RESUMEN
Este artículo propone un recorrido por la presencia de la historia social en la producción historiográfica del siglo xxi sobre la guerra civil española de 1936-1939. Aunque es evidente la heterogeneidad y polifonía de ese enfoque, si convenimos en un mínimo común denominador de temas de estudio, métodos y objetivos es posible dibujar una cierta evolución. Después de haber disfrutado de un indudable protagonismo, y a la par que se abría a las propuestas y modos de la historia cultural, desde finales del siglo xx este enfoque perdió presencia, y parecía que potencia explicativa, en la historiografía sobre la guerra del 36. Sin embargo, ni fue un súbito giro copernicano ni supuso las exequias del enfoque ni se debió únicamente a sus límites epistemológicos, puesto que se inscribía en desplazamientos más amplios en el campo historiográfico y en el mundo del cambio de milenio. De hecho, la bibliografía más reciente muestra cómo la investigación de esa guerra y de los orígenes del franquismo vuelve a abrirse, con otras miradas, a los objetos de estudio y utillaje asociados a una renovada historia social.
Palabras clave: Guerra civil española; historia social; historiografía; franquismo.
ABSTRACT
This article seeks to explore the presence of social history in the historiographical production of the 21st century on the Spanish Civil War (1936-39). Although the heterogeneity and polyphony of social history is evident, if we agree on a minimum common denominator of study topics, methods and objectives, it is possible to draw a certain evolution. After having enjoyed an undoubted prominence, since the end of the 20th century, as it opened to the proposals and ways of cultural history, this approach lost presence, and it seemed that its explanatory power, in the historiography of the Spanish Civil War. However, it was not a sudden Copernican turn, nor was it the obsequies of the approach, nor was it due solely to its epistemological limits, since it was part of broader shifts in the historiographical field and in the world of the turn of the millennium. In fact, the most recent bibliography shows how research of that war and Francoism origins is reopening, with a different view, to the objects of study and tools associated with a renewed social history.
Keywords: Spanish Civil War; social history; historiography; Francoism.
Historia o historias de reyes y batallas. Todavía ahora, cuando se evocan las formas más tradicionales de escribir y aprender
sobre el pasado, es habitual utilizar esa expresión. No es solo una fórmula azarosa.
Desde Tucídides y las crónicas medievales hasta los canales televisivos temáticos
de hoy, pasando por Ranke y la escuela histórica alemana del siglo xix, los hitos y dramas bélicos han balizado casi siempre la historia, «con las batallas,
los tratados, la muerte de héroes y reyes»[1], y sus grandes responsables militares y políticos les han dado rostro y nombre. Por
eso, cuando se intentó superar esa manera de abordar y representar el pasado, empezando
por la escuela de Annales, se apuntó al estudio évènementiel de las coyunturas y procesos bélicos, a la «historia-batalla», como epítome de lo
que urgía cambiar. Pero los reproches han venido también de fuera de la disciplina.
En su conocido poema Preguntas de un obrero que lee, de 1935, Bertolt Brecht se cuestionaba quién está tras los grandes hombres y eventos
de la historia y echaba mano de episodios bélicos. Refiriéndose a casos como la Guerra
de los Siete Años, inquiría «quién venció además» de Federico II, «¿quién cocinó el
banquete de la victoria?», «quién pagó los gastos? Tantas historias. Tantas preguntas».
Más cerca en el tiempo, la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich
busca rescatar una guerra que en buena medida «sigue siendo desconocida»: la vivida
y contada por las mujeres. Y en esa guerra «no hay héroes ni hazañas increíbles, tan
solo seres humanos involucrados en una tarea inhumana»
En el caso de la contienda que estalló en España en julio de 1936, hace mucho tiempo que empezaron a buscarse esas historias y a plantearse esas preguntas sobre los rostros anónimos de la guerra. Son ya legión los trabajos que la han estudiado desde abajo, por usar la expresión clásica asociada a la historia social. Este dosier es buena muestra de que se sigue haciendo. Eso sí, el uso de esa manera de ver, estudiar y narrar aquella guerra no ha sido siempre igual. No lo ha sido en su frecuencia porque lo que podemos llamar historia social ha pasado por épocas de mayor y menor protagonismo. Tampoco por los objetivos de su mirada. Desde su foco inicial en bloques dominantes, clases sociales y sus luchas, y centrada además en las retaguardias, hasta su apertura a otros temas y escenarios, como las experiencias y emociones de los combatientes en los frentes y de los victimarios de la violencia tras ellos, mucho han cambiado sus enfoques, focos de atención, desarrollos y ambiciones.
En el marco de este dosier, este artículo se propone complementar sus aportaciones con una mirada de conjunto sobre la literatura historiográfica reciente que haya empleado de uno u otro modo la historia social para estudiar la guerra civil de nuestro siglo xx. Esta mirada explorará los logros y lagunas, avances y retrocesos de esa literatura durante las últimas décadas y se referirá a las relaciones con la historia política y la nueva historia cultural de la guerra civil. Apuntará, además, a la comparación entre los recorridos, objetos de estudio y marcos analíticos de la historia social sobre la zona republicana, a la que antes se dirigieron sus ojos, y sobre la zona sublevada, que es a la que apuntan más ahora y a la que se dedica este dosier. Se parte para ello del convencimiento de que esa mirada cruzada puede mostrar lagunas temáticas, revelar claves sobre cómo se ha desarrollado el estudio del periodo y estimularlo con nuevas preguntas.
Lo que se pretende ofrecer no es una foto fija ni un ejercicio descriptivo basado
en una larga nómina de nombres y títulos y una sucesión de temas tratados y por tratar.
Contamos ya con evaluaciones más o menos recientes de la historiografía sobre la guerra
civil, entre ellas todo un libro coral, y las hay asimismo del uso de la historia
social para estudiar esa contienda y el primer franquismo Entre las primeras, véase Moradiellos ( Ledesma (
Dicho lo cual, no todo son límites y excusas. A la vez, se amplía el campo de lo contemplado para problematizar los contornos del enfoque que aquí se somete a escrutinio: el que de momento llamaremos historia social. Lo que el texto busca es inscribir el balance propuesto en una consideración sobre cómo, a la hora de estudiar la guerra que se estaba librando hace ahora 85 años, se ha usado (o dejado de usar), cambiado y redefinido ese enfoque. En última instancia, se trataría de ofrecer una reflexión (crítica y autocrítica) sobre si sigue teniendo sentido la etiqueta de «historia social», si ilumina más que nubla o al revés. Dicho de otro modo, la pregunta es si, en lo que toca a la guerra del 36, la historia social es ya historia, cosa pasada, o si todavía tiene posibilidades a la hora de estudiarla y contarla, aunque la pregunta deba desdoblarse en otra: qué entendemos por historia social.
Ni que decir tiene que guiarse por esa interrogación conlleva meterse en un jardín, uno de muchos senderos que se bifurcan, para usar la fórmula de Borges, y la mayoría no podrán seguirse aquí. El caminar y su resultado, además, estará condicionado por quien esto firma. La generación a la que pertenezco, las lecturas y profesores que más influyeron en mi aprendizaje del oficio de historiador, mis sensibilidades políticas de entonces y ahora o mis coordenadas sociales, económicas, de género, etc. influyeron para que me formara, o creyera formarme, como historiador social. Pero tal vez esté ahí en parte el sentido de este texto. Puede aportar algunos jalones a una cartografía del modo como llevamos a cabo esa empresa colectiva e inacabable que es historiar la guerra civil y su tiempo y así ayudar a orientarnos, ubicarnos y ser conscientes de nuestros objetivos, apuestas teóricas y modos de escritura. Es probable que, al igual que tantos balances historiográficos, con el paso del tiempo esta contribución sea vista como ingenua, rancia y poco perspicaz ante lo que esté por venir. Pero por eso mismo, acaso sirva un día como fuente para acercarse a las preguntas de quienes tratamos de historiar la guerra del 36 en este primer cuarto del siglo xxi.
De modo que este artículo pretende algo relativamente simple. Su objetivo primero es medir el estado de salud de la historia social en las investigaciones sobre esa contienda y para ello revisa la producción historiográfica que ha usado ese enfoque para estudiarla en lo que llevamos de siglo. Lo que busca no es un catálogo de luces y sombras, de presencias y ausencias. Es más bien resaltar cómo ha cambiado durante estos últimos lustros su peso en el estudio de la guerra civil y cómo han evolucionado sus focos de atención y aparato analítico. Todo balance historiográfico supone algún grado de generalización y no poder dar espacio a todos los trabajos que merecen ser citados. Pero la mayor dificultad es otra: lo ideal sería caracterizar con nitidez el enfoque evaluado, pero eso no resulta sencillo. Aunque el texto dedicará alguna atención a qué se puede entender por historia social, su objetivo no puede ser facilitar una definición precisa de lo que nombra ese concepto. Más que determinar rígidamente sus fronteras, lo que se busca aquí es constatar su pluralidad de perspectivas; indagar en cómo se ha reducido o ensanchado su protagonismo, intereses y ámbitos temáticos, y preguntarnos por las perspectivas de futuro de la historia social para el estudio de la guerra civil. Lo cual conduce a lo que puede ser el otro objetivo del trabajo. Respondiendo a la pregunta que lo titula, pretendemos mostrar que, aunque diferente a la anterior, renovada y cambiante, sí existe y resulta muy útil una historia social de la guerra civil en el siglo xxi.
Era signo de los tiempos y quizá algo más que coincidencia. Al arrancar el nuevo siglo y el recorrido de este texto, a finales de 2000, la exhumación de los cuerpos de trece asesinados en Priaranza del Bierzo desembocaba en la constitución de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). No era la primera iniciativa de ese tipo, pero constituyó un hito. Desde entonces, y en un proceso vertiginoso que atravesó todo el país, empezaron a saltar del ámbito familiar al espacio público las voces de los derrotados y víctimas de la guerra y su posguerra. Poco o mucho, sus historias ya las había recogido la historiografía. Pero a partir de ahora se abría la posibilidad de incorporar fuentes y actores anónimos a una reconstrucción de aquel periodo que podía hacerse más desde abajo.
Sin embargo, al mismo tiempo, ese modo de escribir la historia de la guerra del 36
se estaba enfrentando a importantes desafíos. Hasta mediados de la década de 1990,
había interesantes debates en los que se subrayaban los límites y determinismo de
la primera historia social de la guerra y se proponía enriquecerla con otros aportes,
aunque no abandonarla Del Rey (
Son solo algunos ejemplos que sugieren que, en torno al cambio de milenio, se estaban
produciendo mutaciones sustantivas en la historia social de la guerra civil. Por supuesto,
no eran patrimonio del estudio de esa contienda. Por ejemplo, el de la I Guerra Mundial
ha pasado por tres «configuraciones historiográficas» sucesivas. Al principio, una
historia política, militar y diplomática que apenas dejaba espacio a las cuestiones
de orden social y económico. Desde mediados de siglo, una configuración «social» que
rescataba a los combatientes anónimos y estaba muy influida por el materialismo histórico.
Y, desde la década de 1980, una «cultural y social», más lo primero que lo segundo,
que añade no solo temáticas culturales, sino un cierto paradigma culturalista Izquierdo Martín y Sánchez León (
Hasta aquí se ha hablado de historia social, pero ¿qué se puede entender por tal cosa? La respuesta puede resultar decepcionante: son distintos los significados que se han dado a esa noción. Las fronteras de esta forma de escribir historia nunca han sido nítidas y el éxito pudo llevar a soslayar su indefinición en sus mejores días (cuando los peores la pusieron de manifiesto). No es escurrir el bulto para evitar una caracterización de historia social. Lo que ocurre es que la indefinición y la polisemia son quizá inevitables ante la heterogeneidad implícita a la propia categoría de social, tanto si la entendemos como adjetivo que remite a sociedad como si la usamos en el sintagma con valor sustantivado de lo social. Excedería las posibilidades de este artículo y las capacidades de su autor elaborar una definición y crítica mínimamente decorosas de un enfoque tan rico, longevo y estudiado. Pero merece la pena detenerse un momento en esa misma pluralidad de formas de entender la historia social porque la encontraremos en el estudio reciente de la guerra civil de 1936 y porque nos servirá para aquilatar la pervivencia, utilidad y continua redefinición de ese variopinto enfoque.
Para empezar, atendiendo a su campo de estudio, por historia social se ha entendido varias cosas. Si vamos de lo más amplio a lo más concreto, puede concebirse con pretensiones holísticas: nada menos que las de reconstruir de modo integral las sociedades pasadas. Bajando un escalón las ambiciones, cabe considerarla un dominio de la historia cuyos objetos —procesos y estructuras, relaciones, grupos, identidades, movimientos— remitirían a lo social, entendido como un ámbito específico diferenciado de lo político, lo económico o lo cultural. Por último, en una versión minorada, sería una historia dedicada a determinadas dimensiones de esas sociedades, como las relaciones entre grupos sociales, el impacto sobre la población de los grandes procesos históricos —industrialización, imperialismo, etc.—, las formas de conflicto y movilización sociales, la historia urbana o los modos de vida, trabajo, sociabilidad y cotidianidad de la gente común. Por su parte, desde un punto de vista metodológico, sería el estudio y escritura del pasado que se acercan a los instrumentos analíticos de las ciencias sociales y cuyo punto de partida es la primacía de la determinación social de los eventos y procesos históricos.
Recogiendo en parte esos dos planos, a menudo es entendida asimismo con la imagen
de historia desde abajo. El primero en usarla fue Lucien Febvre cuando, allá por 1932, reivindicaba una «historia
de masas y no de grandes figuras; historia vista desde abajo y no desde arriba» Para los dos últimos párrafos, entre muchos otros, Dosse (
Lejos, por tanto, de poder llegar a un acuerdo sobre lo que es la historia social, para lo que aquí interesa es posible situarse en un doble punto de partida más modesto. Por un lado, dar cuenta de hasta qué punto esa pluralidad de formas de entenderla se refleja y ha evolucionado en el estudio de la guerra civil española. La idea de fondo es que esas definiciones dispares, y que nos identifiquemos con ellas más o menos en distintos momentos, constituyen ya de por sí un hecho historiográfico digno de atención. Y, por otro lado, cabe buscar al menos algunas zonas de confluencia entre las diferentes nociones de historia social. Ese mínimo común denominador consistiría en una combinación de tres elementos: determinación socioeconómica más o menos minorada; atención a cómo los grandes acontecimientos y fenómenos históricos afectaron a la mayoría de la población, y preferencia por una mirada desde abajo que privilegie las condiciones materiales de existencia, movilizaciones y experiencias de los grupos subalternos, incluyendo los modos como se construyen y definen esas prácticas y vivencias.
Si regresamos a la bibliografía del nuevo siglo sobre la guerra del 36, las cosas
ya no eran lo que habían sido. Desde la década de 1970, al primer registro historiográfico
sobre esa contienda, creado por historiadores hispanistas y basado en el primado de
la política y los grandes hechos y personajes, se le había sumado una historia social
de esa guerra que ocupó una parte importante de la escritura histórica de la guerra
durante las décadas de 1970, 1980 y 1990. Aunque en general respondía a las nociones
más clásicas de historia social, en realidad englobaba distintos niveles de ambición
y reflexión conceptual y desde los años noventa fue abriéndose a la influencia del
utillaje cultural. Eso enriqueció sus miradas y resultados. Sin embargo, ya desde
finales del siglo pasado, esa renovación derivó en una auténtica redefinición del
enfoque que a la postre le hizo perder presencia y potencia explicativa a la hora
de estudiar la guerra civil. La primera década de esta centuria no haría sino confirmarlo Ledesma (
Nada de eso significa que no hubiera historia social de la guerra en el primer tramo
del xxi. Para empezar, su primer decenio alumbró investigaciones de calidad sobre temas más
o menos clásicos de este enfoque. Se trataba, sobre todo, como había ocurrido hasta
entonces, de trabajos sobre la zona republicana, y ahí tienen cabida los que abordaron
cuestiones como las colectividades, los órganos de poder revolucionario o las penurias
de la población civil. Empezaron a aparecer también, y eso ha sido un cambio de tendencia,
estudios sobre la otra zona que no atendieran solo a la construcción política de la
dictadura y la represión, o que las integraran junto a la situación y respuestas de
la población. Los hubo también que, al tratar de la violencia en una u otra retaguardia,
trataron de problematizar la perspectiva desde arriba e indagar en su relación con los conflictos previos o la dialéctica entre móviles
políticos y dinámicas intracomunitarias. Cabe encontrarlos también que rescatan las
experiencias de grupos antes menos o nada visibilizados, como las mujeres y los niños.
Y los hay muy numerosos que relatan la guerra desde abajo al recoger testimonios orales,
al descender a marcos locales o al seguir vidas particulares Por citar solo algunos, Prieto Borrego y Barranquero Texeira ( Marco (
A ellos se suman una serie de títulos que apostaban por una renovación de la historia
social que implicaba atender a distintos elementos culturales, como los símbolos,
ritos e identidades, y a la definición y construcción de la realidad. Una monografía
se presentaba señalando que partía de la historia social, pero que buscaba superar
algunas de sus lagunas centrándose en «la interrelación y complementariedad de las
esferas de la cultural, el espacio, la protesta y la represión». Otra, una de las
mejores de esos años, abordaba las formas de enfrentamiento y acción colectiva en
1936 atendiendo a los procesos de interpretación cultural y «construcción social»
de la realidad, entre ellos la movilización de símbolos, rituales e identidades enfrentadas Ealham y Richards ( Izquierdo Martín y Sánchez León (
Lo que se estaba produciendo era una indudable renovación de la historia social de
la guerra civil, que le permitió dar un crucial salto cualitativo Íñiguez Campos ( En un balance historiográfico de 2007, la historia social prácticamente no se menciona:
Blanco (
De esta evolución pueden ser exponentes algunas obras de referencia aparecidas en
torno al septuagésimo aniversario del inicio y del final de la contienda o algunos
años después. Toda generalización es abusiva, pero puede observarse la inclusión de
las dimensiones culturales en un sentido amplio y un retraimiento de las socioeconómicas
en buena parte de las síntesis del conflicto editadas en esos años Véanse, por ejemplo, Ranzato ( Moradiellos (
A medio y largo plazo, el cambio de rumbo fue muy significativo. Después de haber disfrutado de un indudable protagonismo, y a la par que se abría a las propuestas y modos de la historia cultural, la historia social pareció replegarse hacia posiciones de retaguardia en el estudio de la guerra del 36. Eso sí, no fue un repentino giro copernicano o un abandono súbito. Tampoco se produjo de manera azarosa ni solo como resultado de los límites propios del enfoque. Límites tenía, sobre todo si se usaban las versiones más pétreas del enfoque: las que utilizaban esquemas más deterministas, reificaban las relaciones e identidades sociales, limitaban su interés por los grupos subalternos al movimiento obrero (y este a sus organizaciones y cuadros) o consideraban como epifenómenos las mediaciones culturales entre la estructura y la acción de los individuos y grupos estudiados. Sin embargo, si se reveló frágil, fue también por una combinación de factores de distinto rango.
Para empezar, entraban en juego las condiciones de estudio de la contienda. Por un
lado, razones puramente biológicas. Una parte de la historia social de la guerra se
había hecho usando la historia oral. Como escribió el gran referente que fue R. Fraser,
era una manera óptima de relatar una historia desde abajo, la de la gente y experiencias
corrientes que no suelen aparecer en otras fuentes
En segundo lugar, y contra lo que pudiera parecer, el conflicto armado que arrancó
en 1936 no es por fuerza el terreno más propicio para cultivar la historia social.
¿Por qué? Qué duda cabe que afectó e implicó a todo el cuerpo social, albergó movilizaciones
masivas, trastocó identidades y relaciones sociales y provocó cambios y experiencias
novedosas de todo tipo. Por si fuera poco, presenció un breve pero intenso proceso
revolucionario en la zona republicana, que no por casualidad fue uno de los objetos
de estudio privilegiados por los primeros historiadores sociales de la guerra Una sólida revisión posterior en Casanova (
Pero, además de intenso, fue un periodo muy breve y el corto plazo no siempre se adapta
bien a algunos de los amplios procesos sociales y culturales que estudia buena parte
de la historia social. Quizá el mejor ejemplo es el de las hondas transformaciones
experimentadas en los grandes ámbitos urbanos que, al menos desde el tramo final del
siglo xix, produjeron la progresiva gestación de una modernidad urbana. Poniendo el foco en esos cambios, y partiendo de la historia social pero adquiriendo
trazos de historia urbana, una serie de investigadores están estudiando la relación entre la segregación social
en el espacio y nuevas realidades: el surgimiento de formas inéditas de movilización
social e identidades políticas; las primeras manifestaciones de una sociedad de consumo;
o los efectos disruptivos y desórdenes que esa nueva ciudad tuvo sobre las formas de vida, los sentidos que sus habitantes
daban a su mundo, el orden de género y la sexualidad. Lo significativo aquí es que,
en la mayor parte de los casos, su marco cronológico llega justamente hasta el umbral
de la guerra civil y no se franquea Un balance y los entrecomillados, en Pallol Trigueros ( Ejemplos de ello son los dosieres sobre «Conflictividad rural» (2000); «Uso y disputa
de los recursos comunales» (2000); «La construcción de las comunidades imaginarias»
(2001); «La mercantilización del ocio» (2001); «Cultura y tradición en el País Vasco»
(2002); «Orden, violencia y Estado» (2005); «Culturas políticas y feminismos» (2010);
«Sindicalismo, territorio, oficio e industria» (2010); «El asociacionismo emigrante
español, siglos xix-xx» (2011); «Asociacionismos, conflicto y representatividad» (2012); «Ciudades, salud
y alimentación en España (siglos xix-xx)» (2014); «Espacios de acceso y difusión de la cultura para las mujeres (siglos xviii, xix y xx)» (2015); «El mundo rural español del siglo xx en tres claves» (2016); «Imágenes sobre el pueblo gitano» (2019); «Sociabilidades
y espacios de construcción de la ciudadanía» (2019); «Campesinas. Mujeres en la historia
contemporánea de España» (2021), y es muy fiel a su nombre «Después del 39» (2020).
Se detienen en mayor o menor medida en la guerra los de «Historias individuales e
historia social» (2004); «Género, religión y laicismo» (2005); «La definición social
del espacio urbano» (2007); «Socialización política y educación» (2019); «Trabajo
femenino y estrategias de subsistencia» (2019); «Años de anticomunismo» (2021); «Asociacionismo
agrario y dictaduras» (2022), y «Comunidades en tensión, respuestas desde abajo» (2022).
Y solo de forma central en «Represión política en la guerra y la posguerra española»
(2002); «Cultura de guerra en la España del siglo xx» (2008); «Los apoyos sociales al franquismo en perspectiva comparada» (2011), y «Los
niños de la guerra» (2013).
Ahora bien, junto a esos factores, hay otros de mayor profundidad y recorrido que
cabría englobar en el marco de la ya aludida «crisis de la historia social». Para
resumir en pocas líneas algo que ha hecho correr ríos de tinta, si hasta la década
de 1970 la historia social parecía estar en auge irresistible y aspiraba a construir
en torno a ella una ciencia social histórica, desde entonces surgieron muestras de
insatisfacción hacia su utillaje conceptual y sus pretensiones holísticas. Desde dentro
de la profesión, se le reprochó haber dejado fuera del análisis la gran política,
la narración y a los sujetos. Desde fuera, el giro lingüístico recusó sus aporías,
criterios de causalidad materialistas y su confianza cientifista en aprehender y reflejar
la realidad. Es en ese marco en el que se producía un desplazamiento de intereses
y sensibilidades hacia una nueva historia cultural que prioriza la interpretación
sobre la explicación; que antepone el lenguaje, los rituales y símbolos o la construcción
de identidades a lo material. En realidad, los reproches no siempre eran fundados
porque historia social no había solo una sino varias, no todas igualmente reas de
esas culpas, y tampoco fue estática sino a menudo abierta al cambio. De hecho, su
renovación en general, y su apertura a la «cultura» en particular, surgieron desde
muy pronto y en su propio seno, y esa renovación la enriqueció de forma muy notable.
Sea como fuere, el acercamiento entre los enfoques social y
cultural acabó creando algo con bastante más de lo segundo que de lo primero y la
apertura de la historia social derivó en un cierto desdibujamiento. Cuando un autor
británico hacía a principios de este siglo un balance de la historiografía de las
cuatro décadas anteriores, encontraba que el rasgo más definidor era, «de manera destacada,
el inmenso cambio tectónico desde la historia social hacia la historia cultural».
Una historiadora española es más contundente: la historia cultural se ha convertido
en «el eje rector en la disciplina histórica» occidental, en parte por «esa especie
de mecanismo de fagocitación de lo social», obsesivamente imparable, que lleva implícito
el giro cultural Ante una bibliografía desbordante, véanse en castellano, entre otros muchos, Casanova
(
Dicho lo cual, no parece adecuado circunscribirlo todo al ámbito de la disciplina.
Similares desplazamientos de intereses se encuentran en otras ciencias sociales. En
mayor o menor medida alcanza a todas un interés por la cultura entendida en un sentido
amplio como el conjunto de procesos sociales mediante los cuales los individuos producen
y reproducen significados sobre sí mismos y el mundo. Claro que, al mismo tiempo,
se reduce o contesta el peso explicativo dado a los contextos, relaciones y condicionamientos
de tipo socioeconómico. Por debajo, aunque esto suponga reciclar metáforas clásicas,
parece haber factores que irían más allá del ámbito erudito. Afirmar esto supone relativizar
la autonomía de los campos académicos a la hora de producir actitudes, conceptos y
marcos teóricos y sugerir que están influidos por lo que sucede en el mundo en el
que operan. De modo que estaríamos dando cuenta del declive de la historia social
echando mano del tipo de explicaciones que la crítica le ha reprochado. Además, determinar
cómo y qué elementos socioeconómicos, políticos o culturales externos a la historiografía
influyen en ella dista de estar claro e incluye un cierto grado de especulación. En
el mejor de los casos caben explicaciones, por decirlo en los términos de la filosofía
de las ciencias sociales, que cumplan la condición mínima de implicar de manera lógica
los explananda. Es decir, que muestran el tipo de mecanismo que podría
explicar un hecho
Si hacemos algo así, nos encontramos con que la renovación y relativa dilución de
la historia social han sido asociadas a una constelación de grandes transformaciones
producidas durante el último tercio del siglo xx. La gestación y edad dorada de la historia social se producía en las décadas centrales
del Novecientos en Occidente. Es decir, en un contexto de entrada e integración de
las masas en la política de los Estados, centralidad del conflicto capital-trabajo,
percepción del movimiento obrero como gran agente de cambio social y confianza entre
la izquierda en el materialismo histórico y en las posibilidades de transformación
a través de la política. Mientras tanto, los decenios finales del siglo crearían un
mundo al que se supone que se adaptaba peor. Son varios los elementos que han sido
destacados en ese sentido. La reestructuración global del capitalismo tardío, que
incluía la transición a una economía posfordista y especulativa, procesos de reconversión
industrial, diversificación, estetización del consumo y colonización de la cultura,
habría contribuido a crear lógicas culturales e identidades marcadas por la diversidad,
la fragmentación, la fluidez rizomática y el desarraigo. La caída del Muro de Berlín
y el colapso de la URSS habrían precipitado algo que ya venía de la década anterior:
la crisis de las tradiciones y utopías socialistas, la derrota política del materialismo
histórico y el bloqueo de la imaginación utópica. De la mano de lo
anterior vendrían la aparente disolución del papel económico, identidad y protagonismo
político de la clase obrera, el actor colectivo por antonomasia de la historia social
clásica. A cambio, era sustituida como sujeto de la historia reciente por la víctima
—a la que se asocian no horizontes de transformación sociopolítica sino una subjetividad
pasiva y búsqueda de reconocimiento conmemorativo—, cuando no por el descentramiento
de todo sujeto. Algún autor sugiere que el periodo entre la década de 1970 y el 11-S
de 2001 significó todo un «viraje histórico», una transición epocal cuyo resultado
fue «un cambio radical de nuestros puntos de referencia generales y nuestro paisaje
político e intelectual» Entrecomillados en Hebdige (
Está claro que estos últimos no han reaccionado siempre del mismo modo a esas transformaciones
que tanto nos han cambiado. En un extremo estarían quienes han tratado de seguir como
si nada hubiera pasado y no se molestan en cuestionar categorías como «sociedad» y
«lo social». En el otro se sitúan quienes proponen una historia postsocial que las
supere en tanto que constructos y dispositivos totalizadores de la Modernidad e impugnan
las pretensiones objetivistas y representacionales de la historia y las ciencias sociales
Preguntados sobre si lo social se había disuelto en la historia, varios representantes
del contemporaneísmo español ofrecían balances sobre las posibilidades actuales de
la historia social. Entre otros, para uno no hay disolución de lo social, sino su
«dilatación» enriquecedora. Otro consideraba que el fruto del acercamiento de la historia
social y cultural era que ambas perdían parte de su identidad y a cambio ganaban influencia
en la historia en general. Mientras tanto, un tercero concluía que, dado que en última
instancia todo es social, la historia con ese adjetivo no tiene otro sentido que el
de una definición restrictiva en oposición a la historia política, o una etiqueta
identificativa que nos sitúa en una reconfortante genealogía
Ahora bien, la escritura del pasado participa de la historicidad de cualquier artefacto
cultural y no está claro que la historia social haya perdido todo su sentido. Al contrario,
cabría añadir que se están produciendo nuevos deslizamientos epistemológicos que,
a su vez, están ligados a las nuevas coordenadas extraintelectuales que jalonan la
crisis de 2008, la agudización de las diferencias económicas y sociales o la precarización
de las condiciones laborales y vitales. Todo eso no quiere decir que se vayan a revertir
las lógicas políticas y culturales que nos cambiaron ni que deba o pueda regresar
la historia social a la manera clásica. Pero hay signos de apertura de otros caminos
que pueden traducir una cierta reemergencia de la crítica social y material: por ejemplo,
la aparente bajamar del giro lingüístico o la relativa recuperación de temas y enfoques
más o menos orillados, entre ellos lo que ya se ha denominado «giro material» Incluso un autor que había sometido a crítica la historia social de E. P. Thompson
y saludado con optimismo el giro cultural ha pasado a reconocer que se habían menospreciado
las valencias sociales e incluso materiales que acompañaron a ese giro: Sewell (
La literatura de la última década sobre la guerra civil también registra nuevas rutas en esa dirección. Quizá estamos demasiado cerca de lo que sucede y nos falta perspectiva para evaluar su recorrido. No obstante, algunos indicios sugieren un escenario no tan pesimista como el que pudiéramos apuntarse hace solo unos años. El principal de esos indicios es que, aunque hay una obvia continuidad con líneas de trabajo anteriores, parece darse un cierto cambio de tendencia, en paralelo a la crisis económica, a comienzos de la década de 2010.
En 2013 coincidía que eran publicados varios trabajos importantes. En una monografía,
significativamente titulada Franquismo a ras de suelo, un autor ofrecía una panorámica de los apoyos sociales y actitudes de la población
durante la dictadura, que arrancaba desde 1936 y subrayaba las heterogéneas y cambiantes
respuestas de los españoles de a pie (colaboración, indiferencia, resignación…). Un
volumen colectivo se ubicaba en igual ámbito temático, solo que sus contribuciones
aumentaban la paleta de actitudes y prácticas alternativas: añadían el miedo y la
victimización, los marcos geográficos, la gama de fuentes y el diálogo con otras áreas
de conocimiento. Otra obra coral ofrecía una mirada sobre cómo historiar las experiencias
y agencia de sujetos subalternos, como campesinos, mujeres y menores, que de nuevo
se situaba en el periodo dictatorial, pero partiendo de la guerra. Por último, una
monografía en inglés dirigía la investigación a los cientos de miles de soldados anónimos
movilizados por conscripción en ambas retaguardias para explorar no solo sus vidas
y penurias, sino también cómo percibieron la movilización Por este orden, Hernández Burgos (
En los cuatro libros se encuentran condensados buena parte de los rasgos que definen a esa nueva bibliografía. Un primer rasgo es que la mayor parte de quienes participan de ella pertenecen a una nueva generación de historiadores que, además, suelen provenir de la periferia peninsular. Una generación golpeada por la crisis y la precarización del medio laboral universitario, que pudo socializarse políticamente en el asociacionismo por la memoria, el 15-M o las movilizaciones feministas y que puede estar lo suficientemente alejada de la primera historia social de la guerra como para identificarse con otras sensibilidades. En segundo lugar, el interés ha basculado de una retaguardia a otra. Hasta el cambio de siglo, la historia social de la guerra tenía la zona republicana como escenario predilecto, probablemente por la búsqueda implícita de genealogías identitarias. Ahora las miradas se dirigen sobre todo a la zona franquista y a los orígenes sociales de la dictadura. En tercer lugar, el enfoque es el de una historia desde abajo que trata de acercarse a las y los españoles de a pie, a menudo a los de grupos subalternos. Pero ese enfoque no se contenta con mostrar las duras condiciones de vida y formas de violencia sufridas. Indaga, además, en la variedad de actitudes de las gentes, en cómo experimentaron e intervinieron en sus vivencias y, en definitiva, en su agencia. En cuarto lugar, los marcos temáticos son aquellos en los que se puede seguir el rastro de prácticas cotidianas que no habían sido objeto de atención antes y que permiten reconstruir la vida diaria, relaciones, actitudes, experiencias e imaginarios de la mayoría de la población.
Entre esos ámbitos temáticos estarían la conflictividad, la vida cotidiana, la movilización
femenina o la violencia en la zona republicana Thomas (
Nos encontramos ahí la veta de estudio sobre las mujeres y sus violencias sexuadas,
experiencias, formas de movilización y agencia específicas, que ahora ha ampliado
los objetos de estudio y el diálogo con otras historiografías Prada Rodríguez ( Pérez-Olivares ( Entre otros, Anderson (
Está igualmente la ya citada cuestión de los apoyos sociales al franquismo, de las
diferentes actitudes hacia él y de las formas de resistencia al mismo régimen. La
idea de partida era que el franquismo no se pudo constituir solo sobre el miedo, sino
que una parte de la población colaboró en su construcción desde abajo. A partir de
ahí, la investigación reciente ha perfilado mejor las experiencias, intereses y valores
que podían llevar a fidelizarse con la Victoria. Se han identificado las muchas y
cambiantes actitudes individuales y colectivas de quienes vivieron bajo la dictadura,
que a su vez podían obedecer a múltiples factores Cabana ( Entre otros, Rodríguez Barreira ( Por ejemplo, Matthews (
Y esto, como en la canción del grupo barcelonés Facto Delafé, no se para. Lo que llevamos
de esta tercera década de siglo no ha dejado de generar publicaciones de ese tenor.
Algunas cultivan con buenos frutos más de uno de esos ámbitos temáticos, como el militar,
las vivencias y movilizaciones en retaguardia y el género, o la guerra y las estrategias
de supervivencia Matthews ( García Funes ( Del Arco Blanco (
No todos los ejemplos apuntados son en puridad ejercicios de historia social, o no
solo ni principalmente. Desde luego no lo son desde una noción del concepto que implique
cuantificar los procesos estudiados. E incluso desde otras más laxas, es posible que
sus autores y autoras no se reconozcan como historiadores sociales y en no pocos casos
parecen acercarse más a la nueva historia política o a cierta historia cultural. Ahora
bien, incluyen en mayor o medida los elementos de ese mínimo común denominador que
hemos adjudicado a la historia social. Y en conjunto permiten sugerir que reconocerse
en ella ya no es solo una etiqueta. Como permite pensarlo otro trabajo, este dedicado
a indagar en primera persona en la práctica de las y los historiadores del periodo
La guerra, escribe Juan Eduardo Zúñiga en uno de sus relatos sobre el Madrid bélico,
sacó a un sinfín de personas de su «historia anónima»; por ejemplo, poniendo un fusil
en sus manos, y las llevó a «ser protagonistas de un episodio excepcionalmente grave
en la crónica del país»
Este artículo ha argumentado que existe una historia social de esa guerra civil y que es una manera todavía útil de estudiar y relatar aquella contienda. El recorrido que hemos llevado a cabo en estas páginas puede condensarse en cuatro conclusiones. En primer lugar, la historia social de ese conflicto bélico ya no es lo que era o fue. Después de haber desempeñado un papel principal, ese modo de historiar la guerra entró en el siglo xxi en un proceso de transformación que lo enriqueció, pero al mismo tiempo lo desdibujó e hizo replegarse. En segundo lugar, si dejó de ser lo que había sido, no era porque quedara cautiva y desarmada. El cambio obedecía tanto a las costuras del propio enfoque como a una compleja urdimbre de mutaciones y desplazamientos que ocurrieron en el campo historiográfico y, en general, en el mundo del cambio de milenio. En tercer lugar, los últimos años presentan indicios de que una nueva generación dirige de nuevo los ojos, aunque sea con otras miradas, hacia algunos de los rasgos que suelen asociarse a la historia social o a la historia desde abajo para desde ahí estudiar la guerra y los orígenes del franquismo. Y, en cuarto lugar, eso permitiría sugerir que, con o sin esa etiqueta, la historia social no es ya historia, no es cosa pasada, sino que tiene presente y puede tener futuro. Eso no quiere decir que sea la perspectiva mayoritaria en la bibliografía actual sobre la guerra civil. Y aunque no se trata de erigir fronteras que compartimenten el conocimiento sobre ese periodo, tampoco hay que extender acríticamente el calificativo social a historias que no lo son o que lo son solo en parte. Basta con constatar que es un enfoque presente y fértil en esa producción. Este texto reivindica su necesidad, en constante renovación, pero sin perder su mínimo común denominador, para estudiar contextos como la guerra civil y su posguerra.
De alguna manera, se confirma una vez más aquello de que la historia no está nunca
escrita de una vez por todas y que la producción de conocimiento histórico no es un
mero proceso acumulativo de datos y erudición que camine en línea recta. Como intuyó
John Berger en Modos de ver, «la historia constituye siempre la relación entre un presente y su pasado» Entre muchos otros, Jordanova (
La historia de la guerra civil tiene ya poco de aquel viejo relato de grandes personajes.
Si volvemos a los términos de Brecht y Alexiévich, en ella ocupan un papel indiscutible
los pueblos y clases populares y las experiencias de las mujeres, y habría que añadir
los mecanismos de construcción cultural y representación de esas categorías y experiencias.
Pero la guerra así vista, a ras de suelo, es todavía menos conocida que la de los
grandes dirigentes, organizaciones e hitos políticos, la de los mandos y ofensivas
militares y las cancillerías internacionales. Esta afirmación no hace justicia al
conjunto de monografías especializadas y artículos en revistas indexadas. Pero no
chirría tanto referida a parte de los manuales y obras generales sobre el periodo.
Es discutible hasta qué punto la guerra desde abajo ha conseguido colarse junto a la guerra desde arriba en la mayoría de los productos editoriales y audiovisuales de divulgación. Y qué decir
sobre cómo se enseña en la educación primaria y secundaria, lastrada por inercias
al cambio curricular y por las «impregnaciones del franquismo» Moro (
Como balance, es exagerado afirmar que, con su renovación, diversidad de fórmulas
y pluralismo metodológico, «hemos ganado la batalla de la historia social» Como vaticinara en su día el último Tuñón de Lara (
Concluimos así. Mi respuesta a la pregunta que da título al artículo es que sí. Siempre y cuando la renovación y el diálogo entre enfoques no impliquen contentarse con revoltijos banales, no son tan malos tiempos para esa vieja lírica: la del estudio con rostro social del pasado. Si además no perdemos de vista la historicidad de nuestras propias prácticas eruditas, empezando por los giros y búsquedas de nuevas rutas, entonces podremos incluir en nuestras indagaciones el modo en que esos relatos y quienes los elaboramos formamos parte de esa inextricable madeja sin cuenda de nudos y vínculos que es lo social (y hasta qué punto influimos a su vez en su producción). De modo que, lejos tanto de posturas fatalistas como de una ingenua celebración, tal vez no estemos en un mal escenario para seguir estudiando la guerra de 1936 y su tiempo desde esta forma de escribir historia. De hecho, es posible que la investigación sobre esa guerra y su posguerra sea parte importante, en este país, de la continua redefinición de ese enfoque que llamamos, con mayor o menor precisión, historia social.
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