La historia constitucional nórdica, igual que la de los países del Este europeo, resulta por lo general escasamente conocida en nuestro país. Obviamente, lo poco accesible del idioma es en buena medida responsable de tal laguna, que se traduce en que nuestros ojos se vuelvan una y otra vez hacia el constitucionalismo de los mismos territorios, transitados hasta la extenuación. Pero la historia constitucional comparada no puede prescindir de aquellos otros modelos, por más limitaciones idiomáticas inevitables que existan. Y en este sentido, Guillermo Vicente y Guerrero, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza, muestra el camino que ha de seguirse, con una interesante monografía dedicada a la Constitución noruega de 1814 publicada por el Centro de Estudios Constitucionales en su colección Estudios Constitucionales.

El volumen analiza el texto constitucional y los pormenores de su gestación en una narración de doble naturaleza. La mayor parte de la obra emplea un discurso cronológico, en el que de forma pormenorizada se presentan los principales avatares y acontecimientos históricos que rodearon a la formación del texto normativo y, sobre todo, se aporta un resumen detallado (casi día a día) de los diarios de sesiones, muy útil para conocer las posiciones de cada uno de los oradores que intervinieron en la Asamblea constituyente habida cuenta de la dificultad idiomática. El capítulo cuarto, sin embargo, atiende a un estudio no ya cronológico, sino analítico, que se detiene en aspectos capitales del articulado constitucional: distribución de poderes, soberanía, igualdad y libertad. Todo ello redactado con un estilo ágil y directo, aunque, por poner una pega, a mi modo de ver la transcripción de prácticamente todos los textos y debates (al margen de su trascendencia) en su lengua original, aun cuando quepa justificarla en aras de contrastar la literalidad, convierte la lectura en un tanto farragosa, ya que pocos serán los que puedan disfrutar del cotejo idiomático, y la mayoría de los lectores acabarán —como en mi caso— buscando con avidez dónde se abren los paréntesis que encierran la traducción al castellano.

La de Noruega ha sido, durante tiempo inveterados, una historia de lucha por la independencia. Desde el reinado de Margarita I y la formación de la Unión de Kalmar, en el siglo xiv, Noruega permaneció durante casi cinco siglos vinculada a Dinamarca, con la que mantuvo una relación de dependencia, llegando a constituir apenas una provincia suya. El despegue económico del territorio noruego en el siglo xviii, merced sobre todo a la industria maderera, permitió la eclosión de un sentimiento nacionalista —en realidad siempre presente— y, con él, las aspiraciones de independencia. El camino a tal objetivo empezó a despejarse cuando Dinamarca se declaró aliada de la Francia napoleónica y Noruega sufrió un bloqueo naval que la mantuvo aislada y bajo el Gobierno provisional de Christian August de Augustenborg, formando así el primer Gobierno nacional noruego, lo que fomentó entre la población la idea de que era posible un Gobierno propio desligado de los daneses. Un nuevo revés militar de Dinamarca, esta vez frente a Suecia, acabó en el Tratado de Kiel (14 de enero de 1814), por el que el rey danés Frederik VI renunciaba a su dominio sobre Noruega, que quedaba anexionada a Suecia.

El hecho de que la anexión se formalizase sin contar con la voluntad de los propios noruegos dio lugar a que parte de la sociedad la reputase nula y que considerase que, precisamente por esa razón, el pueblo había reasumido la soberanía. Unas ideas espoleadas por la buena acogida que entre la intelectualidad noruega habían tenido los pensadores revolucionarios franceses.

En este contexto, el príncipe Christian Frederik, virrey de Frederik VI en Noruega, asumió el poder regio, convirtiéndose en una figura clave para el proceso de emancipación del territorio, a pesar del recelo que despertaba en algunos sectores por sus vínculos familiares con Dinamarca. El joven monarca convocó una reunión en Eidsvoll para consultar a prominentes ciudadanos noruegos sobre los derechos sucesorios. Una reunión en la que se planteó que precisamente la independencia de Noruega era el camino más directo para satisfacer sus aspiraciones dinásticas.

Para cumplir este objetivo, el juez Christian Magnus Falsen se congregó con dos eminentes noruegos, Georg Sverdrup y Peder Anken, para redactar el que sería primer borrador de la futura Constitución y que pivotaba en torno a tres grandes pilares: soberanía popular, separación de poderes y reconocimiento de derechos individuales. Poco después se volvería a celebrar una nueva reunión en Eidsvoll, con veintiún miembros de las elites políticas, económicas y militares de Noruega. En ella destacaron los argumentos de Sverdrup, quien sostuvo la ya referida idea de reasunción de soberanía por el pueblo noruego y, con ella, la libertad para elegir a su gobernante. De resultas de aquella reunión se acordó la convocatoria de una Asamblea del Reino que eligiese al futuro monarca y elaborase un texto constitucional dirigido al proceso emancipador del territorio.

La Asamblea del Reino, integrada por algo más de un centenar de diputados, se reunió finalmente entre el 10 y el 20 de mayo de 1814 en la misma ciudad de Eidsvoll, y en ella la cuestión de la independencia resultó el asunto medular, al punto de dividir a los diputados en dos grupos diferenciados. El primero —mayoritario en la cámara y liderado por Christian Magnus Falsen— era el de los independentistas, también conocido como «partido del príncipe» por ser el más ligado a las pretensiones de Christian Frederik, que no eran otras que logar que Noruega se emancipara de cualquier otro territorio. Enfrente de este grupo se situaban los unionistas, liderados por Johan Casper Herman Wedel Jarlsberg y que consideraban inevitable la unión con Suecia, de modo que aspiraban solo a obtener para el territorio las mejores condiciones posibles en ese escenario.

En sus primeras sesiones, la Asamblea eligió un Comité Constitucional de quince miembros, quienes elaboraron un documento con once principios fundamentales que marcarían el rumbo del proceso constituyente y entre los que figuraban la formación de una monarquía limitada y hereditaria, en la que el Parlamento ejerciese poder legislativo y presupuestario, el jefe del Estado tuviese en sus manos la declaración de guerra y paz, así como el derecho de gracia, en tanto que el poder judicial fuese independiente. En cuanto a los puntos que guiarían la parte dogmática, se incluía la libertad de prensa, la confesionalidad del Estado (en la religión evangélico-luterana), la libertad de industria, la supresión de privilegios y el servicio militar obligatorio. Estos once principios estaban inspirados en el ya referido proyecto constitucional elaborado por Sverdrup, Anken y Falsen, y que este último manejó aprovechando ser también quien presidía el referido Comité Constitucional. No fue el único proyecto constitucional que se empleó en él. El profesor Vicente y Guerrero refiere la presencia de una veintena de proyectos, procedentes de funcionarios, académicos, ciudadanos y campesinado, todos ellos dirigidos a la Asamblea en el clima de expectación que generó su reunión.

Llama poderosamente la atención la similitud que existe entre este proceso y el español con el que arrancó nuestro constitucionalismo. Tanto la Constitución noruega como la española de 1812 surgieron en el curso de una invasión extranjera, y en ambos casos hubo una notable presencia de proyectos constitucionales surgidos de la opinión pública y que representan a día de hoy una fuente de información de gran interés historiográfico. Y es que lo acaecido en Noruega recuerda mucho a la «consulta al país» que se gestó en España en 1809, cuando la Junta Central solicitó, en el seno de su decreto de convocatoria a Cortes de 22 de mayo, que particulares e instituciones respondiesen a un cuestionario sobre las reformas institucionales que debían abordarse. El centenar de informes que se recibió fue extractado en el seno de la propia Junta Central, y utilizado por la Comisión de Constitución. Entre esas respuestas —una auténtica radiografía del país como en su día observó Miguel Artola— había unos cuantos documentos articulados en forma de proyecto constitucional, a los que habría que añadir otros que de modo más o menos espontáneo fueron también remitidos a la Central. En particular el de Álvaro Flórez Estrada, el más interesante de cuantos vieron la luz en todo este proceso.

Volviendo al caso noruego, sobre la base de aquellos proyectos, y una vez aprobados los once principios sobre los que se cimentaría la futura ley fundamental del reino, el Comité Constitucional presentó el 26 de abril el borrador constitucional que se sometería al debate de la Asamblea. En este punto, Vicente y Guerrero apunta a los que pudieron haber sido los veneros doctrinales de ese proyecto constitucional: doctrinalmente señala a la influencia de Locke, Vattel, Grocio o Pufendorf. Aunque quizás el referente más directo sería el texto Ideas sobre una Constitución para Noruega, redactado por el profesor de Derecho Público de la Universidad de Copenhague, Johan Friedrich Wilhelm Schlegel. Todas las anteriores influencias se hacen notar sobre todo en la parte dogmática del texto constitucional. Por lo que se refiere a la organización del poder, se apunta a que las constituciones más influyentes habrían sido las revolucionarias francesas, así como las de Estados Unidos, New Hampshire y la República de Batavia.

En este punto resultan especialmente trascendentes las reflexiones del autor sobre la hipotética influencia de la Constitución gaditana, aspecto que fue apuntado por una parte de la historiografía noruega. Aun cuando resulta difícil obtener una respuesta precisa, las conclusiones de Vicente y Guerrero son convincentes: la Constitución gaditana era posiblemente conocida (en esos momentos de hecho ya se había traducido al inglés y francés, dos idiomas que las clases ilustradas conocían) y desde luego se sabía bien de su origen mítico, gestada en medio de una guerra de liberación nacional. De ahí que pudiera haber servido como referente revolucionario en el curso de un proceso de independencia nacional como el noruego. Es cierto que además existen algunas coincidencias en el articulado, pero, no obstante, más allá de estos elementos comunes, las discrepancias resultan también tan notables que resulta complicado conectar ambos textos.

Precisamente en este aspecto sería interesante que el autor profundizara en posteriores estudios: me refiero a las influencias normativas y doctrinales. Y es que son muchas las ocasiones en las que textos constitucionales distantes entre sí parecen coincidir en algunos artículos y, sin embargo, las conexiones pueden resultar inexistentes y responder a un sustrato doctrinal común. Por otra parte, a mi modo de ver la influencia de la Constitución de Estados Unidos en el texto noruego resulta tan difusa como la de la propia Constitución gaditana, por lo que parece complicado considerar que ese referente (sin duda conocido) hubiese tenido una especial influencia. Más complejo aún sería el influjo del texto de New Hampshire. Para rubricar tal conexión resulta preciso determinar previamente hasta qué punto era conocido en Noruega, lo que requiere indagar sobre su circulación bibliográfica. Por ejemplo, en España los textos constitucionales de los estados norteamericanos no circularon o lo hicieron con cuentagotas (por ejemplo, Jovellanos sí llegó a conocer la Constitución de Massachussetts), en tanto que en Francia sí resultaban bien conocidos merced a las referencias de Jacques-Pierre Brissot de Warville y, sobre todo, de Louis-Alexandre De la Rochefoucald d’Enville, amigo personal de Benjamin Franklin, que fue quien se los suministró. Conocer igualmente qué obras leían los autores noruegos y rondaban por el país desde el siglo xviii también despejaría algunas dudas sobre las bases doctrinales del texto constitucional de 1814.

Más allá de la descripción del proceso constituyente y del resumen de los debates parlamentarios, la obra recensionada es particularmente interesante en su parte más analítica, el ya mencionado capítulo cuarto dedicado a diseccionar el contenido de la Constitución de 1814. Uno de los aspectos más polémicos, que Vicente y Guerrero aborda con valentía y sin importarle nadar contracorriente, es la consideración que buena parte de la historiografía noruega ha hecho del texto normativo como un producto «democrático», derivado del dogma de soberanía popular que se recogía expresamente.

La conclusión de Vicente y Guerrero es muy diferente. Una cosa sería el principio de soberanía popular como base del armazón ideológico del texto, y otra bien distinta que aquel se desarrollara en el resto del articulado constitucional. A su parecer, el problema reside en la confusión entre democracia y liberalismo, siendo así que la Constitución noruega responde a este último, que no al primero. Difícil calificar de democrática, señala, una Constitución que incluye sufragio censitario, otorga competencias muy relevantes al rey y articula un modelo bicameral, entre otros aspectos.

Ciertamente así es. También en España existe una confusión terminológica cuando se califica de democrática la Constitución de Cádiz, cuando en realidad es un texto puramente liberal, progresista, sí, pero en absoluto democrático. Y eso que su radicalismo es mucho más notable que el noruego en prácticamente todos los aspectos. Pero también es cierto que conviene tener presente un aspecto conceptual que ya ha sido advertido por los historiadores del pensamiento político, en particular por las escuelas ligadas a Quentin Skinner y Reinhart Koselleck: me refiero a la evolución de propio concepto de democrático y a la necesidad de contextualizar lo que se entienda por tal. Desde este prisma, resultaría necesario determinar si para la doctrina de la época la Constitución noruega era vista como democrática, lo que a comienzos del siglo xix significaba popular, en el sentido de basarse en un dominio de los representantes del pueblo en relación con el poder ejecutivo (es decir, apuntando hacia un sistema asambleario). Situación que se vivió en España, donde la Constitución de Cádiz era en su momento calificada de jacobina y de democrática (por más que hoy no los consideraríamos términos sinónimos). Dicho de otro modo: es posible que la Constitución de Noruega fuese vista como democrática en su momento —sobre todo por los sectores conservadores y anglófilos—, aunque la historiografía actual, mirando al pasado, no puede emplear ese mismo calificativo si lo utiliza con los parámetros semánticos que a día de hoy ha adquirido.

Que la Constitución de Noruega era menos radical incluso que la gaditana lo demuestran varios aspectos. Empezando por la articulación del poder ejecutivo. Ciertamente hay una coincidencia entre el rey noruego y el español en lo que a muchas facultades se refiere: a fin de cuentas, ambos conservaron poderes de envergadura, como la declaración de guerra y paz, el nombramiento de cargos civiles y militares o su participación en el procedimiento legislativo a través del veto suspensivo. Pero es muy notable que en la Constitución noruega el rey sea el primer órgano estatal que se regule, a imagen y semejanza de las constituciones imperiales francesas o del Estatuto de Bayona de 1808. No sucedió lo mismo en el caso español: ya desde la fase preconstituyente impulsada por la Junta de Legislación que formó parte de la Junta Central, quedó claro que para el liberalismo español el Parlamento, y no el rey, debía ser el órgano del que en primer lugar se ocupase la Constitución. No se trataba de una cuestión menor: situar a las Cortes antes que al rey en el texto constitucional suponía un reflejo de la soberanía nacional y de la mayor relevancia de la representación de la nación frente al monarca, reducido a un órgano ejecutivo.

Por otra parte, aunque el monarca noruego se sujetaba a algunas restricciones también previstas en la Constitución gaditana (como la imposibilidad de cesión del territorio, o de ausentarse del reino sin autorización), en la ley fundamental nórdica no existe ningún precepto equivalente al célebre artículo 172 del texto español, que posiblemente influido por el ya mencionado proyecto constitucional de Flórez Estrada, incorporaba limitaciones expresas a la actuación regia, de donde derivaban, incluso, derechos subjetivos.

El Consejo de Estado es otro elemento en el que el radicalismo de la Constitución noruega es tibio en comparación con el texto español del 12. Vicente y Guerrero realiza un interesante recorrido sobre las distintas opciones que se barajaron para regular la composición de este órgano; desde aquellas que pretendían una elección parlamentaria, hasta posiciones intermedias (propuesta del Parlamento y selección del rey), para acabar en la que definitivamente cuajó: la libre elección de consejeros por parte del monarca. Hay que tener presente que este Consejo de Estado equivaldría más bien a un Consejo de Ministros. Pero precisamente por ese motivo la Constitución noruega resulta menos avanzada que la española: en el texto gaditano los ministros los elegía también el rey, es cierto, pero los ministerios estaban fijados constitucionalmente y a ellos debía circunscribirse. Además, no integraban un órgano colegiado, lo que impedía que formasen un espíritu de cuerpo que compitiera con las Cortes. Pero, además, el rey debía oír en sus decisiones a otro órgano, el Consejo de Estado, que en realidad se había concebido como una derivación del Parlamento para sujetar mejor al rey.

La estructura del Parlamento también muestra la diferente concepción que existió en el país nórdico y disipa buena parte de las dudas sobre la influencia, o no, de nuestro texto constitucional sobre aquel: la Constitución noruega apostó por un sistema bicameral frente al unicameralismo del sistema gaditano, amén de instaurar un sufragio censitario frente al universal del modelo español. En la estructura parlamentaria resulta sorprendente lo defectuosa que es la Constitución noruega de 1814. Cómo organizar el Parlamento fue quizás la cuestión política más relevante —junto con el poder regio— del constitucionalismo del xviii y xix. De hecho, una constitución era considerada más o menos democrática (en el sentido contextualizado que antes mencioné) según fuese unicameral o bicameral. Pues bien, aun cuando la Constitución noruega optase por esta segunda opción, no contempla referencias respecto de la composición y funciones de la segunda cámara (más allá de su facultad de veto). Es una omisión insólita en el constitucionalismo occidental y que sobre la que merecería que Vicente y Guerrero dedicase en el futuro un análisis más detallado.

También el poder judicial se halla escasamente trabajado en el texto noruego, aunque este punto no resulta tan excepcional. Frente a aquel sector historiográfico que se empeña en considerar que la organización judicial suponía el punto neurálgico de las primeras constituciones, lo cierto es no fue así en absoluto. La regulación de los órganos políticos fue mucho más detallada y dio lugar a polémicas más sustanciosas y profundas, frente a la articulación del poder judicial, en la que los puntos más notables fueron la declaración de su independencia y la articulación de garantías procesales que revertía en el reconocimiento de derechos individuales.

Precisamente al análisis de estos últimos representa uno de los aspectos más destacables del libro recensionado. Se apunta en ella la fundamentación iusracional de las libertades subjetivas que, sin embargo, no dio lugar a incluir en el texto una declaración de derechos, a diferencia de lo que sucedió en la Francia revolucionaria. Como en Cádiz, algunos de ellos aparecen dispersos en el articulado, pero casi todos se hallan en las disposiciones generales que cierran el texto normativo, como sucedió en el caso del Estatuto de Bayona.

Es precisamente en esta definición de los derechos y libertades donde se aprecia el difícil equilibrio del primer constitucionalismo y las dificultades para homogeneizar el liberalismo europeo. Y es que, lo que en determinados países se podría reputar como ideas poco avanzadas o antiliberales, en otros formaban parte de su acervo sociopolítico y apenas se discutían. Es casi impensable concebir en Francia o en Inglaterra un liberal en el siglo xviii que se opusiese a la libertad de conciencia. Pero en España, en parte de Italia, en Portugal o en Noruega, ser liberal y admitir la intolerancia religiosa no resultaba totalmente contradictorio. Y este es precisamente un punto que acerca a dos constitucionalismos por lo demás tan distantes como son el mediterráneo (península ibérica, Italia y Grecia) y el noruego. También en este último se optó por una intolerancia religiosa que resulta incluso más radical que la que establecía el artículo decimosegundo de la Constitución gaditana. Por una parte, porque en esta última la declaración de oficialidad religiosa no suponía la exclusión de toda una comunidad, como sucedía en Noruega con los judíos. En efecto, entre los aspectos más polémicos del texto constitucional nórdico se halla la cláusula antisemita por la que a los judíos no tenían permitido acceder al reino. Tan antiliberal principio fue defendido por algunos constituyentes afirmando que no se trataba de una cuestión de intolerancia religiosa, sino de un planteamiento cultural, social y político, derivado de las dificultades que el pueblo judío tendría para integrarse en la sociedad noruega.

Pero, por otra parte, la redacción del precepto noruego sobre la religión es significativamente distinta a como se hizo en España. En Noruega la Constitución proclamaba la religión evangélico-luterana «oficial del Estado». En España, sin embargo, no se proclamaba expresamente la oficialidad, sino que se decía que la católica era la religión «de la nación». La diferencia es trascendente: como en su día advirtió Emilio La Parra en un estudio aún no superado sobre la religión y la Iglesia en la Constitución de Cádiz, se trataba de una prescripción puramente descriptiva que no hacía sino referir una realidad: el dominio casi en monopolio del catolicismo en España. Pero es que, además, en la Constitución noruega falta una parte prescriptiva complementaria que sí figura en la española: en esta última la nación debía proteger la religión con «leyes sabias y justas». Se trataba de un elemento de secularización religiosa, por el cual el catolicismo se sujetaba a las prescripciones de la representación nacional y, por tanto, a la soberanía de la colectividad. Ninguno de estos principios correctores de la intolerancia religiosa previstos en la Constitución del 12 se halla presente en el texto noruego, por lo que, si el caso español fue cuestionado por buena parte del liberalismo europeo —principalmente el francés, inglés y germano—, habría que ver cuál fue la percepción que tuvo el modelo nórdico.

En otros puntos este último fue más avanzado, como en la proclamación del principio de igualdad. Pero incluso en este caso se muestra bastante limitado: no hay un reconocimiento expreso de la igualdad, sino de una de sus manifestaciones, a saber, la prohibición de privilegios. Exactamente igual que en la Constitución gaditana. Lo que demuestra que ese era el aspecto principal que quería desmontarse del Antiguo Régimen, en tanto que el escaso debate que suscitó el artículo pone de manifesto que existía un amplio consenso al respecto entre las clases ilustradas.

Otro derecho en el que el radicalismo quedó recortado fue la libertad de prensa. Como en la Constitución de 1812, es ésta, y no la libertad de expresión sin más (como por cierto sí fijaba el proyecto constitucional de Flórez Estrada), la que se recoge. Aunque el texto nórdico tampoco la reducía, como en el caso español, a su dimensión política. Lo que sí establecía era una serie de limitaciones expresas que habrían comprometido seriamente una plena libertad de prensa. No solo se restringían las opiniones contra la religión —algo comprensible allí donde esta se había declarado oficial—, sino la incitación a desobedecer las leyes, oponerse a los poderes constitucionales o exponer calumnias.

A los anteriores, el texto noruego añadía derechos procesales (irretroactividad de la ley, principio de legalidad penal) con la notable ausencia del habeas corpus, derecho de propiedad, inviolabilidad del domicilio o libertad de comercio. Seguramente la huella de Filangieri y Cesare Beccaria se hacía notar entre los constituyentes de aquel país.

De todo lo anterior se deduce la muy recomendable lectura del libro de Guillermo Vicente y Guerrero, que nos acerca un modelo constitucional nada transitado por nuestra historiografía. Una obra, pues, que está llamada a abrir nuevos horizontes en el estudio del constitucionalismo histórico comparado, superando las estrechas lindes de la zona geográfica de confort (Estados Unidos, Iberoamérica, Inglaterra, Francia, Italia, Portugal y Alemania) en la que habitualmente nos hemos estado moviendo.