He aquí dos libros que combinan la reflexión y el análisis académico, con la vocación de ofrecer la respuesta del derecho a situaciones y problemas planteados tras décadas de práctica constitucional. Libros que son oportunos, porque abordan cuestiones de actualidad, objeto contemporáneo de debate. Y que, además, son necesarios, ya que esclarecen aspectos de la regulación constitucional de la Corona, que se consideran precisados de un eficaz complemento o desarrollo, ya normativo, ya fáctico, de cara a su aplicación.

Algunas de las materias abordadas traen causa de la controversia que rodeó los últimos años del reinado de Juan Carlos I, motivando la abdicación del monarca. La «crisis de ejemplaridad», que, en aquellos años, vino a empañar la relevancia histórica de una figura política hasta entonces indiscutible, llevó a cuestionar la inviolabilidad que atribuye la Constitución al titular de la Corona. Y todo ello en un contexto en el que la posición de Felipe VI con respecto a los acontecimientos vividos en Cataluña, en el otoño de 2017, propició ataques genéricos contra la institución, desvestida así, en parte, de su condición de magistratura moral o instancia «supra partes».

En ese distorsionado marco, en el que se llegó a impugnar el llamado «Régimen de 1978», del que la Corona es pieza fundacional y componente básico, las alusiones a la inviolabilidad del rey, y a la mejora de la transparencia y el control de algunos de sus actos, asuntos que ciertamente exigen un renovado y desapasionado tratamiento por parte de la literatura científica, han encontrado, sin embargo, contestación en la propuesta de una «solución de planta general o ley universal sobre la Corona». Dicha respuesta pretende corregir aparentes defectos generales de configuración, neutralizando, al tiempo, los motivos que conducen a poner en duda, con evidentes efectos desestabilizadores, un órgano del Estado que contribuye al buen funcionamiento, tanto ordinario como extraordinario, del actual modelo de democracia constitucional. Como Luis Cazorla y Manuel Fernández-Fontecha acertadamente subrayan, en tanto que autores del primero de los libros, tal propuesta «arranca de un presupuesto inexacto: considerar que es factible jurídicamente un desarrollo unitario de la Constitución» en relación con la Corona, ignorando así que «las normas de su Título II abordan materias muy diferentes y con distinta densidad normativa», sin «olvidar las funciones transversales de la Corona en no pocos ámbitos». Esta consideración lleva a los autores a determinar cuándo consideran que existe una regulación atinente a aquella que es preciso modificar o corregir, mediante una reforma de la Constitución; a indicar en qué situaciones, a su juicio, estamos en presencia de una ordenación insuficiente, que es necesario colmar, instando a la aprobación de un complemento o desarrollo necesario del precepto constitucional afectado, mediante el empleo de una norma de rango inferior, ya sea una ley o un reglamento, y, finalmente, a apuntar en qué ocasiones entienden que normas constitucionales excesivamente incompletas y abiertas podrán rellenarse, a fin de hacer posible su aplicación, recurriendo a una práctica, que, con el tiempo, una vez consolidada, será reconocida dando forma a una costumbre.

Y es muy de destacar que tanto la obra de Cazorla y Fernández-Fontecha como la que se debe, solo, a la pluma del primero de los autores asumen, como no podría ser de otro modo, la posición otorgada a la Corona en el ordenamiento constitucional vigente, subrayando su necesaria conciliación con el principio democrático que lo vertebra e informa, y con el que enuncia la forma parlamentaria de gobierno. Dicha caracterización, la cual quedó perfilada por la doctrina en trabajos redactados en los quince primeros años de aplicación de la Constitución, inspira su detenido estudio, condicionando un enfoque desprovisto de concesiones tanto a vestigios del principio monárquico, tan evidentes en algunos autores décadas atrás, como a orientaciones impugnatorias o descalificadoras de la institución, no menos frecuentes en los últimos tiempos. De ahí que la gran aportación de la obra consista en el minucioso análisis de aquellos aspectos de la regulación de la Corona en los que se requiere, bien acometer una reinterpretación constitucionalmente adecuada, bien propiciar un desarrollo plausible, atento a la aclaración fiel del precepto constitucional de referencia.

Así, los autores dedican una particular atención a las intervenciones de las Cortes Generales que han sido expresamente previstas por la Constitución, en relación con la Corona, a fin de precisar su alcance. En primer lugar, la valoración del art. 57.5, al que Pedro de Vega llegó a considerar, con desmesura, expresión paradigmática de autorruptura de la Constitución, les lleva a propugnar que sean leyes orgánicas, singulares y específicas, las que resuelvan, caso por caso, los supuestos concretos de abdicaciones, renuncias o dudas de hecho o de derecho en el orden sucesorio de la Corona, sin que deba recurrirse a una ley orgánica general y abstracta para regular, con carácter previo, situaciones que, por definición, son imprevisibles, al no haber aún sucedido, y estar lógicamente condicionadas por el hecho o acontecimiento causante. El precedente de la abdicación acaecida en 2014, cuya regulación se produjo mediante una ley orgánica, de carácter singular, atenida a las circunstancias concurrentes, corrobora lo prudente y acertado de este criterio.

A su vez, aquellas otras situaciones en las que la Constitución reclama expresamente, como prevé el art. 74.1, y es propio de una monarquía parlamentaria, la participación de las Cortes, reunidas en sesión conjunta, para ejercer las «competencias no legislativas» que el Título II les atribuye, conviene diferenciarlas para determinar, caso por caso, cuál es el papel que aquellas han de jugar: así sucederá en el juramento del rey o reina, del príncipe o princesa de Asturias, y del regente o regentes, en la provisión sobre la extinción de todas las líneas llamadas en derecho a la sucesión, en la prohibición del matrimonio a personas con derecho a aquella, en el nombramiento de la regencia y de la tutela, y en el reconocimiento de la inhabilitación del monarca para el ejercicio de su función. La ausencia de regulación del procedimiento a seguir por parte de las Cámaras hace aconsejable, a juicio de los autores, bien acudir, cuando se pueda, a prácticas ya establecidas (como se observa en relación con los juramentos), las cuales ya ofrecen una regulación satisfactoria, bien, inevitablemente, considerar, cuando dicha práctica no se observe, que habrán de ser las Cortes las que provean dicho procedimiento. En este sentido, la inexistencia de un reglamento conjunto de las Cámaras no debería ser óbice al respecto, al poder articularse tales procedimientos, cuando la situación lo requiera, mediante la intervención coordinada de los órganos rectores de aquellas.

No obstante, es la inviolabilidad regia la cuestión que, sin duda, reviste una enjundia o calado dogmático mayor, al tiempo que se ve rodeada de una polémica muy viva. Los autores descartan aquí, acertadamente, una solución dispuesta por vía interpretativa, que permita separar de la cobertura que brinda el precepto constitucional determinados actos regios, a fin de permitir su justiciabilidad, una vez operada la imprescindible reforma del art. 55 bis LOPJ. No en vano, el art. 56.3 atribuye a esa inviolabilidad, de forma concluyente, un carácter absoluto o pleno, predicándola de «la persona del rey», lo que afecta a todas las dimensiones o facetas de su actuación. No quedaría otra alternativa, por tanto, si así se deseare, que promover la reforma expresa de la Constitución, en orden a detraer y especificar los actos no derivados del ejercicio de competencias del monarca, por los cuales no está sujeto a responsabilidad, sino de su conducta privada, para someterlos al control del Tribunal Supremo. Mas esta reforma, en ocasiones, propuesta, como quizá hubiera debido insistirse más en subrayar, casa mal con el singular estatus constitucional del monarca, no solo mero jefe del Estado, sino «símbolo de su unidad y permanencia» (art. 56.1 CE); e ignora la existencia de una solución que la Norma Fundamental sí ofrece, la cual es la única que, creo, se revela coherente con aquel. Y que, por cierto, ya hemos conocido y experimentado, no solo en España: la que permite generar las condiciones políticas que hacen inevitable la abdicación.

En cuanto a las normas sucesorias contenidas en el art. 57, los autores diferencian muy bien sus contenidos, y, con la vista siempre puesta en su adecuada aplicación, resuelven que, efectivamente, su apartado primero no precisa desarrollos legislativos, dejando a un lado, eso sí, conviene no olvidar, la necesidad de su reforma, orientada a suprimir la anacrónica preferencia en el grado del varón a la mujer. Pero sí requiere, ciertamente, creo, mayores concreciones, sustanciadas en un real decreto, el segundo, referido al príncipe o la princesa herederos, destinadas a definir un estatuto del que apenas nada dice la Constitución; y también las necesita, indefectiblemente, llegado el caso, el tercero, correspondiendo aquí a las Cortes, en sesión conjunta de sus Cámaras, decidir, mediante acuerdo, la provisión de la sucesión, cuando todas las líneas llamadas en derecho se declaren extinguidas. Por su parte, el cuarto supone combinar, en el caso excepcional de que se incurra en la prohibición de contraer matrimonio, la decisión impeditiva regia, comunicada a las Cortes, necesariamente a través del Gobierno responsable, con el acuerdo o resolución coincidente de las Cámaras. Y, finalmente, cabe indicar que el quinto apartado, el cual, como indican muy bien los autores, no exige normas generales de desarrollo, obliga a resolver, caso por caso, mediante ley orgánica, las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que sobrevenga en el orden de sucesión en la Corona.

En lo que se refiere a la inhabilitación del rey, previsión esta que es uno de los motivos constitutivos de la regencia, los autores destacan la ausencia en el precepto constitucional (art. 59.2) de mención alguna tanto a las causas como al procedimiento establecido para su reconocimiento. En cualquier caso, es dominante en la doctrina la convicción de que dicha «imposibilidad para el ejercicio de su autoridad», que impide o dificulta, temporal o definitivamente, el normal desempeño de la función regia, atiende a circunstancias solo físicas y psíquicas, y no a razones políticas, las cuales, como ya se ha indicado, encuentran en la abdicación «la salida más razonable». Así, los autores se inclinan por la conveniencia de que una ley orgánica regule la inhabilitación regia, concretando el alcance de sus causas físicas y psíquicas propiciatorias. De tal modo, expresan su rechazo a que se aplique el derecho civil al titular de un órgano constitucional. La necesidad de esta ley viene, además, reforzada por el hecho de que a las Cortes les compete, en sesión conjunta, «reconocer», esto es, corroborar, la inhabilitación de la persona del rey, con las consecuencias que de ello se derivan. En consecuencia, la pérdida de capacidad del monarca deberá haber sido constatada previamente, aportando así la ley un precepto quizá análogo al que se contiene en la Regency Act británica, la cual insta a apreciar «la evidencia aportada por los médicos». A su vez, invocando el paralelismo de las formas, deberán ser las Cortes, en su caso, las que, también, hayan de reconocer, asumiendo la opinión de los facultativos, que se ha producido el fin de ese estado, lo que implica la restitución del monarca al ejercicio pleno de sus funciones.

Asimismo, los autores recuerdan, con justeza, la necesidad de proceder al desarrollo legal del art. 60 CE, relativo a la tutela del rey menor, precepto este que no dispone nada acerca de su objeto y alcance, al atender únicamente a sus formas de constitución, con la incorporación, por cierto, de algunos anacronismos, tanto en la llamada «tutela testamentaria», al insistirse en que el tutor deba ser «español de nacimiento», como en la llamada «tutela legítima», en la que el padre o madre únicamente podrán mantenerse en el cargo «mientras permanezcan viudos». Como bien subrayan los autores, su disímil naturaleza jurídica aconseja inaplicar el régimen general o común previsto en el Código Civil en relación con la institución homónima de derecho privado. En todo caso, el legislador futuro ha de ser consciente de que la tutela regia incide en un aspecto o dimensión de la minoridad del rey, complementario del previsto en la situación de regencia, que debe tener por objeto la protección de la persona y bienes del rey menor, implicando, como obligación, quizá, más sobresaliente, que el tutor se responsabilice de la educación y representación legal de aquel, siendo tales cometidos susceptibles de control por parte de las Cortes Generales.

La cuestión referida al juramento de la Constitución (art. 61 CE) ha sido objeto de detenida atención por parte de ambos autores, tanto en el primero de los libros objeto de comentario como ya solo del prof. Cazorla, en el que, más específicamente, hace alusión al que deberá prestar, en su día, al acceder a la mayoría de edad, el 31 de octubre de 2023, la princesa de Asturias. Dicho juramento, en el caso del rey (art. 61.1), se produce tras ser proclamado aquel ante las Cortes Generales, limitándose a ser el cometido de las Cámaras, reunidas en sesión conjunta, meramente recepticio del juramento. Por tanto, el ofrecimiento regio viene, ciertamente, a subrayar la voluntad y compromiso expreso del monarca de actuar sujeto a la Norma Fundamental, tal y como, por otra parte, se exige cualificadamente a todo titular de un cargo público (art. 9.1 CE). Mas carece de efectos constitutivos para el inicio o despliegue de la función regia, sirviendo, en todo caso, para reforzar su legitimidad. De ahí que se produzca, únicamente, ad solemnitatem, ya que su ausencia no comporta, pues nada prevé al respecto la Constitución, detrimento o merma alguna de la condición real adquirida conforme a los principios dispuestos en el art. 57, que, al regular el hecho sucesorio, son, por sí solos, los que determinan quién es el titular de la Corona. Y así sucede a diferencia de lo que ocurre en Bélgica o Dinamarca, donde la prestación del juramento es conditio sine qua non para asumir la Corona. No obstante, como indicó en su día Luis López Guerra, la hipotética negativa al juramento por parte del rey, dadas la relevancia y significación que tal omisión tendría, sería causa bastante para que las Cortes instaran su abdicación.

Por su parte, el juramento del príncipe o de la princesa herederos y del regente o regentes, al hacerse cargo estos de sus funciones (art. 61.2 CE), cuenta, como subrayan los autores, con el «poderoso precedente» que reguló el juramento del entonces príncipe de Asturias. El procedimiento habilitado al efecto, con ocasión de ese acontecimiento, culminado el 30 de enero de 1986, y del que da minuciosa cuenta y explicación Luis Cazorla, sobre todo, en el segundo libro referenciado, fue fruto de la colaboración armoniosa entre la Corona, el Gobierno y las Cortes. De ahí que, sin duda, se juzgue perfectamente trasladable, como este autor solicita, a las situaciones venideras, convertido así en una útil costumbre constitucional y parlamentaria.

Por su parte, el repaso crítico al alcance de las competencias del rey, contempladas en los arts. 62 y 63 CE, lleva a los autores a efectuar un sucinto recordatorio de aquellas, la mayoría de las cuales, junto con las que las leyes le atribuyen, se inscriben en el ejercicio de la función declarativa que, en cuanto jefe del Estado (art. 56.1), esto es, dada su posición de preeminencia formal, está llamado a desarrollar el monarca parlamentario, a fin de manifestar la voluntad del Estado-persona. Así, a través de ellas, formaliza jurídicamente, mediante su manifestación solemne y genérica, actos que, expresando las decisiones de los restantes órganos estatales en el ejercicio de sus competencias, requieren, por expresa previsión constitucional, dada su singular relevancia, la exteriorización certificadora y perfectiva de estos por parte del rey, a fin de hacer posible, en última instancia, su imputación jurídica unitaria al Estado. A este respecto, los autores centran su atención en las competencias que inciden en las relaciones internacionales, al considerarlas objeto de algunas propuestas de mejora o reforma legislativa, más formales que sustanciales, de alcance menor.

Dicho esto, se echa en falta en la obra principal que se comenta un estudio crítico, acorde con su trascendencia, de la facultad regia de propuesta del candidato a presidente del Gobierno (art. 62.d, en relación con el 99 CE). Un estudio en el que se analice la práctica, los desarrollos experimentados, con ocasión, sobre todo, de las situaciones acaecidas en 2016, que tanto afectaron a la aplicación actualizada de esos preceptos. Aquí Cazorla y Fernández-Fontecha se limitan a subrayar la importancia de esta competencia, que se vincula al desarrollo de una, a su juicio, «trascendental función arbitral» del monarca, vinculada al art. 56.1 CE. Esta tesis, ciertamente minoritaria, difundida, inicialmente, a través, sobre todo, de los escritos, en su día influyentes, de Miguel Herrero, no es asumible conforme a una interpretación sistemática de la Constitución, por lo que ha perdido el predicamento que alcanzó en otros tiempos, vinculada al monarca parlamentario. Y así sucede por su imposible acomodo con una recta comprensión del significado y alcance adquiridos por el principio democrático en la Constitución normativa. Es por ello por lo que la condición de «árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones», que se atribuye al rey en la Constitución (art. 56.1), ha de considerarse el residuo formal de una función efectivamente desempeñada por este en un pasado ya lejano, la cual se encuentra, hoy, carente o vacía de contenido, de la potestas que en su día tuvo asociada (expresándose principalmente en la sanción regia de las leyes y en la disolución por parte del monarca del Parlamento). Su desaparición como tal cabe atribuirla al trascendental cambio de paradigma experimentado, manteniéndose de forma más bien inercial, sin ninguna consecuencia jurídica, en tanto que mero vestigio simbólico. En consecuencia, solo el ejercicio de la función relacional, que exige a la Corona poner formalmente en contacto a los órganos representativos que, ejerciendo el poder político, realizan, de modo práctico, la forma parlamentaria de gobierno, explica la atribución al rey de esa competencia, a fin de contribuir al establecimiento del necesario vínculo que ha de mediar entre el Gobierno, las Cortes y el cuerpo electoral. Función de coordinación y mediación interorgánicas que se traduce en una competencia reglada por las normas constitucionales y consuetudinarias, al tiempo que de ejercicio dependiente, al no implicar libre capacidad autónoma de actuación y decisión, de carácter discrecional, y estar sujeta a refrendo. El art. 62.b, que encomienda al rey la convocatoria y disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones, y el 99.5, que le asigna la disolución y la convocatoria extraordinaria de elecciones, son testimonios, también, expresivos de esta función, propia de un monarca parlamentario. Es así por lo que, en el supuesto de la competencia que lleva al rey a proponer al candidato a presidente del Gobierno (arts. 62.d y 99.1 CE), la actuación de aquel se encuentra por completo mediatizada, privándolo de cualquier rol arbitral, sustitutivo o auxiliar, en el desarrollo de un procedimiento, cada vez mejor perfilado por los usos y prácticas que lo complementan y actualizan, que hace innecesaria la introducción de cambios o desarrollos normativos, cuando menos referidos a la Corona. Otra cosa será que aquellos sí se consideren pertinentes para mejorar las previsiones del reglamento del Congreso, las cuales se muestran desajustadas a los tiempos marcados por la Constitución a lo largo del procedimiento, prolongan indefinidamente la interinidad del candidato propuesto y evitan introducir así un elemento de presión a los grupos políticos, sus verdaderos protagonistas, propiciatorio del acuerdo de investidura.

El instituto del refrendo, en cuanto que requisito de validez de los actos regios (arts. 56.3 y 64.1 CE) y medio a través del cual se efectúa el traslado de la responsabilidad por la comisión de aquellos, como bien señalan los autores, no precisa desarrollo normativo alguno, habiendo sido las prácticas, elevadas, ya, al rango de costumbres constitucionales, las que, en el marco de la buena colaboración interinstitucional hasta ahora apreciada, han ido resolviendo los problemas aplicativos que la rica casuística ofrece. Sin duda, son la naturaleza y repercusión de las actividades regias las que hacen necesario el refrendo. Se brinda así cobertura a todos los actos del rey dotados de trascendencia política, por muy faltos de potestas que se hallen, pues política es la responsabilidad que asume el sujeto refrendante. En razón a lo indicado, solo cabe discrepar de la pretensión de los autores de excluir del refrendo, por atentar contra «la naturaleza de las cosas», los actos de consultas del rey orientados a su propuesta del candidato a presidente del Gobierno (art. 99.1 CE). A este respecto, conviene recordar que tales consultas preceptivas desembocan en una propuesta formal que no es libre, al estar condicionada por aquellas que permiten al rey alcanzar un conocimiento fehaciente de la voluntad de la Cámara. De ahí que posean una importancia determinante, pues se supedita a ellas la selección del candidato propuesto. Eso explica por qué el titular de la Corona las evacuará, a fin de obtener toda la información necesaria, en primer lugar, con el presidente del Congreso de los Diputados, el cual, además de trasladarle su propia opinión al respecto, le facilitará, a petición de las propias fuerzas políticas representadas en la Cámara, la relación de interlocutores con los que se reunirá. Por eso el rey, a través de los servicios de su Casa, enviará al Congreso la convocatoria de los encuentros que mantendrá con aquellos, a fin de que la Cámara notifique las fechas y horas de reunión a los representantes de los grupos políticos. Dicha convocatoria debe contar, por tanto, con el refrendo del presidente del Congreso. Así, conforme a la práctica desarrollada, ha habido ocasiones en las que las rondas de consultas han debido reiterarse, con el beneplácito del presidente del Congreso. Por tanto, por mucho que las consultas se consideren actos preparatorios de la propuesta del monarca, es claro que vinculan a aquel, mostrando una evidente trascendencia política. En consecuencia, hemos de descartar la atribución al rey de una supuesta libertad o independencia en orden a determinar su propuesta. No existe fundamento constitucional alguno que habilite al monarca a formular aquella, realizando un juicio político de oportunidad o conveniencia acerca de la persona que considere el candidato más idóneo. Se trata, en fin, de un proceso que tiene al rey por notario y testigo cualificado, pero que ha de discurrir autónomamente, conforme a la lógica propia del sistema de partidos. En el curso completo de dicho proceso la actuación regia ha de ser, en todo momento, convalidada por el presidente del Congreso, lo que conlleva su examen y control. No en vano, a este la Constitución le ha atribuido el refrendo tácito o implícito de aquella a lo largo de la fase de consultas. Refrendo que se manifiesta expresamente, tanto cuando se sustancia en la contrafirma de la propuesta regia del candidato, la cual se estampa en el documento signado por el monarca, publicado en el Boletín Oficial de las Cortes, como cuando advera el nombramiento regio del presidente del Gobierno, una vez investido este en el Congreso, en el Boletín Oficial del Estado. En todas estas situaciones, el concurso del presidente de la Cámara viene a implicar una suerte de constatación de la corrección de los actos regios, en relación con las previsiones del art. 99 CE y con los usos y convenciones que mediatizan su interpretación y aplicación. De ahí que quepa considerar la posibilidad de su negativa a refrendar los actos y decisiones del monarca que considere abiertamente contrarios a lo dispuesto en aquellos. Así, es claro que una eventual propuesta regia de un candidato que desoiga o no tenga en cuenta, durante la fase de consultas, el criterio mayoritario que, al respecto, le hayan trasladado los grupos políticos con representación parlamentaria no tiene por qué merecer el respaldo, expresado a través del refrendo, del presidente del Congreso, lo que invalidaría dicha propuesta. Como tampoco ninguna otra actuación protagonizada por el rey y considerada por aquel exorbitante: como pueda ser la que le lleve a incluir en sus consultas oficiales a personas ajenas o no presentes en la relación de representantes políticos entregada al monarca por el presidente del Congreso. Y es lógico que así sea, de acuerdo con el modelo parlamentario racionalizado, adoptado por la Constitución, por mucho que la exigua jurisprudencia constitucional existente se limite a señalar que el refrendo únicamente traslada al sujeto que lo emite la eventual responsabilidad política derivada del acto regio de proposición del candidato, con lo que viene a disociar el ejercicio de la competencia, de la atribución de la responsabilidad. Y es que no cabe deducir de tan mínimo postulado que la conducta a desempeñar por el presidente del Congreso haya de ser meramente pasiva y deferente con el proceder del rey, limitándose a asumir y dar por válidas cualesquiera actuaciones y decisiones que aquel protagonice o adopte, sin incidir en su contenido, como si su misión solo consistiera en actuar como mero canal de transmisión parlamentaria de estas. Bien al contrario, no hay que olvidar que, a lo largo del procedimiento para el nombramiento del presidente del Gobierno, el presidente de la Cámara ha debido tener, en todo momento, puntual conocimiento, lo que implica inevitablemente su aprobación, de cuantas actuaciones haya desarrollado el rey durante la fase de consultas, hasta la materialización de su propuesta. Ello revela el deber que se le encomienda de ejercitar, de modo constante, una forma sutil de control material, y no solo certificador o formal, de los actos del jefe del Estado, orientados a la presentación de un candidato a la Presidencia del Gobierno. En todo caso, es de justicia destacar que la ejemplar adecuación del proceder del monarca, tanto actual como precedente, a la Constitución y a los usos y convenciones existentes ha evitado la generación, hasta el presente, de fricción alguna indeseable al respecto.

Una vez apuntadas estas precisiones, en abierto diálogo con una obra que tanto lo merece, ha de indicarse que, a juicio de quien esto escribe, quizá sea la parte o tramo final de la obra de Cazorla y Fernández-Fontecha, dedicada al análisis de los continuos esfuerzos desplegados por el actual monarca para mejorar el funcionamiento transparente y sujeto a controles del presupuesto y personal de su Casa, la que merezca un más alto reconocimiento. Así lo corrobora el hecho de que la mayoría de las propuestas formuladas por los autores hayan recibido una tan pronta como atenta acogida normativa, revelando su acierto, conveniencia y utilidad. No en vano, el Real Decreto 297/2022 se hace eco, prácticamente, de todas ellas, yendo mucho más allá de lo dispuesto en el muy estimable Real Decreto 772/2015. De este modo, la reestructuración de la Casa del rey, efectuada mediante una regulación ajustada a los tiempos, a la par que respetuosa con el principio de autoorganización que la Constitución consagra (art. 65.2), profundiza notablemente en la modernización de dicha estructura de apoyo, con observancia fiel de los principios de transparencia, rendición de cuentas, eficiencia y publicidad, hoy tan justamente exigidos por una sociedad crecientemente concienciada.

En ese aspecto el referido Decreto 297/2022 es clave en la adecuación y mejora de los instrumentos de control económico-financiero de la Casa del rey. Así, en el plano interno, viene a proporcionar respaldo normativo a medidas, algunas ya vigentes, pues estaban siendo aplicadas, tales como la que ha llevado a situar al frente de la oficina correspondiente a un profesional perteneciente al Cuerpo Superior de Interventores y Auditores del Estado, que actuará conforme a las técnicas empleadas por la Administración. Además, en el decreto se ha dispuesto que el personal al servicio de la Casa no solo se acoja al régimen de conflictos de intereses e incompatibilidades del personal de alta dirección de la Administración General del Estado, sino que, como aquel, deba presentar una declaración de bienes y derechos patrimoniales tras su nombramiento, habiendo de atenerse, en todo momento, a un código de conducta inspirado en los principios de honradez, ejemplaridad y austeridad. Asimismo, el decreto establece una nueva regulación de los contratos de la Casa, que estarán sujetos al principio de publicidad; ordena la aprobación de nuevas instrucciones de contratación, y establece la obligación de publicar la regulación del procedimiento presupuestario y de contabilidad. Por su parte, y en lo que a su dimensión externa se refiere, se dispone, por fin, que la auditoría externa de las cuentas anuales de la Casa del rey las lleve a cabo el Tribunal de Cuentas, como sucede con los demás organismos del Estado.

De esta forma, el compromiso adquirido por la Casa del rey de actuar con transparencia y publicidad, asumiendo lo dispuesto en la Ley 19/2013 y en la Ley 3/2015, a pesar de que estas normas excluyen expresamente a la Jefatura del Estado, ha supuesto un considerable avance que fortalece, con su normalización, la ejemplaridad y credibilidad de la Corona, como institución del Estado. De ello es cabal testimonio la obligación, expresada en el citado real decreto, que la Casa asume de publicar en su web: el presupuesto anual y su distribución; los estados trimestrales de ejecución presupuestaria; los contratos celebrados y los convenios suscritos; las retribuciones percibidas por los miembros de la Familia Real y por el personal de alta dirección de la Casa; la relación anual de regalos institucionales recibidos por la Familia Real; las autorizaciones de compatibilidad para actividades particulares de los altos cargos de la Casa; las indemnizaciones percibidas por estos con ocasión de su cese; las cuentas anuales aprobadas junto con el informe de auditoría; el informe resumen anual del interventor de la Casa, y la memoria anual de actividades institucionales desarrollada por los miembros de la Familia Real. A ello se suma la decisión, sin precedentes en España, adoptada voluntariamente por el rey, en abril de 2022, de hacer público su patrimonio.

Mucho de lo conseguido y avanzado en los últimos tiempos, que redunda no solo en bien de la institución, sino en refuerzo de la calidad de la democracia, me atrevo a decir que se debe al buen hacer, no siempre expreso, de Luis Cazorla y Manuel Fernández-Fontecha, quienes, con sus propuestas, siempre constructivas, animadas por un patriotismo constitucional sincero, contribuyen a recuperar y acrecentar la confianza puesta en la más alta institución del Estado. Es de justicia reconocerlo.

NOTAS[Subir]

[1]

Una crítica razonada a los libros de L. M.ª Cazorla Prieto y M. Fernández-Fontecha, ¿Una Ley de la Corona? (Ensayo sobre el desarrollo del Título II de la Constitución), Thomson Reuters Aranzadi, 2021, 184 págs., y de L. M.ª Cazorla Prieto, El juramento de la Princesa Doña Leonor de Borbón y Ortiz (Aspectos constitucionales y parlamentarios), Madrid, Thomson Reuters Aranzadi, 2022, 107 págs.