¿Existen prácticas territoriales que no solo respondan a la territorialidad del Estado, sino que vayan más allá de la misma? ¿Determina esa relación con el Estado —en diálogo, rechazo o desbordamiento— el grado de emancipación que puede alcanzar una comunidad política particular? ¿En qué medida dichos procesos generan prácticas y representaciones que trastornan las premisas del análisis académico en torno a los fenómenos de identificación, las dinámicas de construcción comunitaria y sus vínculos con el territorio? Estas cuestiones forman parte de las «grandes preguntas» de la Ciencia Política a lo largo de su historia, constituyendo una serie de problemáticas a las que este libro, pensado y conceptualizado «como una herramienta […] y como un experimento» (Lois y Akkaya, 2020: 13) trata de responder.
Una primera aproximación esbozaría los mecanismos en que puede enfrentarse la denominada trampa territorial, ya sea a través de la oposición directa o mediante el escape de dicha justificación de la espacialidad del poder centrada en la soberanía territorial excluyente del Estado (Agnew, 2015)[1]. La innovación del enfoque subyacente aquí —o del estudio-como-herramienta— es que induce a pensar en procesos de subjetividad colectiva, comunidades, colectividades —o, como se apunta en el propio libro, pueblos—, no en la premisa de las relaciones con el Estado, aunque estas no dejen de ser consideradas. Se estudian así las dinámicas de soberanía y las prácticas territoriales y espacialidades sociales y políticas que se han construido históricamente por dichos pueblos, aludiendo tanto a los elementos estructurales que han ido dando forma a esos pueblos —como la raza o la clase— como las formas de construcción de subjetividad que se han desarrollado en torno a este tipo de comunidades políticas. Dentro de este análisis histórico, se establecería un diálogo entre su estudio y las cuestiones relativas a las tensiones existentes en las prácticas de espacialización política a través de la contestación y negociación entre la territorialidad del Estado moderno —siempre inscrita y generadora de «trampas territoriales»— y la reticularidad de otras formas de gobernanza e incluso la diversidad de prácticas territoriales a partir de la construcción de subjetividades desde «espacios-Otro». De otra forma: «Hay […], siempre varias opciones de territorialidad, e incluso cabe pensar en relaciones políticas del ser humano con el espacio que no sean exclusivamente territoriales; es decir, que no supongan la apropiación exclusiva de una porción del mismo» (ibid., 2020: 26).
Dentro de la tensión entre autogobierno dentro del Estado o la construcción de autonomía política al margen del mismo, la obra analiza ambas tradiciones en la política kurda, contraponiendo el formato del Kurdistán meridional y oriental —entre Irán e Irak—, así como el del Kurdistán septentrional y occidental —al sudeste de Turquía—, herederos de la autonomía dentro del Estado propuesta por el PDK y el PKK, al del Kurdistán sirio, heredero de la tradición de autonomía democrática o confederalismo democrático en ciernes a instancias de la Federación Democrática de Siria del Norte en Rojava. En ambos casos existen algunas recurrencias de interés analítico, alrededor de una territorialidad móvil en torno a las dinámicas de los límites fronterizos del Kurdistán y del énfasis en el territorio no como un fin en sí mismo, sino como un recurso social y político en torno al cual se producen conflictos y tensiones de forma continua entre diferentes agentes políticos (ibid., 2020: 53).
Estas dos tradiciones esbozan algunas respuestas respecto a las preguntas inicialmente
planteadas: por una parte, la creación de un proto-Estado kurdo respondería al dilema
de la trampa territorial a través de la configuración de una territorialidad estatal
al servicio de un sujeto político diferente al anterior —en este caso, al servicio
del Kurdistán—. Por otra, el confederalismo democrático de Rojava estaría planteando
no solo un tipo de espacialidad política diferente a la territorialidad inscrita a
través de la trampa territorial, sino la refundación del contrato social, estableciendo
simultáneamente un nuevo vínculo político y una redefinición de la territorialidad
previa a partir del rechazo de «la idea de estatalidad nacional, religiosa o militarista
y, al mismo tiempo, rechazan la administración central y el poder centralizado» (ibid., 2020: 59) Esta redefinición de la territorialidad se produce en forma de consejos en diferentes
escalas y niveles administrativos, así como adquiere centralidad la comuna, unidad
más pequeña de la confederación, que dispone de un ejecutivo basado en la copresidencia
—un hombre y una mujer— y sus miembros adicionales, con reuniones semanales para deliberar
y decidir entre múltiples competencias.
Al respecto, es inevitable recordar el análisis de Walker Connor (
En un punto intermedio de esta relación con la «trampa territorial» se pueden situar tanto el caso de la Comunidad Mapuche como el del Congreso Nacional Indígena en México, puesto que en ambos ejemplos se dan fenómenos de contestación directa, así como se generan resistencias autónomas y formas de disputar la territorialidad del Estado. En cuanto a la primera dinámica, sendos procesos políticos han hecho uso de instrumentos tradicionalmente vinculados a la consolidación de las identidades estatales ligadas a la unificación de la forma Estado nación, como se ejemplifica a través del uso del censo, del mapa o del museo en el caso Mapuche, que implica una reapropiación y una reproducción de la trampa territorial del Estado moderno (ibid.: 114-115), o en el tipo de movilización sujeta a una suerte de ley del «péndulo e la resistencia» y un uso de los itinerarios en clave de demanda política que interpela directamente al Estado mexicano, en el caso de las movilizaciones indígenas mexicanas (ibid.: 134-135).
Asimismo, ambas casuísticas encarnan mecanismos de producción política autónoma incluso en esa interacción con el Estado moderno: en el caso del pueblo Mapuche, su condición transfronteriza, «efecto de la implantación violenta del Estado nación moderno en América Latina» (ibid.: 128), es una encarnación de dicha dinámica, al moverse entre la noción de frontera del Estado moderno como límite o hito de separación por un lado, y la continuidad territorial a través de esa frontera, redefinida como región de autonomía política como elemento inherente a la configuración histórica de su propia subjetividad política. Por su parte, en el caso del Congreso Nacional Indígena, se produce una respuesta hacia el Estado debido al abandono y actuación hostil contra dicho movimiento al tiempo que se genera una red de espacios de autodeterminación configurados sobre la resistencia a la intervención estatal a través de «autonomías de facto» (ibid.: 151) estructuradas fundamentalmente mediante los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno que permiten esas formas de resignificación y autogobierno indígena.
Los casos del pueblo saharaui, de lo indígena originario campesino en Bolivia o del pueblo Pinaymootang en Canadá son paradigmáticos de la tensión constante que existe entre el reconocimiento del Estado como un recurso histórico para estos pueblos y su condición siempre limitada y limitadora del horizonte de posibilidades políticas de dichas comunidades. A la inversa, también plantea una pregunta central vinculada a la emancipación de dichos pueblos: ¿está limitada por ese reconocimiento por parte del Estado o habilita una serie de recursos que crea nuevas posibilidades de autonomía para dichas comunidades?
En el caso del pueblo saharaui, en el texto se procede a un análisis que vincula la eficaz respuesta del mismo a la pandemia provocada por la COVID-19 al aprendizaje histórico que dicho pueblo se ha visto obligado a seguir a través de un confinamiento provocado por el colonialismo y el orden geopolítico neoliberal que han impuesto sobre un pueblo nómada el establecimiento de ocupaciones y prácticas territoriales antitéticas con las dinámicas cotidianas desarrolladas por la comunidad saharaui. Mientras en otros lugares del mundo se miraba al Estado buscando respuestas a la situación de pandemia global, en el caso del pueblo saharaui se ha podido contener el virus debido al aprendizaje histórico de una vida en confinamiento y por la estructura social y política de esta comunidad, cuyas respuestas a la crisis han ido desde el aprendizaje de los conocimientos de las personas mayores o las cadenas de cuidado establecidas por las mujeres saharauis hasta la implicación de las instituciones de gobierno de la República Árabe Saharaui Democrática en las diferentes escalas y niveles territoriales establecidos, bajo la tradicional solidaridad tribal como un valor supremo de dicha comunidad (ibid.: 97-101). Además, este control territorial externo también ha servido para ir construyendo desde dentro «un proyecto de gobernanza propia, un proyecto de gobernanza desde el Sur» (ibid.: 103), demostrando que incluso bajo un estado de excepción cuasi permanente también se pueden elaborar dinámicas de emancipación y autonomía política.
Profundizando un poco más, podríamos debatir sobre la dualidad existente en los conflictos de producción política desde fuera por parte de pueblos originarios y las tensiones o recursos que implican su reconocimiento e inclusión dentro del Estado, ya que ni la inclusión de dichas subjetividades tiende a ser automáticamente plena o desde la perspectiva de dichas comunidades ni, por otro lado, supone una limitación absoluta al terreno de la forma institucional del Estado. El caso de la Primera Nación Pinaymootang en Canadá es un ejemplo de cómo el reconocimiento del Estado, per se, pueden no ser suficiente en la medida en que la estructura institucional puede reproducir jerarquías de derechos incluso reconociendo determinados colectivos o grupos sociales. La casuística analizada no solo demuestra la discriminación existente en el acceso a los servicios sanitarios sobre el pueblo Pinaymootang en la provincia de Manitoba —especialmente en la atención a la infancia indígena con necesidades sanitarias complejas—, sino la combinación de una jerarquía de ciudadanías y de escalas geográficas y niveles administrativos de provisión de servicios públicos que redoblaba la subordinación de esta nación (ibid.: 204). Sin embargo, incluso en este contexto, la propuesta introducida por el pueblo Pinaymootang ante un sistema sanitario que perpetúa esa estructura jerárquica en términos de ciudadanía y territorios supuso la redefinición de la atención sanitaria de las Primeras Naciones en Canadá, introduciendo la posibilidad de consulta a dichos pueblos incluso desde la provisión de servicios por parte del Estado federal canadiense, así como el empleo de los programas asociados a ello en la autoorganización de dichos recursos para las Primeras Naciones.
En el caso de lo indígena originario campesino en Bolivia, se verían reflejadas estas tensiones entre el Estado y los pueblos indígenas originarios a raíz de la aprobación de la Constitución política del Estado que, desde 2009, implica la denominación del mismo como Estado plurinacional de Bolivia, suponiendo el reconocimiento y participación de diversos pueblos indígenas en el Estado y, a su vez, limitando su actuación y participación según los procedimientos normativos establecidos estatalmente.
No obstante, el establecimiento de una serie de premisas y procedimientos por parte
del Estado para el reconocimiento de esos pueblos indígenas originarios —conforme
a un peritaje antropológico que determinaría la «autenticidad, historicidad y condición
tradicional o ancestral» de los mismos (ibid.: 160)— y de sus territorios ancestrales son subvertidos y reapropiados por parte de
dichas comunidades para utilizar las restricciones institucionales como un recurso
de autogobierno y autonomía política. Si ese reconocimiento de los pueblos originarios
institucionaliza la conversión «del tiempo en espacio» (
En sendos casos se produce una tensión constante entre el uso del territorio como
una tecnología política por parte del Estado (
La obra deja algunas cuestiones abiertas que, como todo experimento, pueden ser fruto
de la previsión analítica o de la inagotable reflexividad existente en el texto que
permite situar hallazgos más allá del debate inicial, como sucede con las inferencias
en este análisis en torno a la nación como ruptura de la continuidad del relato consustancial
al Estado nación y la conversión de la sociedad en territorio fruto de la trampa territorial
(
El énfasis puesto en el análisis de estrategias descoloniales que tratan de ir más allá de la territorialidad moderna vinculada al Estado o los procesos sociales y políticos construidos por comunidades sin Estado ya constituiría una forma de descolonización por sí mismo, en la medida en que se enfatiza en el carácter situado de esos conocimientos y procesos políticos. Además de ello, y fundiendo el carácter académico-político de la herramienta publicada, no es solo que estas comunidades sin Estado desarrollan estrategias descoloniales, sino que el modo en que se analizan, consideran y narran pueden ser, al menos parcialmente y en términos de reflexividad investigadora, una herramienta de descolonización del pensamiento estadocéntrico dentro del propio espacio académico.
[1] |
Esta trampa territorial estaría sujeta a tres supuestos entrelazados que habrían
hecho del estadocentrismo no solo una justificación de una espacialidad concreta de
poder, sino toda una proyección histórica del mundo inextricablemente unida a la modernidad,
a la razón y al pensamiento científico. Dichos supuestos serían en primer lugar, la
necesidad por parte de la soberanía estatal de espacios claramente delimitados territorialmente;
en segundo lugar, la división nítida entre los asuntos internos y externos de los
Estados; en tercer lugar, el Estado territorial sirve de contenedor geográfico de
la sociedad moderna, reduciéndola a su espacialidad —reificándola, unificándola y
subsumiéndola al Estado— ( |
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Esta redefinición de la territorialidad se produce en forma de consejos en diferentes escalas y niveles administrativos, así como adquiere centralidad la comuna, unidad más pequeña de la confederación, que dispone de un ejecutivo basado en la copresidencia —un hombre y una mujer— y sus miembros adicionales, con reuniones semanales para deliberar y decidir entre múltiples competencias. |
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Al respecto, es inevitable recordar el análisis de Walker Connor ( |
Agnew, J. (2015). Revisiting the territorial trap. Nordia Geographical Publications, 44 (4), 43-48. |
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Connor, W. (1998). Etnonacionalismo. Madrid: Trama. |
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Elden, S. (2010). Land, terrain, territory. Progress in human geography, 34 (6), 799-817. Disponible en: https://doi.org/10.1177/0309132510362603. |
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Giddens, A. (1979). Central problems in social theory. Action, structure and contradiction in social analysis. London: MacMillan. Disponible en: https://doi.org/10.1007/978-1-349-16161-4. |
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Paasi, A. (2016). Dancing on the graves: Independence, hot/banal nationalism and the mobilization of memory. Political Geography, 54, 21-31. Disponible en: https://doi.org/ 10.1016/j.polgeo.2015.07.005. |