Laicidad asediada: legalismo religioso italiano en tiempos de populismo

Propaganda política y uso instrumental de la religión (Fuente: Il Foglio, 18 giugno 2018)

Propaganda política y uso instrumental de la religión (Fuente: Il Foglio, 18 giugno 2018)

Paola Chiarella, Universidad de la Magna Graecia, Catanzaro (Italia)
Senior Researcher en Filosofía del Derecho

La laicidad es un principio característico de la cultura jurídica europea a partir de la modernidad y, en particular, desde el punto de inflexión que tiene lugar con el humanismo jurídico hasta su consolidación más madura de la Ilustración. A partir de esta época, la fuente de legitimidad de la ley y de la política se encuentra progresivamente en razones seculares, que ya no tienen la carga de las hipotecas teológicas. La neutralidad religiosa del Estado, lejos de ser blasfema, se convierte en un elemento ineludible de la convivencia civil.

 La laicidad es alcanzada por una especie de “agotamiento” causado por las guerras religiosas. A partir de la Reforma Protestante, la religión se había convertido en un factor mortal y la necesidad de poner fin a esta emergencia llevó a Grocio a teorizar la primera fórmula de la laicidad en una hipótesis experimental: tratemos de pensar “etsi Deus non daretur aut non curari ab eo negotia umana” en la creencia de que la distinción entre el bien y el mal es conocible independientemente de la sensibilidad religiosa o de la revelación de las Sagradas Escrituras. Los resultados correctos en términos de justicia se obtienen con la misma certeza de un cálculo matemático, de modo que Dios no puede alterar la suma de dos más dos, ni el sentido de la justicia, reconocible por cada ser racional.

Grocio llega a esta conclusión en el fondo del peculiar proceso de secularización, gracias al cual las esferas sociales se separan y difieren de la religión. La política, la economía, el derecho, la moral y la ciencia se liberan del poder condicionante de la reflexión teológica, y descubren que pueden funcionar perfectamente incluso sin ella. Las cuestiones jurídicas y políticas se deciden en contextos discursivos que están cada vez menos influenciados por la referencia al concepto de una verdad superior e indiscutible, y se refieren al principio de autoridad y autonomía del político. Excluyendo el condicionamiento de cualquier teología política, como resultado de una expropiación semántica de conceptos jurídicos de un contexto religioso, las prácticas de poder no se legitiman a priori, desde arriba y de una vez por todas. En cambio, ellas están sometidas continuamente a una prueba de aceptabilidad discursiva y utilitarista de sus conclusiones. El hombre moderno es guiado por una ética individual, sea religiosa o laica, que queda al margen de la construcción social y de los fines de la política y del derecho. Sin embargo, no se descuida la importancia de la ética privada, considerada como «un camino para alcanzar la autonomía o la independencia moral, un proyecto de salvación, con el objetivo de alcanzar el bien, la virtud o la felicidad» (G. Peces-Barba Martínez,  “Ética pública-Ética privada”, Anuario de Filosofía del derecho, XIV, 1997, p. 538).

Sin embargo, neutralizando la pretensión de traducir la verdad privada a la esfera pública, la ética pública en materia social y política es la de las instituciones de los procedimientos, de los valores seculares, de los principios, y de los derechos fundamentales. La finalidad de la ética pública es que todos los ciudadanos, en la mayor medida posible, estén en condiciones de desarrollar los rasgos de su dignidad y especialmente el de escoger libremente su moralidad privada porque la política moderna es lo trascendental de la razón práctica y de la libertad. Esto abre el camino a las tradiciones liberales, ilustradas, positivistas, científicas, darwinistas, y republicanas.

La Italia liberal siguió siendo fuertemente católica y la lucha por la laicidad fue mucho más larga y compleja. No hay que olvidar la peculiaridad del caso italiano. La unidad nacional del País se obtuvo a expensas del Estado Papal, que se vio considerablemente reducido hasta la conquista de la capital en la “cuestión romana”. La Iglesia de Roma jugó un papel opuesto en el movimiento de independencia y unificación nacional, tanto que la lealtad al Papa y el patriotismo no eran lealtades compatibles. Esta matriz de oposición se puede observar en la síntesis magnífica del pensamiento liberal que se encuentra en las palabras del Presidente del Consejo de Ministros de la recién formada Italia, Camillo Benso de Cavour: Iglesia libre en Estado libre, pronunciadas en su primero discurso a la Cámara de Diputados en marzo de 1861. El verdadero punto de inflexión hacia la laicidad, al menos desde un punto de vista normativo, se cumple en la Italia republicana con la promulgación de la Constitución. En la reconstrucción de la posguerra, el derecho italiano también participó en la construcción de una estructura constitucional opuesta a los principios fascistas que contemplaban a Dios en la triada de sus ideales, juntos con los de patria y familia. Se introdujeron muchas innovaciones a través de dos pilares del personalismo y del pluralismo que transformaron instituciones y prácticas interpretativas en los diversos campos del sistema jurídico. El estatuto constitucional de la laicidad es el de los principios supremos, aunque esto no se menciona expresamente en el texto. Pero fue el Tribunal Constitucional el que lo declaró en la famosa sentencia n. 203 de 1989 sobre la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas, constituyendo «uno de los perfiles de la forma de Estado esbozado en la Carta Constitucional de la República». Si leemos la Constitución como un documento vivo, derivamos de ella los meta-principios que constituyen requisitos previos, y podríamos decir, obvios de la lectura combinada y sistemática de otros principios fundamentales textualmente proclamados.

En los últimos años la política de nuestro tiempo ha adquirido fuertes tonos populistas que en el caso italiano implican, no por casualidad, entre otras cosas, una violación de la laicidad del Estado a través de la apelación a la identidad y a la herencia simbólica de la religión católica. Esto sucede porque el populismo opera en los extremos límites de la democracia representativa y constitucional, por lo que a menudo es posible que sea violando lo que es legal y políticamente admisible y correcto (N. Urbinati, Il populismo come confine estremo della democrazia rappresentativa. Risposta a McCormick e a Del Savio  e Mameli, Micromega. Il rasoio di Occam).

En nombre de la concreción política, el populismo puede despreciar el respeto por las formas si, gracias a una mayoría que lo apoya, quiere convertirse en un catalizador de la voluntad popular de la manera más directa posible, pero se basa en la suposición errónea de que la voluntad popular hace coincidir el ser y el deber ser.

Pero de esta manera se pierde el nexo política-civilización, directamente conectado a la representación política, cuyo sello democrático no es la mera expresión de la voluntad de los representados (como en la representación del derecho privado), sino la confirmación del mandato ejercido de acuerdo con el ideal de la democracia constitucional basada en procedimientos, límites normativos insuperables de los principios supremos; y partidos políticos y asociaciones como órganos de mediación y reelaboración meditada de las demandas sociales. Sin considerar que, desde la tradición hobbesiana, la política ha sido percibida como necesidad de controlar las ansiedades y el malestar social. El populismo, por el contrario, los fomenta como combustible necesario para su  afirmación y persistencia en el poder.

Hoy en día, la laicidad recobra una importancia no sólo en el tradicional plano de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, sino también en la perspectiva de salvaguardar el presente y el futuro de la democracia, que nunca como en estos tiempos, navega en aguas tormentosas.

¿Qué se puede ganar, más específicamente pisoteando la laicidad? ¿por qué el populismo la considera un principio despreciable? Una de las razones puede ser que la laicidad no conoce enemigos y, apuntando a la máxima inclusión, no apela a una identidad connotada religiosamente para la cual lo diferente es el extraño, el que se encuentra en la oscuridad del error y es, en última instancia, el enemigo si no está dispuesto a convertirse. La política asume entonces la obligación de protección de la identidad nacional y de la integridad moral. En cambio, en la tradición liberal y constitucionalista, la política se ejerce sin una fuerte dependencia del concepto de identidad, pero sobre la base de la voluntad del acuerdo de establecer una comunidad basada en el derecho y, precisamente, en la definición clara de los límites del poder. Y además, el discurso religioso retocado y manipulado por el populismo es fragmentario y divisor en la medida en que también debe defender su identidad específica, con respecto a una manera diferente de creer, aunque también expresa un mensaje de amor. El paradigma amigo-enemigo de la fe es fácil de emplear, especialmente en el tiempo de flujos migratorios, utilizando la amenaza de la islamización para adoptar políticas restrictivas y excluyentes. Pero si tal enemigo puede ser políticamente útil, el aparato simbólico de la religión viene en ayuda como dispositivo que une y compacta. La unidad del sentimiento religioso es una oportunidad políticamente ventajosa.

En nombre de una voluntad popular llevada a su nivel extremo de expresión, la laicidad es un obstáculo que hay que superar sin demasiados pensamientos. En virtud del mandato, la democracia es cada vez menos representativa y mucho más “ejecutiva” y el lugar de la disidencia ya no es el Parlamento sino la plaza pública. Con estas suposiciones, el valor y el papel de los partidos tradicionales se dispersan porque están acusados de obstaculizar la voluntad de las personas, contaminándola con la ficción representativa de su función. La apelación casi primordial a la “comunidad”, que precede a todo y de la cual todo se legitima, autoriza una actitud cerrada, autorreferencial y nacionalista que para la protección de los derechos fundamentales antepone el ciudadano a la persona. Y por ejemplo, en la gestión más compleja de la relación con el extranjero, solo el ciudadano es una persona.

De estos supuestos se desprende que el populismo también expresa una cierta intolerancia hacia los derechos individuales. Las operaciones políticas que afectan al sistema ponen sus efectos en los derechos de aquellos que están excluidos del frente compacto de la mayoría. Entonces, la democracia que quiere ser lo más directa posible a nivel sistémico, paga al precio de los derechos individuales, sin percibir la gravedad de la violación, en nombre de la sustancia de la acción política: en “nombre de Dios” en lugar del “yo” para llevar adelante políticas no liberales. La subjetividad libre, autónoma e igualitaria es un obstáculo para el logro del bien común, o incluso de la “salud pública”. El ideal emancipador de la laicidad es peligroso porque el sujeto debe referirse a los valores del grupo al que pertenece, de lo contrario no es un verdadero o buen ciudadano.

 La mayoría populista se opone a este respecto, a una minoría no caracterizada por la religión, que aunque formalmente parte de la gente, no comparte un conjunto de valores y, por lo tanto, amenaza la salud del cuerpo social, porque realmente “no les importa el bien de los italianos”. Desde aquí, no es difícil para la legislación ser esencialmente la otra cara de la evangelización, pero una cara no liberal que puede recurrir al uso de la fuerza. Surge un “populismo autoritario” que se legitima a sí mismo en virtud de los resultados que promete alcanzar a cualquier coste. Así, critica el nihilismo de la modernidad con su corte de raíces y pertenencia, aceptando la dominación como algo natural. Este enfoque esconde el esfuerzo por hacer de la política un espacio con alto intercambio de valores, incluidos los valores religiosos, para cubrir las brechas generadas por otros problemas económicos y sociales.

Se inaugura una nueva era del hierro basada en fuertes identidades. Las dos espadas del poder civil y religioso, según la famosa metáfora del papa Gelasio, se fusionan y la solidez del hierro de cada uno se pierde por el óxido de la infidelidad a su propia vocación cuyo peligro se siente por un sincero sentimiento religioso. Levantar rosarios, cruces y besar el evangelio en la plaza pública por parte de los exponentes políticos es un uso oportunista de la religión al que los ciudadanos y los creyentes deben oponerse para no usar el nombre de Dios en vano, y también porque el crucifijo es un símbolo antipopulista por excelencia, que nos invita a ser cautelosos en el recordar la posibilidad de incurrir en errores fatales, precisamente en nombre de una mayoría populista. 

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