RESUMEN
Hasta hace poco, la relación entre la moción de censura y la facultad de disolución del Parlamento en el ordenamiento constitucional de 1978 parecía exenta de complicaciones. Sin embargo, acontecimientos recientes han demostrado que pueden presentarse supuestos de difícil salida, el más grave de los cuales es el empleo simultáneo de ambos procedimientos. Tales problemas se deben principalmente a la inusual y ecléctica estructuración del parlamentarismo español. Este trabajo busca profundizar en el estudio de nuestras instituciones, tratando de ofrecer una nueva perspectiva que vaya más allá de la hermenéutica y tenga en cuenta la previsible interacción entre el derecho y la realidad política.
Palabras clave: Moción de censura constructiva; disolución del Parlamento;; régimen parlamentario; responsabilidad política del Gobierno; Comunidad de Madrid.
ABSTRACT
Until lately, the relationship between the motion of no-confidence and the power to dissolve the Parliament in the constitutional order of 1978 seemed to be free from complications. However, recent events have shown that difficult situations can arise, the most serious of which is the simultaneous use of both procedures. Such problems are mainly due to the unusual and eclectic structure of the Spanish parliamentary government. This work seeks to deepen the study of our institutions, aiming to offer a new perspective that goes beyond hermeneutics and takes into account the foreseeable interaction between law and political reality.
Keywords: Constructive motion of no-confidence; dissolution of Parliament; parliamentary government; political responsibility of the Government; Community of Madrid.
La moción de censura y la disolución se tienen por piezas íntimamente vinculadas: se suelen exponer como los dos mecanismos básicos que determinan la dinámica política del régimen parlamentario. Sin embargo, en España, cada una de ellas se ha estudiado hasta ahora de manera aislada, y principalmente desde una óptica formal y estática. Procediendo de ese modo, no se tomó conciencia de que ambos resortes podían entrar en conflicto. Y eso es lo que ha sucedido en fechas recientes: la pugna entre un Ejecutivo que pretende disolver y una oposición que a la vez intenta censurarle.
La doctrina ha tratado este incidente como un mero problema hermenéutico, pero tiene implicaciones de largo alcance que se han pasado por alto. Tampoco se ha contemplado que el choque entre censura y disolución pueda ser síntoma de una defectuosa regulación de estos elementos. Y es que se da por supuesto que, más allá del carácter constructivo de aquella, una y otra están articuladas del modo normal en los sistemas parlamentarios. La realidad es que los constituyentes de 1978 llevaron a cabo una combinación de componentes heterogéneos y reglas atípicas, especialmente en este punto. Esa circunstancia abre la puerta a ciertas perturbaciones institucionales que nunca podrían presentarse en otros países de nuestro entorno.
Dado que el español es un régimen parlamentario sui géneris, es preciso examinar a fondo sus peculiaridades, huyendo de sobreentendidos teóricos acerca del parlamentarismo. Se hace igualmente necesario trascender el análisis formal del derecho aplicable y considerar los incentivos que genera, así como sus previsibles consecuencias políticas. Este cambio de perspectiva nos permitirá hallar la interpretación más apropiada de preceptos ambiguos, depurar posibles confusiones doctrinales, descubrir deficiencias en las normas vigentes y, en fin, hacer una valoración fundamentada del diseño de nuestras instituciones.
Es habitual entre nosotros presentar el derecho de disolución como una «contrapartida» o «contrapeso» de la responsabilidad política del Gobierno, que mantiene el «equilibrio entre poderes» en el régimen parlamentario. Esas expresiones son las propias de la teoría clásica del parlamentarismo, elaborada en Francia a finales del siglo xix y principios del xx. A grandes rasgos, y por lo que toca a este asunto, esta concepción postula que «el equilibrio de poderes, elemento esencial del gobierno parlamentario» (Esmein, 1928: 127), se realiza mediante «la responsabilidad y la disolución, armas equivalentes» (Burdeau, 1932: 91) del Legislativo y del Ejecutivo, que son «los dos medios esenciales por los que se ejerce la acción recíproca de los dos órganos, uno sobre el otro» (Duguit, 1928: 813), siendo la disolución «el contrapeso matemático de la responsabilidad gubernamental» (Redslob, 1924: 117), su «contrapartida necesaria» (Duguit, 1928: 823). «He ahí, por tanto, el equilibrio realizado: la Cámara puede derrocar al ministerio, el ministerio puede derrocar a la Cámara» (Barthélemy y Duez, 1933: 692).
Si esos entrecomillados se leen desde los parámetros de la Constitución de 1978, podría
pensarse que «para que ambas instituciones fueran compatibles», era preciso que «su
puesta en práctica fuera excluyente» (Freixes, 2021). Pero esa aseveración no se corresponde con la realidad histórica: en el parlamentarismo
clásico, todo Gobierno privado de la confianza del Parlamento podía contraatacar disolviéndolo.
De hecho, «la disolución típica, o según algunos deseable», es «la “sucesiva”, es
decir, la que sigue a un voto de desconfianza» (Volpi, 1983: 20)[1]. Tal proceder no se conceptuaba como una «anulación» de la responsabilidad política,
ya que esta —que ni siquiera estaba explicitada constitucionalmente La responsabilidad política solía sancionarse indirectamente mediante el rechazo
de la postura gubernamental en una votación ordinaria, de ahí que el poder del Parlamento
sobre la vida de los Gobiernos se describiera con expresiones gráficas y no técnicas,
tales como «derribar», «hacer caer», «derrocar» o «forzar a dimitir».
En ese contexto institucional, la disolución sucesiva a una derrota parlamentaria
del Gobierno era teorizada como un medio para resolver conflictos entre poderes, mediante
«la intervención de un poder superior que se pronunciará entre las dos partes en litigio»
(
Así pues, responsabilidad política y disolución no se entendían como elementos independientes,
aunque igualmente imprescindibles del régimen parlamentario, sino como piezas imbricadas
de un manera precisa, susceptibles de operar como dos fases de un mismo proceso. La
noción de responsabilidad política que manejaba la doctrina clásica integraba la posibilidad
de disolución, y el sentido principal atribuido a esta era el de servir al Ejecutivo
como «medio de defensa, no para los períodos en los que existe la confianza, sino
para los períodos en los que esta falta» (
En el siglo xx se generaliza la tendencia a regular procedimientos constitucionales específicos para
retirar la confianza. Al mismo tiempo, la configuración del derecho de disolución
adquiere formas nuevas y diversas: su ejercicio se limita temporalmente, o bien se
acepta solo en supuestos tasados, o incluso se encomienda al propio Parlamento. Consecuentemente,
muchos ordenamientos actuales, por una u otra razón, niegan al Gobierno censurado
la tradicional alternativa entre dimisión y disolución. Todo ello ha modificado la
semántica de la responsabilidad política. La moción de censura ya no es, en rigor,
una «moción» —esto es, una resolución no vinculante que expresa el parecer de la Cámara—,
se ha convertido en un verdadero acto constitucional, que obliga jurídicamente al
Ejecutivo. Y allí donde está excluida la disolución sucesiva, el voto de desconfianza
se ha transformado en aquello que, según los publicistas clásicos, nunca debía ser:
un auténtico acuerdo de destitución. Sin embargo, los constituyentes del siglo xx han preferido mantener la terminología y las formalidades heredadas, en vez de confesar
el significado real de las nuevas reglas Los regímenes parlamentarios que no permiten la disolución sucesiva suelen participar
de la misma ficción constitucional: que la remoción de los miembros del Gobierno resulta
siempre de un acto de estos o del jefe del Estado. Así, en Alemania la moción de censura
es un texto formalmente dirigido al presidente federal pidiéndole que cese al canciller.
Nuestra Constitución, por su parte, obliga al presidente del Gobierno censurado a
presentar una dimisión protocolaria —declaración prescindible por redundante, pues
el art. 101.1 CE dispone el cese automático del Ejecutivo tras la pérdida de la confianza
parlamentaria—.
La evolución del parlamentarismo conduce forzosamente a la obsolescencia de la teoría
clásica. La variada fisonomía que presentan los sistemas parlamentarios contemporáneos
refuta la pretensión de que esta forma de gobierno exige una concreta fórmula de responsabilidad
y disolución. Si una parte de la doctrina más moderna ha seguido manteniendo esta
postura es por apego a ese elegante relato que quiere ver en el juego de estas dos
«armas» el logro de un «equilibrio» institucional. Pero tampoco es ya defendible esta
locución, porque «el equilibrio de poderes no está […] garantizado por el derecho
de disolución» (
Las doctrinas clásicas pueden, a lo sumo, conservar cierta vigencia en otros sistemas,
pero no precisamente en el español. Al excluir la disolución sucesiva, nuestros constituyentes
asumieron una concepción «absolutamente contraria a la que se considera como la teoría
clásica de la disolución» (
Son varios los modos posibles de articular la moción de censura y la disolución, pero
unos están más extendidos que otros. En derecho comparado se pueden apreciar dos grandes
pautas o correlaciones: por lo general, los regímenes que autorizan a disolver en
cualquier momento permiten hacerlo también tras la retirada de la confianza Casos de Suecia, Dinamarca, Francia, Italia, Canadá, Australia o Portugal. Esta lista
registra el hecho de que sea constitucionalmente posible una disolución previa o posterior
a la pérdida de la confianza, con independencia de cuál sea la praxis seguida y de
que la decisión de disolver corresponda al jefe del Estado o al del Gobierno.
Por ejemplo: Noruega, Letonia, Lituania, Croacia, Rumanía, Bulgaria, Chequia o Eslovaquia.
Curiosamente, el Reino Unido también formó parte de este grupo entre 2011 y 2022.
Ocasionalmente se ha argumentado que existe un paralelismo lógico entre las reglas
de la censura y las de la disolución: si lo que se busca al disciplinar restrictivamente
la responsabilidad política es reducir el número de crisis, por el mismo motivo debería
limitarse igualmente el recurso a la disolución, pues su ejercicio también obliga
a recomponer el Gabinete. Por ello, el autor de la obra italiana más clásica e influyente
sobre la facultad disolutoria defendía que «las constituciones que se adhieren a la
tendencia de hacer más compleja la regulación de la confianza y que permiten la disolución
anticipada acogen al mismo tiempo instituciones heterogéneas y contradictorias» (
Los análisis más concienzudos del parlamentarismo alemán destacan que este integra
un circuito de dispositivos guiados por la misma concepción de fondo. Como apunta
Lauvaux ( Sobre la conveniencia de una «investidura constructiva», similar a la regulada en
el art. 63.4 LFB, vid. De Lázaro ( Los autores de la Ley Fundamental de Bonn eran conscientes de que la moción de censura
constructiva asegura la subsistencia del Gobierno, «pero no garantiza, por sí sola,
que ese Gobierno pueda gobernar» (
Con cierta exageración se ha dicho que «la Bonner Grundgesetz ha hecho prácticamente
imposible la disolución del Bundestag» ( Así sucede con todos los países de Europa del Este que han incorporado la censura
constructiva (Hungría, Polonia, Eslovenia y Albania). Más significativo es el caso
belga, cuya reforma constitucional de 1993 adoptó este formato de moción a la vez
que sustituyó el derecho de disolución libre, vigente hasta entonces, por un modelo
de disolución condicionada, muy parecido al alemán.
Es fácil entender por qué en derecho comparado existe una correlación inversa entre
los tipos de disolución y de censura que yuxtapone nuestra norma suprema. La lógica
subyacente al modelo alemán revela que son fórmulas disonantes. Como desarrolla Matteo
Frau en una reciente y exhaustiva monografía sobre la censura constructiva, esta figura
«puede servir al propósito para el que fue originalmente concebida […] solo en el
caso de que su disciplina constitucional esté bien coordinada con la disciplina del
poder de disolución anticipada» (
Ciertamente, dotar al Ejecutivo de una extensa capacidad de disolver menoscaba la
ratio de esta clase de moción de censura, pero lo criticable no es que ello produzca
un discutible desequilibrio interorgánico El «equilibrio» es una idea imprecisa susceptible de multitud de interpretaciones.
Baste decir que, para quienes comparten las teorías clásicas, el régimen parlamentario
alemán estaría desequilibrado en favor del Legislativo, por su intensa restricción
de la facultad disolutoria.
En primer lugar, si ambas piezas parecen repelerse en tanto que opciones del constituyente
es porque las motivaciones que inducen a acoger una de ellas empujan igualmente a
repudiar la otra. En concreto, proveer al Ejecutivo de una generosa facultad disolutoria
refleja unas previsiones sobre la realidad política diametralmente contrarias a las
que trasluce la adopción de la censura constructiva. Esta última fue concebida para
lidiar con escenarios de multipartidismo extremo, similares al del período de Weimar.
Con ella se busca asegurar la supervivencia de Gobiernos minoritarios allí donde el
electorado está tan dividido que las elecciones no suelen permitir formar mayorías
coherentes. Cuando esos son los temores de quienes elaboran una constitución, lo último
que cabe esperar es que deseen instituir, a la vez, un libérrimo derecho a disolver De hecho, la severa limitación de la facultad disolutoria en la Ley Fundamental de
Bonn es, al igual que la censura constructiva, una reacción contra la experiencia
de Weimar. En ese período histórico, el constante recurso a la disolución para remediar
la inestabilidad política fue contraproducente, porque «en cada nueva elección, la
Dieta se volvía un poco menos “gobernable” y las mayorías posibles se desmoronaban»
(
En segundo lugar, desde un punto de vista estrictamente técnico, es obvio que no hay
«nada más antitético teleológicamente que una moción de censura constructiva y una
convocatoria electoral» ( Es verdad que nuestro ordenamiento somete el ejercicio de la disolución a límites
temporales que no pesan sobre la moción de censura, pero no por ello esta goza de
una primacía general sobre aquella cuando ambas están activas.
Algunos autores dejaron entrever que eran relativamente conscientes de tal antinomia,
ya que procuraron orillarla mediante una lectura limitativa de la disolución. Así,
Fernández Segado (
En definitiva, esta peculiar mezcolanza de moción de censura y disolución supone la ausencia de un criterio constitucional uniforme sobre el modo de resolver las crisis. No se ha secundado el canon clásico que hace del cuerpo electoral el árbitro potencial de todo conflicto, como ocurre allí donde se admite la disolución sucesiva. Tampoco se ha seguido la pauta inversa de convertir la legislatura actual en la instancia prevalente que decide la suerte del Ejecutivo, como en los regímenes que organizan de forma consecuente la censura constructiva. Al contrario que ambos modelos, la Constitución española impide que las crisis políticas se resuelvan de la misma manera. Lo que establece son dos vías de resolución alternativas y excluyentes entre sí, pero situadas al mismo nivel, pues a priori es indiferente que se use una u otra. Cuál de los cauces se imponga en cada momento queda al albur de las vicisitudes de la vida política. Aunque esta circunstancia se haya asumido hasta ahora con naturalidad, es fuente de importantes disfunciones.
Los manuales suelen mencionar el art. 115.2 CE ayuno de toda acotación, pues se tiene
por una limitación «lógica», tanto «que de puro obvia no precisa mayor comentario»
(
Más fundamento tiene la postura minoritaria que ve en este apartado una exigencia
técnica del carácter constructivo de nuestra moción de censura. Así razonan Sánchez
de Dios (
Tampoco faltan autores que se abstienen de proclamar esa pretendida necesidad lógica
de la prohibición examinada, pese a valorarla positivamente. Es el caso de Santaolalla,
Vírgala o Alzaga, quien se limita a apuntar que sin ella «rara vez llegaría a debatirse
ninguna moción de censura, ya que podría abortarla in radice el potencialmente censurado Presidente del Gobierno» (
La explicación más común del art. 115.2 CE se acepta sin discusión porque se presupone
que la regla que coordina la censura y la disolución en el sistema español «es frecuente»
en derecho comparado ( La vigencia de esta regla en ambos lados de la frontera balcánica se explica por
un origen común. La redacción del art. 115 CE fue inicialmente copiada por la Constitución
yugoslava de 1992 (art. 83). Tras la ruptura de la confederación en 2006, fue retomada
por las nuevas leyes fundamentales de sus repúblicas sucesoras.
En primer lugar, si el art. 115.2 CE es una «garantía», como se suele afirmar, tal
«garantía» invierte los términos por los que se rige la actividad parlamentaria: por
regla general, no se asegura a los miembros de las Cámaras que sus iniciativas vayan
a ser debatidas y votadas; esa pretensión sería materialmente inconciliable con el
derecho gubernamental de disolución. Quienes creen imprescindible que este «no interfiera
con otras instituciones parlamentarias (moción de censura)» (
De hecho, los hacedores de nuestra Constitución tampoco vieron la necesidad de asegurar que otras iniciativas completen su iter, omisión que dio lugar a inexplicables asimetrías en su texto. Por ejemplo, que se prohíba al presidente disolver cuando un décimo de los diputados le reproche una mala gestión, pero se le deje hacerlo cuando una cuarta parte de la Cámara le acuse de traición o de un delito contra la seguridad del Estado (art. 102.2 CE). Es decir, se confiere a una moción de improbable éxito una protección especial que se niega a iniciativas más graves y menos susceptibles de ser improvisadas frívolamente. Asimismo, es extraño que una minoría del Congreso pueda provocar un estado de indisolubilidad que las propias Cortes no pueden generar por sí mismas, ni siquiera cuando adoptan una decisión tan trascendente como es la de emprender una reforma constitucional.
Al margen de que sea una excepción chocante, el art. 115.2 CE vuelve dudoso el estatuto
de la facultad disolutoria. Bar Cendón ( En la clasificación de Lauvaux (
Por último, el art. 115.2 entraña una mutación de la moción de censura en tanto que iniciativa parlamentaria. Casi por definición, las iniciativas pendientes de aprobación definitiva solo producen efectos ad intra, en el seno de las Cámaras. La moción de censura es la única a la que se ha asignado un efecto ad extra, que afecta a una competencia de la que no es titular el Parlamento. Ello delata la verdadera naturaleza de este apartado, que no contiene una prohibición objetiva, por más que se haya redactado con el tenor propio de estas. Que un décimo de los diputados pueda crear el supuesto de hecho que inmuniza a las Cortes frente a la disolución tiene otro nombre: estamos ante un auténtico veto suspensivo de las minorías parlamentarias. La peculiaridad de esta faculté d’empêcher discretamente acoplada a la moción de censura es que no suspende la eficacia de un acto ya formalizado, sino el ejercicio de una potestad. En cualquier otro ámbito, causaría perplejidad que una pequeña fracción de parlamentarios tuviera la capacidad de enervar unilateralmente una atribución exclusiva del presidente, aunque fuera por un breve lapso. Sería palmario que eso no es una «garantía», sino un privilegio exorbitante entregado a la oposición.
Tras diseccionar el art. 115.2 CE, resulta imposible reputarlo «una expresión más
del acusado parlamentarismo racionalizado que preside nuestra ley fundamental» (
Tampoco da sentido a esta limitación el hecho de que la censura sea constructiva.
A decir de algunos, disolver tras la presentación de aquella supondría «obstruir la
elección de un nuevo Presidente del Gobierno» (
Los intentos de explicar la ratio de este precepto arrastran una contradicción teórica insalvable: cuando se asevera que una disolución burlaría el principio de responsabilidad política o que arrebataría a la Cámara su derecho a reemplazar al Gobierno, lo que en realidad se está cuestionando, conscientemente o no, es la prerrogativa presidencial en sí, no solo su ejercicio en un preciso momento procesal. Y es que discurrir en esos términos supone identificar la institución parlamentaria con la legislatura presente, pues solo desde tal premisa tiene sentido afirmar que destruir esta vulnera una función de aquella. Pero esa perspectiva teórica tiene como corolario que la disolución quebranta en la misma medida las demás funciones parlamentarias, porque también imposibilita que la legislatura afectada debata y apruebe cualesquiera iniciativas en trámite. En otras palabras, queriendo buscarle una justificación al art. 115.2 CE, se ha caído de lleno en el terreno argumental de quienes ven en el poder de disolución un atentado contra la independencia del Parlamento.
Con todo, estas contradicciones doctrinales son tributarias de la confusión que encierra
el propio texto constitucional. No se comprende por qué se juzgó oportuno conferir
un extenso derecho de disolución al jefe de Gobierno y a renglón seguido capacitar
a la oposición para ponerlo en jaque en cualquier momento. O por qué se quiso que
la moción de censura gozase de primacía solo si se presenta y únicamente hasta que
se vota. Quizá esta abstrusa prohibición de disolver indique que el constituyente
notaba en cierto modo la falta de sintonía entre las modalidades de censura y de disolución
que se propuso juntar, y era en parte consciente de la conveniencia de jerarquizarlas.
No obstante, el método encontrado para intentar acompasar estos dos instrumentos discordantes
acentúa la incoherencia profunda del sistema en vez de aminorarla y, de paso, complica
innecesariamente la interpretación constitucional El art. 115.2 CE alimenta confusiones hermenéuticas incluso en cuestiones ajenas
a la censura o a la disolución. Así, se discute frecuentemente si cabe disolver una
vez planteada una cuestión de confianza. Ciertos autores también creen analógicamente
prohibida la dimisión presidencial durante la tramitación de la censura.
Dado que moción de censura y disolución han solido estudiarse por separado y tratarse
como supuestos de hecho distintos, rara vez se ha verbalizado la manera en la que
interactúan en la realidad. Solo recientemente ha empezado a describirse esa interacción
con la ayuda de analogías. Así, Cuenca Miranda (
La posibilidad de una utilización sincrónica de ambos artilugios era descartada en
nuestra doctrina, pues se creía que una «moción de censura no es algo que se pueda
preparar con tanto sigilo como para que el Gobierno no tenga noticia de ello», por
lo que seguramente este «se adelantase decretando la disolución» ( Santaolalla presupone aquí que las mociones solo se presentan una vez negociadas
en todos sus extremos entre las fuerzas necesarias para desbancar al Gobierno. No
imaginó que un partido pudiera plantear una moción de improviso y buscar los apoyos
a continuación, como sucedió en 2018. Pero en nuestro sistema esta táctica es la que
hace más factible el éxito de la censura, al vedar de entrada la disolución.
De hecho, Alzaga ( La Constitución de 1931 no prohibía disolver tras una censura, pero cabía la duda
de si la disolución, que era competencia del jefe del Estado, podía ser refrendada
por un Gobierno censurado o si este acto estaba exento de refrendo. Una controversia
análoga se planteó en Weimar. La ambigüedad del texto constitucional alemán de 1919
propició la grotesca sesión del Reichstag del 12 de septiembre de 1932, en la que
Göring, presidente de la Cámara, dio curso a una votación de censura, ignorando deliberadamente
el decreto de disolución que portaba el canciller Von Papen. Sobre este suceso, vid. Amphoux ( En Alemania ese problema solo puede darse en una coyuntura muy concreta y durante
un período muy breve (21 días), mientras que en nuestro país el posible conflicto
entre censura y disolución puede ocurrir en cualquier momento y sin mediar condición
previa. Además, el jefe del Estado alemán puede —y cabe interpretar que lealmente
debe— retrasar su consentimiento a la disolución hasta verificar si existe una mayoría
alternativa en la Dieta actual, cosa que no es posible en España.
La eventualidad temida en otras épocas y lugares se materializó en la Comunidad de
Madrid el 10 de marzo de 2021, cuando la firma de un decreto de disolución se adelantó
poco más de media hora al registro de dos mociones de censura. La Mesa de la Cámara
regional las admitió a trámite, declarando no tener aún constancia formal de la disolución.
Cuando se registraron las mociones, el decreto no había sido publicado, ya que eso
debe hacerse «al día siguiente de su expedición», conforme al art. 8.2 de Ley Electoral
autonómica, que reproduce el art. 42.1 de la LOREG. La inserción de la convocatoria
electoral en el boletín oficial llevó a la Asamblea de Madrid a interponer un recurso
contencioso-administrativo, cuyos argumentos se resumen en que, al no estar en vigor
el decreto, era posible presentar mociones de censura y admitirlas a trámite, y que
esos hechos hacían entrar en juego la prohibición del art. 21.2 EAM —equivalente al
art. 115.2 CE—, convirtiendo el decreto de disolución en «nulo de pleno derecho».
Esa tesis fue defendida, con razonamientos similares, por Arbós Marín (
En su pronta respuesta, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior
de Justicia de Madrid denegó la suspensión cautelar del decreto de disolución solicitada
en el recurso y vino a pronunciarse sobre el fondo de la controversia. El Auto 48/2021
desecha los argumentos de la representación procesal de la Asamblea y declara que
la facultad de «acordar» la disolución «queda válidamente ejercitada desde el momento
en que [se] firma el Decreto de disolución», y que «la validez y eficacia del correspondiente
decreto no pueden verse comprometidas por la presentación ulterior de una o varias
mociones de censura», ya que eso significaría «de facto, vaciar de contenido la facultad
de disolución anticipada de la Asamblea». Las conclusiones del Tribunal habían sido
adelantadas, entre otros, por Bustos Gisbert (
Al margen de los errores que se pueden encontrar en el auto En el auto se afirma que disolución y convocatoria electoral son «dos decisiones
distintas» y se identifica incomprensiblemente la primera con la firma del decreto
y la segunda, con su publicación. Por otra parte, el TSJM menciona la Ley 5/1990,
que reconoció extraestatutariamente el derecho de disolución, y que debe considerarse
derogada desde que en 1998 se incorporó esa prerrogativa al Estatuto con mayores limitaciones.
Las disposiciones homólogas de ciertas CC. AA. establecen que «la disolución no podrá
tener lugar» o que la Asamblea «no podrá ser disuelta», redacciones ambiguas que podrían
referirse tanto a la firma del decreto como a su publicación. Empero, tales preceptos
imprecisos deberían interpretarse en el mismo sentido que el art. 115.2 CE en el que
se inspiran.
De esta cuestión se ocupó expresamente Velu, autor del que quizá sea el estudio más
minucioso sobre los aspectos técnicos y procedimentales de la disolución. Detalla
que, en su país (Bélgica), el acto de disolución es «oponible a las Cámaras y al cuerpo
electoral» cuando se hace público, pero «entra en vigor» desde que se firma (
Dar curso a una moción cuando es notorio que se ha firmado antes un decreto de disolución no es hacer una exégesis formalista que desconozca el espíritu de la ley, sino una lectura contraria a la literalidad de su texto, al que se quiere hacer decir algo de este tenor: «La disolución acordada no será efectiva si antes de la publicación del decreto que la formaliza se presenta una moción de censura». Querer recurrir a esta herramienta en ese ínterin es un intento de aprovechar un tecnicismo legal accesorio y de carácter meramente administrativo para inutilizar una competencia constitucional o estatuaria del jefe de Gobierno. De aceptarse esta posibilidad, se extremaría el ya de por sí generoso derecho de veto que el ordenamiento español adhiere a la moción de censura, de suerte que el art. 115.2 CE y sus acríticas imitaciones en la legislación autonómica servirían no solo para prevenir una eventual decisión de disolver, sino también para anular una disolución ya decidida. Se instauraría, así, una verdadera «moción de censura retroactiva».
Entiéndase bien: que una Cámara pueda desbaratar el propósito gubernamental de disolverla
no es aberrante en sí mismo, sino otra forma posible de organizar la disolución. De
hecho, que la facultad presidencial fuera meramente propositiva y no decisoria sería
bastante más consecuente con la naturaleza de nuestra moción de censura, como bien
supo ver García-Pelayo en 1978 García-Pelayo escribió por encargo de UCD un informe inédito sobre el texto constitucional
in fieri, que ha visto la luz en fechas recientes. El autor de este valioso documento ( Un ejemplo de cómo sería un sistema que admitiese ese resultado lo proporciona Israel.
El art. 29 de la vigente ley fundamental del Gobierno permite al primer ministro solicitar
al jefe del Estado la disolución de la Cámara, pero el decreto solo produce efectos
pasados 21 días, tiempo habilitado para que una mayoría de los parlamentarios pueda
impulsar la formación de un nuevo Gobierno. Si eso no sucede, o si fracasa su investidura,
la disolución se hace efectiva. Es destacable que la citada norma obliga a insertar
en la gaceta oficial un decreto que puede finalmente no ejecutarse. Es decir, la «reversibilidad»
de una propuesta de disolución nunca se basa en que el acto aún no haya sido publicado.
Aunque la norma no admita esa interpretación, algunos autores intentan llegar a ella
desde ciertos presupuestos teóricos. Por ejemplo, Rodríguez-Vergara ( Título de la célebre obra de Mirkine-Gueztévitch en la que acuñó el concepto de «racionalización
del parlamentarismo» (
También Pérez Royo ( En rigor, Pérez Royo extrema el argumento asambleario hasta identificar la parte
con el todo, ya que el escrito de una minoría de diputados ni siquiera es un «acto
de la Asamblea» al que quepa imputar una legitimidad superior a la del Ejecutivo,
que es una emanación de esa misma Cámara.
Si este caso puede describirse como un burdo intento de censurar una disolución, sería equivocado creer que un conflicto de estas características solo puede deberse
a la mala fe. Y sería un error aún mayor confiar en que no volveremos a tropezar con
esta piedra. Al contrario, lo conveniente es prever, como hace un reciente manual,
que «en situaciones de crisis política pueden concurrir en el tiempo la moción de
censura y la disolución» ( A juicio de Cuenca Miranda (
A ello contribuye una ambigüedad crucial del art. 115.2 CE y de sus calcos estatutarios,
que no ha sido relevante en esta ocasión, pero que podría serlo en el futuro. Es innegable
que el presidente no puede convocar elecciones mientras esté tramitándose una moción
de censura, pero no es obvio cuándo se debe considerar que comienza tal tramitación Tan solo Canarias se libra de esta ambigüedad: su Estatuto de 2018 no prohíbe disolver
«cuando esté en trámite» una moción, sino cuando esta «se haya presentado» (art. 56.2).
En Galicia tampoco debería darse este problema, porque es la única comunidad que no
ha introducido una limitación equivalente a la del art. 115.2 CE (vid. art. 24 de la Ley 1/1983), y, frente a la opinión de Fernández Segado, no cabe considerarla
implícita.
Vid. Montero Gibert y García Morillo (
Esta tercera lectura no tiene base alguna en el texto, por no decir que querer atribuir
consecuencias jurídicas a una mera declaración política tendría implicaciones inaceptables Como sabemos, pueden transcurrir meses desde que se anuncia una moción hasta que
por fin se registra, por no hablar de los célebres amagos de presentar una moción
que nunca se materializan. ¿Debemos entender que la oposición puede mantener secuestrada
indefinidamente la facultad del presidente del Gobierno por el expediente de proclamar
su intención de censurarle?
A juicio de Satrústegui (
Podría pensarse que de todas formas la sincronía de procedimientos no tiene demasiada importancia, pues, en el peor de los casos, se resolverá en sede jurisdiccional quién ha ejercido válidamente su competencia. Es verdad que sobre el papel este supuesto es jurídicamente resoluble, porque una de las posibles interpretaciones del término «tramitación» acabará consolidándose y porque siempre habrá un actor que le lleve al otro al menos unos minutos de ventaja. Pero que llegue a ser una nimia fracción de tiempo lo que marque la diferencia entre el legítimo ejercicio de una facultad y el presumible el fraude de ley no puede sino desorientar a los operadores jurídicos —especialmente si, dada la imprecisión de los textos, resulta discutible qué hechos deben tomarse como referencia temporal—. También causará perplejidad en la opinión pública que el orden de dos actos casi simultáneos pueda determinar desenlaces políticos opuestos. Por eso, esclarecer el sentido de la norma no acabaría con las dificultades que plantea esta hipótesis, que no son solo ni principalmente hermenéuticas.
Para empezar, no hay interpretación capaz de esquivar el aspecto más delicado del asunto: que, en un litigio sobre los límites de ambas atribuciones, lo que virtualmente se dirime es si prevalece la voluntad parlamentaria o la voluntad popular. Esa circunstancia pone un serio obstáculo a los razonamientos estrictamente formales, pues es imposible pretender que la moción de censura y la disolución escrutan voluntades equiparables, o fingir que su diferencia de rango no tiene mayor relevancia. Inevitablemente, una polémica de este género se volverá más política que jurídica. Y en esa arena retórica, quien esgrima la disolución lleva de entrada las de ganar: el discurso que reclame «dar la palabra a los ciudadanos» siempre será más poderoso que cualquier otro que pueda construirse en torno a la primacía del Parlamento o al ejercicio del cargo representativo. Así las cosas, no sería de extrañar que un tribunal colocado ante esta incómoda disyuntiva se incline, en caso de duda, por la salida políticamente menos comprometida, que es la que en menor medida predetermina el resultado del proceso y la que mayor legitimidad aporta.
Lo anterior pone de manifiesto que un criterio puramente formal como el cronológico es del todo inadecuado para resolver tan peliagudo conflicto político. Pero percatémonos de cuál es el problema de fondo: que este enfrentamiento es factible únicamente porque la ley fundamental ha hecho suyo aquel criterio. En efecto, pareja colisión de potestades nunca podría ocurrir ni en los regímenes que aceptan la disolución sucesiva, ni en los que descartan la disolución gubernamental libre; ni en los que el adelanto electoral requiere el consentimiento de las asambleas, ni en los que el Parlamento no puede impedir el final anticipado de la legislatura. Este atolladero es un subproducto de las paradójicas características del parlamentarismo español. A saber: la facultad disolutoria es ejercitable en todo momento, pero también puede ser suspendida en cualquier momento; la decisión de disolver no necesita el plácet del Congreso, pero, no obstante, puede ser evitada por los diputados; y, en fin, la moción de censura está expresamente concebida para prevenir la disolución, pero, al mismo tiempo, la disolución tiene una regulación óptima para prevenir la censura.
Cuanto más se examina la articulación de estos artificios, más evidente resulta que no hay una lógica global del sistema, sino dos lógicas antagónicas en liza, que obligan al jurista a cambiar de coordenadas argumentales según el momento procesal de que se trate. Aunque superficialmente pudiera parecer normal que moción de censura y disolución se relacionen de acuerdo con un célebre aforismo —prior in tempore, potior in iure—, eso, en realidad, es desatinado y disfuncional, pues convierte a estos mecanismos en competencias que compiten entre sí, cuando deberían ser técnicas integradas y complementarias. La regla de oro para lograr una sana integración entre estas facultades consiste en que a uno de los órganos le corresponda siempre la decisión final sobre la alternativa que representan el cese del Gobierno y la terminación anticipada de la legislatura. Básicamente, o bien se permite al Gabinete censurado optar entre la dimisión y el recurso al electorado, o bien la moción de censura es un verdadero acuerdo de destitución y el Ejecutivo no puede disolver el Legislativo sin su consentimiento.
Dotar a ambos procedimientos de efectos análogos —el cese inmediato de los titulares del otro poder— no es un «contrapeso», es un contrasentido originado por la indecisión del constituyente. Los arts. 113 y 115 CE obedecen a dos concepciones incompatibles del régimen parlamentario, las cuales prevalecen alternativamente en función de factores meramente casuales e incidentales, que en otros países nunca son decisivos. Todo ello entraña una completa indefinición del rol asignado a cada órgano, que es determinado coyunturalmente por la agilidad de los distintos partidos. Así, por un lado, el cuerpo electoral juega el papel de árbitro inapelable o de testigo mudo de una crisis según qué grupo haya tenido más reflejos. Por otro lado, la existencia de una mayoría dispuesta a dar vida a un nuevo Gobierno se vuelve un dato constitucionalmente decisivo o una circunstancia intranscendente dependiendo de quién haya sido el más madrugador. Se puede decir que la Constitución de 1978 da más importancia a la fecha y hora de los hechos que a los hechos en sí.
Es difícil exagerar hasta qué punto es eso cierto. Pensemos en la anomalía que supone que un presidente, para demostrar que ha actuado dentro de la ley, se vea obligado a acreditar el minuto exacto en el que ha firmado el decreto de disolución. Como ha quedado patente, ese detalle anecdótico e ignorado por la ley adquiere relevancia jurídica si una moción de censura se presenta a la par. Pero al ser actos de distinta naturaleza, la moción y el decreto no se remiten a un mismo registro que certifique imparcialmente sus respectivas horas de entrada; por tanto, la misma cronología de los acontecimientos puede ser objeto de disputa y la datación que aporte el Ejecutivo tal vez no sea verificable. En consecuencia, las reglas constitucionales hacen relativamente inseguras en la práctica las condiciones de legalidad del acto de disolución. Los límites al ejercicio de una competencia deberían ser estables y predecibles; sin embargo, en España, las acciones permitidas o vedadas al jefe de Gobierno pueden cambiar repentinamente a lo largo del día.
Que la licitud constitucional de la conducta de un actor dependa de cuáles sean los movimientos previos de sus rivales también enturbia la valoración social de los comportamientos políticos. Cuando se intentan emplear simultáneamente ambos dispositivos, es tentador culpar del enredo resultante al oportunismo y a la deslealtad de unos u otros partidos. Pero no es fácil saber en qué se concreta la lealtad institucional exigible a las fuerzas políticas en un sistema que prevé dos vías paralelas para resolver una crisis, cada una de las cuales puede, llegado el caso, beneficiar a ciertos grupos y perjudicar a otros. ¿Ha de resignarse a ver terminado prematuramente su mandato una oposición que tenga la aritmética parlamentaria de su parte? ¿Debe dejarse censurar un presidente que se sienta arropado por los votantes? ¿Acaso el buen funcionamiento del parlamentarismo español requiere que Gobierno y oposición concierten sus respectivas ambiciones y estrategias?
Más aún: es probable que esa divergencia de intereses exista, para empezar, en el
seno del propio Ejecutivo. Al jefe de Gobierno puede beneficiarle una disolución,
mientras que a un socio menor quizá le convenga, en su lugar, cambiar de alianzas.
Es decir, cada formación gobernante puede temer una ruptura de la coalición por la
vía que más le perjudica. Por eso es de esperar que, ante la menor sospecha, un presidente
cese a los ministros o consejeros de distinta afiliación para proceder de inmediato
a convocar elecciones, pues, si deliberase con ellos su intención de disolver, se
expondría a que pusieran en marcha el procedimiento de censura antes de que pudiera
firmar el decreto. También es previsible la maniobra inversa: que un partido bisagra
negocie en secreto con fuerzas opositoras un cambio de mayoría sin haber abandonado
el Gabinete, ya que, de hacerlo abiertamente antes de registrar la moción, se arriesgaría
a una pronta disolución. Esas conductas, de las que hay ejemplos cercanos Lo primero ocurrió en Castilla y León en diciembre de 2021; lo segundo aconteció en
la Región de Murcia justo antes de la disolución madrileña. En este caso, la moción
de censura fue, para más inri, encabezada por una integrante del Gobierno al que se
pretendía censurar. En Madrid, el cese de varios consejeros fue posterior al acuerdo
de disolución, pero aquellos no tuvieron margen de maniobra porque la decisión presidencial
les fue comunicada por sorpresa en la reunión ordinaria del Consejo de Gobierno. Más
allá de estas diferencias, queda claro que estos tres episodios que se sucedieron
en menos de un año son sintomáticos de una misma disfunción institucional.
Si bien no hay duda de «la conveniencia de que existan pactos parlamentarios amplios
y duraderos» ( La tan criticada ausencia inicial de un derecho de disolución en las CC. AA. al menos
imposibilitaba pugnas y peripecias como las vividas en 2021. Por más que se haya presentado
la carencia de esa facultad como un defecto, la realidad es que los ordenamientos
autonómicos establecían sistemas parlamentarios menos incoherentes y más conformes
al modelo alemán antes de transcribir el art. 115 CE.
Y resulta particularmente perturbadora porque, cuando el inminente empleo de uno de los resortes se vea truncado por la súbita activación del otro, una parte del arco parlamentario se sentirá frustrada o víctima de una jugada sucia y fraudulenta. Por eso es de temer que se prolonguen en el tiempo las contiendas políticas sobre este asunto, con independencia de qué dispositivo haya alcanzado la línea de meta. Si prospera la moción de censura, los gobernantes que intentaban disolver y fueron finalmente descabalgados acusarán al nuevo Ejecutivo de tener miedo a las urnas, y pondrán en tela de juicio la legitimidad de su victoria parlamentaria por no haber sido refrendada por los ciudadanos. Si, por el contrario, llegase antes a puerto la disolución y los comicios desautorizaran a quienes pretendían aprobar una moción de censura, los dirigentes recién revalidados por el sufragio universal recriminarán constantemente a las fuerzas vencidas su intento de hacerse con el poder en los despachos, en contra de los deseos del electorado. Es decir, un percance de este tipo entraña el riesgo de exasperar aún más las relaciones entre Gobierno y oposición, y de crear un gran desconcierto social sobre las reglas del juego político.
Aunque no se consumen los peligros apuntados, su mera factibilidad es inquietante
y no puede obviarse a la hora de valorar el derecho vigente. Que el modo de solventar
los conflictos políticos pueda ser, a su vez, objeto de conflictos es la prueba definitiva
de que el diseño de nuestra forma de gobierno es desafortunado. Un régimen parlamentario
bien concebido impide, de una manera u otra, que el inevitable desacuerdo entre partidos
se convierta en un indeseable choque entre instituciones. Y el ordenamiento español,
más que posibilitarlo, lo fomenta. Que se imponga el designio de «quien dispara primero»
quiere decir que el sistema anima a desenfundar antes de que lo haga el rival. Ya advirtió Guarino adónde conduce eso: semejante arreglo
constitucional tiene efectos «desfavorables y no favorables a la estabilidad», pues
el Ejecutivo, «temiendo futuros conflictos con la cámara, preferirá disolver inmediatamente
y por adelantado», en lugar de esperar a ser censurado; la Asamblea, por su parte,
«no dudará en votar la censura» para librarse de la disolución ( Guarino alude a las constituciones que prohíben disolver tras la aprobación de la censura. Lógicamente, sus observaciones son aplicables, con mayor motivo, a
aquellas que impiden hacerlo tras la simple presentación de la moción.
Como se ve, no era difícil predecir que favorecer procesalmente al gatillo más rápido del hemiciclo sería un perverso incentivo institucional para acelerar y multiplicar las crisis El contraste con las reglas del parlamentarismo tradicional no puede ser mayor. Para
la doctrina clásica, aquellas tenían la virtud de hacer «menos frecuente el uso de
armas encomendadas a cada autoridad» (
No hay una única forma válida de organizar la responsabilidad y la disolución, aunque sí hay mixturas claramente desaconsejables. Los constituyentes de 1978 quisieron ensayar una de estas amalgamas institucionales que debían evitarse. El resultado es un parlamentarismo inconexo y paradójico, en el que el valor otorgado a la preservación de la legislatura y a la intervención del electorado varía según la azarosa secuencia de los acontecimientos. Las contradicciones del derecho vigente pasaron por obviedades por la familiaridad académica con su texto y la ausencia de controversias en la praxis política. Sucede aquí lo mismo que con otros preceptos: que su aplicación pacífica era obsequio del bipartidismo anterior a 2015. Es decir, las deficiencias del esquema constitucional eran amortiguadas por el mismo contexto en el que la moción de censura constructiva se creía inviable y en el que la disolución no se utilizaba para atajar una posible caída del Gobierno, sino para seleccionar a conveniencia la fecha de las elecciones. Pero, bajo un multipartidismo de coaliciones frágiles y mayorías inciertas, las fricciones entre ambos engranajes no tardan en hacerse notar.
La facultad congresual de sustituir unilateralmente al Ejecutivo y la facultad presidencial de finalizar unilateralmente la legislatura solo parecen conciliables mientras sean empleadas en momentos diferentes y distanciados en el tiempo. Pero, siendo formas alternativas de solventar una crisis, están llamadas a utilizarse precisamente en las mismas ocasiones. Ello implica que el método con el que las fuerzas políticas deben resolver sus desencuentros se selecciona mediante una carrera de rapidez entre Gobierno y oposición. Nada tiene eso de beneficioso: en el mejor de los casos promueve la desconfianza entre partidos y la inestabilidad política; en el peor, genera importantes complicaciones hermenéuticas y una innecesaria tensión entre la voluntad parlamentaria y la voluntad popular, que rivalizan al ser invocadas a la vez. Esta embarazosa tesitura es sorteada allí donde se consagran inequívocamente la primacía de la legislatura en curso o bien el arbitraje del electorado, pero es irremediable en un régimen que oscila entre este y aquella en función de qué actor político sea más suspicaz y resuelto.
La experiencia de 2021 demuestra que el modo en que se ha entendido entre nosotros
la relación entre moción de censura y disolución no resiste la prueba de los hechos.
Pretender que dos dispositivos técnicamente excluyentes pero simultáneamente operativos
tengan su propio radio de acción y no se interfieran es un círculo imposible de cuadrar:
la única manera de impedir que uno bloquee al otro es permitir que el otro bloquee
al uno. Es estéril intentar que ambas competencias sean igualmente eficaces. Como
advirtió Théry (
[1] |
La «disolución sucesiva» es una categoría frecuente en la doctrina italiana, acuñada
originalmente por Guarino ( |
[2] |
La responsabilidad política solía sancionarse indirectamente mediante el rechazo de la postura gubernamental en una votación ordinaria, de ahí que el poder del Parlamento sobre la vida de los Gobiernos se describiera con expresiones gráficas y no técnicas, tales como «derribar», «hacer caer», «derrocar» o «forzar a dimitir». |
[3] |
Los regímenes parlamentarios que no permiten la disolución sucesiva suelen participar de la misma ficción constitucional: que la remoción de los miembros del Gobierno resulta siempre de un acto de estos o del jefe del Estado. Así, en Alemania la moción de censura es un texto formalmente dirigido al presidente federal pidiéndole que cese al canciller. Nuestra Constitución, por su parte, obliga al presidente del Gobierno censurado a presentar una dimisión protocolaria —declaración prescindible por redundante, pues el art. 101.1 CE dispone el cese automático del Ejecutivo tras la pérdida de la confianza parlamentaria—. |
[4] |
Casos de Suecia, Dinamarca, Francia, Italia, Canadá, Australia o Portugal. Esta lista registra el hecho de que sea constitucionalmente posible una disolución previa o posterior a la pérdida de la confianza, con independencia de cuál sea la praxis seguida y de que la decisión de disolver corresponda al jefe del Estado o al del Gobierno. |
[5] |
Por ejemplo: Noruega, Letonia, Lituania, Croacia, Rumanía, Bulgaria, Chequia o Eslovaquia. Curiosamente, el Reino Unido también formó parte de este grupo entre 2011 y 2022. |
[6] |
Sobre la conveniencia de una «investidura constructiva», similar a la regulada en
el art. 63.4 LFB, vid. De Lázaro ( |
[7] |
Los autores de la Ley Fundamental de Bonn eran conscientes de que la moción de censura
constructiva asegura la subsistencia del Gobierno, «pero no garantiza, por sí sola,
que ese Gobierno pueda gobernar» ( |
[8] |
Así sucede con todos los países de Europa del Este que han incorporado la censura constructiva (Hungría, Polonia, Eslovenia y Albania). Más significativo es el caso belga, cuya reforma constitucional de 1993 adoptó este formato de moción a la vez que sustituyó el derecho de disolución libre, vigente hasta entonces, por un modelo de disolución condicionada, muy parecido al alemán. |
[9] |
El «equilibrio» es una idea imprecisa susceptible de multitud de interpretaciones. Baste decir que, para quienes comparten las teorías clásicas, el régimen parlamentario alemán estaría desequilibrado en favor del Legislativo, por su intensa restricción de la facultad disolutoria. |
[10] |
De hecho, la severa limitación de la facultad disolutoria en la Ley Fundamental de
Bonn es, al igual que la censura constructiva, una reacción contra la experiencia
de Weimar. En ese período histórico, el constante recurso a la disolución para remediar
la inestabilidad política fue contraproducente, porque «en cada nueva elección, la
Dieta se volvía un poco menos “gobernable” y las mayorías posibles se desmoronaban»
( |
[11] |
Es verdad que nuestro ordenamiento somete el ejercicio de la disolución a límites temporales que no pesan sobre la moción de censura, pero no por ello esta goza de una primacía general sobre aquella cuando ambas están activas. |
[12] |
La vigencia de esta regla en ambos lados de la frontera balcánica se explica por un origen común. La redacción del art. 115 CE fue inicialmente copiada por la Constitución yugoslava de 1992 (art. 83). Tras la ruptura de la confederación en 2006, fue retomada por las nuevas leyes fundamentales de sus repúblicas sucesoras. |
[13] |
En la clasificación de Lauvaux ( |
[14] |
El art. 115.2 CE alimenta confusiones hermenéuticas incluso en cuestiones ajenas a la censura o a la disolución. Así, se discute frecuentemente si cabe disolver una vez planteada una cuestión de confianza. Ciertos autores también creen analógicamente prohibida la dimisión presidencial durante la tramitación de la censura. |
[15] |
Santaolalla presupone aquí que las mociones solo se presentan una vez negociadas en todos sus extremos entre las fuerzas necesarias para desbancar al Gobierno. No imaginó que un partido pudiera plantear una moción de improviso y buscar los apoyos a continuación, como sucedió en 2018. Pero en nuestro sistema esta táctica es la que hace más factible el éxito de la censura, al vedar de entrada la disolución. |
[16] |
De hecho, Alzaga ( |
[17] |
La Constitución de 1931 no prohibía disolver tras una censura, pero cabía la duda
de si la disolución, que era competencia del jefe del Estado, podía ser refrendada
por un Gobierno censurado o si este acto estaba exento de refrendo. Una controversia
análoga se planteó en Weimar. La ambigüedad del texto constitucional alemán de 1919
propició la grotesca sesión del Reichstag del 12 de septiembre de 1932, en la que
Göring, presidente de la Cámara, dio curso a una votación de censura, ignorando deliberadamente
el decreto de disolución que portaba el canciller Von Papen. Sobre este suceso, vid. Amphoux ( |
[18] |
En Alemania ese problema solo puede darse en una coyuntura muy concreta y durante un período muy breve (21 días), mientras que en nuestro país el posible conflicto entre censura y disolución puede ocurrir en cualquier momento y sin mediar condición previa. Además, el jefe del Estado alemán puede —y cabe interpretar que lealmente debe— retrasar su consentimiento a la disolución hasta verificar si existe una mayoría alternativa en la Dieta actual, cosa que no es posible en España. |
[19] |
En el auto se afirma que disolución y convocatoria electoral son «dos decisiones distintas» y se identifica incomprensiblemente la primera con la firma del decreto y la segunda, con su publicación. Por otra parte, el TSJM menciona la Ley 5/1990, que reconoció extraestatutariamente el derecho de disolución, y que debe considerarse derogada desde que en 1998 se incorporó esa prerrogativa al Estatuto con mayores limitaciones. |
[20] |
Las disposiciones homólogas de ciertas CC. AA. establecen que «la disolución no podrá tener lugar» o que la Asamblea «no podrá ser disuelta», redacciones ambiguas que podrían referirse tanto a la firma del decreto como a su publicación. Empero, tales preceptos imprecisos deberían interpretarse en el mismo sentido que el art. 115.2 CE en el que se inspiran. |
[21] |
De esta cuestión se ocupó expresamente Velu, autor del que quizá sea el estudio más
minucioso sobre los aspectos técnicos y procedimentales de la disolución. Detalla
que, en su país (Bélgica), el acto de disolución es «oponible a las Cámaras y al cuerpo
electoral» cuando se hace público, pero «entra en vigor» desde que se firma ( |
[22] |
García-Pelayo escribió por encargo de UCD un informe inédito sobre el texto constitucional
in fieri, que ha visto la luz en fechas recientes. El autor de este valioso documento ( |
[23] |
Un ejemplo de cómo sería un sistema que admitiese ese resultado lo proporciona Israel. El art. 29 de la vigente ley fundamental del Gobierno permite al primer ministro solicitar al jefe del Estado la disolución de la Cámara, pero el decreto solo produce efectos pasados 21 días, tiempo habilitado para que una mayoría de los parlamentarios pueda impulsar la formación de un nuevo Gobierno. Si eso no sucede, o si fracasa su investidura, la disolución se hace efectiva. Es destacable que la citada norma obliga a insertar en la gaceta oficial un decreto que puede finalmente no ejecutarse. Es decir, la «reversibilidad» de una propuesta de disolución nunca se basa en que el acto aún no haya sido publicado. |
[24] |
Título de la célebre obra de Mirkine-Gueztévitch en la que acuñó el concepto de «racionalización
del parlamentarismo» ( |
[25] |
En rigor, Pérez Royo extrema el argumento asambleario hasta identificar la parte con el todo, ya que el escrito de una minoría de diputados ni siquiera es un «acto de la Asamblea» al que quepa imputar una legitimidad superior a la del Ejecutivo, que es una emanación de esa misma Cámara. |
[26] |
A juicio de Cuenca Miranda ( |
[27] |
Tan solo Canarias se libra de esta ambigüedad: su Estatuto de 2018 no prohíbe disolver «cuando esté en trámite» una moción, sino cuando esta «se haya presentado» (art. 56.2). En Galicia tampoco debería darse este problema, porque es la única comunidad que no ha introducido una limitación equivalente a la del art. 115.2 CE (vid. art. 24 de la Ley 1/1983), y, frente a la opinión de Fernández Segado, no cabe considerarla implícita. |
[28] |
Vid. Montero Gibert y García Morillo ( |
[29] |
Como sabemos, pueden transcurrir meses desde que se anuncia una moción hasta que por fin se registra, por no hablar de los célebres amagos de presentar una moción que nunca se materializan. ¿Debemos entender que la oposición puede mantener secuestrada indefinidamente la facultad del presidente del Gobierno por el expediente de proclamar su intención de censurarle? |
[30] |
A juicio de Satrústegui ( |
[31] |
Lo primero ocurrió en Castilla y León en diciembre de 2021; lo segundo aconteció en la Región de Murcia justo antes de la disolución madrileña. En este caso, la moción de censura fue, para más inri, encabezada por una integrante del Gobierno al que se pretendía censurar. En Madrid, el cese de varios consejeros fue posterior al acuerdo de disolución, pero aquellos no tuvieron margen de maniobra porque la decisión presidencial les fue comunicada por sorpresa en la reunión ordinaria del Consejo de Gobierno. Más allá de estas diferencias, queda claro que estos tres episodios que se sucedieron en menos de un año son sintomáticos de una misma disfunción institucional. |
[32] |
La tan criticada ausencia inicial de un derecho de disolución en las CC. AA. al menos imposibilitaba pugnas y peripecias como las vividas en 2021. Por más que se haya presentado la carencia de esa facultad como un defecto, la realidad es que los ordenamientos autonómicos establecían sistemas parlamentarios menos incoherentes y más conformes al modelo alemán antes de transcribir el art. 115 CE. |
[33] |
Guarino alude a las constituciones que prohíben disolver tras la aprobación de la censura. Lógicamente, sus observaciones son aplicables, con mayor motivo, a aquellas que impiden hacerlo tras la simple presentación de la moción. |
[34] |
El contraste con las reglas del parlamentarismo tradicional no puede ser mayor. Para
la doctrina clásica, aquellas tenían la virtud de hacer «menos frecuente el uso de
armas encomendadas a cada autoridad» ( |
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