Reflexionar sobre la cultura del Renacimiento, como en su momento hiciera Burkhardt, no es tarea fácil en esta época si el autor desea aportar ideas novedosas u originales. Benigno Pendás, con una trayectoria intelectual cada vez más centrada en la historia cultural, ha acometido esa tarea con una original y profunda aproximación al mundo cultural, ideológico y político del Renacimiento, aproximación que es solo el primer volumen de una historia que pretende llegar a nuestros días.

El Renacimiento es quizá uno de los periodos históricos que más bibliografía han generado desde el siglo xix, y por eso Pendás no pretende aportar una visión sintética general (que ya hay muchas), sino que su enfoque es muy preciso: «Revisar las Formas de la Cultura europea desde la perspectiva de los conceptos políticos mayores: libertad y poder» (pág. 16). Es decir, no toda la cultura renacentista, sino sus formas, con dimensión continental y desde una atalaya concreta que es la libertad y el poder.

Acotado el fin de su obra, Pendás rechaza la idea de hacer una aproximación desde la filosofía de la historia y se sitúa más bien en el ámbito de las ciencias de la cultura que elaboró Dilthey. Y en la línea de Sheldon W. Wolin pretende «establecer un especio y un tiempo políticos mediante una serie de relaciones coherentes y no solo por la yuxtaposición de sucesos inconexos» (pág. 12). Es decir, conforme a su inicial dedicación académica, el autor pretende elaborar una historia de las ideas alejada del historicismo. Y ese enfoque, o perspectiva como dice su autor, le lleva a reivindicar la historia de la cultura con su tradición platónica. De ahí, desemboca Pendás en su propósito de elaborar una Biografía de la libertad, propósito digno del esfuerzo de quien se proclama buen liberal y para ello evoca, de la mano de Hannah Arendt, los orígenes de la libertad desde la polis griega. Este es el marco en el que el autor va colocando los elementos que constituyen la idea de libertad y que en este primer volumen se concentran en el Renacimiento.

Con cierto fin propedéutico, el primer capítulo está consagrado a Jacob Burkhardt. Pendás, inevitablemente, se tiene que introducir en el mundo de la estética, que deja de lado algunos «elementos incómodos: entre ellos, el carácter profundamente oligárquico de las signorie o. directamente, el absolutismo monárquico que prima en la Roma de los papas o en Nápoles con los reyes españoles» (pág. 37). El autor destaca el mérito del historiador suizo al destacar el descubrimiento del individuo como rasgo más sobresaliente en esa época nueva y también llama la atención por la visión idealizada del artista que presentó en sus trabajos. Esa idealización recorre, nos dice Pendás, elementos importantes de su obra, pues falta en el Renacimiento la libertad en el imperio de la ley: «Todo allí es por el contrario desmesura, crueldad y arbitrariedad» (pág. 40). No obstante, el autor apunta que Burkhardt es el padre de la historiografía del Renacimiento por todos los temas que abrió, que incluyen los límites temporales y sus diversas épocas, si bien hay pocos conceptos tan evanescentes como el de Renacimiento.

Con Burkhardt como punto de partida, Pendás nos ofrece su visión del Renacimiento, que «actuó como albacea de la Antigüedad clásica» (pág. 47). Apunta que el humanismo no es su «versión filosófica», especialmente por la superioridad de los griegos sobre los romanos en la filosofía, con Platón como filósofo preferido por las gentes del Renacimiento. Este filósofo pagano da pie a Pendás a reflexionar sobre el alcance de la visión paganizante del periodo, a lo que dedica el siguiente capítulo. Señala las novedades que el Renacimiento aporta en relación con la Edad Media, como el realismo, y recuerda que el modelo de la época es Roma, a pesar de su decadencia y de su grandeza perdida, pero ¿Roma pagana o Roma cristiana? Pendás sigue a Huizinga y considera que el paganismo era una máscara que se ponían los hombres del Renacimiento, pues este no fue antirreligioso.

Tres capítulos se intitulan «Geopolítica del Renacimiento» y están dedicados, respectivamente, a Italia, a más allá de los Alpes y a España. A pesar de ese título común, los tres capítulos tienes un enfoque muy distinto. En el capítulo sobre Italia, Pendás explica con erudición el carácter renacentista de Florencia, Venecia, Milán y Nápoles (en el capítulo anterior ya había hablado de Roma). En cambio, la geopolítica de más allá de los Alpes es un repaso sintético, pero muy sutil, sobre las grandes figuras del Renacimiento de los Países Bajos (Erasmo), Francia versus el espíritu medieval y caballeresco de Borgoña (Rabelais, Ronsard, Monteigne), Gran Bretaña (Bruni, Elyot) y Alemania (básicamente Lutero). Y el tercer capítulo de la geopolítica, dedicado a España, gira sobre el interrogante de Ortega y Gasset acerca de si hubo o no Renacimiento en España, para pasar a continuación a examinar, como ha hecho en Francia, las expresiones literarias y artísticas más representativas (Garcilaso y Boscán, la picaresca, la mística, la pintura, la arquitectura, la música), con algunas calas a lo que podríamos llamar la estructura social de esa España, con los privilegios y los ordenamientos singulares.

Tras la geopolítica, un incisivo capítulo dedicado a los «humanistas doctos y elocuentes». Es una aproximación al humanista y a sus señas de identidad, no siempre fáciles de definir: «Señas de identidad del humanista son la elegancia del estilo y la elocuencia del discurso, ya sea en cartas, diálogos o ensayos, pero siempre en contra de las cuestiones y comentarios al modo escolástico» (pág. 114). Pendás señala la débil aportación renacentista a la filosofía y su gran contribución a la literatura, lo que proporciona al humanista una posición respetable en la vida social y, a la vez que desconoce a sus antecesores, pretende extender su dominio a todos los campos del saber: doctos, elocuentes y excluyentes.

Junto al lado brillante de los humanistas, el autor describe la otra cara del Renacimiento, «Asclepio o el silencio del logos, donde analiza la superstición, la magia, la brujería y la pseudociencia de la época: «Modernos, pues, pero con matices» (pág. 131). Pendás, siguiendo a Dilthey, interpreta esta explosiva combinación porque el movimiento humanista era cosa de élites y no había penetrado en el alma de la nación, y rechaza la idea de que la magia fuera un anticipo de la mentalidad científica y señala que hay que reconocer que algunos sabios del Renacimiento recorrieron a la inversa el camino que va desde el logos hasta el mito. Y los ejemplos más significativos son Marsilio Ficino, impulsor del platonismo renovado, y Pico de la Mirandola, pues «el mago renacentista se reviste con la dignidad del filósofo y la sociedad de su tiempo (cardenales, príncipes y banqueros incluidos) compra con gusto ese producto averiado» (pág. 141), aunque de esta visión general se salva Copérnico.

Tras la pseudociencia, Pendás pasa a la teoría política. El profesor de historia de las ideas aparece con un brillante capítulo sobre el origen del Estado que sintetiza las ideas actuales sobre su origen renacentista (y antecedentes en Federico II Hohenstaufen) como consecuencia de la expropiación por parte de los nuevos reinos del poder del pontificado y del Sacro Imperio. Rechaza Pendás la idea ingeniosa de Burkhardt del Estado como obra de arte, pero valora los indicios intelectuales del pensamiento moderno (Scoto, Okham, Marsilio de Padua) para entender el clima intelectual en que nace el Estado. Inevitable que un profesor de historia de las ideas no se detenga en Marquiavelo al tratar del nacimiento del Estado, y lo hace con sutileza al señalar que la famosa afirmación que contiene el principio de El Príncipe sobre los Estados que son repúblicas o principados sitúan al Estado como concepto abstracto en el mundo de las formas políticas y a la monarquías y a la república en el mundo de las formas de Estado. El autor analiza los instrumenta regni del naciente Estado (centralización de la Justicia, Ejército profesional, burocracia, diplomacia), que emplea la razón de Estado «como manual de instrucciones para el funcionamiento del nuevo orden político» (págs. 154-155), para acabar glosando el capítulo XXV de El Príncipe y sus consideraciones sobre la Fortuna, la Virtud y la Necesidad. Es, repetimos, un capítulo brillante y sintético.

El capítulo sobre el origen del Estado abre paso a un conjunto de capítulos sobre los principios de la teoría política del Renacimiento, capítulos muy pedagógicos que compendian bien ese momento de la historia de las ideas. El titulado «República contra Estado» se dedica a lo que al autor denomina la apología de la república como forma política alternativa al Estado absolutista, apología que descansa sobre la idea de que solo los Estados pequeños pueden aspirar a una constitución democrática: «La regla general […] es magnificar a la república y sus instituciones» (pág. 65). Explica Pendás que durante la Baja Edad Media la causa republicana construye su arsenal ideológico en la lucha contra el Imperio, pero poco a poco las repúblicas «pierden su idílica condición corporativa y se apuntan al formato de la signoria con su podestà» (pág. 161), que en realidad consistía en un poder arrendado por un tiempo limitado. Con el final de las repúblicas hacia 1500, Pendás examina la figura y el pensamiento de Guicciardini. Es una síntesis breve, pero bien captada del segundo pensador florentino junto a Maquiavelo, a lo que agrega algunas consideraciones sobre Donato Giannotti. En definitiva, las repúblicas prefiguran el Estado, pero son Estados frustrados, incapaces de competir con las grandes monarquías.

Tras los pensadores floretinos, Pendás pasa a Francia y examina las ideas políticas de Bodino. Se trata de un capítulo también pedagógico donde destaca el valor del angevino por su aportación sobre la soberanía, valorando menos el resto de las ideas contenidas en Les Six Livres de la République (también valora el Coloquio de los site sabios…) porque con la soberanía «estamos en presencia de los fundamentos doctrinales del Estado absoluto» (pág. 190) y desde entonces se identifican monarquía y absolutismo. Como en el Renacimiento el eje geopolítico pasa desde el Mediterráneo al Atlántico, Pendás pasa desde Francia hasta América. Sin embargo, al lector de este capítulo (titulado «Utopía allende los mares») le sabe a poco porque es un recorrido vertiginoso que necesitaría un mayor desarrollo de las ideas políticas y jurídicas. Es un capítulo erudito, con ideas interesantes (especialmente cuando explica el espíritu renacentista y no medieval de los conquistadores) y de agradable lectura, pero quizá hubiera necesitado detenerse más en dos o tres puntos jurídico-políticos, como el autor hace, por ejemplo, con Bodino.

Acierta Pendás cuando analiza la incidencia de las reformas protestantes en las formas de la cultura política europea y las vincula con el germanismo, ese tipo de rebelión contra el papado y contra un Imperio que en aquel momento ostentaba un español, y cuando apunta que la Reforma luterana solo es inteligible en el contexto de una nación incapaz de construir un Estado porque los señores territoriales defendían sus privilegios bajo la etiqueta de la deustche Freiheit. También acierta Pendás cuando explica que con la Reforma se pierde el carácter institucional de la Iglesia, que pasa a ser una congregación de fieles… para que el poder lo ocupe la autoridad secular. Al final, la dualidad de las dos espadas medievales se diluye en el poder temporal. De toda la obra, este capítulo sobre la Reforma es, a mi juicio, uno de los más logrados por el cuadro tan completo que ofrece sobre la ideología política que conformó el luteranismo.

A la tiranía (y la dictadura) y la rebelión contra ambas dedica el autor otro capítulo. El derecho de resistencia que desplegaron primero los hugonotes franceses y luego John Knox, las elaboraciones de los monarcómacos, Mariana, las ideas de La Boétie y la elaboración ulterior de Locke crean todos el ambiente de los tiranicidios de la época (los asesinatos de Enrique III y de Enrique IV de Francia y del duque de Buckingham). Como dice el autor, «un largo camino discurre desde el gesto dignísimo de Antígona hasta el reconocimiento constitucional del derecho de resistencia» (pág. 254).

La monarquía española es objeto de dos capítulos que compendian el proceso de unificación a partir del matrimonio de Isabel y Fernando en 1469 con el episodio de las Comunidades: «El historiador de las Ideas percibe en todo ello el despliegue fallido de una Constitución Antigua a la castellana, menos lucida que la aragonesa pero con todos los ingredientes tópicos de las revueltas protoburguesas, a cargo de unas ciudades en expansión» (pág. 260). Al amparo de la monarquía, Pendás analiza la identidad nacional española en el siglo xvi y aporta la visión política del Renacimiento español, vinculada a la mentalidad imperial de Carlos V a través de la escuela del derecho natural y de gentes que contiene una «genuina y completa Teoría del Estado» (pág. 282), que compendia en breves pero precisas páginas.

Y al lado de la monarquía española, la inglesa. El autor señala la trayectoria marítima de Inglaterra, desde los Tudor hasta la Gloriosa, y una gran diferencia con el continente «en el plano de las formas políticas, Estado equivale allí a Monarquía absoluta al modo francés: dominium regale en contraste, ya desde sir John Fortescue en la Baja Edad Media, con el régimen moderado de los ingleses, politicum et regale» (pág. 292). Se trata de un capítulo que compendia bien el pensamiento político de Moro («Al margen de Tomás Moro, los pensadores ingleses de la Monarquía Tudor no aportan nada importante en comparación con Maquiavelo, Erasmo o Bodino» ?pág. 292?) y la dimensión política del espíritu del Common Law.

Sigue un capítulo que anticipa el Barroco a través de un interrogante: «La Razón de Estado, ¿pertenece al Renacimiento o al Barroco?» (pág. 309). Pendás se inclina por el Renacimiento, con sus inicios en la Italia renacentista, y que compendia, siempre con Meinecke como referencia, en una regla técnica que libera al gobernante de ataduras teológicas o jurídicas, como defendió Botero y prolongaron en España los tacitistas. El autor se detiene especialmente en Álamos de Barrientos, en Campanella y en Lipsius, pero acaba el capítulo examinando el manierismo, que en la historia del arte no tiene la dimensión epocal de otros conceptos como el Renacimiento y el Barroco. Y la razón de Estado se complementa con un pedagógico capítulo dedicado a los aspectos económicos del período. Asume la idea de von Martin, quien definió el Renacimiento como preludio de la era burguesa, y esa idea le sirve de hilo conductor con el apoyo de Sombart y de Weber,

Biografía de la libertad (I). Renacimiento: nostalgia de la belleza acaba con un capítulo de conclusiones, donde remedando a Huizinga se habla de la «primavera de la Edad Moderna». Pendás ofrece una idea original: la historia de las ideas políticas no puede competir con la belleza renacentista, y hasta presenta una idea provocadora al señalar que Maquiavelo no es Rafael ni Leonardo. Pero tras el rechazo inicial del lector, quien se rebela a comparar el plano político y el plano estético, Pendás replica: «Para el estudioso de las cuestiones política se toma la revancha en el eterno de las Formas. Porque el Estado moderno (id est, el Estado sin más) es la creación más perdurable del siglo xvi y acaso de toda la Edad Moderna» (pág. 351). Tras ello, ofrece un compendio de las aportaciones políticas del Renacimiento empezando, naturalmente, por la propia invención del Estado,

Biografía de la libertad (I). Renacimiento: nostalgia de la belle es una aportación valiosa para entender la dimensión cultural del Renacimiento desde el campo de las ideas y de las formas políticas. No es ni pretende ser un manual porque sus destinatarios van más allá de los estudiosos de la teoría política, pero proporciona una visión muy completa a cualquier persona que quiera conocer los aspectos ideológicos del periodo. Es una obra interesante que sintetiza con gran aparato bibliográfico una puesta al día de uno de los momentos más interesantes de la historia universal.