Planteamiento y método[Subir]

El Centro de Estudios de Políticas Públicas y Gobierno (CEPPYG) de la Universidad de Alcalá celebra su XV aniversario con alguna obra destacada como la que me propongo comentar. Su interés se refuerza, no tanto por la singularidad de la Jefatura del Estado cuanto por el momento en que aparece la obra, escrita por especialistas con el rigor y seriedad que la cuestión exige, tras algunos años en que el declive de la institución entre nosotros no acaba de cuajar, no solo por la ejemplaridad del actual jefe del Estado sino también, probablemente, porque los ataques a la misma han quedado más en la superficialidad cuando no en la zafiedad, sin que haya habido debate serio ni riguroso de la cuestión que está en el núcleo: la Jefatura del Estado.

Me satisface mucho el planteamiento realista del proyecto y su interés en que se conozca por las jóvenes generaciones para que comprendan las principales instituciones democráticas desde datos reales, desde sus aportaciones al progreso, desde experiencias contrastadas y no desde los eslóganes, populistas o no, que hoy llenan nuestras redes sociales, de las que se nutre la juventud, configurando en sus mentes más errores y confusiones que certezas que sí hallamos aquí bien documentadas.

Víctor Lapuente desarrolla la introducción como capítulo primero bajo el título de «Monarquías parlamentarias, ayer y hoy», con el propósito de aclarar el doble objeto de estos estudios: dar a conocer estas jefaturas de Estado europeas con datos objetivos y sin recurso a sentimiento (y menos ideológico) alguno, y analizar en qué medida es oportuna en nuestro sistema español (pág. 18). Destaca en su presentación tres factores que las caracterizan: a) resuelven problemas; b) dotan de estabilidad a los sistemas políticos, y c) están en la base del pacto entre ciudadanos y gobiernos para construir el Estado de bienestar.

A mi juicio, lo más valioso es el carácter multidisciplinar y comparado de este estudio, pues centrar la observación de la monarquía en una concreta familia real y sus eventuales errores es más propio de la prensa rosa. Estudiar los Estados monárquicos desde su economía, desde el nivel y calidad de la democracia y sus instituciones, costes de la institución, etc., tal vez puede ofrecer una imagen más realista y neutral que pueda ser objeto de pronunciamientos más objetivos y certeros. ¿Por qué sobreviven tras tantos siglos y tantos cambios políticos que han consolidado la democracia? El autor cree que por tres razones complementarias: «[…] las monarquías (parlamentarias) son un sistema de pesos y contrapesos que, por un lado, evita los excesos y, por el otro, engrasa las instituciones y evita la parálisis y los conflictos entre los poderes del Estado». La primera razón es la de mitigar tantos riesgos como supone la renovación de la Jefatura del Estado: «El Rey (o Reina), dado su largo horizonte temporal –en teoría, infinito, pues la corona pasa a sus descendientes– no tiene incentivos en comportarse de forma oportunista y arbitraria. La ventaja de la monarquía parlamentaria no reside, pues, en la capacidad del monarca para gobernar, sino en su incapacidad para infringir un daño sostenido y repetitivo al sistema» (pág. 21).

La segunda razón es la de proporcionar estabilidad al sistema, de ahí que los despotismos hayan ido cayendo y se han mantenido las monarquías capaces de comprender los avances democráticos: «[…] aquellas capaces de adaptarse pacíficamente a los tiempos, manteniendo su valor como símbolo de unidad y legitimidad, como las monarquías parlamentarias».

Es una realidad que el Estado de bienestar donde mejor y antes se ha consolidado con grandes éxitos sociales ha sido en las monarquías nórdicas. De ahí que el autor de esta introducción, al presentar a todos los demás autores destaque las aportaciones de Rollnert, que como conocedor de las monarquías nórdicas, y en especial la sueca, nos lleva hasta lo que denomina el «último estadio evolutivo de las monarquías». Sin que ello impida la compatibilidad de la democracia también con las monarquías «constitucionales».

Anuncia, así mismo, otras contribuciones que permitirán conocer la realidad monárquica desde otras perspectivas: la económica, la política[1], la referida a la acción exterior del Estado, hasta llegar a la reflexión sobre cómo modernizar la monarquía[2]. En esta relación de capítulos y autores interesa la referencia a la pérdida de credibilidad sufrida en España en la última década y, sobre todo, que se haya perdido su transversalidad social para acantonarse en las personas mayores y de pensamiento conservador (pág. 29).

La monarquía española[Subir]

En el capítulo 2 se ocupa Rollnert de «La monarquía parlamentaria española en perspectiva comparada», tema del que ya viene años[3] ocupándose, aunque los cambios de la última década requieren nuevas reflexiones. Con la claridad expositiva que caracteriza al autor, comienza por situar el marco de la comparación, que no es otro que el europeo, y en el que cabe encontrar tres tipos de monarquía entre las diez hoy existentes:

  • El Reino Unido merece una consideración singular al identificar la Corona con el propio Estado.

  • A la mayoría de ellas, siete en total, las clasifica como monarquías constitucionales, aunque aclarando debidamente que este término procede de la conocida evolución que introdujo la configuración del Estado liberal en la institución, pero que en absoluto es hoy equiparable a las monarquías del xix por cuanto, aun conservando formalmente tal consideración, las mutaciones que el parlamentarismo ha ido introduciendo hacen que su realidad sea puramente parlamentaria, y ello sin perjuicio de las variantes que en la realidad se han ido instalando en cada caso. Se trata de Bélgica, Dinamarca, Países Bajos, Liechtenstein, Luxemburgo, Mónaco y Noruega.

  • Las parlamentarias que, además, lo hacen constar en sus constituciones escritas, como España y Suecia. De salir del ámbito europeo, también cabria nombrar aquí el caso de Japón (pág. 35).

Rollnert aclara que el nominalismo apenas tiene importancia, pues la realidad es parlamentaria en todos los casos, cualquiera que sea como se autodenominen, salvo el caso de Mónaco y Lietchenstein en las que perdura el dualismo[4], que exige la doble confianza de Parlamento y monarca. Siendo estos casos francamente peculiares y dignos de estudio diverso, lo cierto es que los tres modelos, a mi juicio, son derivaciones de la practica inglesa, que es el paradigma del parlamentarismo ya desde que en la Europa continental aun prevalecía el absolutismo y, por tanto, adelantándose a las revoluciones propiamente burguesas: «Aunque la consideración del monarca como órgano constitucional con funciones expresamente tasadas y desprovisto de poderes de reserva o competencias residuales solo se contiene expresis verbis en España (artículo 56.1 CE), Bélgica y Luxemburgo, lo verdaderamente relevante es que la asunción… del refrendo ministerial y la dependencia del Ejecutivo respecto de las mayorías existentes en la asamblea legislativa, han acabado configurando una magistratura suprema de naturaleza representativa (pág. 38).

Destaca el autor lo propio de las monarquías que han llegado a este punto por simple evolución y es cierto que, como también cabe afirmar de la monarquía inglesa, con toda su significación no ha hecho sino ir adaptándose a la realidad democrática, comenzando por atender a los cambios y la legitimidad de la opinión pública; probablemente también sea de interés recordar la distinta concepción de la aristocracia que, si entre nosotros fue objeto de reproche social y de injustificada permanencia con sus exagerados privilegios, en Inglaterra supo encabezar el progreso y ponerse al frente de la industrialización[5].

Como no podía ser de otro modo, se centra Rollnert en el caso español: «[…] solo en España y en Luxemburgo (desde la reforma constitucional de 1998) el Rey es definido expresamente como símbolo de la unidad del Estado, al igual que la Constitución japonesa de 1946 […]» para insistir en esa función y representación de la unidad que no es meramente simbólica, puesto que se acompaña de competencias en relación con los otros órganos estatales (pág. 39), lo que le permite el contraste con Suecia, donde estas competencias son casi inexistentes, reduciéndose a las de carácter ceremonial: «Sin embargo, hay otra diferencia de mayor fuste con la posición simbólica del monarca español: si este es un símbolo dinámico que renueva continuamente su carga simbólica mediante el ejercicio de sus potestades constitucionales, …el monarca sueco, al estar desprovisto de competencias sustantivas y de potestades de acción, se limita, en la mayoría de los casos, a simbolizar pasivamente, con su mera presencia estática, la unidad del Estado sueco».

No es el español este concreto y particular caso sueco de monarquía «minimalista», sino tal vez el caso más claro de monarquía parlamentaria por haberlo establecido la Constitución (por obra del consenso político) y porque, a falta de las mutaciones y adaptaciones (imposibles por su particular evolución y ruptura durante el franquismo), la reinstauración hubo de hacerse con el mismo rasgo de la transición en la que las diversas legitimidades se fueron sumando hasta llegar al momento presente. El texto fundamental, debidamente interpretado permite a Rollnert sintetizar así las funciones del Rey: «[…] pueden reconducirse a una única función superior de integración política que opera mediante tres grandes grupos de subfunciones o funciones secundarias: la función simbólica, la función declarativa o de representación jurídica y la función arbitral y moderadora… La integración política deviene, pues, la función superior de la Jefatura del Estado, ausente como tal en el texto constitucional, pero que permite una lectura sistemática coherente del conjunto de las funciones del Rey y constituye a su vez la justificación funcional de la existencia de la institución» (pág. 41).

Tal vez la principal dificultad derive del texto escrito (necesario entre nosotros por las referencias ya hechas a la transición), que solo por una interpretación integrada permite al autor concluir con la aplicación de la triple función que Bagehot advertía en el caso inglés como resultado de evolución del comportamiento del monarca (sin perjuicio de la continuidad de las prerrogativas en desuso, p. ej., desde 1707 con la reina Ana). En todo caso, lo más importante a mi juicio (más allá de las concretas funciones que la Constitución atribuye al rey y su sentido en que se detiene Rollnert), es su contraposición al resto de órganos estatales y a la dinámica política presidida por los partidos. De ahí, como concluye el autor, «[…] la significación que prevalece es la de órgano neutral e imparcial, representativo de los intereses y valores colectivos, frente a la dispersión y fraccionamiento de las fuerzas políticas y sociales, esto es, la unidad del Estado como comunidad de valores comunes e indiscutidos y la permanencia del Estado» (pág. 47).

Desde este centro de atención que es el caso español, llama la atención la participación que los monarcas europeos tienen, aunque en formas diferentes, en relación con el poder de reforma de la Constitución (pág. 49). Ello es llamativo en monarquías democráticas. Creo que la paulatina evolución de estas monarquías y la falta de rupturas históricas en ellas, a diferencia de lo ocurrido en el caso español, explica la vinculación de sus titulares más con el pueblo que con el Estado y sus órganos.

Monarquía y economía[Subir]

De este capítulo se ocupa Guillen con una perspectiva histórica para comprender la situación actual en que coincide la pervivencia de la monarquía con los países más desarrollados y con ciudadanos más igualitarios. En efecto, la relación rey-Parlamento halla su origen en las necesidades financieras de aquel que requerían la reunión y consentimiento de este, recordando que la primera manifestación se produce en las Cortes convocadas en 1188 por el rey Alfonso IX de León y de Galicia, que es el ejemplo documentado más temprano de una monarquía sujeta a las actuaciones de un consejo en representación de los tres estados: la Iglesia, la nobleza y las ciudades y poblaciones (pág. 58). No cabe desdeñar la contraprestación del rey, que a medida que obtiene medios se va comprometiendo a respetar derechos (es bien conocido el caso de Juan sin Tierra y la Carta Magna Libertatum de 1215).

La aparición del tercer brazo representando a las ciudades abre una brecha en el sistema feudal que permitirá al rey ir desligándose con el tiempo de la nobleza que le planteaba los mayores problemas; la ampliación progresiva, aunque lenta, del sufragio ampliando la base popular (que en el caso ingles se manifiesta ya en el siglo xiii con la reunión independiente de los Comunes), crea el vínculo del pueblo con el monarca, que ha llegado hasta nuestros días en algunas de las monarquías europeas. El autor se detiene en la claridad con que Bagehot[6] vio el sistema en comparación con sus más próximos, y deben subrayarse sus referencias a la confianza del pueblo que logró su culminación en la época victoriana. En su comparación concluye la flexibilidad que ofrece una monarquía frente a la rigidez de tantas normas escritas en el régimen presidencialista norteamericano (pág. 61).

Guillen enuncia las ventajas de un monarca sobre un jefe de Estado electo. En primer lugar, capta esa relación monarca-pueblo a que ya he aludido[7]: «La versatilidad de la monarquía constitucional ha permitido una mutación fundamental en su razón de ser, desde constituir un mecanismo de protección de los derechos del pueblo en contra de las arbitrariedades del soberano hasta una nueva configuración institucional en la que el monarca constitucional ocupa la figura simbólica de ser el jefe del Estado por encima del juego político» (pág. 63).

Centrando ya la perspectiva económica de que se ocupa este capítulo, el autor se pregunta si ¿existe alguna evidencia de que redunde en ventajas de índole económica? Y responde desde tres puntos de vista: el análisis de la protección de los derechos de propiedad, las calificaciones de riesgo de la deuda soberana y la relación coste-beneficio de las casas reales. Respecto del primer criterio, con el respeto a la propiedad se fueron asentando las monarquías, como ocurrió por vez primera en Inglaterra. Los datos empíricos han ido demostrando que, ante los riesgos sobrevenidos para la propiedad, las monarquías ofrecen una mayor permanencia en las normas de respeto. Los riesgos que pueden representar conflictos sociales y políticos quedan reducidos cuando prevalece la idea de permanencia y de unidad, salvando así los conflictos políticos (pág. 67). La realidad ha demostrado la tendencia del electo a permanecer en el poder y la necesidad para ello de que disponga de medios con que comprar sus apoyos, cosa que no procede en la monarquía hereditaria. Guillen se remite a un previo estudio empírico que contemplaba todo tipo de monarquías concluyendo que «las monarquías en general, y las constitucionales y democráticas en particular, protegen los derechos de propiedad con mayor efectividad que las repúblicas» (pág. 69). En términos semejantes, los estudios comparativos llevados a cabo sobre la deuda pública y los riesgos de la deuda soberana concluyeron con una media mucho más alta de seguridad en los casos de las monarquías (pág. 71). Por último, cabe un análisis entre el coste beneficio de las casas reales. En este sentido, afirma Guillen, a modo de ejemplo, que la Casa de Windsor –la Casa Real británica– es una de las más transparentes del mundo y consultorías de gran prestigio le atribuyen un saldo francamente positivo.

Monarquía y democracia[Subir]

Aumaitre y Penades se ocupan en el capítulo 4 de las relaciones entre monarquía y democracia, con una primera afirmación obvia: «Todas las instituciones de la democracia requieren un sustrato de confianza por parte de los ciudadanos; la cuestión, por tanto, seria si la monarquía favorece o no, dicha confianza» (pág. 77). Los autores realizan una comparación entre el caso español y el británico en términos de confianza y ponen de relieve el desgaste que se ha sufrido aquí en la última década con un marcado criterio de edad e ideológico: «Al suceder las dos cosas a la vez, se crean las circunstancias favorables para que un sector de la población (concentrado entre los más jóvenes y de izquierdas) movilice la desafección de forma explícita».

Buena parte de las monarquías proceden de la influencia del Reino Unido y, en general, cabe afirmar que «la motivación para sostener la hipótesis de que la monarquía impulsa la democracia se deriva de esto: la probabilidad no condicionada de que una monarquía sea una democracia es 22 puntos porcentuales mayor a que lo sea una república. La proporción de monarquías que son democracias plenas es del 63,6 %, mientras que la proporción de las repúblicas es solo del 41,3 %». De un estudio comparado entre las tres monarquías y las dos repúblicas nórdicas, se deduce que la monarquía no dificulta la democracia; o bien es indiferente o la favorece: «[…] si no hay datos para sostener que la monarquía impulse la estabilidad o la calidad de las democracias, tampoco los hay para suponer que la monarquía sea algún tipo de impedimento» (pág. 84).

Puede concluirse que la previa evolución ha influido decisivamente: «Los países que tienen una historia electoral ininterrumpida de elecciones desde mediados del siglo xix y que alcanzaron la responsabilidad parlamentaria antes que el sufragio universal son monarquías duraderas. […] Pero una monarquía democrática requiere de la confianza; de ahí, la importancia de observar la opinión pública que, en el caso español, daría un resultado positivo hasta 2008 en que decae la confianza en las instituciones. […] La confianza en el Parlamento suele ser menor que la confianza en la monarquía, pero está menos localizada en grupos concretos por lo que resulta más modesta», pero desde el cambio de rey en 2014 se frenó la tendencia descendente. En efecto, los autores ilustran gráficamente los dos elementos importantes en la pérdida de confianza: el generacional y el ideológico. Ambos priman, pero con carácter más transversal también se demuestra la pérdida de confianza en otras instituciones, entre las cuales la monarquía ha sido la última en alcanzar el suspenso (pág. 95). La comparación con el Reino Unido pone de relieve la estabilidad en este y el mantenimiento algo más tamizado con el tiempo, pero sin ser significativo en cuanto a pérdida de confianza en la monarquía (pág. 96).

La monarquía en la acción exterior española[Subir]

Charles Powell desarrolla el capítulo quinto de la obra, insistiendo en el caso español y comenzando por advertir la escasez de bibliografía, salvo en cuestiones constitucionales estrictamente jurídicas que, como bien dice, poco aportan sobre «cómo se realiza en la práctica tan importante función». En especial, se desconoce la acción exterior, aun siendo importantísima.

En este ámbito juega un papel decisivo la historia y el prolongado ejercicio de la Jefatura al ser hereditaria, pues le permite llegar a conocer personalmente a los electos de otros países y también a los monarcas con los que de algún modo les unen razones familiares o de amistad. Para el autor, el caso de Juan Carlos de Borbón ha sido decisivo en el desarrollo de la acción exterior, dando lugar a un periodo realmente privilegiado para España, por más que se trate de actuaciones desconocidas. Sin embargo, destaca todas las dificultades que su nombramiento por Franco le generó, aun siendo príncipe y hasta tras su coronación como rey, habiendo tenido que ganarse una a una a todas las casas reinantes. Pero muy en especial destacan los autores la labor desarrollada para que la Comunidad Europea aceptara a España, cosa muy difícil hasta el cambio de Arias Navarro por Suárez, y sobre todo hasta la celebración de elecciones libres tras la redacción de la Constitución a partir de la cual se disipaban todas las dudas sobre España (págs. 108-‍114). Las dificultades con las monarquías se fueron venciendo, aunque no faltaron gestos difíciles con el Reino Unido de Thatcher por la cuestión de Gibraltar.

En general, los autores refieren como atípico el caso de Juan Carlos, que teniendo extraordinarias dificultades de partida, inició una imparable acción exterior al aprovechar las propias circunstancias de su vida en el exilio, que le proporcionaban poder expresarse correctamente en varios idiomas y calcular cuidadosamente el orden y preferencias de las relaciones. Naturalmente, también hubo de redefinir las relaciones con América Latina, sin referencias a la «madre patria» e insistiendo en «vuestra patria hermana» (pág. 118). El uso por los autores de las memorias de Marcelino Oreja, cuyo nombramiento como ministro de Exteriores juzgan uno de los mayores aciertos, les permite referir anécdotas de extraordinario interés en las que se podía observar la decidida opción del rey por la democracia[8].

De gran interés resultan las referencias a la difícil relación con Marruecos y el modo cómo se llegó al Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, algo que ya comenzó siendo príncipe cuando inició relaciones con otros monarcas árabes, obteniendo tratos preferenciales en las diversas crisis del petróleo. El hecho de haber encabezado no pocas delegaciones comerciales (frente a lo que abiertamente se manifestó Aznar) no era propio de un monarca sin competencias ejecutivas, pero existe cierta coincidencia en los grandes servicios que se prestaron a la economía española a través de tales intervenciones, de las que siguen en pie algunos malentendidos sobre los que los autores manifiestan su extrañeza de que ningún Ejecutivo español se haya responsabilizado lo más mínimo de gestiones que les correspondían o que debieron avalar o al menos controlar (pág. 127).

Modernización de la monarquía[Subir]

El último capítulo, a cargo de Ignacio Molina, se plantea cómo modernizar la monarquía centrándose en el caso español, del que repasa las concretas circunstancias que se aúnan en la reinstauración para obtener legitimidad, pese a los malos recuerdos históricos de los periodos isabelino y alfonsino. La personalidad y circunstancias de Juan Carlos I favorecieron su consolidación que, sin embargo, rompe con el cambio de siglo por algún escandalo tanto familiar como personal que, en principio, parecen frenarse con la abdicación y comienzo del reinado de Felipe VI (pág. 133). El análisis de la eventual reforma de la monarquía española no descarta la propia iniciativa que pudiera desarrollar el rey, pero ha de ser consciente de las dificultades políticas del momento y de la polarización existente en la sociedad española, sin olvidar las dificultades formales que la Constitución introdujo para la reforma de algunas materias como la Corona. El autor se propone llevar a cabo este análisis en torno a cinco dimensiones:

  • Legitimidad. Esta podría considerarse positiva si se atiende al mal menor que supondría tener que elegir un presidente de república y a la innegable vinculación de las monarquías europeas con la mayor prosperidad económica y social y con la estabilidad política.

  • Neutralidad. Su alejamiento de las dinámicas partidistas debe contar con la convicción pública de que no ejerce influencia política alguna, En el caso español sería conveniente definir bien esta situación, que resulta ambigua por la concreta intervención del rey en algún caso complejo como el catalán. Una concreta función es la de designar candidato a presidente del Gobierno y el autor cree que sería positivo retirársela, como se ha hecho en otros casos[9]. En general, se aconseja que sus encuentros con políticos sean mínimos y que no se olvide que, por encima de la función de arbitro y moderador, ha de predominar siempre la de símbolo de unidad y permanencia (pág. 144).

  • Control y organización, cuyo aumento se ha planteado a partir de los escándalos protagonizados por el rey emérito. De ahí que actualmente se debata entre la reforma constitucional o una ley de desarrollo en la que se precisen las cuestiones más delicadas: inviolabilidad, libre distribución de su propio presupuesto, etc. En todo caso, no basta la austeridad ni se debe confundir la necesidad de transparencia con la de ampliar el gasto cuanto sea necesario con tal que cuente la casa con funcionariado y personalidades capaces de advertir los casos en que pudiera desviarse la actuación, como inexplicablemente ocurrió en el pasado sin que nadie advirtiera ni pusiera coto a actuaciones arriesgadas. Sin embargo, en lo relativo a la inviolabilidad, no debe intentarse distinguir la persona del rey con su condición de ciudadano, pues el rey lo es siempre y se trata de que existan controles, no de distinguir dos ámbitos que fue exactamente lo ocurrido con el rey anterior.

  • Aconfesionalidad. Refiere una serie de tradiciones que podrían eliminarse[10]. La aconfesionalidad constitucional considero que es perfectamente respetada y no puede en su nombre emprenderse actos contrarios a las opciones mayoritarias y tradicionales.

  • Simbolismo. Sin perjuicio de todo lo dicho en lo que se refiere a la actuación institucional, se recuerda que España es un país plural y han de cuidarse todas las atenciones a grupos, lenguas y culturas, descendiendo el nivel de los actos conmemorativos a todo tipo de manifestaciones que acerquen la institución a los principales servicios públicos y sociales.

En definitiva, adoptar las medidas de modernización que se proponen «se resumen en liberar a la monarquía de la controversia política y dotarle de una mejor estructura de asesoramiento y supervisión para que pueda concentrar su tiempo en desarrollar un simbolismo activo que refleje la unidad y diversidad de una democracia avanzada y europeísta» (pág. 154).

NOTAS[Subir]

[1]

El autor de la introducción destaca el empirismo de este estudio basado en estudios internacionales: «Lo empíricamente más sensato es señalar que la monarquía es neutral para la salud de la democracia de un país, pero eso no quita que las monarquías (parlamentarias) sean “tan felices”, pues presentan niveles de calidad de gobierno y calidad democrática significativamente más altos que las repúblicas» (pág. 27).

[2]

En relación con estos planteamientos, se afirma que «Molina apunta a que lo más sensato sería alejar al monarca, sin eliminarle del todo, de los procesos de investidura de los presidentes del Gobierno. Podríamos inspirarnos en la reforma que hace 40 años desligó a la Casa Real sueca, o más recientemente a la holandesa, del proceso de investidura» (pág. 32). No puedo discutir esta concreta propuesta, pero sí he mantenido en alguna ocasión que, en tanto el art. 99 CE diga lo que dice, y salvo que existiera un consenso total sobre el tema, creo que es inconstitucional que un candidato por sí solo ejerza en estos momentos de preparación de la investidura funciones que solo al rey ha encargado la Constitución (Sánchez y Rollnert, El Estado constitucional, 2022).

[3]

Así, G. Rollnert Liern (dir.) (2007), Las monarquías europeas en el siglo xxi, Madrid: Sanz y Torres. Y, entre otros trabajos, «El rey, símbolo de la unidad y permanencia del Estado», en A. Villanueva Turnes (coord.) (2019), 40 años de monarquía parlamentaria, Madrid: Colex, 11-‍35. Más recientemente, «La Corona en las democracias escandinavas», en J. Tajadura Tejada (ed.) (2022), La Jefatura del Estado parlamentario en el siglo xxi, Sevilla: Athenaica, 237-‍284.

[4]

En este sentido, me permitiría añadir que también el último período de Grecia vivió una monarquía dualista, lo que probablemente influyó en el final de la misma. Este representa un caso claro de que la permanencia de las monarquías en países democráticos y de cabecera en la perspectiva del progreso y de la existencia de derechos fundamentales se ha debido a la capacidad de la institución para adaptarse a los cambios sociales y hasta liderarlos.

[5]

Sanchez y Rollnert, El Estado constitucional… p 53.

[6]

Me tomaría la libertad de añadir las aportaciones de Jean-Louis de Lolme con su Constitution de L’Angleterre, de 1771, que nos ofrece una visión instrumental o de desarrollo interior del sistema.

[7]

Tal vez sea este el principal problema en España, que ha tenido monárquicos como una forma más de movimiento ideológico entre los incipientes partidos de nuestro constitucionalismo más que como sentimiento popular, excepción hecha de los movimientos populares de mayo 1808 contra el francés.

[8]

Así, cuentan cómo tendió la mano al encontrarse con Videla, marcando bien la diferencia con los calurosos saludos respecto de otros mandatarios (pág. 120). Hay otros curiosos episodios en las visitas a Uruguay y Brasil, aun gobernados por militares.

[9]

Sin embargo, debo aclarar que el autor aconseja reformar la Constitución para retirar al rey de las gestiones para la decisión de propuesta de un candidato. Como dije supra, no creo que el art. 99 dé lugar al protagonismo directo que el candidato de las últimas elecciones tuvo, y que, a mi juicio, fue excesivo por ejercer la función que solo al rey concede la Constitución.

[10]

Personalmente no comparto un examen tan detallado de gestos que tienen más de tradición que de actos religiosos, ni creo que se hayan cometido errores en este sentido cuando los actos de la propia reina en los templos hacen gala de todo tipo de liberalidad.