RESUMEN
El artículo aborda desde una perspectiva histórica la relación que se ha mantenido entre la política y la justicia en España en el marco de la separación de poderes implantado por los constitucionalismos decimonónicos. Para poder afrontar esa vinculación política-justicia se ha optado por materializar lo político y lo judicial en dos de sus expresiones institucionales, entendiendo por lo primero el Gobierno y por lo segundo la Administración de Justicia como aparato. De este breve recorrido, que abarca desde el primer constitucionalismo doceañista hasta la vigente norma constitucional, se deduce que la politicidad de la magistratura se incorporó en los albores constitucionales como un elemento básico para asentar el nuevo orden; se consagró como un aspecto sustancial de los jueces que sirvió para articular el aparato judicial, y solo en décadas muy recientes, con una verdadera democratización del constitucionalismo, se crearon instrumentos para considerarla una anomalía del sistema incompatible en esencia con una separación de poderes estructurante del orden constitucional.
Palabras clave: Historia constitucional; separación de poderes; poder ejecutivo; Administración de Justicia; politización de la justicia; selección del juez; inamovilidad judicial; independencia judicial; depuración judicial.
ABSTRACT
This article addresses, from a historical perspective, the relationship that has been maintained between politics and justice in Spain within the framework of the separation of powers established by the nineteenth-century constitutionalisms. In order to tackle this political-justice link, we have chosen to materialise the political and the judicial in two of their institutional expressions, the former being understood as the Government and the latter as the Administration of Justice as an apparatus. From this brief overview, which spans from the first constitutionalism of 1812 to the current Constitution, it can be deduced that the political nature of the judiciary was incorporated at the dawn of the Constitution as a basic element to establish the new order; it was enshrined as a substantial aspect of the judges that served to articulate the judicial apparatus, and only in very recent decades, with a true democratisation of constitutionalism, were instruments created to consider it a systemic anomaly, incompatible in essence with a separation of powers that structured the constitutional order.
Keywords: Constitutional history; separation of powers; executive power; administration of justice; politicisation of justice; judge selection; judicial immovability; judicial independence; judicial vetting.
Cuando se habla de justicia y política, lo primero que se nos viene a la cabeza en un contexto democrático con una lógica incorporada de división de poderes es que aquellas constituyen dos esferas de naturaleza distinta, que están teórica y deseablemente separadas, y que se conciben, además, como incompatibles. Intuitivamente podría pensarse que el hecho de que se entremezclen la una con la otra nada tiene de nuevo; al contrario, que desde que existen quienes juzgan y quienes gobiernan, con independencia de la forma que adoptaran a lo largo de la historia, los fines políticos se han superpuesto indefectiblemente y sin trabas a una magistratura tributaria de unas altas autoridades con intereses propios. En ese sentido, el moderno constitucionalismo español decimonónico, que adscribiría distintas funciones a distintos órganos, sería el momento de su desvinculación definitiva, entorpecida, sin embargo, por vaivenes políticos y corruptelas de partido que habrían obstaculizado la implantación de aquella separación de poderes.
De este modo, en nuestro imaginario la relación política-derecho apela a dos cosas de naturaleza separada y distinta cuya vinculación, que viene de antiguo, consideramos reprobable. Esta clave de lectura de los poderes, sin embargo, es propia de nuestro presente, y responde a una comprensión que funciona en un esquema conceptual que también es, en términos históricos, de muy reciente elaboración (Clavero, 2007; Olarieta, 2011). Unos brevísimos apuntes bastarán para levantar nuestras sospechas y poner en cuestión la utilidad intemporal de nuestro esquema actual. De entrada, la política como tal ciencia, es de cuño moderno, difícil de trasladar a un momento anterior a los albores del siglo xix, cuando empieza a emanciparse de la economía política y a difundirse entre la sociedad civil como arte de gobernar las naciones (Fernández Sebastián, 2002; La Parra et al., 2012). Los avatares decimonónicos la fueron perfilando, pero no fueron realmente un momento de transformación, sino de fundación. En el antiguo régimen, las que ahora identificaríamos como actuaciones y decisiones políticas estaban revestidas de jurisdiccionalidad; no como estrategia discursiva ni metafórica, sino desde la profunda convicción de que toda decisión del poder que ahora llamaríamos político, para que fuera legítima, tenía que ser el resultado de un acto de jurisdicción y, por tanto, concebirse, regularse y expresarse como tal (Costa, 2002; Mannori, 1990). La política, pues, tuvo que imponer su reciente identidad y su autonomía como expresión para gobernar en un escenario que, hasta el xviii al menos, había estado protagonizado por la iurisdictio como lógica de gobierno (Garriga, 2007a). Y si ponemos el foco en el juez, por ejemplo el corrupto no lo era en esencia por dejar que se entrometieran en sus decisiones otros aparentes poderes, sino porque algún elemento alteraba su persona privada, que en realidad carecía de toda relevancia política, y eso contaminaba su persona pública, la dotada de jurisdicción, haciéndole juzgar con acepción de personas, es decir, de un modo parcial y en beneficio propio (Garriga, 2017). Lo que ahora entendemos por político y judicial no encaja, pues, demasiado bien cuando lo trasladamos a una época preconstitucional. En última instancia, que se pueda plantear una historia política o una jurídica de ideas, principios o instituciones depende de la visión historiográfica que se proyecta sobre los propios objetos de estudio, que los construye en el mismo proceso de aproximación (Lorente, 2012)[1], no de una supuesta naturaleza intrínseca de esos objetos como tales.
Un caso claro de ello es el de un binomio como contencioso/gubernativo, que tan bien caracteriza las tensiones entre potestades decimonónicas: sus términos adquieren una naturaleza abiertamente contrapuesta cuando se instaura un discurso de constitucionalismo liberal que sostiene la separación de poderes. Desde esa lógica, la novedosa contraposición contencioso-gubernativo solo podía leerse en clave de intromisión: de la justicia en funciones y asuntos que habrían de ser exclusivamente de gobierno, y del Ejecutivo en las competencias, el ámbito, las autoridades y el funcionamiento mismo de la justicia. Así, naturalizado en un siglo xix constitucional lo judicial y lo gubernativo según el esquema teórico de lo que correspondía a cada órgano de poder, cuando se echaba la vista atrás al antiguo régimen preconstitucional solo podían detectarse una terrible confusión entre lo contencioso y lo gubernativo. El Tribunal Supremo lo expresaría en estos términos:
En nuestra antigua organización política estaban confundidos o, por mejor decir, eran
unos mismos los agentes de la Administración y los órganos de la justicia. Desde los
Consejos Supremos hasta los Alcaldes ordinarios, todos ejercían funciones judiciales
y funciones administrativas. Las reformas políticas introducidas en nuestros días
han consagrado la división de los poderes públicos y han confiado a distintas manos
la administración de justicia, y el gobierno de los pueblos, que no podrían conservarse
en las mismas desde el momento en que se consagraron como principios la independencia
del poder judicial y la inamovilidad de los magistrados y jueces por una parte, y
por otra la dependencia y amovilidad de los agentes de la Administración Sala de Indias del Tribunal Supremo, 1856 (AHN, Ultramar, 4715, 22).
En efecto, ese binomio contencioso/gubernativo ya era de difícil encaje en términos procesales, en la medida en que, hasta bien entrado el siglo xix, cualquier asunto gubernativo podía devenir contencioso en cuanto surgieran intereses contrapuestos de las partes afectadas. Pero en especial se materializaba en el plano de las autoridades, en muchas de las cuales convivían confundidas, a los ojos de los liberales, competencias de naturaleza intrínsecamente diversa.
Lejos de constituir, sin embargo, una tenaz corrupción del sistema, una obstinada
oposición entre teoría y práctica o una persistente inercia de la monarquía absoluta,
la dificultad de establecer una división nítida en términos procesales y competenciales
de lo contencioso y de lo gubernativo respondía no a que se presentaran entremezcladas
a pesar de ser esencialmente distintas, sino a que eran distinguibles pero esencialmente
interdependientes en tanto en cuanto formaban parte de la misma lógica de gobierno judicial ( A todos estos efectos resultan imprescindibles, por iluminadores, las contribuciones
de Mannori, Hespanha, Garriga, Clavero, Vallejo y Lorente en el dossier sobre justicia
y Administración coordinado por Agüero (
Del mismo modo, si tenemos alguna curiosidad por delimitar y relativizar el entorno
de ese actual binomio lo político-lo judicial, necesitamos aproximarnos a sus momentos originarios y, para ello, es imprescindible
contextualizar, es decir, historificar los dos términos y la relación que mantienen (
En primer lugar, el cronológico: sabemos que es solo a propósito del constitucionalismo decimonónico y de sus principios formales de separación de poderes cuando tiene sentido plantearse la relación justicia-política y los términos en los que esta se desarrolla. En segundo lugar, el material: no resulta útil a nuestros efectos ni factible en esta sede, incluso si nos constriñéramos al constitucionalismo español decimonónico, exponer cómo se va diseñando la política como ciencia de gobierno y cómo se va redefiniendo la justicia como potestad en cada momento. Para reconstruir tales itinerarios habría que desentrañar las vicisitudes tanto de una ciencia, la política, desde su moderno nacimiento, que va paulatinamente articulándose en una estructura institucional y una estrategia de gobierno, cuanto de una función, la justicia, comprendida en aquella antigua cultura jurisdiccional como género del ejercicio de autoridad y encauzada luego, como especie, al reducto limitado y estructurado correspondiente a tan solo una de las manifestaciones del poder.
Es, además, imposible encontrar una respuesta siquiera aproximativa sin acotar el
contexto en el que vamos a abordar ese binomio de lo político-lo judicial y sin delimitar
a su vez el contenido del binomio mismo que vamos a contextualizar. Pero una contextualización
radical y desvinculada de cualquier interés presente nos llevaría a reconstruir cierta
historia de los dos términos y a poder hablar solo de la relación de lo que se considerase
en cada preciso momento histórico justicia y política, con las dificultades de ser
aquellos ámbitos de imprecisa materialización y delimitación, y con la complicación
añadida de que los dos lo eran en formación, sin que necesariamente en ese proceso
constructivo hubieran de relacionarse ni de una manera dicotómica ni estrechamente
vinculada. De conducirnos por esos derroteros, todo sería tan relativo y el hilo conductor
quedaría tan entrecortado que no lograríamos decirle nada a quien nos leyera en la
actualidad y se topara con una reconstrucción tal que no albergara ningún punto de
conexión con sus inquietudes y su comprensión. De hecho, que se encuentre en este
volumen un trabajo en perspectiva histórica no responde a un interés abstracto y extravagante
por avatares del pasado, sino al entendimiento de que una dimensión histórica puede
arrojar luz o, por lo menos, perfilar o incluso disipar alguna sombra acerca del linaje
de lo que hoy entendemos por problemas actuales que nos acechan Que el sentido de acudir al pasado tenía que estar guiado por inquietudes presentes
era una idea recurrente de Tomás y Valiente. Baste esta cita: «Cuanto más acerquemos
el límite cronológico de nuestros estudios hacia el presente, mejor enlazaremos con
el jurista empeñado en comprender el Derecho actual» (
Abordemos, pues, la cuestión desde nuestra óptica de hoy. Si lo que nos interesa es
conocer si había vinculación entre justicia y política, en qué términos se producía
y a qué respondía, acudamos a un constitucionalismo español en clave histórica y limitémonos
a historificar en concreto esa relación, pero materialicémosla de un modo que nos
resulte recognoscible y, por ende, agible. Para ello, propongo que nos centremos en
los elementos de ese potencial vínculo que nos parecen más identificables para nosotros,
centrándolos en la versión institucionalizada de la política y la justicia. Es decir,
entendamos «justicia» como «aparato de justicia», con su organización y su personal
(
Que nuestro recorrido esté ligado al de las constituciones españolas implica que lo está a distintos constitucionalismos, que tienen en común que son tales pero que divergen en el modo de constituirse y reconstituir, a su vez, el orden del que derivan y que de ellos deriva. El constitucionalismo doceañista, en ese sentido, con ser el primero genuino, es tan relevante como particular. Merece un tratamiento diferenciado no solo por el impacto constituyente que tuvo en relación con nuestro objeto de estudio en las décadas posteriores, sino por su significado respecto al pasado más inminente que le precedía.
El constitucionalismo gaditano se concibió como bihemisférico, porque tenía un gran cuerpo político en mente que no correspondía a los límites de
un Estado español europeo, sino a los confines de toda una Monarquía hispánica tricontinental;
y era más dieciochesco que ottocentesco, es decir, se entendería con más densidad y plenitud en función de los principios ilustrados
que quería implantar y a las carencias de finales de siglo a las que quería responder
que como preludio de los constitucionalismos liberales venideros ( Para la caracterización de todo el modelo doceañista, se acude a Lorente y Portillo
(
Pero frente a las abrumadoras novedades, la carta magna partía de unas asunciones
que no ponía en entredicho, como el catolicismo estructurante del cuerpo político
y social. Lo católico no solo adjetivaba, sino que explicaba la comprensión más profunda
de cómo se veía a sí misma la propia Constitución. El poder constituyente del que
traía causa podía constituir la nación, la monarquía y la representación política,
pero no podía disponer de elementos preconstituidos por un poder divino que precedía
al constituyente, con lo que la nación era católica; la monarquía, instituida por
la gracia; la base del electorado, parroquial. Había, pues, una serie de ámbitos preexistentes
y preconstituidos que quedaban fuera del influjo constituyente gaditano, por incuestionables.
No en vano la de Cádiz era una Constitución política de la monarquía, apelativo no retórico ni baladí, sino que declaraba con toda honestidad
la consciencia de que hay otros muchos espacios, los no políticos de aquella monarquía
que, como el del clero o el militar, ya gozaban de su propio orden constitucional
(
Igual de indisponible para el poder constituyente era el orden de la sociedad. Así,
la carta magna no constituía, sino que solo daba cuerpo constitucional a otro cuerpo,
el social, cuya existencia no cuestionaba porque lo consideraba la textura social
de ese orden trascendente. La norma suprema, fisiológicamente católica, venía a dotar
en términos constitucionales de una armonía a un todo que, sin ella como unidad, estaría
disperso y sería discordante: la Monarquía aquende y allende los mares seguía siendo
un conglomerado de cuerpos que operaban como lo venían haciendo: con un estatus determinado
de sus miembros, autonomía financiera, autodefensa, jurisdicción y capacidad de dictar
normas que les autorregularan y de restablecer el equilibrio en el caso de que se
infringieran (
Sostener que este constitucionalismo se apoyaba en la existencia material de los cuerpos sociales implica afirmar que también la comprensión del poder tenía una textura corporativa. Esas corporaciones, en efecto, no solo eran agrupaciones de individuos con un estatus social compartido, sino una pequeña comunidad política cuya cabeza tenía capacidad de decisión sobre el cuerpo, vocación de representación de ese cuerpo, facultades jurisdiccionales sobre ese cuerpo, capacidad normativa del cuerpo. Le unía a los demás formar parte del todo común de aquella nación católica bihemisférica que trataba de reconstruir la Monarquía hispánica a través de una constitución formal, pero cada uno era distinto en sí mismo, con su propia identidad e individualidad. Conservar esa matriz, a su vez, obligaba a conservar una lógica jurisdiccional armonizadora de unos equilibrios sociales conflictivos por definición.
La Constitución superponía, pues, cuerpos y restauraba los heridos de muerte, como
le pasó a una monarquía que se trató de curar revestida de nación, pero no despojó
de su poder político originario a las corporaciones, sino que potenció y multiplicó
la estructura corporativa recorporizando pueblos en sus ayuntamientos y provincias
en sus diputaciones (
Aquella separación estaba articulada en un plano teórico en torno al concepto de «ley»:
una ley que elaboraba un pueblo representado, una ley que se ejecutaba para gobernar
a ese pueblo, una ley que se aplicaba para garantizar su observancia. Pero si ardua
era la labor de esquematizar una separación de poderes, más lo era localizar la raíz
de la que teóricamente emanaba: un concepto formal de ley general e igual para todos
los destinatarios concebidos en condiciones de sujetos de derecho formalmente iguales
entre sí en tanto que desprovistos de poder político. Tenemos en mente la definición
revolucionaria de ley en Francia, pero costaba articular una limpia individualización
de los poderes emanando de una comprensión de las leyes hispanas cuya definición está
ausente pero de las que se ensalza la necesidad de su «sabiduría» y su «justicia» Art. 4 de la Constitución de 1812. Todos los preceptos constitucionales los extraigo
de Rico (
No es que fuera, ni mucho menos, un mundo sin ley, sino con una sobreabundancia de
leyes, de aquellas heredadas que daban estructura normativa a la pluralidad de cuerpos
existentes. Lo que no había era un nuevo orden jerárquico de legalidad, sino que persistía
un magma de normatividad que había traspasado, de la mano de la Constitución doceañista,
los umbrales del siglo xix (
No obstante, si bien este era el punto de partida, el escenario normativo sí se estaba
transformando y daba cuenta de la voluntad de establecer un nuevo orden (
La Constitución era norma, pero era, fundamentalmente, un proyecto político que trataba
de salvaguardarse y asentarse imponiendo su superioridad normativa frente a las potenciales
infracciones o incompatibilidades con su contenido ( Decreto CLXVIII, de 3 de junio de 1812, sobre las calidades que deben tener los empleados en la judicatura
(
En efecto, a un buen juez que tradicionalmente tenía que poseer un dechado de virtudes
(
Una cualidad como esa, la política, en pleno corazón de la magistratura, abría la puerta a un continuo —y pretendido— control de las actuaciones y de las personas mismas de los jueces. En aras de la idoneidad del juez constitucional, la adhesión política instauraba una lógica de depuraciones políticas del personal judicial, dirigida a apartar de la carrera a los jueces no idóneos, en tanto que no adeptos. No solo desencadenaba las depuraciones que, en función de cada oscilante cambio de tendencia de Gobierno, iba a caracterizar los siglos xix y xx, sino que también instituiría la figura del interino y del cesante, del apartado de su destino, pero no de la carrera, que arrastraría y condicionaría toda la política de arreglo del personal judicial durante más de un siglo. Depuraciones, juntas de calificación para revisar expedientes judiciales, cesantías… fueron instrumentos que tuvieron un uso que ahora calificaríamos de político, y que se utilizaron a lo largo de unas décadas y Gobiernos venideros que los aprovecharon en función de sus intereses.
Pero atendamos a las dimensiones de esta nueva calidad del juez: en este orden constitucional,
no es que fuera indeseable la expresión política del juez; no se trataba, siquiera,
de que fuera incluso deseable; es que era intrínseca a él. Desde el constitucionalismo
doceañista, el buen juez era un juez que abrazaba el proyecto político de la Constitución,
y que daba muestras inequívocas de ello. Las reformas emprendidas necesitaban jueces
y magistrados en los que se pudiera confiar (
Cerremos el círculo. La incorporación de un requisito en el orden judicial como el de la adhesión política abría la puerta a un control del personal, de hombres, de jueces, en definitiva —aunque no solo— en la medida en que no podía haber un control de leyes. La renovación constitucional del orden tradicional no se dio a través del instrumento ley, con lo que tampoco se invirtió en articular herramientas que pusieran en el centro la ley formal y general y su salvaguardia. Si el orden normativo heredado no pasaba a serlo de legalidad y el derecho no quedaba reducido a la ley, los jueces que lo manejaran tampoco podían ser estrictamente la boca que pronunciara las palabras de la ley, sino quienes conocieran la entera gramática que articulara toda la sintaxis de las leyes. En ausencia del papel central de la ley, las decisiones judiciales no gozaban de una autonomía que permitiera enjuiciar su acierto en función de si observaban o no la ley formal y general, sino que su justicia derivaba de la reunión de justas cualidades de quien la dictara. Las potenciales bondades de las sentencias no eran sino un reflejo de la bondad intrínseca de aquel de quien emanaban.
No todo era igual, por supuesto, que antes de 1812: los jueces ahora lo eran en tanto que insertos en un nuevo marco constitucional, pero para implantar ese nuevo régimen constitucional no tenían que aplicar un nuevo derecho, sino creer en un orden constitucional, con lo que más importante que las muestras de conocimiento legal eran las de fidelidad institucional a un nuevo Gobierno y un nuevo régimen monárquico, nuevos en tanto que legitimados por la Constitución. Si los propios instrumentos de implantación del nuevo orden eran los jueces, no se trataba de salvaguardar un nuevo orden legal controlando sus decisiones, sino de implantar un novedoso orden constitucional controlando a sus artífices. A la luz de todo ello podemos afirmar que en este contexto la adhesión política no era una perversión del sistema, sino un elemento intrínseco, estructural del orden, como podía serlo la religión. La etapa gaditana culminaba, así, incorporando a las calidades del buen juez la de ser adepto al Gobierno constitucional; en definitiva, la de estar activamente politizado.
El xix constitucional comenzó, pues, con una unión indisoluble entre política y magistratura.
El constitucionalismo gaditano habría operado como una suerte de bisagra que habría
conectado la hipóstasis constitucional de un pensamiento ilustrado y aún imperial
y el constitucionalismo propiamente decimonónico y de reconstitución estatal de una
España ya sin imperio y en el difícil trance de aprender a ser colonial (
El siglo del constitucionalismo español, que no dejó de estar ligado a una guerra
civil crónica ( Con independencia de la comprensión historiográfica que encierra el término, trabajos
como el de Díaz Sampedro (
Las constituciones sucesivas a la de Cádiz no solo incorporarían esa simbiosis sin
concebirla como anomalía, sino que también la plasmarían en los propios textos constitucionales,
muy en especial los que podríamos considerar moderantistas y que imperaron durante las décadas isabelinas. En efecto, habría una comprensión
armónica y sistémica de la relación judicatura-política en el constitucionalismo isabelino,
que dotaría de entidad a todo el periodo hasta su derrumbe en el Sexenio Democrático
(
Con este historicismo no quiero decir que fuera irrelevante el hecho de que existiera un texto constitucional
que legitimara los poderes, por mucho que se entendiera que aquellos precedieran al
texto y que la intensidad constitucional de estas cartas quedara diluida en el constitucionalismo
débil en el que se inscribían (
Uno de esos aspectos basilares era, como anunciaba, la comprensión monárquica de la
configuración del poder, de la que emanaban sus expresiones. En este marco teórico
moderantista, el ejercicio del poder estaba separado en dos grandes ámbitos. El primero
de ellos era el de hacer leyes, a través de un poder legislativo en el que cohabitaban
Corona y Parlamento. El segundo era el de ejecutar las leyes, que albergaba a su vez
dos manifestaciones: la actuación gubernamental, que ejecutaba los designios contenidos
en ellas a través de sus decisiones políticas y su traducción normativa, y la de los
tribunales, que en teoría no tenían otra misión que la de ejecutar, en su comprensión
más estricta, las leyes. En definitiva, el poder se dividía en función de las dos
grandes vertientes de su ejercicio: o se materializaba a través de las leyes, o lo
hacía en ejecución de ellas y de sus mandatos y designios. Leído en otros términos,
no se podría hablar en puridad de un poder judicial independiente que no estuviera inscrito en el marco ejecutivo del derecho. Así lo
sentenciaba Oliván en el Congreso en 1844, precisamente a propósito de su título correspondiente
en el texto constitucional: «El orden judicial ejerce la potestad que le confiere
la ley, la ley formada por el Poder. No la ejerce más que aplicando ciertas leyes;
no es más que una ramificación de lo que se llama Poder ejecutivo, que es menos que
el Poder Real» Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 46, sesión de 3 de diciembre de 1844, p. 793. El planteamiento
sobre los poderes de la doctrina liberal clásica puede consultarse en Donoso Cortés
(
En este diseño se daba un elemento añadido más, esencial para la simbiosis que nos
ocupa, que es el de la responsabilidad ministerial ( Archivo de la Comisión General de Codificación (ACGC), organización de tribunales,
legajo 6, carpeta 2, documento 1.
La justicia ordinaria, es decir, la que conocía asuntos que correspondían a destinatarios
sometidos al fuero ordinario (y, en consecuencia, a ninguno especial), dependía del
Ministerio de Gracia y Justicia. Se entendía que la responsabilidad última de aquel
ministro amparaba las decisiones administrativas de gestión de su ramo y sus dependientes
como institución; eso incluía la selección, la promoción, el traslado, la separación
del cargo, la exigencia de responsabilidad de jueces y magistrados, etcétera; es decir,
las decisiones que atañían al orden judicial como aparato. El problema, como se puede
imaginar, es que las decisiones que se adoptaban sobre esos extremos no estaban desligadas
de la propia función judicial en sí misma. Mucho más aún si se tiene en cuenta que
tampoco fueron las décadas centrales del xix español un periodo caracterizado por un orden de legalidad donde primara la centralidad
de una ley formal y general en función de la cual se articulara todo el orden jurídico
y el correspondiente de los poderes (
Así las cosas, si la adecuación o no a un orden no se podía controlar a través de
instrumentos de supervisión de la pura legalidad de las decisiones de poder, el control
sobre la idoneidad de los actos judiciales seguiría dependiendo de la persona de la
que emanaran ( Circular del Ministerio de Gracia y Justicia de 27 de mayo de 1841, «recomendando
la conducta que deben seguir las autoridades que de él dependen», en Colección Legislativa de España, t. 27, p. 346.
Y estas facultades de control sobre los empleados para garantizar la rectitud de sus
decisiones a su vez se reproducían en cada uno de los aparatos administrativos que
albergaran personal judicial. La función judicial, pues, no quedaba en manos de una
única organización, sino que se desenvolvía en distintas administraciones que funcionaban
de un modo agregativo (
Nada de esto obsta para que simultáneamente hubiera, por supuesto, a lo largo de estas
décadas un discurso político y doctrinal de separación de poderes, que además se reflejaría
en los textos constitucionales. «A los tribunales y juzgados pertenece exclusivamente
la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales, sin que puedan
ejercer otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado», rezaban
las Constituciones de 1837 y 1845 Arts. 63 y 66 de las Constituciones de 1837 y 1845, respectivamente. La literalidad
de ambos preceptos coincide.
Sobre este mismo tablero y con esas mismas claves habría que realizar el encaje, dentro
del propio orden judicial, de los principios liberales de justicia que las constituciones
proclamaban. Una magistratura inamovible, independiente y responsable por infringir
la ley, sin desdeñar la importancia de que fuera así proclamada por los textos constitucionales,
solo podía ser comprendida desde las categorías hasta aquí asentadas. En efecto, situándose
en el centro del discurso liberal la ley y su observancia, todas las piezas encajaban:
el juez debía ser independiente en el desempeño de sus funciones, es decir, desarrollar
su papel de estricta aplicación de la ley sin intromisiones del poder político y sin
atender a otros criterios que no estuvieran contenidos en la ley misma; como presupuesto
de esa independencia, necesitaba ser inamovible, esto es, que su cargo no fuera dependiente
de decisiones políticas y que cualquier regulación de su cargo estuviese regulada
por ley y no fuera gubernamentalmente disponible sin garantías; finalmente, la responsabilidad
que pudiera exigírseles debía de constreñirse a su infracción o inobservancia de la
ley a la hora de juzgar, y no a otros aspectos extravagantes y, en definitiva, políticos,
respecto a su función. «La administración de justicia —sostendría con solemnidad el
Tribunal Supremo en 1837— no puede verificarse imparcial, recta y cumplidamente si
los jueces no son libres, independientes, sujetos y responsables únicamente a la
ley, que debe ser la sola pauta y regla de sus operaciones» ACGC, organización de tribunales, legajo 1, carpeta 8, documento único.
La ausencia de un concepto de ley formal y general desbarataba, sin embargo, que en torno a él se estructuraran con meridiana claridad los principios liberales del orden judicial. Si el derecho del xix español no se caracterizaba por estar articulado en torno a la centralidad de la ley y por erigirse como un orden de legalidad, porque entre otras cosas la nueva normativa, que no se formulaba prioritariamente con formato de ley, se añadía a un bagaje normativo no derogado, la «aplicación» del derecho no requería un juez con exclusivos conocimientos técnicos, sino un juez que reuniera cualidades personales idóneas para manejarse en ese maremágnum; cualidades que excedían con creces el mero conocimiento de la existencia de una ley y de su contenido. Así se había comenzado la construcción estatal española en un escenario peninsular y así permanecería durante la mayor parte del siglo:
La falta de Códigos —reconocía el Ministerio de Gracia y Justicia— nos tiene reducidos
a una legislación dispersa, antigua, y la razón recta y la probidad constante apenas
son suficientes para acomodarla a las costumbres, a las circunstancias, y a lo que
exigen los adelantamientos y las luces del siglo. Sin embargo, el Gobierno desea acercarse
todo lo posible a la perfección a que se podrá aspirar más adelante; y con este objeto
S. M. se ha servido resolver que se provean en propiedad las judicaturas de primera
instancia, recayendo estas provisiones en personas que reúnan los requisitos necesarios Real Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de marzo de 1836, «sobre el
modo de dirigir sus instancias los jueces interinos de primera instancia para obtener
la propiedad», en Colección Legislativa de España, t. 21, pp. 156-157.
En consecuencia, ante la mera imposibilidad, los principios de independencia, inamovilidad
y responsabilidad, de proclamarse, difícilmente podían explicarse solo y exclusivamente
en función de la garantía y la observancia de la ley. Empecemos por la responsabilidad.
La responsabilidad suponía la otra cara del oficio del juez: en función del perfil
de juez que se pretendiera, se le haría responder por la infracción del papel que
se le pidiera que desempeñara. Si la función del juez no podía estar constreñida a
una aplicación estricta de la ley, y por lo tanto su sentencia no era un acto lógico
que dejara constancia de la conclusión de un silogismo, sino una decisión sin motivar
expresamente y después deficientemente motivada, resultado de su valoración interna
como buen juez, la sentencia no podía concebirse como un acto en sí mismo independiente
de la persona del juez que la emitía, y por tanto no era un instrumento idóneo para
valorar en sí si se había infringido en ella una ley material (
Por su parte, la inamovilidad era una manifiesta garantía de la independencia del
juez, cuya separación del cargo en cualquiera de sus modalidades no podía estar a
expensas de las veleidades gubernamentales en función de sus voluntades políticas,
condicionando así la actuación del juez no en función del derecho sino de su satisfacción
a otro orden de intereses. La garantía, pues, que se fijaba en los textos constitucionales
era la de no poder los jueces y magistrados ser separados de su cargo sino por una
sentencia judicial firme. Esa previsión suponía, sin duda, una garantía para el oficio
del juez, pero de nuevo habría que tener en cuenta algunos factores ya señalados para
redimensionar esa medida. En primer lugar, la dependencia administrativa del personal
judicial con respecto a su ministerio correspondiente, cuya cabeza era la única y
última responsable de su actuación. Esa responsabilidad constitucionalmente prevista
amparaba los traslados y las separaciones de los jueces de sus cargos respectivos,
con lo que la política de movilidad judicial se entendía como un instrumento necesario
para la gestión del personal. Si la separación de la carrera solo podía decretarse
a través de sentencia firme, todo abocaba a que, en aras de esa gestión ministerial,
se acudiera a otras medidas menos gravosas, en particular la traslación, pero también,
en momentos muy determinados políticamente, las jubilaciones estratégicas, que permitieran
reorganizar al personal sin tener que
acudir a una vía judicial para separar a los empleados (
En este contexto se seguían dando, además, las depuraciones del personal en términos políticos, pero con traducción administrativa. La sentencia separatoria garantizaba los empleos judiciales de los propietarios de su plaza, pero aquella propiedad se obtenía siempre tras una declaración general de interinidad seguida por una revisión del perfil de los jueces, siempre vinculada a los vaivenes políticos, de la cualificación —también en términos de adhesión política— para permanecer en el cargo. Esas depuraciones, normalmente realizadas por juntas llamadas de calificación, de clasificación, de revisión…, cuya esencia era la misma por más que fuera variando su nombre a lo largo de los años centrales del siglo, estudiaban expedientes judiciales y reajustaban a los nuevos parámetros las trayectorias de los jueces que calificaban. Sobre quienes no eran confirmados en sus cargos podían adoptarse distintas medidas, como su suspensión o su cesantía y, en definitiva, su interinidad. Nada en la carrera judicial permanecía ajeno a una adicción a regímenes políticos cambiantes, lo que se traducía en una natural y permanente amovilidad del juez como empleado. Una sátira de mediados de siglo definiría así el término adicto:
Palabra de necesario uso en todas las exposiciones dirigidas a Fernando VII desde
el año veinticuatro hasta el treinta, y a Isabel II durante los siete de la guerra
civil; el político que no usaba era desatendido en sus solicitudes. […] Como los adictos
en su mayor parte lo han sido de oficio, no ha extrañado a nadie el que muchas personas lo hayan ejercido de la misma manera
el año veinticuatro y el treinta y seis; durante la regencia de Espartero y la dominación de Narvaez. El oficio de adicto es muy socorrido para el que lo sabe explotar con talento, y en todas épocas se dedican a él muchos
políticos de distintas clases y condiciones. Aunque es oficio bajo, da, sin embargo, de comer, y el caso es pasar esta miserable vida lo mejor que se
pueda
Finalmente, la independencia de la magistratura, como objetivo último de estas medidas en las que confluirían las previsiones de la inamovilidad y de la responsabilidad, también necesita ser reconsiderada en su contexto. Queremos entender desde nuestra óptica que dicha independencia lo era respecto al resto de poderes, pero ya sabemos que en estos momentos los poderes existentes eran las dimensiones en las que se manifestaba el regio, esto es, el legislativo y el ejecutivo. El judicial sería la otra expresión del ejecutivo, junto a la actuación del Gobierno puramente dicho, y es en ese marco en el que habría que encuadrar la afirmación sobre la independencia de los jueces. Este cuadro general era mucho más denso en realidad. El ámbito de lo ejecutivo abarcaba dos procedimientos distintos de ejecutar las leyes o, por mejor decir, las reglas jurídicas materializadas en aquel entramado normativo que regulaba el orden dado. Así, justicia y Gobierno ejecutaban, aquella a través de un acto jurisdiccional del poder y este por cauces gubernativos.
La diferencia de procedimientos era esencial, porque entrañaban lógicas distintas
(
En este proceso, lo que había de asentarse y consolidarse era el gobierno administrativo;
y el espacio que estaba en liza para ello se lo estaba disputando a la propia jurisdicción,
que necesariamente tenía que ver reducidos cada vez más sus confines en aras del poder
creciente de esa política gubernamental y su ejecución a manos de la Administración.
La gubernamentalización del ejercicio del poder era tan triunfante que todas las estrategias
para poder asentarse y absorber un espacio cada vez más amplio provenían del propio
Gobierno; piénsese, tan solo como ejemplo, que en ese contexto de orden normativo
no articulado en torno a un orden de legalidad y por tanto tampoco a la ley como instrumento
que emanara de un parlamento que era mucho antes cámara de discusión política que
de legislación, el grueso de la normativa, entre otra la que afectaba directamente
a la regulación del aparato judicial y del estatus de sus miembros, emanaba siempre
del Gobierno o, para ser más precisos, del Ministerio de Gracia y Justicia, del que
dependían en términos administrativos todos los jueces del fuero común (
No quiero decir con esto que «en el fondo nada cambiara», puesto que sería falso: no era en absoluto insignificante que todas estas prescripciones quedaran registradas en las constituciones. En efecto, la existencia de una constitución escrita, formal, por más moderantista y tradicional que pudiera ser, hacía que todos los poderes que ella consagrase, aun considerando que se tratara de realidades que la precedían, hicieran derivar ahora su legitimidad de la norma que los recogía, los amparaba y los definía. Tampoco era irrelevante que las constituciones ofrecieran la posibilidad de pensar en términos de separación de poderes, por mucho que lo que se hiciera fuera consagrar una comprensión extensa del poder monárquico y aislar perimetralmente la justicia del resto de potestades. Lo que sí sostengo es que, lejos de presumir, con base en nuestra actual perspectiva teórica, labrada en un contexto democrático y constitucional de presente, qué es lo que estaba queriendo significar esa separación, deberíamos tratar de entenderla en su contexto. En ese sentido, a mi juicio, no es que hubiera una disociación entre teoría y práctica, o entre idealidad de los principios constitucionales y la realidad del orden judicial, sino que se trataba de una declaración de principios cuyos perfiles y densidad se veían delimitados por una comprensión previa del poder y una posterior práctica administrativa. No habría, pues, tanto contradicción entre teoría y práctica cuanto sustanciación, desde la realidad institucional, del verdadero contenido de esos enunciados teóricos.
En definitiva, si entendiéramos las dimensiones de esta separación en estos términos, en efecto el constitucionalismo decimonónico supondría un punto de partida, pero no como un momento en el que se desagregaran justicia y política desde un punto de vista constitucional, solo que traicionados por la práctica y las imposibilidades políticas del sistema, sino porque su propio arranque fue el de una simbiosis y una correspondencia casi imposible de desasir, lo que nos llevaría a posponer el momento del intento constitucional de deslinde a otro contexto político en el que habría cambiado el tablero del juego: el Sexenio Democrático.
El Sexenio abrió un periodo novedoso que creó las condiciones de posibilidad de una
nueva relación entre política y justicia; o, por mejor decir, de considerarlas como
dos esferas separadas y regular en términos constitucionales sus interferencias e
interconexiones. Un elemento distintivo esencial, en contraposición con la época precedente,
fue la ausencia de la monarca desde 1868, lo que entre otras cosas permitió, como
había permitido también a partir de 1810 con la ausencia de Fernando VII, pensar un
nuevo orden constitucional en términos constituyentes. Otro aspecto no desdeñable
era el catolicismo intrínseco de la nación española, del que ya habíamos apuntado
que, cuanta mayor fuera su presencia, menor era la de la capacidad legislativa del Estado.
En este sentido, el paso de declaraciones sin fisuras tales como «La religión de la
Nación española es la católica, apostólica y romana» Art. 11 Constitución de 1845, en el título I «De los españoles». Art. 21 de la Constitución de 1869, en el título Primero dedicado a «Los españoles
y sus derechos».
Como resultado de todo ello, la concepción del constituyente se alejaba de una comprensión
tradicional del poder como asunción de un orden dado cuyos elementos estructurales
no se podían cuestionar, sino afianzar, y la acercaba en cambio a una idea de que
el orden era disponible por parte de la voluntad política, en función de la cual se
podía diseñar un nuevo panorama institucional e incluso se podían generar nuevos actores
políticos. En efecto, amparadas por la Constitución de 1869 como asociaciones, aparecieron
verdaderas organizaciones políticas, los partidos, con funciones políticas y capacidad
de actuar en el sistema político. En este sentido calificaba Clavero este constitucionalismo
que se iniciaba en el 68 como liberal político, en tanto que «el liberalismo político
habría introducido una dinámica de verdadera transformación del propio constitucionalismo»
(
La política, pues, hecha norma, era un instrumento que albergaba el potencial de entrañar
transformaciones, y también la Constitución, siendo una norma hecha por la política,
podía cambiar el presente e instaurar bases futuras a partir de ella, y redefinir
el cuerpo político que constituía, sin necesidad de ser un reflejo constitucionalizado
de una unión entre poderes fundamentales sin los cuales aquel cuerpo político para
el que se daba se desmoronaría (
De hecho, la norma suprema dedicaba un título especial a los poderes públicos, que
«emanan de la soberanía, que reside esencialmente en la Nación» Art. 32 de la Constitución de 1869, que abre el título II, «De los poderes públicos».
En este terreno de la responsabilidad, además, la Constitución revolucionaria anulaba
una clara facultad de incursión gubernamental en el ámbito de los derechos que consistía
en la autorización para procesar instaurada a mediados de siglo para construir aparatos
administrativos con esferas jurisdiccionales de acción independientes frente al resto
de aparatos, y que suponía bloquear la exigencia de responsabilidad a un empleado
exigida por un particular si no mediaba autorización del superior jerárquico ( Arts. 94-96 de la Constitución de 1869.
La Constitución diseñaba al propio juez como garante del amplio catálogo de derechos
que de manera innovadora en la trayectoria constitucional ella misma contenía, y entendía,
a su vez, y también de manera novedosa, que las leyes no eran relecturas normativamente
articuladas de la estructura esencial del orden, sino que contenían esos derechos
y los articulaban, para posibilitarlos. Para ello era necesaria una judicatura conocedora
del derecho y lo más independiente posible del Ejecutivo, con la garantía de un estatuto
jurídico encuadrado en la Constitución y las leyes. Era ese el marco en el que se
inscribía la Ley Provisional Orgánica del Poder Judicial (en adelante, LOPJ), la verdadera
gran novedad que marcaba los confines normativos del ejecutivo y el judicial (
Dicho todo esto, estas mismas primicias, extraordinariamente significativas, encerraban
en sí al mismo tiempo sus limitaciones para el tema que nos ocupa (
Cuanto más definidos estuvieran el orden de legalidad y la jerarquía normativa, más
estrecha era teóricamente la función del juez, porque menos necesario era un juez
que ya no había de ser diestro y hábil para manejar un insondable entramado jurídico.
El orden, no obstante, solo con dificultad lo era de legalidad, es decir, estructurado
en torno a la centralidad de una ley general en función de unos destinatarios considerados
formalmente iguales ante ella, esto es, sin fueros diferenciadores de su estatus,
y por tanto definida únicamente en términos formales. Piénsese únicamente en que hasta
1889 no habría un Código Civil que estableciera un sistema de fuentes del derecho.
Desde 1855 existía la obligación de motivar las sentencias en todas las instancias
del orden civil, requisito clave para dotar de autonomía jurídica a las decisiones
del juez y separarlas de sus condiciones personales para dictarlas, pero para motivarlas
en términos de silogismo normativo no había un código sistematizado al que acudir,
lo que disuadía de fundamentar los fallos a unos jueces «responsables por infracción
de ley» que no podían conocer con claridad la ley por la que se les haría responsables:
a la responsabilidad legal del juez solo le acompañaban «peligros, siendo nuestra
legislación civil tan varia, extensa y contradictoria. Ningún juez ni magistrado podría
librarse de incurrir en ella si este desorden legislativo fuere permanente» ACGC, organización de tribunales, legajo 6, carpeta 5, documento 15.
Así las cosas, todo ese vacío legal lo seguía colmando inevitablemente una activa
reglamentación gubernamental. En materia de justicia del fuero común, por ejemplo,
era tendencialmente el Ministerio de Gracia y Justicia el que legislaba, con lo que
las normas de desarrollo que entraban a precisar los aspectos prácticos, pero en ocasiones
también estructurales, del aparato judicial seguían siendo decretos y órdenes ministeriales.
Con la LOPJ no solo se había dado cobertura legal a un espacio ya muy delimitado y
empequeñecido del orden judicial, sino que la comprensión de la justicia que la Ley
había consumado era la de una justicia administrativizada, articulada de un modo jerárquico
como aparato administrativo, concebida en términos de verdadera Administración de Justicia (
Si sumáramos ambos factores —la administrativización irreversible del aparato judicial
y la consideración de los jueces fundamentalmente como dependientes ministeriales—,
junto con los problemas ya estructurales del personal judicial, se entenderían mejor
algunas previsiones de la LOPJ que tenían en común habilitar un acceso inevitable
del Gobierno en la organización judicial, dando pie, así, a muchas de las quiebras
de una supuesta separación entre política y justicia. Comencemos por uno de los grandes
cambios que instauraba la norma por mandato constitucional, como era el ingreso en
la carrera judicial por oposición. El examen de ingreso estaba ligado a la inamovilidad
judicial, como presupuesto de la independencia de la magistratura: quienes eran elegidos
conforme al nuevo sistema implantado, elevado a un procedimiento legal en una norma
prevista por la Constitución y que desarrollaba uno de los poderes públicos que en
ella se contenía, podían ser declarados inamovibles conforme a las previsiones de
la LOPJ. Esto era novedoso, al prescindir de procedimientos reglamentarios y oscilantes
y fijar en preceptos legales y estables el procedimiento de selección. Ahora bien,
antes de examinar los conocimientos jurídicos de los aspirantes a la judicatura, el
Gobierno sometía sus expedientes a un proceso de selección en el que se consideraban
su «conducta moral, circunstancias y cualidades» Art. 84 de la LOPJ.
Otro más significativo aún es el de las disposiciones transitorias de la Ley. Establecido
el nuevo sistema de ingreso en la carrera para quienes quisieran acceder de nuevas,
la Ley debía ocuparse de cómo reconducir a un nuevo sistema y redefinición del estatuto
del juez a los que ya poblaban la carrera judicial. A ese efecto se preveía que los
expedientes de los jueces que en ese momento estuvieran en activo fueran sometidos
a un procedimiento de revisión a través de una Junta de clasificación compuesta por
jueces y juristas, pero también de cargos políticos, que habría de examinar su conducta
moral y su concepto público para determinar «si concurrían en ellos las circunstancias
necesarias para gozar desde luego de las garantías que esta ley establece» Disposición transitoria VI de la LOPJ. Disposición transitoria VII de la LOPJ.
A la declaración de inamovilidad para quienes accedieran por oposición, le seguía una declaración de amovilidad para quienes ya estuvieran ocupando sus cargos. Se trataba esta vez, sin duda, de valorar si se adecuaban o no a un nuevo orden de valores que estaba plasmado en una Constitución revolucionaria, en tanto que articulada en torno a la idea de derechos, para gozar o no como jueces de un estatus que estaba garantizado por una ley de desarrollo dictada al amparo constitucional. Pero podríamos considerar que, ante problemas heredados, se acudía, de nuevo, a dinámicas conocidas, como la de la depuración a través de la cual se controlara la adhesión a una nueva etapa política que requería nuevos jueces aptos, en tanto que afines. En realidad, se mantenía el peso de determinadas inercias, que se afrontaban con los instrumentos disponibles. Ahora bien, el contexto constitucional había hecho que todo cambiara, relegando por ley todo este régimen heredado de calificaciones, revisiones de expedientes y depuraciones a una situación transitoria y marginal en la propia ley. La regla general pretendía ser una inamovilidad que alejara a la magistratura de los embates de las conveniencias políticas. El resultado fue que, aun con fisuras, la dicotomía entre los principios de la LOPJ para la justicia elevados a rango de ley orgánica y las medidas tradicionales de gestión del personal, como consecuencia de la permanente centralidad de la persona del juez en la organización de la justicia, se hizo cada vez más evidente.
El larguísimo periodo que inauguró la LOPJ manifestó una persistente tensión entre
un pretendido modelo de justicia independiente de la influencia política y unas medidas
estructurales casi imposibles de adoptar si no pasaban por la intervención sobre el
personal judicial. Reorganizar el personal se prestaba a dar entrada a criterios cambiantes
que en cada contexto pudieran determinar las cualidades requeridas de la magistratura.
Esa flexibilidad podría haber contribuido a explicar la fortuna política de la LOPJ,
que desde su nacimiento en 1870 solo fue derogada en 1985 por una nueva Ley orgánica
del Poder Judicial que tenía que acomodarse a una Constitución que ya llevaba, además,
siete años en vigor. En su recorrido, pues, aquella ley del poder judicial atravesó,
con modificaciones, pero con ninguna alteración sustantiva que hiciera irreconocible
el andamiaje institucional que implantaba en el ámbito judicial, revoluciones, federalismos,
restauraciones, repúblicas, guerras, dictaduras…, hasta desembocar sin especiales
rasguños en el presente contexto democrático, que en esencia asumió, incorporó y constitucionalizó
la estructura judicial que ella había implantado más de un siglo atrás (
A partir de 1870, pues, es muy difícil ya desligar la idea de justicia y aparato judicial de la que aquella ley implantó, así que el orden político, que ya había moldeado desde dentro la propia definición del juez constitucional en el doceañismo, ahora permeaba el orden judicial dejando su impronta en el contexto cambiante en el que se encuadraría la LOPJ, introduciéndose a través de los no pequeños resquicios que la ley dejaba abiertos. Con todo, el soporte constitucional, el vigor normativo y la integridad jurídica con las que se presentó y consolidó la Administración de Justicia en este momento del siglo permitirían plantear que se habían dado los presupuestos para que política y justicia habitaran ámbitos separados, y que la justicia se había blindado con instrumentos legales frente a incursiones no autorizadas del poder político. A partir de aquí podría decirse que se habían instaurado las bases precisas para que desde entonces lo anómalo (es decir, la intromisión de la política en la justicia) fuera achacable a los marcos políticos que el aparato judicial atravesaría, a la elevada, en ocasiones extrema, politicidad de todos los contextos que estaban por venir.
A partir de 1870 y del hito representado por la LOPJ, las épocas posteriores asumieron la Ley Orgánica, continuando o, al menos, haciendo el esfuerzo de darle apariencia de continuidad al modelo de justicia que la ley implantaba, alimentando así precisamente la idea de la Ley Orgánica como fundante de la justicia liberal moderna. Asentadas las bases para una judicatura inamovible, presupuesto de su independencia, el valor de aquella justicia que salió reforzada del Sexenio como poder del Estado estaría a expensas, en las épocas sucesivas y hasta la nuestra, de la mayor o menor capacidad del contexto para politizarla y convertirla en instrumento político. Algo tenían ya de distinto estas etapas que sucedían a la LOPJ: experimentada la posibilidad institucional de asentar las bases de una justicia independiente, la intensidad de su politización ya no venía tanto de su definición intrínseca cuanto del empuje y lo envolvente que fuera la nueva etapa política en la que la Ley se insertara. Es decir, en cierto sentido ya habría propiamente un deslinde institucional y un blindaje constitucional, en la medida de lo posible, entre justicia y política. Las etapas posteriores, pues, no derogaban la LOPJ ni la sustituían, pero sí adoptaban medidas tratando de neutralizar su declaración clave, la de la inamovilidad de la magistratura como presupuesto de una independencia judicial de difícil asunción, en función de argumentos siempre políticos y de distinto signo, en atención al contexto. No se renunciaba, por supuesto, a proclamar la inamovilidad y el valor de estabilidad que conllevaba, pero en favor de los intereses políticos de los distintos Gobiernos se ampliaban y modificaban los criterios para acceder a la magistratura y para declarar, en consecuencia, la inamovilidad.
A través del hilo conductor de la inviable inamovilidad práctica se podría seguir
articulando, como hace Ortego (
No podemos buscar para establecer la inamovilidad y su independencia, no podemos buscar
hombres completamente desligados, completamente separados de las luchas políticas;
hemos de buscar la inamovilidad, si somos hombres de gobierno, con la realidad de
las cosas, que se componga de hombres que pertenezcan a todas las opiniones, porque
es imposible hallarla mientras todas, absolutamente todas, no tengan cabida, para
que ningún partido pueda creerse excluido en la organización judicial Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 20, sesión de 11 de marzo de 1876, p. 372, apud. Ortego
(2018: 346).
La Restauración, pues, no renunciaría formalmente a la LOPJ, pero se esforzaría por
desarticular los logros en materia de independencia judicial a los que aquella podría
conducir. De hecho, comenzaría su constitucionalismo, que en última instancia sería
el que asentara definitivamente el modelo de justicia liberal instaurado en el periodo
precedente, desapoderando al orden judicial de su densidad constitucional (
En efecto, la Restauración recuperaba una idea «historicista», tradicional, de un
poder concebido como unitario y preexistente a la Constitución formal. La versión
escrita de la norma suprema reflejaba una serie de «principios», «fundamentos», «gérmenes»
que subyacían a la nación española y que revelaban de ella un espíritu permanente
que siempre y en todo caso, con independencia de toda circunstancia política, subsistía.
Desde esa perspectiva, la división de poderes era una mera «abstracción constitucional» Intervención de Álvarez Bugallal, DD.SS. Cortes Constituyentes, n. 66, sesión de
22 de mayo de 1876, p. 1636.
La suma de ambos elementos (la dimensión eminentemente administrativa de la justicia
y la redirección a unas leyes futuras de aspectos clave de la judicatura) creaba un
espacio idóneo que el Ejecutivo colonizó a través de un arsenal de instrumentos ya
conocidos: exploró los cauces de actuación que la ley orgánica le permitía. Un dato
muy significativo fue la abundancia casi exclusiva de normativa reglamentaria del
Gobierno para regular todos los aspectos de la justicia (
Sobre el andamiaje de la estructura judicial jerarquizada que la LOPJ había sabido
consolidar a través de su cobertura legal, los Gobiernos de la Restauración constituyeron
un cuerpo de funcionarios especializado, articulado en escalas y organizado como carrera,
que estratificó al personal y cuya cúspide dio lugar a una élite administrativa ( Art. 77 de la Constitución de 1876.
Nuestros partidos conservadores […] toman la administración de justicia como instrumento
de gobierno; a los jueces y magistrados como a funcionarios político—administrativos,
sin cuyo obsequioso concurso se hace imposible la tarea de gobernar. La magistratura
no siempre ha de atender a la aplicación austera del Derecho; antes cuidará de no
poner en olvido los intereses políticos del partido que la nombra, asciende y separa.
El juez y el magistrado han de ser no solo íntegros, conocedores del Derecho, obedientes,
como súbditos fieles, a las instituciones imperantes: han de ser, ante todo y sobre
todo, hombres de partido, servidores del partido mismo
Críticas cada vez más frecuentes como esta de 1884, al alejarse de una politicidad
de la magistratura entendida como necesaria e insistir en lo pernicioso del ensamblaje
entre lo judicial y lo político, nos resultan más afines a nuestra comprensión presente.
Como respuesta a la avalancha de críticas en este sentido en las cámaras de representación
y en la prensa dictaría Canalejas un decreto en 1889 en el que se apelaba a la inamovilidad
no solo de los jueces que hubieran accedido por oposición a la carrera sino de quienes
ya estuvieran en su cargo, que únicamente podrían ser separados por las causas comprendidas
en la LOPJ Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de septiembre de 1889, en Gaceta de Madrid, n.º 273, de 30 de septiembre de 1889, pp. 1018-1019.
La manera discrecional y arbitraria como […] los partidos […] la han nombrado, trasladado, ascendido y depuesto; el principio, audazmente sentado por la Restauración, de que la magistratura es función reservada a los afiliados del partido dominante; la exigüidad angustiosa de los sueldos, que la coloca entre la miseria y el cohecho; el triste ejemplo de los ascensos inmerecidos e instantáneos, contrastando con estancamientos eternos; el tristísimo espectáculo del continuo mudar de jueces y magistrados, al compás de las pasiones y de los intereses contrapuestos de los caciques en auge; la participación que a la judicatura se ha impuesto en todo el linaje de arterias electorales; la caída desde las altas funciones de Poder del Estado a las funciones subordinadas de una rama flexible del poder ministerial.
Pero había transformaciones notables que acentuaban la disonancia entre la pretendida independencia judicial y la politización irrefrenable, como pertenecientes ambas a dos esferas que debían permanecer desligadas. Un elemento esencial de cambio lo había supuesto, precisamente también en 1889, el Código Civil. Aquella norma, la primera en la historia de España que finalmente regulaba por ley una jerarquía de fuentes del derecho, compendiaba el derecho civil aplicable y derogaba el derecho civil común precedente. Además, la codificación del derecho civil posibilitaba que se motivasen las sentencias en ese ámbito, motivación que dotaba a su vez al mecanismo de la casación de un genuino sentido de garantía de las leyes que permitía que también en lo civil los jueces pudiesen desarrollar una función verdaderamente autónoma que consistía en la estricta aplicación de la ley. El Código, con ser la primordial, fue la última pieza en aparecer de todo el engranaje de procedimiento civil, jurisprudencia de los tribunales y casación en el Supremo. Mientras que sin disposiciones claras que aplicar la persona del juez y su criterio de manejo del bagaje normativo dado suplía el vacío de un derecho codificado nada más y nada menos que en el ámbito civil, ahora, presente el código, el protagonismo de la figura del juez tenía formalmente que buscarse en espacios no relacionados con su exclusiva función de juzgar.
Así las cosas, cuando a finales de siglo se hablaba de independencia judicial el panorama
potencial era ya muy distinto. La presencia del código había hecho posible que la
judicial fuera una función materialmente diferenciada y, en términos de poderes, independiente.
La dependencia de la magistratura y las estrategias de control se tenían que trasladar
forzosa y oficialmente a un plano orgánico, el de la justicia como aparato, retomando
la teoría y práctica seguida durante la etapa isabelina. Intervenir políticamente
en el acto mismo de administrar justicia era demasiado llamativo para cualquier régimen
constitucional, del signo que fuera. En ese contexto, la independencia se podía predicar
de la función, mientras que la inamovilidad se iría labrando en las primeras décadas
del xx como resultado de la funcionarización de la corporación, es decir, como señala Miguel
A. Aparicio, de un modo desligado del principio de independencia judicial y no como
presupuesto constitucional de esta ( «Real decreto de 2 de octubre de 1923, de la Presidencia del Directorio Militar,
creando con carácter transitorio una Junta inspectora del personal judicial, compuesta
de tres magistrados del Tribunal Supremo y un secretario de categoría de magistrado,
sin voto, y confiriéndola la misión de examinar, revisar y fallar cuantos expedientes
y procedimientos de todas clases se hayan incoado durante los cinco últimos años,
para exigir responsabilidad civil o criminal a Jueces o Magistrados de todas las categorías»,
Gaceta de Madrid, de 3 de octubre de 1923, n.º 276, pp. 26-27.
«Art. 9 del Real Decreto-Ley de 22 de diciembre de 1928 del Ministerio de Justicia
y Culto disponiendo se constituya una Comisión, que se denominará “Comisión Reorganizadora
de la Administración de Justicia”, para los fines que se mencionan», Gaceta de Madrid
de 25 de diciembre de 1928, nº 360, pp. 1938-1941.
Fue precisamente sobre esa dimensión orgánica del orden judicial en estado provisional
sobre la que operó la República de 1931. La necesidad de garantizar la independencia
funcional de la justicia, consagrada por la Constitución republicana y encomendada
a una Administración judicial elevada de nuevo al rango de poder del Estado, entraba
en conflicto con la permanencia de unos jueces procedentes de la Restauración y de
una inmediata Dictadura que estaban, y al parecer muy fundadamente ( El artículo 41 comenzaba como sigue: «Los nombramientos, excedencias y jubilaciones
de los funcionarios públicos se harán conforme a las leyes. Su inamovilidad se garantiza
por la Constitución. La separación del servicio, las suspensiones y los traslados
solo tendrán lugar por causas justificadas previstas en la ley. No se podrá molestar
ni perseguir a ningún funcionario público por sus opiniones políticas, sociales o
religiosas».
La República se había encontrado con un orden judicial diseñado en 1870 y sólidamente consolidado en la Restauración que se compadecía mal con los nuevos principios republicanos, y la tensión marcó toda la época. Pero una vez más, si bien con otro signo, la politicidad del contexto, esta vez de constitucionalismo republicano, interfería en una magistratura a su vez politizada, estabilizada y estructurada para depurarla de elementos adversos al sistema, todo ello sin poner en cuestión la LOPJ, sino utilizándola con la flexibilidad que ya había demostrado para adaptarse sin dificultad a distintos contextos.
Tampoco la LOPJ se extinguió con el régimen franquista. Su régimen se mantuvo; eso
sí, se eliminaron todas las consideradas novedades republicanas, pero no aquellos
rasgos ya consolidados como la condición corporativa de la magistratura y su burocratización
(
La Transición significó recuperar el tracto constitucional perdido, pero en esa recuperación
se incorporó el orden judicial tal y como estaba constituido a las alturas de 1978,
declarándose inamovibles a quienes habían llegado a las puertas constitucionales sin
someterlos a depuración alguna y sin incurrir, por ende, en una nueva declaración
general de interinidad (
Si la reconsideración de la justicia ordinaria no se producía dentro del aparato, había de realizarse desde fuera, a través de las prácticas de nuevas instituciones superpuestas, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial; asimismo, se revisó el molde normativo en el que había de verterse esa justicia a través de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial que sin embargo consintió, a su vez, que durante siete años ya de Constitución democrática siguiera vigente su predecesora decimonónica. En definitiva, en este nuevo contexto constitucional, democrático, de independencia de poderes, la justicia quedaba blindada para la política, y si existían nexos de conexión en el marco de la Constitución, estos se trasladaban a aquellas instituciones añadidas que eran, en teoría, jurisdicción constitucional sin ser jurisdicción ordinaria, y gobierno de la justicia, sin ser gobierno en la justicia.
Fíjense en qué reciente acabaría siendo, pues, esa despolitización teórica de la justicia y esa separación de ámbitos político y judicial, entrelazados desde los albores mismos del constitucionalismo, en una simbiosis que no se comenzó concibiendo como anomalía, sino como consustancialidad. Hasta tal punto estuvieron imbricados que con dificultad cabría escribir una historia de la justicia independiente que no fuera otra cosa que la de la necesidad de su independencia. Es factible hacer una historia de esos discursos, por supuesto, pero no podría —o no debería— abstraerse de aquella otra de la que traería causa, con la que chocaría incesantemente, que sería la de sus vulneraciones. Así, el resultado sería el de dos líneas conductoras paralelas: la de la teoría abstracta reivindicando una independencia de la justicia que protegiera al poder judicial del ejecutivo, y la de la empecinada realidad que una y otra vez se obstinaba en manejar a la judicatura a su antojo. Una historia así no podría ser sino casuística. En efecto, si entendemos la intromisión del ejecutivo como anomalía, no solo no bastaría un libro, por voluminoso que fuera, plagado de ejemplos, sino que necesitaríamos una enciclopedia entera, y puede que ni así fuera exhaustiva la narración. En todo caso, carecería a mi juicio de sentido, porque por muy extenso y detallado que fuera el relato no haría más que avalar nuestra precomprensión desde el presente de que lo político representa para lo judicial una contaminación desdeñable, lo que nos impediría aproximarnos al porqué de esa relación y al modo en que fue amoldándose a los distintos contextos en una España ya indiscutiblemente constitucional, al menos hasta su negación durante la Dictadura.
La politicidad fisiológica de los jueces y magistrados a lo largo de todo este recorrido arroja, a mi modo de ver, un resultado diverso al de una historia de dos planos, el teórico como principio y el práctico como conjunto de vulneraciones, porque ya hemos visto que los discursos sobre los principios judiciales no siempre están reivindicando exactamente lo mismo que desde nuestro presente queremos entender por independencia, inamovilidad y responsabilidad, y porque las actuaciones gubernamentales no en todo momento eran ilegítimas o desprovistas de fines constitucionales en algunos de los periodos en los que se daban. Muy poco nos aportaría, pues, esa historia en dos niveles construidos desde nuestra pura contemporaneidad, salvo reforzar nuestras creencias respondiendo a nuestras expectativas y alejarnos así de la comprensión del pasado.
Otro es el resultado si atendemos, como hemos hecho en estas páginas, a lo que sí es una constante desde el xix constitucional, que es la politicidad de la magistratura. Esta manifestación deriva de otra constante, cuyo hilo hay que ir siguiendo: la centralidad más absoluta de la persona del juez, frente a la organización estructural de la justicia y desde luego frente a las leyes que habrían de justificar su función. El papel nuclear de la judicatura invita a analizar la intensidad de lo político desde la perspectiva del propio estatuto del juez. Sería muy poco relevante, por ejemplo, para valorar la actitud de una constitución respecto a la independencia judicial apelar a si ha declarado que la justicia se administra en nombre del rey, sin atender a las verdaderas inclinaciones que nos revela el estatuto de la magistratura. Piénsese que con la misma soltura hicieron esa declaración los redactores de la Constitución de 1845 que los constituyentes de 1978. Y esto nos lleva a una consideración decisiva a nuestros efectos, históricos y coetáneos: la cronología de la politización de la justicia no está marcada por etapas partidistas más o menos señaladas; no es, en ese sentido, una periodificación política, por más que cada época replique fórmulas heredadas o deje sentir con más o menos virulencia sus propios designios identitarios, sino que la cronología es propia, vinculada al papel del juez, al régimen y estatuto de su cargo y a las facultades reales de construcción de un Estado y de sus poderes, desde los orígenes del constitucionalismo decimonónico hasta la democratización del siglo xx.
En esa larga cronología hay más líneas conductoras que se repiten: una tendencia a concebir que el orden judicial depende orgánicamente del Ejecutivo; un orden judicial regulado prioritariamente por normativa gubernamental; unos ministerios de justicia que prácticamente monopolizan toda la política de personal judicial. Pero también es cierto que, a medida que se fue construyendo la función del juez como autónoma, con sus propios instrumentos de funcionamiento y autocontrol, como la motivación de sentencias, las estructuras jerárquicas judiciales, la sujeción responsable única a la ley, un sistema de fuentes autorreferencial y un orden de legalidad codificado, y dejando de ser, por consiguiente, la bondad de la Administración de Justicia tan sumamente dependiente de las supuestas cualidades del juez que la impartía, el control por parte del Ejecutivo fue adoptando un cariz, un significado y un instrumental un tanto diversos. Habría que inclinarse, por ejemplo, por agudizar la politización de las propias normas que tenían que ser aplicadas e interpretadas, o fragmentar y desvirtuar cada vez más el ámbito material de la jurisdicción ordinaria en beneficio de unas especiales más controlables y controladas.
Porque, en efecto, en paralelo a las mencionadas constantes, también se fueron construyendo muchas diferencias que marcarían, justamente, la diferencia. La principal de ellas podría ser que la adhesión política, si bien respondiera o se aprovechara al menos de los mismos males estructurales, no siempre cumplió los mismos fines. Se incorporaría como elemento basilar de la magistratura gaditana, como una nueva calidad de los jueces, para funcionar cual elemento de defensa y edificación de un nuevo orden constitucional; pero una vez quedó alojada en la esencia misma de la magistratura, la adhesión pasó a ser un instrumento de mantenimiento de estructuras de poder gubernamental en tiempos bélicos, después una garantía revolucionaria, posteriormente de consolidación de políticas de partidos y más tarde una herramienta dictatorial. Pero efectivamente, la legitimidad constitucional del control político sobre el personal era en cierto sentido paralela a la debilidad del orden de legalidad, lo que implicaba que cuantos más mecanismos de fortalecimiento de la ley se fueran dando en la construcción del Estado decimonónico, y por tanto más identidad fuera adquiriendo la función judicial como instrumento de implantación de ese orden sustantivo y formal de legalidad, más contingente se iba haciendo la intervención directa del Ejecutivo en el aparato judicial y, por ende, en más disonantes y anómalos en términos de división de poderes se iban convirtiendo sus intervenciones y manejos sobre la magistratura.
En ese sentido, una perspectiva histórica nos permite ver en líneas generales a qué ha respondido esa politicidad del juez, qué se trataba de instaurar, de articular o de mantener a través de ella, y en qué medida las políticas gubernamentales dependían de la politización judicial. Desmantelar ese elemento político intrínseco llegados a un contexto de verdadera y plena separación constitucional de poderes implicaba invertir en potenciar los elementos que habrían hecho que la función judicial fuera independiente y que habrían garantizado que el orden en el que se insertaba esa judicatura fuera democrático y de derechos; algo, como hemos visto, que se alcanzó en una construcción paulatina. No es nada esquiva la historia cuando se le pregunta a tiempo.
[1] |
A los efectos de reflexionar sobre las construcciones, las conexiones y los itinerarios
de la historia política y la del derecho, es excelente el dossier coordinado por Tío
Vallejo et al. ( |
[2] |
Sala de Indias del Tribunal Supremo, 1856 (AHN, Ultramar, 4715, 22). |
[3] |
A todos estos efectos resultan imprescindibles, por iluminadores, las contribuciones
de Mannori, Hespanha, Garriga, Clavero, Vallejo y Lorente en el dossier sobre justicia
y Administración coordinado por Agüero ( |
[4] |
Que el sentido de acudir al pasado tenía que estar guiado por inquietudes presentes
era una idea recurrente de Tomás y Valiente. Baste esta cita: «Cuanto más acerquemos
el límite cronológico de nuestros estudios hacia el presente, mejor enlazaremos con
el jurista empeñado en comprender el Derecho actual» ( |
[5] |
Para la caracterización de todo el modelo doceañista, se acude a Lorente y Portillo
( |
[6] |
Art. 4 de la Constitución de 1812. Todos los preceptos constitucionales los extraigo
de Rico ( |
[7] |
La tesis y su demostración son de Martínez ( |
[8] |
Decreto CLXVIII, de 3 de junio de 1812, sobre las calidades que deben tener los empleados en la judicatura
( |
[9] |
Con independencia de la comprensión historiográfica que encierra el término, trabajos
como el de Díaz Sampedro ( |
[10] |
Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 46, sesión de 3 de diciembre de 1844, p. 793. El planteamiento
sobre los poderes de la doctrina liberal clásica puede consultarse en Donoso Cortés
( |
[11] |
Archivo de la Comisión General de Codificación (ACGC), organización de tribunales, legajo 6, carpeta 2, documento 1. |
[12] |
Circular del Ministerio de Gracia y Justicia de 27 de mayo de 1841, «recomendando la conducta que deben seguir las autoridades que de él dependen», en Colección Legislativa de España, t. 27, p. 346. |
[13] |
Arts. 63 y 66 de las Constituciones de 1837 y 1845, respectivamente. La literalidad de ambos preceptos coincide. |
[14] |
ACGC, organización de tribunales, legajo 1, carpeta 8, documento único. |
[15] |
Real Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de marzo de 1836, «sobre el modo de dirigir sus instancias los jueces interinos de primera instancia para obtener la propiedad», en Colección Legislativa de España, t. 21, pp. 156-157. |
[16] | |
[17] |
Art. 11 Constitución de 1845, en el título I «De los españoles». |
[18] |
Art. 21 de la Constitución de 1869, en el título Primero dedicado a «Los españoles y sus derechos». |
[19] |
Art. 32 de la Constitución de 1869, que abre el título II, «De los poderes públicos». |
[20] |
Arts. 94-96 de la Constitución de 1869. |
[21] |
ACGC, organización de tribunales, legajo 6, carpeta 5, documento 15. |
[22] |
Art. 84 de la LOPJ. |
[23] |
Disposición transitoria VI de la LOPJ. |
[24] |
Disposición transitoria VII de la LOPJ. |
[25] |
Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 20, sesión de 11 de marzo de 1876, p. 372, apud. Ortego (2018: 346). |
[26] |
Intervención de Álvarez Bugallal, DD.SS. Cortes Constituyentes, n. 66, sesión de 22 de mayo de 1876, p. 1636. |
[27] |
Art. 77 de la Constitución de 1876. |
[28] |
Moreno ( |
[29] |
Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de septiembre de 1889, en Gaceta de Madrid, n.º 273, de 30 de septiembre de 1889, pp. 1018-1019. |
[30] |
«Real decreto de 2 de octubre de 1923, de la Presidencia del Directorio Militar, creando con carácter transitorio una Junta inspectora del personal judicial, compuesta de tres magistrados del Tribunal Supremo y un secretario de categoría de magistrado, sin voto, y confiriéndola la misión de examinar, revisar y fallar cuantos expedientes y procedimientos de todas clases se hayan incoado durante los cinco últimos años, para exigir responsabilidad civil o criminal a Jueces o Magistrados de todas las categorías», Gaceta de Madrid, de 3 de octubre de 1923, n.º 276, pp. 26-27. |
[31] |
«Art. 9 del Real Decreto-Ley de 22 de diciembre de 1928 del Ministerio de Justicia y Culto disponiendo se constituya una Comisión, que se denominará “Comisión Reorganizadora de la Administración de Justicia”, para los fines que se mencionan», Gaceta de Madrid de 25 de diciembre de 1928, nº 360, pp. 1938-1941. |
[32] |
El artículo 41 comenzaba como sigue: «Los nombramientos, excedencias y jubilaciones de los funcionarios públicos se harán conforme a las leyes. Su inamovilidad se garantiza por la Constitución. La separación del servicio, las suspensiones y los traslados solo tendrán lugar por causas justificadas previstas en la ley. No se podrá molestar ni perseguir a ningún funcionario público por sus opiniones políticas, sociales o religiosas». |
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