionamiento los llevaba a condenar también la conducta de esos «Gobernadores jóvenes, ayunos de toda experiencia, para quienes los guardias han sido soldaditos de plomo», arguyendo que sus decisiones hacían peligrar tanto el mantenimiento del orden como sus propias vidas
Dicha inhibición redujo sustancialmente la autoridad de los policías, lo que provocó no solo que sus intervenciones fueran más letales debido al aumento de la desobediencia de los desafiantes y la animadversión de los propios agentes, sino que las reformas policiales no llegaran a consolidarse, como apunta Palacios. Y es que, aunque la mayoría de los historiadores han tendido a infravalorar estas transformaciones aludiendo a su carácter tímido e insuficiente, Blaney ha demostrado que los avances habidos durante el periodo republicano fueron lo suficientemente significativos como para suponer un cambio respecto a las políticas policiales de la monarquía, a pesar de que el proceso de democratización quedara lejos de completarse
En su declaración en Cortes del día 15, Azaña prometió una «ley complementaria de amnistía» que incluyera otros delitos demandados por sus socios del Frente Popular. Asimismo, anticipó la depuración de los «abusos ilegales» cometidos por las fuerzas estatales en octubre, aunque también defendió la tesis de la individualización de las responsabilidades para evitar que la culpa se expandiese «como una mancha de aceite» sobre las corporaciones militares y policiales, desmarcándose así de la postura de buena parte de la izquierda obrera. Después propugnó su propósito de desarraigar del «carácter español» la «apelación cotidiana a la violencia física» y de lograr que «los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros», argumentando que él no había venido a «presidir una guerra civil» sino más bien a evitarla. Seguidamente, continuó haciendo gala de su calma y pidió a sus aliados que no sumaran «el tornavoz y el resonador de su propia alarma» al objetivo «perturbador y alarmista» de los elementos derechistas que causaban los desórdenes, los cuales, además, eran normalmente insignificantes. Para concluir, el presidente garantizó que para defender la República le bastaba con recurrir a las «instituciones normales del Estado», aunque aseguró estar convencido de que, en caso de emergencia, las Cortes no le regatearían poderes de carácter excepcional
La oposición continuó con la amplificación del ya de por sí grave problema del orden público, describiéndolo en términos anárquicos como la antesala de una revolución comunista. Calvo Sotelo replicó que en la calle la «garantía de la vida» era inexistente y que había multitudes uniformadas que daban vivas contra la patria, leyendo para demostrarlo una relación de todos los disturbios y las víctimas que había habido desde el 16 de febrero. Luego criticó la política de «desorden público, por condescendencia o por inhibición», de Azaña, acusándole de dar por supuesto que habría desmanes y de no intervenir para cortarlos, y también de no aplicar medidas que protegieran a las instituciones coercitivas de todo «conato de comunización», especialmente cuando las fuerzas del Frente Popular tenían el propósito de disolverlas. Por su parte, Gil Robles negó la tesis de los «agentes provocadores» como origen de los desórdenes y denunció que las derechas estaban sufriendo una «persecución implacable» que hacía germinar la «idea de la violencia» entre sus votantes y que, de seguir así, se vería obligado a darles la razón diciéndoles que «dentro de la legalidad no tenéis protección», aunque también añadió que era «preferible saber morir en la calle a ser atropellado por cobardía». Por su parte, Juan Ventosa le pidió al Gobierno que restableciera el «principio de autoridad» y reforzara la «satisfacción moral interior» de las fuerzas del orden. A continuación, el socialista Rodolfo Llopis insistió en el argumento de la «irritación» de las masas por la violencia padecida durante el «bienio negro» y afirmó que todos los actos anticlericales habían sido respuestas a provocaciones de los grupos contrarrevolucionarios, mientras que José Díaz acusó a la oposición de intentar desviar la atención de las responsabilidades por los «cinco mil muertos de Asturias» y amenazó de muerte a Gil Robles, diciéndole que si se cumplía la «justicia del pueblo» moriría «con los zapatos puestos». Finalmente, Antonio Alonso Ríos afirmó que tanto la Administración como el «espíritu» con el que se aplicaban las leyes eran monárquicos, lo que hacía urgente la republicanización de unas fuerzas policiales a las que acusaba de proteger a los pistoleros falangistas
Al día siguiente, Azaña respondió que el origen del problema no estaba en la proliferación de las protestas, sino en la «anarquía del propio Estado» que había tenido lugar en el segundo bienio, ya que la abolición de la Constitución y la responsabilidad, así como la «sanguinaria opresión» del pueblo, habían provocado que los Gobiernos perdieran su confianza. También destacó lo difícil que era gobernar debido a la coexistencia de «manifestaciones de progreso» que estaban protagonizadas por las clases proletarias y que eran comparables a las del resto de democracias europeas, y de «manifestaciones de atraso y casi de barbarie que parecen propias de un país del siglo
La réplica corrió nuevamente a cargo de Calvo Sotelo, que denunció que el «principio de autoridad» estaba «por el suelo, arrastrado de una manera incomprensible, manchándose de sangre y de lodo»; y reclamó «una autoridad fuerte, dispuesta a impedir que se sigan sembrando lutos y sangre por las calles» para que «no pueda el comunismo realizar la labor de zapa, de poda y de conquista» de las instituciones armadas. El político gallego condenó también el «inhibido escepticismo» del Gobierno ante unos desmanes «orgánicos y sistemáticos» que, a su juicio, estaban generando un clima favorable para la proliferación de atentados contra los agentes del orden. En consecuencia, Augusto Barcia respondió que la defensa de las fuerzas coercitivas era competencia del Ejecutivo y acusó a Calvo Sotelo de adularlas para intentar socavar su lealtad al régimen. Ventosa, por otro lado, insistió en que el poder público debía retener el «monopolio exclusivo de la autoridad» y actuar, tal vez no de manera «bárbara y violenta» pero sí eficaz, para mantener el orden. Finalmente, el debate concluyó con la aprobación por 196 votos contra 78 de una proposición de confianza en el Gobierno
El tono de la oposición se había recrudecido a causa de los sucesos del entierro del alférez de la Benemérita Anastasio de los Reyes. Este oficial había sido tiroteado por unos sujetos a los que había reprendido por haber voceado insultos contra la Guardia Civil durante el desfile del aniversario de la República. Para evitar disturbios el Gobierno había ordenado trasladar su cadáver de noche y censurado la esquela del
Como respuesta, el Gobierno encarceló a varios jefes y oficiales del Instituto; trasladó a 23 comandantes, 46 capitanes, 40 tenientes, 38 alféreces y a todo el 14.º Tercio; y acordó la ilegalización y disolución de todas las ligas y asociaciones fascistas. No obstante, lo más impactante fue un proyecto de ley —aprobado el día 23— que privaba a los militares acogidos a las leyes de retiros de su derecho a percibir los haberes pasivos y a llevar uniforme cuando pertenecieran a organizaciones ilegales o participasen en acciones contrarias al orden público o al régimen republicano. Por otro lado, el Ejecutivo estimuló la republicanización de la Policía permitiendo ostentar un distintivo a los agentes premiados con la Corbata de la Orden de la República y segregando los servicios del Ministerio de Obras Públicas del Parque Móvil de los Ministerios Civiles, Vigilancia y Seguridad. Pero estas concesiones quedaron nuevamente ensombrecidas por la anulación de las disposiciones emitidas como consecuencia de la ley de 2 de enero de 1935, mediante la cual se habían restituido al Estado los servicios de orden público traspasados a la Generalitat, y el restablecimiento de la Junta de Seguridad encargada de coordinar la transferencia de dichas competencias
Este episodio produjo una reacción entre las revistas policiacas contra el peligro de la politización. Para empezar, condenaron el «confusionismo» presente en los funerales de Gisbert y Reyes, argumentando que el Gobierno tenía obligación de rendir tributo a las víctimas pero que resultaba inadmisible que determinados asistentes convirtiesen estos rituales en «manifestaciones políticas» levantando los puños y lanzando gritos contra las «turbas fascistas», o haciendo lo mismo en sentido contrario. En segundo lugar, respaldaron las medidas de disolución de las «milicias extremistas», argumentando que una «República ha de ser un pueblo; no puede ser una tribu ni una kábila». También insistieron en la necesidad de recuperar esa «armadura» llamada autoridad que permitía a los policías ingleses patrullar sin armas, para evitar que los agentes terminasen naufragando en ese «mar revuelto del pistolerismo». Por último, estas publicaciones criticaron el modo en el que se venía realizando la republicanización por haber causado la salida de policías leales y competentes, además del «trasiego constante de los mandos», y recomendaron a los guardias que no obedecieran a esos «frescos» afiliados a partidos izquierdistas que en «momentos de revuelta» se erigían ilegalmente como autoridades y pretendían darles órdenes, aprovechando el consentimiento o el retraimiento de los gobernadores
Aunque el principal motivo de insatisfacción entre las instituciones coercitivas seguía siendo la contemporización ordenada por las autoridades ante determinados tumultos. Entre el 3 y el 5 de mayo, a raíz del famoso bulo de los caramelos envenenados, una decena de edificios religiosos de Madrid fueron incendiados y seis religiosas y tres sacerdotes resultaron heridos durante unos disturbios, debido a la falta de medidas preventivas del Gobierno y a la tardía intervención de la Guardia de Asalto
Estos sucesos motivaron otra intervención de Calvo Sotelo en el Parlamento, en la que facilitó una nueva relación de episodios violentos entre el 1 de abril y el 4 de mayo, afirmando que había habido 47 muertos y 216 heridos. El diputado denunció la supuesta mediatización del «Estado oficial» por otro «subalterno, capcioso, muchas veces faccioso, por un Estado subversivo, integrado exclusivamente por el marxismo»; y aseguró que había «degradado su propia jerarquía insustituible y suprema, consintiendo la incrustación apendicular de organismos milicianos marxistas que suplen a las fuerzas del Estado» y «cachean, registran, detienen y ejercen facultades policíacas, amparados unas veces y suplantando otras a los gobernadores civiles». Casares acusó a las derechas de haber propalado el bulo y disculpó el «estado de exaltación, de histerismo, perfectamente enfermizo» de las multitudes. Luego informó de que unos fascistas habían utilizado balas «dum dum» en un tiroteo —enseñando dos ejemplares— y negó que pudiera acusársele de lenidad, sosteniendo que había ordenado que la fuerza pública interviniera «con energía y rapidez, pero sin la crueldad que vosotros hubierais deseado»; es decir, con «mesura» y «tranquilidad». Por último, tras asegurar que tenía las riendas de los resortes estatales «cada vez más en la mano, a pesar de los esfuerzos extraordinarios que se han hecho para romperlas», reconoció haber hallado «dislocamientos, desbordamientos si queréis, pero lealtad» en las fuerzas del Frente Popular; y replicó que eran los pistoleros de derechas los que trataban de «rebelarse contra el Estado, o bien crear un estado perpetuo de inquietud, que es mucho peor que una sublevación armada», lo que hacía más urgente su desarme
Ciertamente, esta incapacidad del Gobierno para controlar los ayuntamientos y las guardias cívicas socialistas no revelaba la existencia de una situación revolucionaria, como indica acertadamente González Calleja, pero sí un grave problema de gobernabilidad típico de los cambios de régimen que, como sostiene Diego Palacios, socavó la legitimidad de las autoridades políticas y obstaculizó sus proyectos democratizadores
Después del fracasado intento de Azaña de incorporar a los socialistas en el gabinete ofreciéndole la presidencia a Prieto, Casares formó Gobierno el 13 de mayo, confiándole la cartera de Gobernación a Juan Moles. En su declaración ministerial, el presidente exhibió una retórica mucho más agresiva que buscaba capitalizar el discurso antifascista de la izquierda obrera para reforzar su colaboración y restablecer el control gubernativo sobre los resortes locales de orden público y la vía pública. El presidente proclamó que «contra el fascismo el Gobierno es beligerante» y prometió que la República «será respetada, y, si no, se hará temer», mediante la sustitución de una «táctica de defensa» por otra de «ataque a fondo» contra sus enemigos abiertos y «enmascarados», incluidos aquellos que la torpedeaban desde la «última covachuela» del Estado. Seguidamente, Casares solicitó el apoyo del Frente Popular para restablecer la paz, aunque insistió en que los únicos ejecutores de su política eran sus representantes y que no consentiría «huelgas políticas fuera de la ley», incautaciones ilegales ni «actos de violencia que sean un trágala al Gobierno»
En su intervención, Gil Robles culpó al Ejecutivo de haber despedazado el «ídolo de la democracia» y estar propagando el fascismo mediante la persecución de sus votantes, advirtiéndole que cuando sus aliados le rebasasen, ellos sabrían ponerse al lado de la autoridad para «dar a su Patria el sacrificio último que se puede pedir a un ciudadano». Por su parte, Calvo Sotelo defendió que el Gobierno no podía declararse beligerante ante ciertos ciudadanos sino «aplicar la ley inexorablemente». También denunció que el principio de autoridad se encontraba «a los pies de los enemigos jurados del Estado español» y que millones de españoles vivían «sojuzgados por unos déspotas rurales, monterillas de aldea, que cachean, registran, multan, se incautan de las fincas» y ejercen toda clase de funciones gubernativas con «total desprecio de la ley» y las órdenes de las autoridades, dando forma a una suerte de «régimen de taifas de la anarquía» inspirado en una especie de «cantonalismo asiático». Después exigió al presidente que fortaleciera la «satisfacción interior» de las corporaciones armadas y restableciera el principio de autoridad, pero no solo en los «cuartos de banderas», sino también en la calle. Para concluir, la mayoría presentó nuevamente una proposición de confianza en el Gobierno que fue aprobada por 217 votos contra 61, en la que se demandaba a los elementos del Frente Popular que dejaran de obstruir su labor
El discurso de Casares suscitó diversas respuestas en la prensa nacional. El periódico izquierdista
El cambio en la constitución del Ejecutivo supuso la implementación de una nueva política de recomposición del sistema de orden público y restablecimiento del principio de autoridad que, como señala Palacios, podía haber puesto las bases para la restauración del funcionamiento institucionalizado de la vida política y del protagonismo del Gobierno como ejecutor de las reformas. En primer lugar, Casares ordenó a los gobernadores civiles que observaran el procedimiento e informasen de los nombramientos de delegados gubernativos que hicieran para evitar la designación de miembros de las organizaciones de clase en lugar de policías de investigación, con el objetivo de recuperar el control de los mecanismos de mediación en los conflictos laborales. A continuación, modificó la Ley de Orden Público para agilizar las actuaciones policiales y judiciales contra los atentados, incluyendo entre los «actos contra el orden público» los delitos cometidos con armas o explosivos que tuvieran un móvil terrorista o una motivación política o social. Para concluir, el presidente intentó fortalecer la obediencia de las fuerzas coactivas mediante algunas concesiones, como la exención del pago de las cédulas personales a los alféreces ascendidos en diciembre, algo que sería criticado por la policía por no haber incluido a las clases y tropas del Cuerpo de Seguridad
Esta política sufrió un serio varapalo el 29 de mayo en Yeste, a raíz de la roturación ilegal de una finca. Unos vecinos que intentaban liberar a seis presos mientras eran trasladados por la Benemérita mataron a un guardia civil. Como respuesta, sus compañeros perpetraron una masacre que se cobró la vida de diecisiete paisanos, aunque González Calleja destaca que previamente había habido un intento de negociación que revelaba un «tenue pero significativo cambio» en la actuación del Instituto. Este suceso demostró que la violencia no siempre se explicaba por la predisposición de la fuerza a ejercer la represión, sino que en ocasiones su propósito de no emplearla potenciaba una respuesta transgresora o violenta por parte de los protestantes, que a su vez provocaba una intervención policial más cruenta y desproporcionada
Durante el debate parlamentario, José Prat defendió que la agresión inicial había sido obra de los guardias civiles y que, pese a no haber tenido «gran volumen», había bastado para irritar a las masas. También destacó que los sucesos daban la impresión de que el Instituto seguía al servicio de la oligarquía. Por esta razón, el diputado del PSOE sostuvo que no podía haber impunidad para estos abusos porque la República era un «régimen de responsabilidad», aunque matizó que únicamente debían ser sancionados aquellos guardias que estuvieran implicados, desmarcándose así de una proposición que habían presentado los comunistas días antes para disolver la Benemérita, la cual había sido apoyada por los socialistas. Casares elogió que propusiera individualizar las responsabilidades y prometió castigar estos excesos. Además, agradeció a algunos diputados que hubieran investigado personalmente los hechos y anunció que había pedido al Tribunal Supremo que eligiese a un juez especial para que realizara una investigación oficial «sin distinción de fueros». Para terminar, el presidente defendió la lealtad de la Guardia Civil y aseguró que una comisión de jefes del Instituto le había pedido que se hiciera esta investigación «por el honor del Cuerpo»
La
A principios de junio Casares reforzó la vigilancia en los cuarteles, ordenó el desarme de las personas sin licencia, advirtió a los alcaldes que no consintieran cacheos ni registros ilegales de automóviles y prohibió las huelgas y los
El día 16 tuvo lugar otro debate parlamentario sobre el «estado de subversión» que reinaba en España. Gil Robles criticó la utilización abusiva del estado de excepción como un «instrumento de venganza» y leyó otro listado de «brotes anárquicos». Después denunció que España estaba «desgobernada» porque las autoridades no solo no obedecían, sino que consentían la usurpación de sus atribuciones, y proclamó que estaban «presenciando los funerales de la democracia» porque el Gobierno pretendía pedir plenos poderes para construir una «dictadura republicana». A continuación, Calvo Sotelo cargó contra aquella política de orden público «de desembolso, sin tasa ni freno», y contra un régimen de «desorden» que creía inspirado en una concepción degenerada de la democracia basada en el «fetichismo de la turbamulta». Luego condenó la indefensión del Ejército, que constituía la «más augusta encarnación» del principio de autoridad y la «columna vertebral» de la patria, y se atrevió a proclamar que estaría loco cualquier militar que «no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía». Consecuentemente, Casares le responsabilizó de cualquier militarada que pudiera haber y se presentó como el auténtico defensor de las corporaciones castrenses por haberles dado «algo más que palabras, apoyo moral y apoyo material». Para concluir, el presidente denunció la «fábrica de bulos» organizada por las derechas, replicando que al menos había una paz «relativa» que permitía a los ciudadanos circular por la calle, y negó que necesitase recursos extraordinarios para gobernar
La sesión continuó con las intervenciones de otros diputados de izquierdas. Pasionaria recordó los crímenes y las torturas de aquel «octubre glorioso, que significó la defensa instintiva del pueblo frente al peligro fascista», y aseguró que los «soldados del pueblo» sabrían contener a los «generalitos reaccionarios» que decidieran rebelarse. Joaquín Maurín, por su parte, criticó a Casares por no ser «verdaderamente beligerante contra el fascismo». Para terminar, Marcelino Domingo presentó otra moción de confianza insistiendo en la herencia recibida y defendiendo la nueva política policial: «Queremos autoridad, pero autoridad republicana; es decir, autoridad ágil, dinámica y legal; autoridad que nazca de las responsabilidades políticas que se han comprometido en pacto solemne» y que «nazca del impulso que el sufragio universal ha dado nuevamente a la República»
Esta política tuvo sus efectos en el devenir de la violencia política. Según el exhaustivo estudio de González Calleja, en esta etapa hubo 384 muertos, que supusieron el 14,6 % de los 2629 que hubo durante toda la República. Lo más relevante fue el incremento que hubo en la tasa diaria de asesinatos, que pasó de 0,55 y 1,91 en los bienios primero y segundo, respectivamente, a 2,52 durante el Frente Popular. No obstante, este indicador experimentó un notable decrecimiento durante esta etapa: de 3,34 en el tercer Gobierno Azaña —la segunda más alta del periodo tras el 7,43 alcanzado por el cuarto Gobierno Lerroux debido a la represión de octubre— a 2,26 durante el Gobierno Casares, aunque se quedó muy por encima de la media del periodo republicano, que era de 1,36. Un segundo atributo de esta violencia fue su naturaleza «atomizada y desestructurada», fruto de la proliferación de atentados derivada de la reacción de los falangistas a la mayor firmeza de Casares y las represalias de las organizaciones obreras. Por último, el citado autor mantiene que las fuerzas estatales siguieron siendo las responsables del grueso de las muertes. Sin embargo, según sus propias cifras, mientras que en el primer bienio fueron responsables del 54,82 % de los asesinatos y en el segundo del 61,8 %, durante el Frente Popular lo fueron del 29,16 %. Además, la presencia proporcional de los agentes del orden entre los victimarios descendió sustancialmente desde mayo, en buena medida porque, exceptuando los sucesos de Yeste y Bonete, habían dejado de provocar muertos durante las ocupaciones de tierras. Luego más que demostrar la tesis anterior, este dato evidencia no solo una mayor contención de los cuerpos coercitivos en el uso de la represión en comparación con el segundo bienio, sino también una diferencia fundamental respecto a las etapas anteriores: una pérdida coyuntural del monopolio de la violencia política letal por parte del Estado
A finales de mes, el Ejecutivo modificó nuevamente la Ley de Orden Público con el fin de reforzar los tribunales de urgencia para no tener que recurrir a los consejos de guerra, disponiendo que fueran los únicos órganos que conocieran los delitos contra el orden público y los de terrorismo, empleo de explosivos y tenencia ilícita de armas; asimismo, también se reforzaron los derechos y las garantías procesales de los encausados. Paralelamente, fue presentado un proyecto de ley de represión de actividades sociales ilícitas que pretendía refundir toda la legislación sobre terrorismo, posesión y uso de explosivos y tenencia ilegal de armas, aunque no llegó a ser aprobado. Además, en un intento de canalizar institucionalmente y despolitizar el creciente malestar en la Administración, el Gobierno constituyó una comisión interministerial que debía proponer un nuevo estatuto que regulase las condiciones, situaciones y obligaciones de los funcionarios; y vigilar el cumplimiento de los preceptos vigentes
La respuesta de la prensa policial fue bastante escéptica y reflejó la existencia de diferentes sensibilidades.
Pero la ralentización de la depuración no fue suficiente para contener el malestar de sus revistas. La principal crítica de este «falso y nuevo concepto» de la republicanización era que permitía que los agentes más inmorales y revolucionarios cuestionaran la lealtad de aquellos otros que solo cumplían con su deber. Por esta razón, propusieron que se basara en el axioma de que «democracia es humanizar los sistemas, primero, y adaptar las personas después»; y, además, condenaron con dureza las iniciativas depuradoras de los sectores más politizados de la Policía: «¡Qué rabia os debe causar no poder decir de mí que soy “fascista”!», escribió un articulista que presumía de haber formado él solo un «contra comité». También reprocharon al pueblo su falta de respeto hacia la autoridad, su tendencia a apoyar instintivamente al delincuente y el «hermetismo» y la «mala fe» que demostraba cuando demandaban su cooperación. Por su parte,
Mientras tanto, la conspiración militar iniciada poco después de las elecciones seguía su curso. La mayoría de historiadores han coincidido con Julio Aróstegui en la «negligencia, torpeza y pasividad» con las que Casares le hizo frente. Según esta lectura, dicha actitud se materializó en el menosprecio de las informaciones remitidas por sus subordinados y los socialistas, que se debió tanto al exitoso precedente de la Sanjurjada como a su miedo a la revolución. Sin embargo, como indica Emilio Grandío, no hay ninguna prueba efectiva de la desidia de Casares. Además, resulta extraño que decidiera arriesgarse a repetir lo sucedido en agosto de 1932 considerando que el malestar en las corporaciones coercitivas le había obligado a frenar su republicanización. En realidad, el Gobierno a finales de febrero había destinado a la periferia a los generales Franco, Goded y Mola y, además, llevaba meses vigilando ciertos cuarteles y trasladando a los jefes de las fuerzas de seguridad que le infundían sospechas. Asimismo, el 3 de junio Alonso Mallol encabezó una inspección en Pamplona para coger
Finalmente, el 12 de julio fue asesinado el teniente de Asalto e instructor de las milicias socialistas José del Castillo. Esto provocó un motín policial que forzó a Moles a autorizar la detención de multitud de derechistas. Uno de esos grupos dirigido por Fernando Condés —que había sido amnistiado por su participación en la revolución de octubre y readmitido en la Benemérita como capitán— y formado por guardias de Asalto y miembros del grupo prietista «La Motorizada», detuvo ilegalmente a Calvo Sotelo y, en la misma camioneta, el pistolero Luis Cuenca lo mató de dos disparos en la nuca. Consciente de la gravedad del suceso, el Gobierno concentró los efectivos policiales en Madrid, acuarteló a las tropas y prorrogó el estado de alarma. Esto último fue aprobado en una tensa reunión de la Diputación Permanente en la que Gil Robles leyó su último listado de desórdenes. El diputado responsabilizó a Casares del magnicidio por haber empleado una retórica beligerante y haber permitido una «política de persecución, de exterminio y de violencia» contra las derechas; y advirtió que «cuanto mayor sea la violencia, mayor será la reacción; por cada uno de los muertos, surgirá otro combatiente». No obstante, pese a las medidas del Ejecutivo, la sublevación acabó estallando en el protectorado marroquí el día 17, provocando el comienzo de una larga y cruenta guerra civil
El restablecimiento de una política de orden público reformista, civilista y menos represiva respecto a la movilización izquierdista, semejante a la del primer bienio, potenció cuatro catalizadores de la violencia política. Primero, en una estructura de oportunidades caracterizada por la radicalización simultánea del PSOE y la CEDA, la inconsistencia de esta política generó un aumento sustancial del coste político tanto de reprimir como de no reprimir que socavó la legitimidad gubernamental y la cooperación del resto de actores políticos. Segundo, la republicanización de los cuerpos policiales causó una reacción entre su personal que incrementó su politización, lo que profundizó sus divisiones internas, entorpeció la coordinación institucional y resquebrajó su lealtad, tal y como demostraron la participación de numerosos funcionarios en la conspiración y las extralimitaciones de las guardias municipales socialistas. Tercero, el acuartelamiento de la fuerza pública durante las protestas de los simpatizantes del Frente Popular motivó su desautorización, tanto por no intervenir cuando había disturbios como por hacerlo tardíamente de manera desproporcionada. Este problema se agravó debido a la falta de armamento no letal y de adiestramiento en técnicas incruentas de control de multitudes, al aumento de las víctimas mortales entre los agentes y a su creciente animadversión respecto a las organizaciones obreras. Por último, el incremento de la frecuencia de los episodios violentos, el resquebrajamiento del monopolio estatal de la coerción y el protagonismo asumido por el pistolerismo durante esta etapa impulsaron la privatización del ejercicio de la violencia política, lo que a su vez estimuló el miedo de la ciudadanía y facilitó la posterior dramatización de los sucesos.
Casares Quiroga intentó corregir esta deriva sin renunciar a las reformas. Esta nueva política consistía en asumir un discurso antifascista que le permitiera recuperar la confianza de las asociaciones frentepopulistas, frenar la depuración policial y satisfacer algunas de sus aspiraciones profesionales. Su propósito era garantizar su obediencia, restablecer el principio de autoridad actuando más enérgicamente contra las protestas obreras transgresoras y contener la privatización del empleo de la fuerza intensificando la persecución del terrorismo falangista y recobrando el control de los resortes de orden público. Sin embargo, estas disposiciones no tuvieron tiempo suficiente para dar resultados. En realidad, aunque lograron reducir significativamente la tasa diaria de muertes, este indicador continuó estando muy por encima de la media del periodo republicano. Además, esta estrategia no reportó al Gobierno los apoyos sociopolíticos que pretendía, ni tampoco bastó para contener la politización de las instituciones coercitivas ni para restablecer la hegemonía estatal sobre el uso letal de la represión.
La complejidad del vínculo entre las políticas de orden público y la violencia política del Frente Popular hace precisa una explicación que tenga en cuenta, como mínimo, estos cuatro factores y que no se limite a condenar la lenidad o la intransigencia de las autoridades. En realidad, el problema residió en su falta de habilidad para combinar la represión con la tolerancia de manera proporcionada a la peligrosidad de las diferentes protestas, manteniendo los apoyos políticos necesarios para gobernar. Asimismo, partiendo de este enfoque, el respaldo a la sublevación de al menos la mitad de las fuerzas policiales adquiere más sentido como una reacción no solo contra la incapacidad del Gobierno para restablecer el orden, sino también contra unas reformas democratizadoras que —desde su punto de vista— solo habían servido para socavar su autoridad y resquebrajar aquello cuyo ejercicio constituía su razón de ser: el monopolio estatal de la violencia.
Esta investigación está financiada por un contrato para la formación del profesorado universitario del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte; y se enmarca en el proyecto «La violencia política de 1936 y el 18 de julio como punto de ruptura. Un análisis micro» (HAR2015-65115-P), sufragado por el Ministerio de Economía y Competitividad y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional. Una primera versión del texto fue presentada en el XIII Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea, celebrado en la Universidad de Castilla-La Mancha en septiembre de 2016. Agradezco a Fernando del Rey, Manuel Álvarez Tardío, Ricardo Robledo y José Luis Ledesma todos sus valiosos comentarios.
Estado español (
Ledesma (
González Calleja (
Álvarez y Villa (
Portela Valladares (
Azaña (
«La función policial en las elecciones»,
«La función del guardia de Seguridad y Asalto»,
«¿Tibieza republicana?…»,
Rivas Cherif (
Palacios Cerezales (
González Calleja (
«Otra víctima de una campaña cobarde y ruin»,
«Charla entre dos amigos»,
McAdam (
Cruz (
«Carta de mi amigo»,
Palacios Cerezales (
Prada Rodríguez (
González Calleja (
«Confusionismo deplorable»,
Álvarez y Villa (
González Calleja (
«La declaración ministerial es una ratificación de la política del Frente Popular»,
Palacios Cerezales (
Requena Gallego (
«Legítimas aspiraciones»,
Del Rey (
González Calleja (
«El caso del Cuerpo de Seguridad y Asalto ante la Comisión interministerial»,
«Carta de mi amigo»,
Martín Ramos (
González Calleja (