El arte se ha entendido ante todo como expresión del talento de su creador, algo que proporciona placer estético a aquellos que lo contemplan. Sin embargo, no hay que profundizar mucho para señalar otro aspecto importante: la relación entre el arte y el poder. Toda persona culta sabe que los grandes pintores moldearon su expresión creativa según los gustos y las demandas de sus patrocinadores y que muchos artistas pusieron su talento al servicio de sus creencias religiosas o ideas políticas. El libro de Ainhoa Gilarranz va más allá del reconocimiento de lo obvio. Estudia sistemáticamente cómo la construcción del Estado en la España del siglo xix implicó también el uso, el fomento y la institucionalización de las llamadas bellas artes, centrándose ante todo en las representaciones visuales (pintura, grabado), sus autores y sus usos. Insertándose en el añejo, pero vivísimo debate sobre la nacionalización en la España decimonónica, sus características, formas, intensidad y grado de éxito, el libro de Gilarranz muestra cómo la pintura histórica, los retratos de las figuras políticas, la representación de los edificios públicos y de los monumentos históricos y su difusión contribuyeron a crear y hacer circular una visión particular de España y cómo este proceso estuvo cargado de pugnas, conflictos y tensiones. El resultado fue producto de esta negociación conflictiva, más que ser la imposición de una visión coherente fruto de una cultura política concreta.

El libro se divide en tres partes. La primera, denominada «Las colecciones del Estado», trata sobre cómo se fue institucionalizando la relación entre el mundo artístico y las estructuras del Gobierno a través de la creación de dos museos, el Museo Nacional de la Trinidad y el Museo Histórico de Artistas Contemporáneos. Además de esbozar la genealogía de conceptos como patrimonio nacional, Gilarranz aprovecha este apartado para poner en evidencia cómo, también en este terreno, competían las distintas visiones sobre cómo debía ser la nueva España constitucional, qué papel debía desempeñar la Corona y hasta qué punto la Casa Real y la Iglesia debían ceder cuotas de poder —y patrimonio— a la nación soberana. Entre otros asuntos, debate en profundidad la relación entre la configuración del corpus del patrimonio nacional y la desamortización, un análisis original que pone en valor la doble vertiente de la autora como historiadora política y historiadora de la cultura visual.

La segunda parte, denominada poéticamente «La sala de los paisajes: los universos pictóricos del Estado liberal», vincula el auge del paisajismo con el nacionalismo, mostrando cómo se fue constituyendo, mediante diversas representaciones de paisajes urbanos y rurales, la plasmación visual de la idea del país. Con la misma perspicacia que ha manifestado en su obra Xavier Andreu Miralles, Ainhoa Gilarranz pone en evidencia cómo la construcción del imaginario nacional tuvo una dimensión transnacional, al participar en ella con sus obras los viajeros y litógrafos foráneos. Un apartado de esta sección está dedicado a Madrid como la capital del Estado. Los lectores pueden apreciar cómo se fue configurando la imagen de la capital como una ciudad a la vez histórica y moderna, sede de las principales instituciones de la flamante monarquía constitucional. La difusión de este imaginario mediante estampas, litografías y grabados tuvo un efecto nacionalizador, a la vez que proyectaba el poderío del Estado en construcción incluso hacia aquellos ámbitos en los que la presencia del Estado podía ser mínima o débil. Mientras que la autora hace mucho énfasis en la representación pictórica de los edificios que albergaron las principales instituciones del Estado liberal, como el Congreso de los Diputados, se echa de menos, quizás, una reflexión sobre la voluntad —o falta de ella— de representar a España y a su capital como una ciudad moderna mediante la representación de las obras públicas, de la industria y de la circulación de personas y vehículos. Teniendo en cuenta que las obras públicas constituyeron desde el mediados del siglo xix un factor legitimador de las políticas intervencionistas del Estado en España, esta omisión es llamativa.

La tercera parte, denominada «La galería de los retratos: agentes culturales y grupos de influencia», traza las redes de poder detrás de las distintas instituciones que regularon y gestionaron la producción artística y el patrimonio nacional. Es una combinación fructífera entre la prosopografía y la historia de las instituciones, que permite poner cara a los hombres que participaron en la construcción del aparato artístico estatal y que moldearon sus actividades. La relación entre los artistas y los poderes políticos fue polifacética, dinámica y llena de tensiones. Algunos artistas aprovecharon el afán de los gobernantes de usar el arte para convertirse ellos mismos en empleados públicos, hasta en lo que podríamos llamar hombres del Estado, al manejar presupuestos importantes y decidir sobre las políticas artísticas de la Administración española. La dinastía de los Madrazo tiene un protagonismo destacado, ejemplificando cómo una familia de pintores logró aprovechar el interés de los gobernantes en las bellas artes para convertirse en artífices de las políticas públicas relacionadas con este campo, y al mismo tiempo promover sus propias carreras artísticas y las de sus afines del gremio.

Siendo muy fructífero el uso constante de las herramientas analíticas desarrolladas en la academia francesa, y muy iluminadora la comparación frecuente que establece Gilarranz con Francia, quizás se eche de menos una reflexión sobre una de las diferencias que se percibe entre Francia y el caso español. Si bien es cierto que las colecciones declaradas patrimonio nacional en España incluían pintura y escultura de origen diverso, se intuye que prevalecía una visión más restringida del patrimonio nacional. En Francia, y también en Alemania, las instituciones abrazaron con ímpetu la noción de que, además de monumentos nacionales, había que conservar y presentar al mundo las obras de arte mundial que se considerasen de gran valor para la humanidad en su totalidad. De esta forma, sobre todo Francia logró proyectar una imagen a nivel mundial como centro de la civilización, como un país capaz de apreciar y conservar el arte viniese de donde viniese. Esta actitud a la vez nacionalista y universalista no se reflejó solamente en la obtención y exposición de las antigüedades, sino también en las políticas de adquisición del arte contemporáneo. Incluso en países que no podían aspirar a presentarse como centros de la civilización, el Estado a menudo hizo un esfuerzo para crear unas colecciones de arte mundial que presentaran al público el canon universal. El libro de Gilarranz no comenta ni analiza esta importante diferencia, si es que la hubo, al prestar atención solo a la vertiente nacional del patrimonio en España.

En su conjunto, El Estado y el arte es una obra que llena un gran hueco analítico, al mostrar cómo el arte formó parte integral de la construcción del Estado en España y cómo los artistas mismos participaron en este complejo y disputado proceso. Es, al mismo tiempo, una obra muy honesta: Ainhoa Gilarranz reconoce sistemáticamente las fuentes de su inspiración intelectual, citando no solamente a los grandes teóricos, sino también a historiadores y otros investigadores cuyas obras y categorías analíticas llevaron a la autora a reflexionar sobre las distintas facetas de la apasionada y apasionante relación entre el Estado y el arte. En ocasiones, la autora podría haber facilitado la lectura usando una sintaxis menos enrevesada, pero, dicho esto, El Estado y el arte es un libro ameno que logra transmitir una gran complejidad analítica de forma precisa y entretenida. Muestra cómo la actuación del Estado en el campo artístico contribuyó a la creación y difusión de unas imágenes del Estado y del país concreta, producto de conflictos y negociaciones. Además, documenta el surgimiento de una élite cultural que se reproducía en el tiempo y que, sin llegar a dominar la producción artística española, tuvo un gran peso en ella.