La globalización es invocada hoy de forma frecuente y no siempre con la debida precisión. Se alude a ella, además, en frentes muy diversos como son el arte, la política, la economía y la sociedad. Y también, desde hace fechas más cercanas, desde la salud, porque la pandemia de la COVID-19 ha demostrado ser, también, un fenómeno global.

En la Universidad de Castilla-La Mancha se ha generado un grupo de investigación, brillantemente liderado por José Luis García Guerrero y María Luz Martínez Alarcón, que se ha especializado en el examen jurídico de la globalización económica. Su trayectoria viene avalada por la ejecución de sendos proyectos de investigación previos sobre la democracia y solidaridad en las integraciones económicas (proyectos DER2017-83596-R y SBPLY/19/180501/000048). Resulta preciso valorar favorablemente, de entrada, la relevancia, teórica y práctica del tema tratado en libro que recensionamos, en un contexto marcado por una pandemia mundial y por la reactivación de las tensiones entre las naciones democráticas y los países comunistas, y por las claras políticas que cuestionan, en el seno de algunos Estados hispanoamericanos y europeos, la democracia y el Estado de Derecho. Resulta un tanto llamativo que esta obra carezca de un listado inicial de abreviaturas utilizadas (se incluye uno en el anexo) y un prólogo que explique el origen de la obra, su conexión con la anteriormente publicada y la delimitación de los nuevos objetivos que se pretenden conseguir. Lo cierto es que estos contenidos se incluyen, detalladamente, en el primer capítulo de la obra, en la que José Luis García Guerrero, IP del último proyecto estatal citado, defiende la necesidad de construir una ciencia básica de la globalización, ocupándose de su concepto, del estado de la cuestión y de su gobierno.

Conviene aclarar que, como indica el propio investigador, la elaboración de una ciencia básica constitucional de la globalización ya se ha pretendido realizar en la anterior y muy voluminosa obra colectiva Constitucionalizando la globalización (Tirant Lo Blanch, 2017), que también ha valorado el impacto que la globalización produce en los valores y principios del Estado constitucional. Que el libro que ahora recensionamos es tributario y complementario de esta obra se evidencia de diversas formas. En primer lugar, porque hay contenidos sobre la dirección de la política monetaria, como son los bancos centrales, y algunos organismos internacionales de gobierno de la globalización que ya han sido detenidamente analizados en ella. Y en segundo lugar porque, reexaminando lo hecho, se realizan avances del pensamiento que aconsejan completar el análisis entonces realizado para completar dos lagunas detectadas. De un lado, García Guerrero estima errado situar como cuarta pata del G20 al Banco de Pagos Internacionales, estudiado en Constitucionalizando la globalización, y no al Consejo de Estabilidad Financiera. Por esta razón, se incorpora en este volumen un capítulo sobre este último, elaborado por Eduardo Sanz-Arcega. Y también se echa en falta un capítulo en la obra anterior sobre la Unión Africana, laguna que se colma en esta obra con un capítulo final, que se presenta como anexo y que ha sido escrito por Miguel Ángel Sevilla Duro. Este autor subraya el carácter intergubernamental de esta organización internacional, y el empeño en crear el Área de Libre Comercio Continental Africano, que será la más grande del mundo si la ratifican todos los Estados miembros de la Unión Africana.

¿Qué aporta, pues, la actual investigación, además de completar la realizada con anterioridad? Lo que ahora se pretende es analizar, en una perspectiva comparada, el gobierno de la globalización. García Guerrero recuerda en el capítulo inicial, que como ya se ha avanzado cumple también las funciones de prólogo, que resulta necesario elaborar una ciencia básica del derecho constitucional de la integración y que solamente a partir de ese momento será posible hacer ciencia aplicada, resolviendo problemas concretos y singulares (p. 30). Pero también resulta esencial, a juicio del autor, ofrecer un concepto de globalización que sea válido para el derecho constitucional, y que sitúe la economía de mercado en el centro. Para que esta adquiera una dimensión mundial se requieren tres exigencias:

  1. la difusión acelerada y generalizada de la tecnología en todo el mundo;

  2. la difusión global de algunos valores que fomenten la uniformidad de los valores relacionadas con la economía de mercado (frente a la actual diversidad, que explica la apuesta por integraciones económicas regionales), lo que debería hacerse compatible con la defensa de la diversidad o singularidad promovida por parte de los Estados; y

  3. la extensión de instituciones sociales, políticas y jurídicas más allá del marco estatal que dote de seguridad jurídica al modelo. La economía de mercado precisa de libertad y de seguridad jurídica y su traslación al plano internacional debe acompañarse de las garantías mínimas que se recogen, en el plano nacional, en la Constitución. Y esta pretensión se articula a través de la creación de diversos organismos internacionales (OMC, OCDE, FMI, BM, CEF, etc.) y de declaraciones internacionales de derechos humanos (y tribunales que garantizan su respeto). Ya no estamos ante normas que presiden las relaciones internacionales, sino de normas que garantizan un ámbito supraestatal a la economía de mercado, perdiendo los Estados el viejo protagonismo que tenían. Por otra parte, la economía de mercado con dimensión mundial implica una economía desconcentrada (entre agentes económicos que compiten entre sí) y descentralizada (porque existe una pluralidad de sujetos —consumidores, trabajadores, empresarios— con iniciativa propia y que ejercen diversas libertades de consumo, trabajo y empresa, respectivamente) (p. 38).

García Guerrero considera necesario estudiar los organismos internacionales que constituyen el gobierno externo multilateral de la globalización desde una perspectiva constitucional por diversas razones. En primer lugar, porque para que la economía de mercado sea eficiente en su dimensión internacional precisa contar con una serie de garantías que han sido aportadas por la Constitución liberal en el ámbito estatal. En segundo lugar, por el incremento cuantitativo y cualitativo de competencias que se han transferido a organismos e instituciones internacionales de integración. En tercer lugar, porque la transformación de estos sujetos internacionales, inicialmente concebidos para facilitar el comercio mundial y no para realizar una globalización que sitúe en el centro del sistema a la economía de mercado, debería provocar su reconfiguración sobre bases nuevas. En cuarto lugar, porque esas nuevas competencias que asumen las organizaciones internacionales han sido clásicamente examinadas por la ciencia constitucional. Y lo mismo ocurre, en quinto lugar, con la conexión existente entre soberanía, democracia y legitimidad. Finalmente, porque resulta preciso tratar de reducir la fractura entre teoría y realidad que obvia que una buena parte de las decisiones y normas que nos afectan provienen de órganos internacionales.

En todo caso, la aproximación del derecho constitucional a la globalización no debe realizarse ni sobre la pretensión de democratizar esta ni sobre el enfoque de la Unión Europea, sino desde el concepto racional normativo de constitución. Y es que, pese a la falta de uniformidad de valores en el mundo, existe un mínimo común (OMC, G-20 y reformulación del G-7, CEF, OCDE, FMI, BM) que permite avanzar por una vía multilateral, que ha sido fundamental en la libre circulación de la mayor parte de las mercancías y de algunos servicios. Hay cada vez más sectores económicos abiertos a la libre competencia y se favorece cada día más el ejercicio de las libertades de inversión y capitales. La falta de uniformidad se concreta en integraciones bilaterales o regionales (como ocurre con la UE). De esta forma, multilateralismo y bilateralismo no son incompatibles, sino vías complementarias.

Y como formas de integración económica operan:

  1. la zona de libre comercio, con eliminación progresiva de aranceles y de contingentes de exportación;

  2. la unión aduanera, quedando en manos de los órganos ejecutivos de la integración la política comercial (que incluye la negociación de nuevos acuerdos comerciales);

  3. el mercado común, que limita severamente la política macroeconómica estatal, exige la coordinación de la política fiscal y deja la política comercial a los órganos de la integración, que tienen una estructura constitucional —con poderes legislativo, ejecutivo y judicial—, favoreciendo así la desconcentración y descentralización de la economía de mercado; y

  4. la unidad económica y monetaria supraestatal, que implica la instauración de una moneda común y la transferencia de la política comercial y monetaria a la integración y darle peso también a esta en relación con la política fiscal, restringiendo la capacidad de decisión de los Estados en lo que atañe a los ingresos y gastos.

Estas figuras no deben confundirse con los acuerdos preferenciales de comercio, que atienden a objetivos concretos (sobre mercancías determinadas o sectores específicos).

En todo caso, cuando negocia un órgano de integración, los Estados que forman parte del mismo son sujetos pasivos que no intervienen en dicho proceso, lo que compromete la posición de sus órganos constitucionales, que se ven preteridos. El protagonismo (constitucional) que los Estados tienen en la primera fase de la integración económica desaparece a partir de la implementación de la unión aduanera. Aunque estos acuerdos se limitan a crear zonas de libre comercio en el marco de la unión aduanera, pueden ser más ambiciosos en el marco de las modalidades superiores de integración.

Hay, además, dos clases de organizaciones internacionales que tienen capacidad de firmar acuerdos de integración económica. Unas poseen personalidad jurídica a tal efecto (como ocurre con ASEAN que puede promover acuerdos ad intra —AFTA—, entre los Estados integrados, o ad extra, con otros Estados o integraciones —como el suscrito con China—, o la Alianza del Pacífico —que tiene capacidad para firmar acuerdos de libre comercio con terceros Estados—). Otras organizaciones internacionales, como la Asociación de Países y Territorios de Ultramar, son utilizadas para adoptar acuerdos que vinculen a todos los Estados firmantes y evitar la realización de múltiples acuerdos comerciales. En Constitucionalizando… se alude también a la posibilidad de que suscriban acuerdos de este tipo una organización internacional cuyos Estados pueden o no tener algún tipo de integración entre ellos y que tiene capacidad jurídica para firmar algún tipo de integración con terceros ya se trate de un Estado o de una integración (p. 109).

El estudio de los diversos elementos que integran la constitución económica y sus diferentes modelos es también ciencia básica del proceso globalizador por dos razones: a) a mayor integración económica mayores restricciones para las constituciones nacionales si no hay coincidencia ideológica, y b) la construcción de una economía de mercado en el ámbito internacional exige analizar cada uno de los elementos que forman parte de la constitución económica.

El Gobierno de la integración debe diferenciar el examen del gobierno interno y el externo, tomando como punto de referencia el Estado, y ambos presentan una vertiente bilateral y otra multilateral. El gobierno interno multilateral es adoptado por los poderes del Estado (protagonismo del ejecutivo) para crear, adherirse u opinar ante órganos o instituciones internacionales (como son la OMC o el G-20). El gobierno interno bilateral es el ejercido con otros Estados para crear o adherirse a una integración económica y fijar la posición de los poderes surgidos en su seno (por ejemplo, España ante la UE). En todo caso, las relaciones internacionales se han multiplicado en número e intensidad, lo que permite defender que se debe aumentar la implicación de los poderes judicial y, especialmente, legislativo.

El gobierno de la integración es externo cuando las decisiones se toman fuera del Estado. Debe examinarse la forma en que los diferentes organismos o instituciones internacionales adoptan sus decisiones (gobierno externo multilateral), pero también el estudio de las diferentes integraciones y la posición constitucionalmente adecuada del poder ejecutivo —en su caso, del poder legislativo y judicial— (gobierno externo bilateral). En esta última pueden distinguirse tres dimensiones: a) decisiones que se agotan en la propia integración (reparto de fondos de cohesión en la UE); b) decisiones con transcendencia externa (constitución de una nueva integración con otra o con un Estado no parte), y c) decisiones que se trasladan a otros organismos internacionales que constituyen el gobierno externo de la globalización. Mientras que las dos primeras son bilaterales, la segunda tiene un origen bilateral, pero contribuye al gobierno multilateral.

El gobierno externo (tanto multilateral como bilateral) genera dos consecuencias para el Derecho constitucional. La primera es que se incrementan notablemente las competencias internacionales, lo que obliga a replantearse la distribución competencial entre los poderes de las integraciones para mantener un adecuado gobierno equilibrado. La segunda es que se trata de decisiones supraestatales que chocan con la soberanía popular y el principio democrático. Resulta preciso crear mecanismos que permitan que sean los ciudadanos los que adopten las decisiones (lo que será más fácil en el ámbito bilateral que en el multilateral).

También suscita algunos retos el gobierno interno. El primero es la exigencia de una garantía de la estabilidad del medio de pago, restringiendo la libre fluctuación de divisas, para garantizar que no se vea alterada la libre competencia internacional de los agentes económicos, lo que lleva al examen del gobierno de la política monetaria, ya abordado en el volumen anterior. La posición de los Estados se puede ver condicionada o ser sustituida por una organización, como ocurre con la Unión Europea, en la que el BCE actúa de acuerdo con el mandato dispuesto en el marco económico europeo. Al estar en presencia de un gobierno externo bilateral, debería examinarse la posición constitucionalmente adecuada del Consejo, del Parlamento, de la Comisión y del Tribunal de Justicia de la UE con el BCE y, de otro lado, la posición de los ejecutivos y legislativos nacionales con el BCE. El segundo, bilateral, requiere analizar la posición de los tres ponderes estatales en la firma de un acuerdo de integración en sus distintas fases y en el gobierno interno de éste. El tercero, también bilateral, se centra en el papel de los poderes estatales cuando la organización internacional firma un nuevo acuerdo con otra integración o un tercer Estado. Aunque su posición es, en estos casos, pasiva, pueden tratar de influir indirectamente en la organización internacional a la que pertenecen. Y el cuarto examina la actuación de los poderes nacionales a la hora de fijar la posición del Estado ante organismos internacionales de gobierno externo de la globalización (G-7 y G-20) y en sus organismos de apoyo (OMC, OCDE, FMI, CEF y, en menor medida, BM), presentando, entonces, una finalidad multilateral. Todos ellos han sido analizados en el anterior volumen, al que ya se ha hecho referencia, con excepción del CEF, que examina ahora Sanz-Arcega en el presente estudio y por el que rompe tres lanzas: por provocar una pluralización de la gobernanza financiera global, por el creciente y destacado papel que los ejecutivos ocupan en el control tanto de la producción normativa como de la asunción de las recomendaciones realizadas por organismos y organizaciones tecnocráticas y por impulsar de forma efectiva la estabilidad financiera global (p. 625).

La obra se articula sobre dos partes, dedicadas al examen del gobierno bilateral o las integraciones económicas y al gobierno multilateral o los organismos o instituciones internacionales.

La primera parte de la obra cuenta con diez contribuciones. La primera sobre los acuerdos de libre comercio en Estados Unidos, Canadá, Brasil y China (Jesús López de Lerma Galán). Los siguientes cuatro capítulos examinan la participación de los poderes públicos españoles y británicos (ambos capítulos escritos por María Gabriela Lagos Rodríguez), italianos (Claudio di Maio) y franceses y alemanes (Gabriel Moreno González) en la UE. Los siguientes tres capítulos examinan la forma en que los poderes estatales españoles y franceses (María Mercedes Sanz Gómez), alemanes e italianos (Ángel Aday Jiménez Alemán) y británicos (Tomás Bastarreche Bengoa) transmiten sus deseos a los poderes de una integración cuándo esta firma tratados con otra integración o Estado tercero. Completan esta primera parte de la obra los trabajos dedicados a examinar la actuación de los propios órganos de la integración que negocia estos tratados (Juan Francisco Barroso Márquez) y a la realización de propuestas para reforzar la división de poderes en su seno (María Luz Martínez Alarcón).

La segunda parte del libro colectivo analiza la implicación de los poderes de algunos Estados en el gobierno multilateral de la globalización (G-7 y G-20, María Mercedes Serrano Pérez; OMC, Naiara Arriola Echaniz; la OCDE y el BM, Juan Manuel Goig Martínez, y el FMI, Magdalena González Jiménez). En relación con el G20 y el G7, examinados por Serrano Pérez, conviene recordar que no son foros democráticos, sino de discusión de un selecto número de países de asuntos económicos y otras materias de interés global (educación, salud, terrorismo, etc.). La implicación de las autoridades nacionales (España es invitado permanente) y de la Unión Europea no se canaliza por un tratado internacional, y esto explica que su incidencia en la organización interna sea, por lo general, limitada. Desde una perspectiva general, el papel del Parlamento es limitado y se vincula con su actividad de control (en España y Alemania, más intenso este en Francia). En la estructura del Gabinete de la Presidencia del Gobierno de España, se prevé un Departamento de Asuntos Económicos y G20, cuyo titular tendrá rango de director general, cosa que no ocurre ni en otros Estados ni en la propia Unión Europea, en la que asume cierto protagonismo la Presidencia de turno. Por su parte, Arriola Echaniz defiende la necesidad de que se dote la OMC de un poder legislativo en su seno, y de reforzar también la actuación de los nacionales. Goig Martínez recuerda que el control parlamentario relacionado con la OCDE se ejerce a través del control presupuestario (que es deficiente a su juicio, p. 545) y el vinculado tradicionalmente con la política internacional y exterior del Gobierno. La propia OCDE y el Banco Mundial organizan seminarios dirigidos a los parlamentarios nacionales y se ha creado una red parlamentaria. Y, por otra parte, la UE es observador ante la OCDE y no puede formar parte del Banco Mundial (aunque los Estados europeos cuentan con una clara sobrerrepresentación en su directorio ejecutivo). Algo parecido ocurre con el FMI, según relata González Jiménez. Es una organización internacional de la que la UE no forma parte, pero la Comisión ha establecido una estrategia en tres etapas, que culminaría con una representación unificada y un escaño único para la zona del euro. Su interlocutor es el poder ejecutivo, representado habitualmente por el ministro de Economía y/o Hacienda. Mientras que algunos directores ejecutivos representan a Estados concretos (Estados Unidos, Japón, China, Reino Unido, Alemania, etc.), otros representan a grupos de Estados (España ocupa una silla rotatoria con México, Colombia, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y Honduras). En todo caso, la mayoría de las decisiones se adoptan por consenso, sin necesidad de voto (ponderado). Finalmente, en lo que atañe al poder legislativo, mientras que algunas actuaciones exigen la intervención activa de los Parlamentos (como son la adhesión al FMI o la aprobación de acuerdos de préstamo), otras se canalizan, una vez más, a través de los mecanismos de control parlamentario sobre la actuación del Gobierno.

Una vez que se ha pretendido dar a conocer el contenido de la obra, puede resultar útil realizar algunas reflexiones críticas que permitan debatir con ella. Desde una perspectiva general, es loable y ambiciosa la tesis que vincula la integración y la globalización económicas con el concepto racional normativo de constitución y los valores en los que esta se asienta, pero resulta complicado trasladar estos valores a algunas de las principales potencias comerciales en la actualidad (China, de forma muy destacada). Aunque Lerma Galán da cuenta de interesantes reformas operadas en el Derecho chino, recuerda también que este país vincula la política comercial con intereses geopolíticos, así como la ausencia de libertades y de un poder judicial independiente. Y es que resulta posible potenciar el Estado de derecho y que este opere con independencia de que su estructura sea democrática o no. Pero no parece posible que la integración económica altere los valores constitucionales de una dictadura o Estado totalitario, consiguiendo por esta vía que los individuos que la conforman (súbditos antes que ciudadanos) puedan ser considerados libres.

Por otra parte, el problema del déficit democrático está presente, por lo general, en toda la actuación internacional de los Estados miembros, y muy especialmente en el derecho de los Tratados, ya que se basa en el esquema de que los Gobiernos negocian y firman los Tratados y, en ocasiones, sus Parlamentos autorizan su ratificación. En esta línea de argumentación defiende Arriola Echaniz la necesidad de dotar al poder legislativo nacional de mecanismos efectivos para someter el debate público de las decisiones que adoptan los poderes ejecutivos nacionales en los órganos de gobierno de las organizaciones internacionales (p. 529). Aunque esta afirmación es válida para cualquier organización internacional (la autora examina la OMC), es especialmente aplicable a la Unión Europea, porque las instituciones de la Unión aprueban normas que se aplican en todo el territorio de la Unión y en cuya elaboración la implicación de los Parlamentos nacionales es testimonial desde un punto de vista formal y muy limitada en la práctica en la mayor parte de los Estados miembros de la Unión Europea. Y, claro, es posible defender que las diferencias existentes entre la implicación práctica del poder legislativo español y británico, que Lagos Rodríguez examina de forma histórica, guardan lógica relación con la mala calidad de nuestro sistema democrático, que contrasta con el buen funcionamiento del parlamentarismo en Gran Bretaña (cuestión distinta es que este haya provocado el Brexit, como sugiere Bastarreche Bengoa; acaso sea que dicho país no ha sabido o podido adaptarse a las nuevas circunstancias, derivadas de formar parte de la Unión Europea, y de su clásica opción atlantista). También se explica por su propia experiencia constitucional que el control parlamentario sea más intenso en Alemania que en Francia, como relata Moreno González. Y ese déficit democrático, que también se aprecia en Italia (Di Maio), tiene difícil solución, pero comparto con el autor la idea de que, por lo general, es más diligente (eficiente) el control parlamentario ejercido en comisión que en sesión plenaria (p. 200).

¿Y qué ocurre en el seno de las integraciones económicas? Barroso Márquez examina las disposiciones sobre la celebración de tratados con terceros de la UE (en clave histórica) y otros de zonas de libre comercio (NAFTA 1 y 2), y con la creación de entes con personalidad jurídica (MERCOSUR y CAN). Y Martínez Alarcón realiza propuestas para reforzar la división de poderes de la integración. Aunque es consciente de la mayor implicación del Parlamento Europeo en la negociación y celebración de un acuerdo internacional sobre política comercial común que se deriva de la reforma establecida en el Tratado de Lisboa, considera preciso aumentar su influencia en estas y otras fases e introducir así transparencia, pluralismo, debate y participación en una materia, relaciones comerciales, caracterizada hasta el momento por su gran opacidad.

Es verdad que el libro recensionado se cuida en aclarar que no solamente puede haber un problema vinculado con el Estado democrático, y que también está en juego el Estado de Derecho (primordialmente el principio de seguridad jurídica). Y este enfoque nos parece muy interesante y sugerente. De hecho, como es bien sabido, en la Unión Europea se ha iniciado una muy intensa defensa del Estado de Derecho cuando se encuentra en peligro en algún Estado miembro (destacadamente, Hungría y Polonia). Ahora bien, resulta preciso examinar, desde una perspectiva general, la eventual incidencia de la conciliación en el Estado de Derecho, ya que mientras que la primera servirá para alcanzar acuerdos satisfactorios para ambas partes no siempre se alcanzaran esto a través de la aplicación más correcta del Derecho. Y, como ya se ha avanzado, exige justificar si es posible que se pueda lograr una dimensión mundial de la economía de mercado. De hecho, la pandemia sufrida hace pocos meses ha llevado a la Unión Europea a decretar medidas proteccionistas sobre el material médico existente en su territorio en un primer momento, y a someter a autorización temporal las exportaciones de las vacunas contra la COVID-19 fuera del territorio de la Unión después.

En todo caso, resulta evidente que el comportamiento de los poderes públicos estatales será distinto y más limitado cuando sea una integración económica (como puede ser la UE) quien firme un acuerdo comercial con un tercero o se negocie un tratado mixto (suscritos por la UE y por los Estados miembros de una parte y un tercero de otra). Coincido con Sanz Gómez en considerar más adecuado el modelo de las comisiones de Asuntos Europeos de la Asamblea Nacional y del Senado franceses que el de la Comisión Mixta de nuestras Cortes Generales (p. 258). Y también con Jiménez Alemán en la importancia de que la eventual afectación del proceso europeo de integración (en sentido lato) con la estructura democrática del Estado se compense con la previsión de instrumentos de control reforzados por parte de los Parlamentos nacionales (p. 294) que permitan que estos mantengan el lugar constitucional que les corresponden. Lo que ocurre es que estas conclusiones, que se encuentran en una buena parte de las aportaciones individuales de la obra reseñada, guardan una íntima conexión con el problema del déficit democrático. Y es que, a nuestro modesto entender, lo relevante es compaginar una doble exigencia en la globalización económica. Una, que opera exclusivamente para los Estados democráticos, es que se garantice que las decisiones adoptadas por el Gobierno en el marco del Derecho internacional (en sentido amplio, que incluye, por ejemplo, el Derecho de la Unión Europea) cuenten con el control y apoyo parlamentario en todas las materias constitucionalmente sensibles. Otra, que afecta a todos los Estados que optan por alcanzar acuerdos de integración económica, es que todos ellos respeten las reglas, principios y valores relacionados con la economía de mercado. La desconfianza hacia los países políticamente inestables y hacia la independencia de sus tribunales, se ha intentado vincular en el pasado con la previsión de técnicas de mediación y, especialmente, arbitraje. Pero a lo mejor un día debe plantearse, como ya ha ocurrido en el seno de la Unión Europea, el requisito de que exista un Estado de derecho en el Estado firmante que garantice que la independencia de los tribunales les permita, cuando menos, actuar bajo el exclusivo imperio de la ley.

Estas consideraciones, que no pasan de ser hipótesis escritas a vuelapluma, precisan, por supuesto, de una investigación que pueda, en su caso, respaldarlas o refutarlas. Y tal tarea solamente puede ser asumida por un equipo de investigación solvente como el que ha elaborado la obra colectiva que hemos reseñado en estas páginas. Sería deseable que siguieran profundizando en una materia tan relevante y actual como la que nos ocupa, y que podamos seguir beneficiándonos de sus conocimientos.