RESUMEN

No obstante, los orígenes comunes entre el constitucionalismo latinoamericano y el constitucionalismo occidental, el primero tiene sus propias características que han influido en el experimentalismo constitucional. Particularmente, la presencia cultural del indígena ha caracterizado el reciente reformismo democrático, constituyendo la fuente para el nacimiento de la teoría del Nuevo Constitucionalismo, es decir, una lectura constitucional que se distingue del constitucionalismo individualista y liberalista del mundo occidental y del imperio de los derechos humanos. Desde un punto de vista cultural y antropológico, las nuevas teorías constitucionales latinoamericanas se ponen el objetivo de construir una cara jurídica y política colectiva, comunitaria, cultural y geocéntrica. El ensayo mira a reconstruir la historia jurídica y política del constitucionalismo iberoamericano a la luz de la importancia y de la influencia de la determinante indígena.

Palabras clave: Sistema constitucional iberoamericano; Nuevo constitucionalismo; Parámetro indígena; Interculturalidad; Democracia multinacional; Bolivia; Ecuador.

ABSTRACT

Despite Latin-American constitutionalism and Western constitutionalism share common origins, the characteristics of the first one influenced on the constitutional experimentalism. Indigenous roots characterized the recent democratic reformism since they are the basis for the birth of the ‘Nuevo Constitucionalismo’ theory, differing from Western constitutional theory that is individualist and liberalistic. From a cultural and anthropological point of view, the new Latin-American constitutional theories have the purpose to build a collective, communitarian, cultural and geocentric policy. The essay aims to analyse the historical, legal, and political development of the Latin-American constitutionalism in the light of the importance, and the influence of the indigenous determinant.

Keywords: Latin-American Constitutional System; Nuevo Constitucionalismo; Indigenous Parameter; Interculturalism; Multinational Democracy; Bolivia; Ecuador.

Cómo citar este artículo / Citation: Nocera, L.A. (2023). Los tres ciclos del constitucionalismo iberoamericano y el parámetro indígena como una construcción jurídica contrahegemónica. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 27(1), 121-‍150. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.27.04

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN. EL SISTEMA CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO
  4. II. EL PRIMER CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: LA DESCOLONIZACIÓN
  5. III. EL SEGUNDO CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: EL NACIMIENTO DEL ESTADO DEMOCRÁTICO SOCIAL
  6. IV. EL TERCER CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA, DERECHOS FUNDAMENTALES Y MULTICULTURALISMO
  7. V. EL PARÁMETRO INDÍGENA COMO TRADICIÓN PLURAL, MULTINACIONAL Y CONTRAHEGEMÓNICA
  8. VI. CONCLUSIONES. EL PARÁMETRO INDÍGENA COMO EXTENSIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN. EL SISTEMA CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO[Subir]

Los Estados latinoamericanos pueden presumir de una historia común, que se inicia con la experiencia colonial y continúa con la independencia y el nacimiento de un constitucionalismo liberal, inspirado en la Constitución de Cádiz de 1812, con un fuerte y tradicional vínculo con la Iglesia Católica, con una economía que tiende a ser agrícola o ligada a la extracción y exportación de materias primas, con una desigualdad social en crecimiento en una sociedad pluralista y multiétnica, fuertemente ligada a las tradiciones indígenas y locales.

No obstante, tiene sus orígenes en la tradición jurídica euroatlántica, el constitucionalismo latinoamericano presenta algunas peculiaridades por sus raíces históricas que lo hacen único (‍Somma, 2021: 497; ‍Lanni, 2017: 26; ‍Pegoraro, 2018: 81). Desde la independencia América Latina ha experimentado un florecimiento constitucional en constante efervescencia que ha convertido a la región en un terreno fértil para la experimentación en el proceso de construcción constitucional (‍Wahiu, 2011: 2). Para comprender la actividad de los constitucionalistas y legisladores latinoamericanos y la dimensión de su «experimentalismo» constitucional, basta pensar que desde 1810 (fecha en que se iniciaron las guerras de independencia) hasta 2015 en los 18 Estados comprendidos en la región, se han promulgado hasta 195 cartas constitucionales con un promedio de 10,8 constituciones por país. En cambio, en los 16 Estados incluidos en Europa Occidental, desde 1789 (fecha de la Revolución Francesa) hasta 2015, se promulgaron 52 cartas constitucionales con un promedio de 3,2 constituciones por cada país (‍Negretto - Couso, 2018: 7). Las características únicas de la región desde el punto de vista cultural, social y político han hecho de América Latina un objeto de estudio particularmente apreciado por los constitucionalistas, al punto de ser muchas veces considerado un sistema jurídico autónomo (‍Carrozza, Di Giovine, Ferrari, 2014: 47; ‍Rolla, 2012: 326; ‍Ceccherini, 2020: 4059) y convertirse, con el tiempo, en un modelo de desarrollo constitucional (‍Pegoraro, 2017: 176). En efecto, el constitucionalismo latinoamericano no sólo no ignora el contexto cultural como un tertium comparationis, sino que parte de él para redefinir los esquemas jurídicos (‍Tusseau, 2009: 266-‍267). El uso de los culturemes, o elementos culturales de carácter irreductible que carecen de un equivalente semántico y de un equivalente funcional, queda preñado en la construcción de un constitucionalismo casi «cultural», que parte, es decir, de la comunidad (‍Kocbek, 2012: 64; ‍Oksaar, 1988: 25-‍26). En las últimas décadas, estos elementos étnico-culturales, injertados en las categorías del derecho occidental, han proporcionado ideas innovadoras para la teoría constitucional. Conceptos ausentes en el derecho euroatlántico y occidental, como el sumak kawsay o el buen vivir de la cultura indígena, si bien constituyen un elemento prejurídico, han resultado tan inherentes a la cultura iberoamericana como para condicionar el desarrollo y la implementación de aún más típico de las culturas occidentales (‍Pegoraro, 2000: 1-‍2; ‍Troper, 1998: 233).

América Latina parece representar casi un sistema o una familia de derechos en sí misma, en la que reconocer macroelementos representativos de la cultura occidental combinados con microelementos representativos de las peculiaridades locales. La combinación de estos elementos condicionó la evolución constitucional en el área (‍Losano, 2000: 175; ‍Pegoraro - Rinella, 2017: premisa; ‍Jaluzot, 2005: 46). Así, es posible encontrar algunas peculiaridades, existentes únicamente en el sistema iberoamericano, en cuanto a los factores comunes tanto del derecho privado como del público. Por ejemplo, en casi todos los países latinoamericanos se ha extendido paulatinamente una tendencia a establecer una forma de gobierno presidencial (‍Nogueira, 1988: 491), experiencia compartida, que se inspira en el arquetipo americano, sin que se introduzcan los «checks and balances», con una fuerte centralización del poder en manos del presidente de la República y la presencia de partidos débiles y fragmentados (‍Ceccherini, 2020: 4063). En este sentido, elementos derivados de la cultura política también contribuyeron a crear un sistema común, como la personalización del poder, el «bolivarismo» y el surgimiento de personalidades proclives al autoritarismo (‍Zanatta, 2020: 50-‍51), la tendencia al populismo (‍Incisa di Camerana, 2004: 823) y el papel de los partidos políticos, la creación de dudosos procesos electorales y el riesgo de escaso respeto de los derechos humanos (‍Marquardt, 2016: 56). Además, los Estados latinoamericanos también pueden presumir de un sistema único de garantías de la acción popular y constitucional, que ha tomado diferentes nombres según el país en el que se introdujo: amparo, mandado de segurança, acción popular. Finalmente, un rasgo común a toda el área latinoamericana es la actitud hacia las comunidades indígenas, primero marginadas, luego incluidas en la sociedad y las culturas jurídicas nacionales (‍Pegoraro, 2018: 5-‍6).

Siguiendo la evolución histórica y jurídica del subcontinente iberoamericano, a pesar de una incertidumbre básica provocada por la complejidad de la clasificación del sistema latinoamericano (‍Carducci, 2006: 3216), la doctrina imperante ha diferenciado tres ciclos del constitucionalismo, según una distinción en períodos significativos para el cambio político-institucional de la región (‍Donati, 2011: 16; ‍Rolla, 2013; ‍Saccoccio, 2019: 31). Por tanto, el ensayo seguirá con precisión los tres períodos político-jurídicos de la historia iberoamericana para identificar todas las mutaciones constitucionales que se han producido en los distintos países que conforman el continente y realizará una comparación diacrónica y sincrónica en el tiempo entre los distintos Estados (párrs. 2, 3 y 4). Por esta razón, la metodología utilizada apela esencialmente a la metodología típica del derecho comparado, que, en sí mismo, es capaz de leer los cambios sociales y políticos a la luz de las transformaciones del sistema estatal, con una capacidad de síntesis que se eleva por encima de la dimensión espacial y temporal, tanto en la macrocomparación como en la micro-comparación. Finalmente, dado que la comparación es también ciencia histórica (pero no solo), se prefirió utilizar un tratamiento cronológico, que se inspira, de alguna manera, en la metodología de la historia de las instituciones, haciendo uso también de herramientas provenientes de la ciencia política y de la antropología jurídica, que completan el cuadro comparado, para enfocarse, a partir del quinto párrafo, en la identificación del parámetro indígena y de la su importancia interpretativa en el derecho constitucional actual en la región iberoamericana (y más allá), hasta introduciendo, en el párrafo final, el tema del cambio de valor también a nivel transnacional, donde el parámetro ancestral e indígena parece haber recompuesto la fractura existente entre derecho positivo y derecho cultural, con miras a una redefinición y posible ampliación de la tutela de derechos humanos.

II. EL PRIMER CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: LA DESCOLONIZACIÓN [Subir]

El primer ciclo constitucional designa la fase que tuvo lugar después de la proclamación de la independencia de los Estados latinoamericanos de los imperios ibéricos. Este ciclo coincide con el período de la «primera descolonización» (1814-‍1900).

El nacimiento de los nuevos Estados independientes se basó en tres factores determinantes: la liberación contemporánea de todas las antiguas colonias, la disolución de los imperios español y portugués, que habían dominado la región durante casi cuatro siglos, y la ausencia de sistemas jurídicos nativos, capaces de insinuarse entre la burocracia, las instituciones del antiguo régimen imperial y las élites liberales del nuevo régimen. El modelo inspirador de esta primera fase fue la forma liberal de Estado derivada de las ideas de la Ilustración y los principios de la Revolución Francesa, así como del common law de origen anglosajón, en el que residían los principios de libertad y los derechos de la Magna Carta Libertatum (‍Zanatta, 2020: 53). De manera muy similar a lo ocurrido en Europa entre finales del siglo xviii y principios del xix, esta fase se caracterizó por la adopción de constituciones liberales, que proponían la protección «negativa» de los derechos y libertades, en contraposición a al antiguo régimen, representado aquí por las antiguas potencias coloniales. El resultado fue una rica producción de documentos constitucionales, que se sucedieron en todos los países después de algunos años. En este sentido, las constituciones iberoamericanas del primer ciclo siguieron todas las etapas típicamente identificadas para la transición del régimen en los países que se independizan del dominio colonial (‍Dicosola, 2016: 64; ‍De Vergottini, 1998: 197). Inicialmente se intentó imitar y emular las leyes de la patria y crear instituciones similares a las presentes en el estado dominante, aunque con la introducción de correctivos y peculiaridades propias de la realidad de los Estados latinoamericanos (‍Demélas, 2003: 720). Al igual que las cartas liberales europeas contemporáneas, las constituciones del primer ciclo situaban en el centro los derechos de los ciudadanos, que el Estado debía comprometerse a garantizar no interviniendo de modo alguno en su ejercicio. Las cartas constitucionales, por lo tanto, protegían la libertad de autodeterminación personal, la libertad de religión y pensamiento, el derecho a la libre empresa económica y la propiedad privada. También preveían la soberanía popular y la participación política de los ciudadanos mediante la libre elección de sus representantes en el órgano legislativo. A diferencia de los documentos constitucionales europeos, los latinoamericanos se fijaron como objetivo la refundación del Estado o, mejor, la instauración de un nuevo Estado y una nueva sociedad. Esto resultó en la construcción de un nuevo aparato burocrático-administrativo bastante estructurado, sin recurrir a las instituciones del período colonial, y en la creación de nuevos institutos y organismos que partían del antiguo orden heredado ibérico.

El estado liberal impuso también la supremacía de la ley como fuente del derecho y del parlamento como órgano central del nuevo estado, expresión de ciudadanía y representación igualitaria. Sin embargo, dado que la estructura de los nuevos Estados latinoamericanos a lo largo del siglo xix era bastante frágil, para asegurar la estabilidad de las instituciones nacionales fue necesario encomendar un papel central a una figura que ocupó simultáneamente el cargo de jefe del ejecutivo y jefe del Estado. En consecuencia, la tendencia liberal hacia la centralidad del cuerpo legislativo se vio atemperada por la introducción de formas de gobierno presidenciales, basadas en el modelo liberal brindado por los Estados Unidos de América, que se convirtió en un ejemplo a imitar para los nacientes Estados independientes latinoamericanos. Las constituciones iberoamericanas se inspiraron, por tanto, en el modelo estadounidense, como el primer Estado formado por colonias que se había emancipado de la patria. La clara inspiración del modelo estadounidense se encuentra en la adopción por casi todos los nacientes Estados latinoamericanos de una corte suprema y un sistema generalizado de control de constitucionalidad, que también ha dejado su huella en los documentos constitucionales actuales de la mayoría de estos países. La presencia de figuras presidenciales fuertes, con poderes casi ilimitados, terminó por debilitar a los parlamentos. El aumento de los poderes ejecutivos fue acompañado por una disminución paralela de los poderes parlamentarios, lo que también hizo precaria la formación de partidos políticos con características propias. De hecho, los dos partidos que existían en casi todas partes en todos los Estados latinoamericanos, el Partido Liberal y el Partido Conservador, se reflejaban entre sí. La fragilidad de las repúblicas latinoamericanas hizo que se prefiriera una administración centralizada, lo que fortalecería el poder de las administraciones nacionales en detrimento de las autonomías locales y la descentralización. Paraguay, Perú y Chile surgieron de inmediato como estados altamente centralizados con una fuerte burocracia nacional. Sin embargo, en algunos Estados se adoptó un sistema federal a imitación del modelo estadounidense, que preveía: un parlamento bicameral, compuesto por una cámara que representaba al pueblo y otra a los Estados federados y entidades territoriales; instituciones gubernamentales nacionales y estatales; una división de tareas y poderes tanto vertical como horizontal. Argentina y Brasil se constituyeron inmediatamente como Estados federales, también por la amplitud y complejidad del aspecto territorial, aún en expansión hacia regiones inexploradas.

Con el tiempo, sin embargo, no sólo las instituciones liberales resultaron disfuncionales, sino también inadecuadas para responder a las necesidades de una sociedad profundamente diferente a la de la patria con la posibilidad de producir efectos inversos y nocivos, como legitimar verdaderas formas autoritarias. Una actitud más cautelosa y prudente se adoptó hacia la década de 1870, cuando los conflictos por las fronteras territoriales comenzaron a remitir y cada Estado trató de frenar el fenómeno del caudillismo y el poder personalizado (‍Zanatta, 2020: 48-‍51). Esta exigencia hizo que los textos constitucionales de las últimas décadas del siglo xix favorecieran una supremacía del orden sobre las libertades y los derechos. La estabilidad se elevó a un valor fundamental del Estado, por lo que se dotó a cada carta constitucional de un régimen normativo sobre el estado de excepción para evitar cualquier degeneración autoritaria del poder. Para lograr este objetivo se estableció una alianza entre los partidos políticos que representaban a la oligarquía gubernamental. La clase política se conformó a las ideas del positivismo filosófico de la época y del organicismo científico y católico. El Estado era visto como un corpus sistemático y organizado desde el punto de vista administrativo y jurídico, marcado por la claridad y la uniformidad normativa, que necesariamente debía coordinarse con una sociedad bien estructurada, incluso jerárquicamente (‍Bobbio, 2006: 90).

La necesidad de estabilidad y gobernabilidad llevó a la construcción de una clase política culturalmente cohesionada y poco diferenciada, que encontró su base en la religión católica común. Todos los documentos constitucionales latinoamericanos de la época sancionaron este pacto con la Iglesia, reconociendo la religión católica como religión de Estado. Algunos escritos constitucionales, como el boliviano, fueron más allá, incluyendo una inspiración casi teocrática en el preámbulo constitucional. Además, el objetivo de construir nuevos Estados se expresó en el deseo de crear nuevas sociedades nacionales, que fueran similares, pero diferentes, en comparación con sus contrapartes europeas, sino que, sobre todo, pudieran distinguirse de la sociedad colonial. Esto solía coincidir con el deseo de crear empresas nacionales, europeas y blancas, u «occidentalizadas» desde el punto de vista cultural y socioeconómico. De hecho, para la realización de un intento similar, era necesario negar la existencia de diferencias étnicas y culturales dentro de la sociedad. La cultura indígena era vista como una malformación en un contexto político-institucional liberal y europeo que, por tanto, debía ser «asimilada», porque el elemento autóctono generó la memoria del derecho aplicado ad hoc por el gobierno colonial (‍Cassi, 2004: 175; ‍Lanni, 2017: 16). Por lo tanto, se aplicó una política «asimilacionista», tendiente a absorber el componente indígena y fusionarlo en la sociedad, erradicando por completo las peculiaridades culturales, muchas veces de manera forzada y violenta, y que consistió en actos de discriminación, como la imposición de un tributo o la exclusión de la vida política y social, sino también en auténticos genocidios. Un discurso parcialmente diferente se dio en el área de influencia bolivariana. En la intención de Bolívar, la población iberoamericana no podía asimilarse a ninguna otra población existente, precisamente porque combinaba una fuerte matriz europea con las peculiaridades de las culturas indígenas del continente, sino también de derivación externa (así, por ejemplo, la cultura africana de los esclavos deportados), creando una sociedad nueva y original. Por lo tanto, Bolívar se propuso preservar la singularidad de la cultura latinoamericana y proteger la diversidad étnica.

III. EL SEGUNDO CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: EL NACIMIENTO DEL ESTADO DEMOCRÁTICO SOCIAL[Subir]

El segundo ciclo constitucional iberoamericano puede situarse a principios del siglo xx, cuando se produce el tránsito a la sociedad de masas, y coincide con el nacimiento de la forma de Estado democrático-social pluralista.

La transformación de la sociedad debía reflejarse en un cambio contextual de las instituciones nacionales y de la forma de Estado. Para que esto pudiera suceder sin traumas, era necesario, por tanto, proceder, en primer lugar, a la expansión del sufragio electoral. Este pasaje marcó casi en todas partes la reforma de las constituciones existentes o la aprobación de nuevas cartas constitucionales que reflejaban la transformación de la forma de Estado liberal en una forma de Estado social y democrática. En América Latina, sin embargo, esto sucedió de manera diferente a Europa y con peculiaridades propias que también caracterizaron su historia constitucional posterior. De hecho, desde un punto de vista histórico, América Latina no había sido golpeada por los efectos devastadores de la Primera Guerra Mundial, ni había entrado en contacto con las consecuencias materiales de la Revolución Rusa. Además, a nivel socioeconómico, nunca se había producido en territorio latinoamericano un desarrollo industrial igual al de Europa y América del Norte, ni se había producido una revolución industrial y tecnológica igual a la ocurrida en el continente europeo. El socialismo se propagó con características propias, influido por la sociedad pobre y rural latinoamericana, conjugando así las aspiraciones de justicia social y de igualdad sustancial entre los ciudadanos con el pedido de una reforma agraria que dividiera las tierras entre quienes las trabajaran, sin importar ningún título de propiedad. De esta forma, los nacientes partidos de ideología socialista y comunista pronto adquirieron un amplio consenso entre las masas campesinas, pero también entre la población de origen indígena. Los latifundios fueron identificados como los verdaderos culpables de la falta de desarrollo social y económico. Premisas similares fueron la base para el estallido de la Revolución Mexicana en 1910, que condujo a la caída de la dictadura de Porfirio Díaz y la promulgación de la Constitución de 1917 (‍Bernal Pulido, 2007: 31-‍51).

La Constitución Mexicana introdujo garantías y derechos individuales y colectivos, con un marcado énfasis en el concepto de libertad, de ahí la eliminación de cualquier forma de esclavitud y servidumbre. Este concepto adquirió especial importancia con la transformación de un Estado tendiente a ser confesional en un laicismo exasperado, del que las instituciones nacionales actuaban como garantes. Para implementar este pasaje, fue necesario fortalecer la centralidad de la estructura estatal. El estructuralismo típico iberoamericano influyó en la construcción de un verdadero «culto» al Estado, que diferenció las experiencias constitucionales latinoamericanas del segundo ciclo de los documentos constitucionales democráticos europeos contemporáneos. Al mismo tiempo, también se aprobaron las primeras reformas sociales y legales para promover la intervención directa del Estado en el campo económico y la protección del trabajador. Las protecciones sociales y jurídicas de las constituciones iberoamericanas, sin embargo, diferían de las garantías contemporáneas introducidas por la Constitución de Weimar, ya que la participación del ciudadano-trabajador en la gestión del trabajo y en la distribución de las ganancias se volvió crucial. En una sociedad puramente rural, como la latinoamericana, el ciudadano-trabajador se traducía inmediatamente en ciudadano-campesino. La aprobación de cartas constitucionales democráticas fue de la mano con la elaboración de reformas agrarias y redistribuciones de tierras.

Queda una diferencia dentro del propio segundo ciclo constitucional, por lo que es posible distinguir una primera parte, que coincide con el inicio del siglo xx, y una segunda parte, que puede situarse en torno a las décadas de 1950-‍1960. Las cartas constitucionales de la primera parte, a imitación de la Constitución mexicana de 1917, tendieron a ser incluyentes y multifuncionales, con multiplicidad de normas para proteger cualquier aspecto del estado democrático. Por el contrario, los papeles constitucionales de la segunda parte fueron mucho más escasos y casi «imprescindibles», con una preferencia por la devolución de diversas materias a la ley. En contraste con la primacía conferida a la fuente legislativa, las constituciones de la segunda parte vieron un colapso del cuerpo parlamentario en favor de un fortalecimiento del poder ejecutivo. La inclusión de la protección jurídica y laboralista dentro de las cartas constitucionales se integró perfectamente con una teoría política de Estado basada en el corporativismo, como tercera vía, toda latinoamericana, al socialismo y al liberalismo de origen europeo. El corporativismo se convirtió en descendiente directo del organicismo estructuralista del primer ciclo constitucional, pues se fundaba en la existencia y el diálogo recíproco entre los grupos y clases en que se estructuran las sociedades nacionales. En sus intenciones inclusivas, estas constituciones corrían el riesgo, con el tiempo, de convertirse en tarjetas de propaganda. De hecho, estaban destinados a hacer converger el consenso popular hacia una o más personalidades políticas, proclives al establecimiento de regímenes autoritarios y sistemas dictatoriales (‍Garzón Valdés, 2001: 33-‍53).

En el contexto peculiar de América Latina, la transición al estado de bienestar, con sus características de búsqueda tendencial de la igualdad y la inclusión social, implicó la voluntad de crear sociedades nacionales desprovistas de peculiaridades y diferencias étnicas. La misma relación con los indígenas fue reinterpretada a la luz de la creación de una única sociedad igualitaria. Al mismo tiempo, el nuevo liderazgo político ya no intentó erradicar el elemento indígena de la sociedad asimilándolo por la fuerza, sino que se preocupó por comprender la existencia de tales diferencias. El Estado, por tanto, intervino para integrar a todas aquellas comunidades y minorías que, por diversas razones, no estaban incluidas en la sociedad. En consecuencia, el elemento indígena no solo fue reconocido dentro de los documentos constitucionales, sino que se convirtió, en algunos países, en una característica esencial del sistema legal. Sin embargo, se trató de una actitud paternalista por parte de las instituciones nacionales, que se preocuparon por hacer frente al atraso de las comunidades indígenas para integrarlas a la fuerza a la sociedad (‍Locchi, 2017: 14).

IV. EL TERCER CICLO CONSTITUCIONAL IBEROAMERICANO: TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA, DERECHOS FUNDAMENTALES Y MULTICULTURALISMO[Subir]

El tercer ciclo del constitucionalismo latinoamericano tiene su inicio alrededor de los años 80 del siglo xx, o sea con la «transición democrática» y la caída de los últimos regímenes autoritarios y dictatoriales. Por «transición democrática» entendemos todas las etapas y fenómenos que marcan la transi- ción efectiva de un país de un modelo autoritario a un modelo democrático. Se trata a menudo de un proceso más o menos lento, compuesto por etapas, incluso heterodirectas, o, en todo caso, determinadas por acontecimientos históricos, por condicionamientos jurídico-culturales, por transformaciones sociales o por cuestiones económicas (‍O’Donnell - Schmitter, 1984: 4-‍5, 9-‍15; ‍Morlino, 1986: 19; ‍Di Gregorio, 2012: 33). Esta transición pertenece a la llamada «tercera ola» de democratización, que se inició en 1978 con el derrumbe paulatino de una serie de regímenes antidemocráticos en todo el mundo. Con la expresión «tercera ola» referida a los procesos de transición democrática y constitucional, nos referimos a un fenómeno histórico-político que se inició el 25 de abril de 1974, con la caída del régimen fascista en Portugal, y finalizó a principios de la década de los años 90, con la disolución del sistema soviético. Durante este período, una treintena de Estados transitaron gradualmente de un régimen autoritario a un modelo básicamente democrático. El período incluye la derrota de los últimos regímenes fascistas que quedan en el continente europeo —por ejemplo, España, Portugal y Grecia-— y el colapso del estado totalitario basado en la ideología socialista soviética (‍Huntington, 1998: 25-‍53). Las transiciones latinoamericanas fueron provocadas por un continuo fortalecimiento de factores democráticos contemporáneos a las dictaduras, que comenzaron a socavar los estados de excepción y las disposiciones inconstitucionales, ampliando la protección de los derechos fundamentales. Fueron determinantes el papel jugado por la Iglesia, los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos, la pérdida de legitimidad de los gobiernos autoritarios, las crisis económicas contemporáneas, los cambios sociales, la intervención de actores externos.

El desprendimiento del orden jurídico y político anterior se combinó con la necesidad de revisar total o parcialmente las cartas constitucionales exis- tentes para luego llegar a la promulgación de nuevas constituciones, integrando principios y valores democráticos en las instituciones político-jurídicas. En América Latina, donde los documentos constitucionales a menudo no preveían un procedimiento de revisión, la transición democrática se caracterizó generalmente por una suspensión momentánea de las constituciones autoritarias y por la restauración provisional de las constituciones anteriores a los regímenes, con el fin de preservar la continuidad jurídica e institucional y brindar seguridad a los actores políticos involucrados (‍Negretto - Couso, 2018: 10; ‍Viciano Pastor - Martínez Dalmau, 2010: 7-‍29). Cuando la transición va acompañada de un proceso de constitucionalización, es necesario restablecer el equilibrio político con la afirmación de un nuevo poder constituyente que garantice la formación de nuevas personas jurídicas y el cambio de régimen político. El proceso de transición, por tanto, se polariza en la adopción de una nueva Constitución o en la reforma de la Constitución anterior (‍Nocera, 2018: 59; ‍De Vergottini, 1998: 158-‍169; ‍Mezzetti, 2003: 586-‍587). De esta manera, se procede a la creación de un órgano constitutivo que se ocupe de la redacción de una nueva carta democrática (‍Arato, 1995: 191-‍232). Este órgano a veces toma la forma de una asamblea constituyente o Convención, elegida por los ciudadanos para la tarea única y exclusiva de redactar una nueva carta constitucional. Muy a menudo, sin embargo, se identifica en el mismo cuerpo legislativo con las tareas de una legislatura constituyente (‍Negretto - Couso, 2018: 14; ‍Bejarana - Segura, 2013: 19-‍48; ‍Negretto, 2018: 254-‍279).

El tercer ciclo constitucional latinoamericano es bastante complejo porque reúne a una primera generación, incluyendo las constituciones democráticas surgidas de la caída de los regímenes autoritarios (Brasil 1988, Colombia 1991, Uruguay 1992, Paraguay 1992, Perú 1993, Argentina 1994, Bolivia 1994), y una segunda generación, que remite a las Constituciones más recientes que han inaugurado un modelo innovador y comunitario democrático y participativo (Constitución Bolivariana de Venezuela de 1997, reformada en hasta 69 artículos relativos a las instituciones y al funcionamiento de los órganos entre 2007 y 2009, y las Constituciones andina e «indígena» de Bolivia 2009 y Ecuador 2008). Esta división parcial en dos generaciones, en realidad, se sustenta en la diversidad de intenciones y principios recogidos en las cartas constitucionales de la primera, que proponían un retorno tendencial a la democracia, y en las cartas de la segunda, que prevén una superación de la democracia clásica basada en los derechos fundamentales de origen europeo. Sin embargo, aún no es posible dar por superada esta etapa constitucional, dados los recientes desarrollos que vive América Latina (Cuba, Perú y Chile).

Históricamente al final de un período de regímenes autoritarios y dictatoriales y de inestabilidad político-institucional y de violación de los derechos humanos, el primer objetivo de estas cartas constitucionales fue restablecer la protección de los derechos fundamentales (‍Gaddes, 1996: 30; ‍Donati, 2011: 161). El constitucionalismo iberoamericano se distingue, en esta etapa, de las teorías constitucionales de origen europeo por el intento de no caer más en situaciones de privación de libertad y autoritarismo, insertando algunos correctivos para garantizar los derechos fundamentales y la participación ciudadana, como por ejemplos, acciones colectivas y amparo constitucional, establecimiento del Defensor del Pueblo, recurso a formas de iniciativa popular directa (‍Donati, 2011: 174-‍176; ‍Negretto - Couso, 2018: 34-‍36). Ello supuso también un enriquecimiento de la jurisprudencia constitucional, que, de hecho, se ha convertido en la herramienta preferente para la implementación de los nuevos derechos constitucionales. Además, casi todas las nuevas constituciones de la región latinoamericana han promovido una participación directa de los ciudadanos tanto en el proceso de elaboración de leyes como en el proceso de revisión constitucional, previendo mecanismos manipuladores de participación popular (‍Negretto - Couso, 2018: 60; ‍Kriesi, 2012: 40-‍41). Estos mecanismos han previsto el recurso al referéndum abrogatorio, la iniciativa legislativa popular y otras diversas formas de participación, como peticiones populares y mandatos constitucionales (‍Negretto - Couso, 2018: 42; ‍Breuer, 2007: 554-‍579; ‍Negretto, 2020: 206-‍232). Las nuevas Constituciones han abierto el camino, por tanto, a una forma de Estado democrático-participativo, que se dirige directamente a los ciudadanos para favorecer la participación directa en las instituciones (‍Carducci, 2018: 107-‍126; ‍Mainswaring, 2012: 955-‍967).

A pesar de las garantías y los correctivos establecidos para proteger los derechos constitucionales y la participación popular, la transición democrática en América Latina ha impuesto, en casi todas partes, la introducción de una forma de gobierno presidencial altamente centralizada, siguiendo así la tradición del constitucionalismo iberoamericano desde de la época de Bolívar. De hecho, todas las nuevas democracias latinoamericanas han adoptado sistemas presidenciales que concentran la mayor parte del poder en manos del órgano ejecutivo. Es un presidencialismo que se diferencia del prototipo estadounidense (‍Negretto, 2003: 41-‍76), porque es «hiperpresidencialismo» y se caracteriza por un modelo de ejecutivo muy centralizado al que se le delega diferentes competencias que normalmente pertenecen a otros poderes (‍Negretto - Couso; 2018: 22). La forma preferida de intervención del gobierno es siempre la del decreto y casi nunca la de la ley. Este «decretismo», por lo tanto, es particularmente peligroso también en el desquiciamiento de la jerarquía de las fuentes, ya que tiende a elevar una fuente de segundo grado, como el decreto ejecutivo, a una fuente de primer grado, como el derecho común (‍Donati, 2011: 191-‍193; ‍De Vergottini, 1998: 203). Además, los presidentes latinoamericanos también pueden interferir en funciones judiciales o intervenir masivamente en el procedimiento legislativo o, finalmente, pueden suspender la constitución por causas excepcionales y de emergencia de gravedad[1]. La posición fuerte de los presidentes latinoamericanos suele derivar de la legitimidad popular de las elecciones directas y se fortalece cuando encuentra el apoyo de una mayoría parlamentaria del mismo color. Esto, en ocasiones, adquiere las connotaciones de un «cesarismo representativo», con una clara identificación entre la población y el jefe de Estado, que se convierte, al mismo tiempo, también en jefe de Gobierno (‍Mezzetti, 2000: 363). Esta situación se ve favorecida por las leyes electorales que prevén la renovación simultánea del congreso y del presidente (por ejemplo, Bolivia). Además, los ejecutivos disfrutan de un alto nivel de independencia y fuertes poderes normativos e iniciativa legislativa que les permiten intervenir directamente en las competencias de un parlamento caracterizado por una excesiva fragmentación partidaria (por ejemplo, Brasil post Lula y Rousseff).

Todos los miembros del ejecutivo dependen, de hecho, del presidente que se convierte, por tanto, en el «plenipotenciario» del poder ejecutivo (por ejemplo, Bolsonaro en Brasil o Bukele en El Salvador). Algunos presidentes, entonces, han incrementado su poder también en virtud de reformas que han autorizado su reelección ilimitada (por ejemplo, Venezuela en 2009 y Nicaragua en 2014) o que han alterado el veto presidencial, transformándolo en el poder de impedir en alguna legislación de manera (‍Negretto, 2004: 531-‍562; ‍Mezzetti, 2000: 329-‍425). Los ejecutivos, en efecto, pueden presentar proyectos de ley relativos a cuestiones económicas y financieras, presen- tar leyes presupuestarias, intervenir mediante decreto en asuntos de urgencia, salvo para solicitar su transformación en leyes por los parlamentos en un plazo limitado, e implementar decretos legislativos para asuntos particularmente complejos. Además, las cartas constitucionales del tercer ciclo atribuyen siempre a los ejecutivos la tarea de someter a aprobación popular las cuestiones de referéndum, sancionando efectivamente el vínculo entre el pueblo y los presidentes (‍Welp, 2010: 26-‍42).

Un poder ejecutivo tan fuerte tiende a corresponder a un poder legislativo débil. En ocasiones, la debilidad parlamentaria se ve agravada por una realidad partidaria poco clara e inestable, donde conviven muchos partidos y agrupaciones políticas, incluso pequeñas, muchas veces incluso de derivación terrorista, por ejemplo, Colombia (‍Negretto, 2009: 117-‍139). La preferencia de los nuevos papeles constitucionales fue por la creación de un bicameralismo (con excepción del monocameralismo de Perú y Venezuela), no siempre perfecto, con una cámara baja para representar los intereses del pueblo y una cámara alta para las realidades locales. Sin embargo, las nuevas cartas constitucionales han previsto mecanismos y medidas correctivas para fortalecer el poder legislativo a fin de que pueda ejercer una función de control sobre el ejecutivo, atribuyéndole, por ejemplo, facultades de investigación a comisiones específicas —por ejemplo, Paraguay y Argentina— o imponiendo al gobierno la obligación de interconectar informes periódicos ante el parlamento con la creación de facto de un «bloque mutuo» entre los dos poderes, por ejemplo, Bolivia- o, finalmente, reforzando el procedimiento de juicio político que el legislativo puede entablar contra el presidente y sus ministros, por ejemplo, Brasil. El uso de herramientas de participación directa y la introducción del referéndum y la iniciativa popular legislativa también contribuyeron a un fuerte bloqueo al enorme poder que las cartas constitucionales suelen atribuir al ejecutivo.

La tendencia a garantizar la protección de los derechos y libertades negados todo el tiempo por los regímenes autoritarios ha llevado a la afirmación de nuevas posiciones jurídicas dignas de protección y provenientes de una fuerte demanda popular (‍Negretto, 2012: 749-‍779), como derechos de última generación, ampliando el parámetro de protección constitucional y previendo una nueva disciplina para la protección de los derechos humanos (‍Landau, 2012: 1-‍81). Además, se ha introducido una protección constitucional de los derechos comunitarios del grupo, como sujeto de iniciativa democrática, y de los derechos culturales y étnicos, vinculados exclusivamente a las peculiaridades culturales, lingüísticas y religiosas de los grupos minoritarios (‍Carducci, 2014: 2; ‍Uprimmy, 2011: 1587-‍1609). El tercer ciclo constitucional se distingue por una búsqueda de los orígenes y peculiaridades iberoamericanas, o por un redescubrimiento de los elementos micro y macro representativos que tienden a distinguir a América Latina de la realidad occidental y europea (‍Losano, 2000: 177). Las constituciones iberoamericanas del tercer ciclo acogen la multiculturalidad como base para la protección de los derechos fundamentales, enriqueciendo el parámetro constitucional tradicional con derechos derivados de la cultura y la tradición locales. Por tanto, la verdadera innovación del constitucionalismo iberoamericano se expresa en una actitud inclusiva hacia las comunidades indígenas. Los nuevos textos constitucionales no se limitan únicamente a proteger la existencia de las comunidades indígenas y la protección de sus derechos, sino que también incluyen el derecho indígena, en lo compatible con la Constitución y con la protección de los derechos fundamentales, dentro de las fuentes del derecho nacional (‍Carducci, 2012: 319-‍325), previendo, por ejemplo, la protección de los derechos de la naturaleza vista como sujeto personificado de derecho según la tradición jurídica indígena (‍Somma, 2018: 57).

El «determinante» indígena se ha convertido, con el tiempo, en el rasgo principal para redefinir las estructuras constitucionales, dependiendo de la voluntad política del momento de integrar o no al elemento indígena. Todos los textos constitucionales del tercer ciclo, por tanto, no sólo se han limitado a reconocer la presencia del elemento indígena y del componente étnico dentro de la población, sino que han introducido una protección de las tierras indígenas, como territorios ancestrales ligados a su origen, del que depende su propia existencia. Además, para el reconocimiento del derecho de propiedad de las comunidades originarias, se han aplicado instituciones jurídicas de derivación consuetudinaria indígena, tales como el manejo comunitario de las tierras, la propiedad histórica sin posesión de título y la restitución de los territorios históricos sobre la base del criterio antropológico de «ancestralidad» o, mejor, de la preexistencia legal (‍Tommaselli, 2012: 21-‍70; ‍Nocera, 2018: 76). Estas instituciones encuentran su legitimidad constitucional en un pluralismo de Estado que remite a una visión cultural y etnocéntrica (‍Ticona Alejo, 2003: 1).

La Constitución brasileña de 1988 atribuyó la propiedad de las tierras indígenas a las comunidades indígenas, las cuales fueron reconocidas como organizaciones sociales legítimas, titulares de posiciones jurídicas dignas de protección y derechos colectivos de grupo (arts. 231-‍232), y afirmó la precedencia lógica y temporal del derecho indígena originario preexistente, sobre cualquier fuente normativa o acto administrativo (art. 225). La Constitución argentina de 1994 sancionó el reconocimiento de los derechos indígenas y su derecho de propiedad sobre las tierras ancestrales como derivados de un derecho preexistente al nacional, otorgando, sin embargo, al Congreso la facultad y autoridad para identificarlos, delimitarlos y atribuirlos a las comunidades indígenas que en ellos se reconozcan (art. 75). La Constitución mexicana, reformada en 2001 y luego nuevamente en 2011, garantizó el reconocimiento de las comunidades indígenas y sus derechos fundamentales, obligando a las autoridades estatales a remover todos los obstáculos que pudieran interponerse e imponiendo a las comunidades indígenas el respeto y protección de los derechos humanos reconocidos por la carta constitucional y el derecho internacional (art. 2), y permitió a los pueblos indígenas reclamar la propiedad de sus territorios históricos sobre la base del denominado «camino de pertenencia» (art. 27). La Constitución peruana de 1993 garantizó la participación indígena en las políticas ambientales del Estado (art. 17). La Constitución paraguaya de 1992 protegió la propiedad comunitaria de las tierras ancestrales indígenas y legitimó su posesión sine titulo (arts. 64-‍65).

V. EL PARÁMETRO INDÍGENA COMO TRADICIÓN PLURAL, MULTINACIONAL Y CONTRAHEGEMÓNICA[Subir]

En la década de 2000, el elemento diferencial indígena se convirtió en el parámetro básico de las nuevas construcciones constitucionales, sustentadas en la «cosmovisión andina». Esta denominación se utiliza aquí en referencia a un concepto antropológico mucho más amplio que se basa en los principios indígenas de suma qamaña y suma kawsay, el equilibrio entre la razón, los sentimientos y los instintos (‍Baldin, 2019: 67; ‍Albó, 2009: 26; ‍Bagni, 2014: 76).

La visión indígena como fundamento de la legislación constitucional ha sido traducida en los textos constitucionales de Ecuador (2008) y Bolivia (2009) con las expresiones sinonímicas de «buen vivir» en Ecuador y «vivir bien» en Bolivia. Estos conceptos son sintomáticos de la voluntad expresa de los constituyentes ecuatoriano y boliviano de referirse a una vida en armonía con la comunidad y con la naturaleza, donde las esferas privada y comunitaria, y las esferas material y espiritual, se conciban como interdependientes (‍Baldin, 2019: 69). La Ley Marco de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien de la Republica de Bolivia define el «vivir bien» como «el horizonte civilizatorio y cultural alternativo al capitalismo y a la modernidad que nace en las cosmovisiones de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, y las comunidades interculturales y afrobolivianas, y es concebido en el contexto de la interculturalidad», que se realiza «de forma colectiva, complementaria y solidaria» en manera que se integra en el mismo plano la dimensión social, la cultural, la política, la económica, la ecológica y la afectiva para «permitir el encuentro armonioso entre el conjunto de seres, componentes y recursos de la Madre Tierra» (art. 5.2). Por tanto, los individuos se relacionan con el territorio y con los recursos naturales que en él se incluyen, a partir de su propia dimensión simbólico-cultural y de lo aprendido dentro de su propia realidad social y antrópica. La armonía se convierte en un principio clave de rango superprimario, que justifica la aceptación del parámetro indígena dentro del derecho constitucional (‍Baldin, 2021: 68-‍69; ‍Baldin, 2015: 1; ‍Silva Portero, 2008: 116; ‍Prada Alcoreza, 2013: 145).

La construcción social individualista occidental, basada esencialmente en la libertad de elección del individuo, visto también como ciudadano y consumidor, se aleja lo más posible de la visión «cosmocéntrica» ​​indígena. Esta última pone en el centro a la Naturaleza, es decir el orden de las cosas, respecto del cual los individuos son conscientes de que tienen sólo un papel pasivo. La vida en armonía con la Naturaleza implica la anulación de la construcción social basada en el individualismo en virtud de una construcción social que se fundamenta en el rol y decisiones de la comunidad (‍Zaffaroni, 2012: 109). La visión indígena sintetiza a la comunidad como interlocutor político y económico, sentando las bases de los principios de la filosofía andina y, por tanto: el principio de relación; el principio de correspondencia; el principio de complementariedad; y el principio de reciprocidad (‍Estermann, 2009; ‍Estermann, 2012). Surge así un modelo jurídico-político basado en la democracia participativa y consensuada, propio de los sistemas de autogobierno indígena, y un esquema económico sustentado en la idea de complementariedad y reciprocidad, y aunque en principios ético-morales derivados de la cultura de los pueblos originarios. El resultado es una estrecha relación entre el hombre y los recursos naturales y el nacimiento de un nuevo sujeto colectivo, el de las comunidades indígenas (‍Baldin, 2019: 77).

La visión indígena es «ancestral», es decir, preexistente respecto de la construcción nacional de las repúblicas independientes. La ancestralidad indica la radicalización en el tiempo y en la historia de los orígenes indígenas, para los cuales la vida comunitaria y en armonía con la Naturaleza existía antes de la imposición de un sistema jurídico y político de origen occidental. Además, la visión indígena es «tradicional», es decir, deriva directamente de la «tradición», que es el conector entre los diferentes elementos presentes dentro de la memoria cultural, y que, con el paso del tiempo, constituyen una costumbre de carácter jurídico (‍Baldin, 2019: 72-‍74). En tal sentido, la tradición indígena, que es el resultado de una experiencia acumulada a través de la memoria, la transmisión oral y el vínculo con la Naturaleza, tiene la doble característica de pertenecer al pasado y de ser, al mismo tiempo, contemporánea a la época, mantener la continuidad histórica y asumir un carácter social (‍Baldin, 2019: 75; ‍Carducci, 2012; ‍Shils, 1981: 23).

El paradigma ancestral e indígena perfila una construcción constitucional denominada «Nuevo Constitucionalismo» (‍Pegoraro, 2014: 390), es decir un modelo socialdemócrata alternativo, que pone en el centro la identidad y la determinación de los pueblos indígenas y su cosmovisión ancestral. Sus corolarios son: la justicia social, la solidaridad comunitaria, la democracia participativa, la economía plural y comunitaria, la teoría de los bienes comunes, que pertenecen al esquema cultural y jurídico indígena; la protección ambiental y la soberanía alimentaria, que pertenecen al sistema de valores indígena; la presencia de diferentes lenguas, culturas y nacionalidades (‍Baldin, 2019: 77). Esto da la oportunidad de releer y reinterpretar el término desarrollo, muchas veces al frente de la educación indígena, porque va más allá la misma multiculturalidad de los más recientes documentos constitucionales para construir una sociedad pluricultural y plurinacional. Los valores ancestrales basados ​​en el paradigma del vivir bien reconstruyen por tanto una sociedad basada en un enfoque holístico, que tiende a desarrollar armonía y sintonía entre diferentes elementos, incluyendo los diferentes componentes étnicos, lingüísticos y culturales de la propia sociedad. El desarrollo de los pueblos indígenas adquiere una connotación diferente al mero desarrollo social de las minorías, transformándose en un etnodesarrollo, es decir, un desarrollo en clave étnica que se reconoce en la capacidad social y cultural de los pueblos para reconstruir las instituciones democráticas y las interacciones socioeconómicas, a partir de la riqueza presente en la diversidad cultural y étnica (‍Baldin, 2019: 18; ‍Bonfil Batalla, 1982: 131), según el parámetro de la plurinacionalidad (‍Martínez Dalmau, 2013: 274), que indica «la existencia de naciones y pueblos indígena originario campesinos, comunidades interculturales y afrobolivianas y bolivianas y bolivianos que en su conjunto constituyen el pueblo boliviano» (art. 3.I, Ley del Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia 2010). De esto, se puede inferir que el reconocimiento de la existencia de los pueblos indígenas ahora es reemplazado por el reconocimiento de las raíces indígenas dentro de la sociedad misma. La plurinacionalidad, por lo tanto, se basa en el supuesto de la convivencia étnica y cultural, que se distingue de la homogeneidad cultural de los modelos occidental y euroatlántico, otorgando a los pueblos indígenas pleno control sobre su propio territorio y sobre sus propios intereses culturales y emancipándolos de la posición de subordinación que les atribuyó durante mucho tiempo —aunque, a veces, indirectamente— por anteriores reconstrucciones jurídico-políticas (‍Buono, 2016: 1201).

El Estado plurinacional se fundamenta en la interculturalidad, es decir «la expresión y convivencia de la diversidad cultural, institucional, normativa y lingüística, y el ejercicio de los derechos individuales y colectivos en búsqueda del vivir bien» (art. 3, punto 10), como principio jurídico cardinal. En este sentido, las identidades étnicas se protegen sin discriminación como base fundamental para la construcción de la estructura jurídica, política y económica de la sociedad. La cultura ancestral del vivir bien, por tanto, se convierte en el presupuesto ideológico y filosófico de una relectura y «descodificación» del modelo de Estado que se diferencia y se opone a los modelos importados del mundo occidental (‍Pegoraro, 2017: 6). El vivir bien aparece entonces como «una narrativa contrahegemónica», fruto de una «periferia social» que a su vez proviene de la «periferia del mundo», o más bien es un «producto cultural que se ha elevado a la tradición» (‍Baldin, 2019: 71), que creó una «epistemología del Sur» (‍Carducci, 2012: 345; ‍De Sousa Santos, 2010: 80). Este desarraigo constituye una nueva o segunda «descolonización» (‍Carducci, 2014), que contempla un renacimiento económico y jurídico a partir de las culturas tradicionales y ancestrales (‍Baldin, 2019: 29). Es una emancipación indígena que coincide, al mismo tiempo, con una renovación no sólo cultural sino también jurídica por el descubrimiento de una nueva identidad. La ley misma, por lo tanto, se vuelve «emancipadora» (‍De Sousa Santos, 2009: 160) e ya no se identifica con los estilos impuestos por el modelo neoliberal, la tradición occidental democrática y participativa y el imperio de los derechos humanos y su codificación a nivel internacional (‍Bengoa, 2009: 8). El nuevo modelo andino basado en el vivir bien rige una sociedad fundada en el «comunitarismo» de origen indígena, donde la «comunidad» en sí misma asume el nivel intermedio entre las instituciones y el individuo en la base de una construcción poscapitalista, que va más allá tanto del colectivismo socialista como del liberalismo de base europea (‍Johnston, 1989: 19-‍34). Surge un nuevo modelo de Estado, el denominado «Estado del Bien Vivir», que, en su contraste con el modelo del «welfare State», en nombre de una sociedad compartida con un manejo equitativo de los recursos naturales y bienes comunes que parte del entendimiento de las diferentes culturas.

La interculturalidad sitúa a la nueva teoría constitucional en una posición «contrahegemónica», rompiendo el esquema axiológico tradicional (‍Baldin, 2019: 27; ‍Baldin, 2021: 3). La Constitución boliviana y la Constitución ecuatoriana aceptan un parámetro de origen antropológico y lo erige como un principio constitucional con valor transversal para todos los aspectos de la vida jurídica, social y política del Estado, o más bien subsume una tradición cultural dentro de los principios del nuevo texto constitucional. Este principio, como fundamento de la inclusividad de la sociedad plurinacional, se convierte en el significante del pluralismo jurídico. La interculturalidad, por tanto, expresa un concepto más complejo y completo que el multiculturalismo, que indica la mera convivencia pacífica entre diferentes culturas y etnias, pero con un sentido descriptivo, para indicar la composición social y antropológica, y prescriptivo o político en referencia a las normas, destinado a establecer los derechos y obligaciones de las instituciones y de los diversos grupos. Es posible decir que el multiculturalismo es la base de la interculturalidad, la cual, a su vez, asume una declinación dialógica e interactiva entre los diferentes grupos étnico-culturales, con el fin de evitar enfrentamientos y construir una sociedad plural (‍Baldin, 2019: 27; ‍Piciocchi, 2019: 1285) donde viga un «pluralismo normativo» como una alternativa a la uniformidad nacional, cultural y política (‍Baldin, 2019: 92), que supone un cambio epistemológico para entender conceptos equivalentes a la dominante (‍Baldin, 2019: 114).

Dadas estas premisas, es posible afirmar que las Constituciones «indígenas» no necesitan reconocer la existencia de los pueblos indígenas, ni sus derechos humanos, como sucedió en las cartas constitucionales anteriores, porque los derechos de los pueblos indígenas toman la definición de «derechos muy fundamentales». Estas constituciones, de hecho, ya se basan en fuentes de derecho que incluyen, entre otras, el derecho indígena, o derechos consuetudinarios indígenas, que se convierten en la piedra angular de un esquema constitucional pluralista y comunitario (‍Médici, 2010: 4; ‍Nocera, 2018: 83). El sistema legal está compuesto por fuentes de producción estatal, sino también por reglas de origen indígenas, o las costumbres. Como tal, no sólo se trata de identificar los usos y costumbres, es decir las conductas no contrarias al derecho nacional que se repiten de manera constante y uniforme (diuturnitas), con la creencia común de que son debidas y/o moralmente obligatorias (opinio iuris). En el sentido de costumbres, en efecto, la costumbre y la repetitividad de una conducta se entrelazan con el componente histórico-cultural (‍Sacco, 2007: 80). Las costumbres son, por tanto, normas propias de las comunidades indígenas, cuyas raíces se pierden en la historia y se transmiten oralmente de generación en generación con el objetivo de preservar la existencia misma de las comunidades indígenas. Son, por tanto, normas quasi jurídicas, ya que descienden de la cosmovisión indígena y luego se aplican a circunstancias concretas con el objetivo de emancipar la cultura indígena y crear una mayor cohesión social (‍Sacco, 2007: 100, 121). Por ello, el Estado no sólo tiene la obligación de promover las costumbres y tradiciones quasi legales indígenas, sino que acoge las costumbres dentro de la jerarquía de las fuentes del derecho (‍Baldin, 2019: 105).

Esta construcción teórica y científica ha sustentado el nacimiento de las actas constitucionales boliviana (2009) y ecuatoriana (2008), las cuales han puesto en la base de su construcción un proceso de reconquista identitario-étnica. Esta es una nueva perspectiva jurídica que encaja en un enfoque anticapitalista, antiimperialista y alternativo (‍Rodríguez Caguana, 2016: 56). Las cartas constitucionales boliviana y ecuatoriana proponen una sublimación de la tradición cultural y jurídica indígena, ubicándola entre las fuentes normativas estatales y superando el positivismo jurídico que siempre ha caracterizado al constitucionalismo de origen occidental (‍Baldin, 2019: 124).

La Constitución boliviana recuerda la existencia de la plurinacionalidad y de la interculturalidad como base de la formación del pueblo y el componente cultural indígena como fundamento de toda la construcción (art. 98). De ahí la caracterización de un orden democrático-social innovador, que persigue la consecución del vivir bien y, por tanto, de una armonía holística entre los valores ético-morales y el derecho. A partir de este supuesto, la protección de los pueblos indígenas está directamente ligada a su preexistencia lógica y jurídica y a la cultura tradicional armónica que vincula al individuo y al medio que lo rodea (arts. 2-‍3 y 8). Esta actitud se deduce del reconocimiento de fuentes de derivación consuetudinaria entre las fuentes del derecho nacional, que permea toda la carta constitucional boliviana y que va de la mano con una mayor descentralización y con la regulación de los poderes autónomos, regionales, departamentales, municipales o también ligada a la existencia de una o más comunidades originarias. La autoctonía se convierte en la clave de comprensión que enriquece el parámetro constitucional andino. En esta manera, el derecho indígena tradicional no sólo se protege, sino que se promueve dentro de la jerarquía de las fuentes nacionales como fuente de rango primario y, por tanto, con el mismo rango de las leyes estatales, departamentales y municipales (art. 410), en virtud del reconocimiento legal de las autoridades territoriales indígenas campesinas y de su autonomía. Los valores del vivir bien se convierten en valores básicos del Estado Plurinacional de Bolivia para la construcción de una sociedad justa, equitativa y solidaria y se expresan: en el «saber crecer», compartiendo la fe y la espiritualidad respetando la libertad de religión y de creencias; en el «saber alimentarse», respetando el medio ambiente y las ofrendas de la Madre Tierra; en «saber danzar», celebrando la armonía entre las personas y el vínculo espiritual y energético; en el «saber trabajar», donde el trabajo ha de ser considerado como una fiesta y una alegría y ha de realizarse según la reciprocidad y la complementariedad; en el «saber comunicarse» y en el «saber hablar», lo que implica un buen razonamiento, y, en consecuencia, en el «saber escuchar», en el «saber pensar» y en el «saber soñar» en visión de la construcción de un futuro optimista y en la plenitud de la vida presente (art. 6, Ley Marco de la Madre Tierra 2010). Es un proceso de «mestizaje» social y jurídico que no se limita sólo al reconocimiento de la autonomía territorial indígena y las fuentes de derecho emitidas por las entidades indígenas, sino que comprende también las fuentes derivadas de los «usos y costumbres», es decir las «normas propias indígenas», consuetudinarias y transmitidas por la tradición (arts. 30, 374-‍375). Por lo tanto, el objetivo del pluralismo jurídico en el sistema boliviano no es crear enclaves, sino consolidar las bases jurídicas dentro de cada grupo y facilitar el diálogo (‍Baldin, 2019: 114). Partiendo de estas mismas bases, es posible deducir el recurso a la interpretación constitucional intercultural, plural y multidimensional, también basada en la experiencia indígena y la moral incaica (art. 3), a la que se sujetan los tribunales estatales y el Tribunal Constitucional Plurinacional (arts. 197-‍198, pero también Ley del Tribunal Constitucional Plurinacional 2012). Además, el sistema boliviano contempla el derecho de las naciones originarias y de los pueblos indígenas y campesinos a ejercer «sus derechos políticos de acuerdo con sus normas y procedimientos propios, en una relación de complementariedad con otras formas de democracia» (art. 91). Se trata de una democracia comunitaria basada en la aceptación del parámetro indígena y campesino y del derecho indígena como fuente de derecho nacional y que salvaguarda la libertad y la diversidad cultural y de valores indígenas (arts. 92, 93.I). Se protege el principio de oralidad, propio del derecho indígena, prohibiéndose cualquier decisión o acción que pudiera limitar o comprometer este principio, pues perjudicaría al propio fundamento del derecho indígena (art. 93.II).

El mismo esquema constitucional fue seguido por la carta casi contemporánea del Ecuador, cuyo intento se basa en la construcción de «una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el buen vivir, el sumak kawsay» (Preámbulo). El parámetro indígena y ancestral del buen vivir (correspondiente al vivir bien boliviano) se convierte en el paradigma de interpretación de una construcción constitucional que parte de la indigenidad, interculturalidad y plurinacionalidad del pueblo ecuatoriano, quienes comparten los mismos valores éticos y actividades culturales, a fin de construir una convivencia pacífica y armónica, tanto a nivel antrópico y social como con la naturaleza y el hábitat natural (art. 1). El buen vivir se convierte en el fin del sistema nacional, para lo cual las instituciones son descentralizadas, en virtud del principio de subsidiariedad, e «interculturalizadas», en virtud del criterio de plurinacionalidad (‍García Serrano, 2011: 290-‍291). El buen vivir es también un requisito previo para la protección de los derechos fundamentales del individuo y la comunidad, tanto que el Capítulo Segundo del Título II («Derechos») se titula «Derechos del Buen Vivir» e incluye los derechos al agua y a la alimentación (arts. 12-‍13), a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado (arts. 14-‍15), a la comunicación y la información también a través de formas simbólicas, figurativas y no verbales y sin discriminación de ningún tipo (arts. 16-‍20), a la cultura, la identidad cultural y la preservación de los conocimientos tradicionales (arts. 21-‍25), a una educación intercultural, democrática e inclusiva de la diversidad (arts. 26-‍29), al hábitat (arts. 30-‍31), a la salud (art. 32) y al trabajo y a la seguridad social (arts. 33-‍34). La carta garantiza la existencia de las comunidades y naciones indígenas y ancestrales, el pueblo afrodescendiente y el pueblo «montubio» (art. 56). Específicamente, se protegen los derechos de los pueblos indígenas, como posiciones jurídicas subjetivas e individuales y como derechos colectivos propios de cada comunidad indígena y ancestral (arts. 57-‍60), sobre la base de una relación de preexistencia lógica y jurídica de componente indígena y, por tanto, también de su derecho cultural (art. 4). Por lo tanto, la Constitución ecuatoriana también integra el derecho indígena tradicional en la jerarquía de las fuentes nacionales: esto ha implicado la subversión del esquema constitucional clásico y la introducción de nuevos sujetos de derecho, como la Naturaleza, que se convierte en titular de posiciones jurídicas subjetivas y de una serie de derechos, que pueden ser reclamados y protegidos, incluso ante los tribunales, por cualquier ciudadano, organización, asociación o institución del Estado.

VI. CONCLUSIONES. EL PARÁMETRO INDÍGENA COMO EXTENSIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS[Subir]

Los valores holísticos y ancestrales que sustentan las fuentes del derecho indígena son claramente de derivación tradicional, es decir, descienden de un proceso de sedimentación histórica y cultural que ha preservado la memoria indígena y su transmisión al interior del pueblo, creando una fuerte cohesión social y humana dentro de las comunidades. El comunitarismo y la solidaridad predicados por el programa político de Morales en Bolivia y Correa en Ecuador e insertados como parámetros de valor dentro del texto constitucional son parte de la tradición indígena y fuente de esta, en tanto encerrados en una interdependencia cíclica (que siempre es parte de la cultura indígena). Por tanto, mientras las fuentes del derecho indígena se convierten en fuentes del derecho nacional, válidas también para los no indígenas, el vivir bien se convierte en el principio normativo que los sustenta y de los derechos mismos (‍Baldin, 2019: 78): no es casualidad que a menudo se hable de los derechos del buen vivir / vivir bien, subrayando la conexión estructural lógica.

Esta reinterpretación pone en primer lugar el elemento cultural, del que depende la protección de los derechos fundamentales, que se igualan sin distinción jerárquica alguna, y concuerda con visiones constitucionales alternativas al modelo occidental que han encontrado su núcleo regenerador continuo en el elemento cultural y tradicional (ejemplos son el sistema indio, pero también la ley japonesa).

Esto no quiere decir que las cartas constitucionales andinas no les den importancia a los derechos fundamentales, de los cuales, por el contrario, ha concebido una protección muy amplia, sino que los declina y los compenetra dentro de un valor y sistema jurídico típicamente ancestral e indígena. Es significativo notar cómo se antepone la condición de preexistencia indígena al catálogo de derechos y libertades fundamentales. Tal lectura denota la intención del constituyente de derivar la protección de todas las posiciones subjetivas del derecho de la composición multinacional del Estado y la importancia del componente indígena. Por tanto, la propia aceptación del parámetro indígena se lee como una extensión de la protección de los derechos humanos, en tanto garantiza una fuente de derecho cultural. En consecuencia, no sólo se protege la existencia antrópica de los pueblos, sino también la de sus sistemas tradicionales de conocimiento y administración. Sin embargo, la integración de una fuente de derecho de origen consuetudinario e histórico encuentra su límite en el respeto a la dignidad humana y los derechos fundamentales, por lo que todas aquellas normas tradicionales indígenas que exijan tratos inhumanos o contrarios a los principios y valores fundamentales de la Constitución y el derecho internacional deben considerarse ilegítimos y, por lo tanto, no se aplican. Esta distinción establece una clara línea de demarcación entre el experimento jurídico híbrido del derecho público iberoamericano y los ordenamientos jurídicos que beben totalmente de la cultura y la tradición y trascienden peligrosamente los fundamentos de la protección de los derechos humanos, contraponiéndose no sólo al derecho de matriz occidental, sino también con el derecho internacional.

NOTAS[Subir]

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Ejemplos similares de suspensión de garantías constitucionales se han observado muy recientemente debido a la situación de emergencia por la propagación de la pandemia del COVID-19 en varios Estados de América Latina (e.g.: Venezuela, Brasil, El Salvador, Ecuador, etc.).

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