PARLAMENTO Y DEMOCRACIA: A propósito de una monografía de José Esteve Pardo.

Parlamento y democracia

Javier Tajadura Tejada
Profesor Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.

La Europa de entreguerras en general, y la Alemania de Weimar en particular, fue un impresionante laboratorio constitucional del que surgió no sólo la constitución democrática sino también toda una serie de conceptos esenciales para la cabal comprensión de los regímenes constitucionales del presente.

En su obra El pensamiento antiparlamentario y la formación del Derecho Público en Europa  (Marcial Pons, Madrid, 2019) el profesor Esteve Pardo explica la genealogía y la evolución de esas categorías: desde el control de constitucionalidad de las leyes hasta la potestad del gobierno de dictar normas con rango de ley. El común denominador de las diversas teorías y doctrinas examinadas es su dimensión crítica respecto al parlamentarismo liberal.

Ahora bien, al referirnos al “pensamiento antiparlamentario” tenemos que advertir que bajo el mismo sintagma se agrupan teorías muy diversas en cuanto a su objetivo o finalidad. Por un lado, están todas aquellas que realizan una crítica trascendente del parlamentarismo y que, certificando su defunción por su incompatibilidad con los nuevos tiempos, defienden soluciones no democráticas. Carl Schmitt sería su más egregio representante.  Por otro lado, nos encontramos con teorías cuyo objetivo principal no es acabar con el parlamentarismo sino, al contrario, garantizar su supervivencia mediante su limitación. “El más afinado pensamiento crítico hacia el poder del Parlamento -escribe Esteve- no fue el que aspiraba a suprimirlo, sino a domarlo. Es el pensamiento que concibe toda una serie de teorías e instituciones con las que se pretende moderar y racionalizar el poder y la actuación de los parlamentos. Esta es la línea que acaba dejando una marcada impronta en el orden jurídico y constitucional en el que todavía seguimos instalados”.

El pensamiento antiparlamentario fue gestado en los ambientes académicos como reacción a las transformaciones sociales que implicó el advenimiento de la democracia de masas. La irrupción de las masas se percibió como una fuerza que, por su carácter nivelador, ponía en cuestión la aristocracia del saber y del mérito profesional a la que pertenecían los académicos. El recelo hacia las masas fue, por ello, mucho más ostensible en el país en que esa aristocracia había alcanzado una posición de absoluto predominio: Alemania. Allí se formó una aristocracia del todo inédita en Europa –y de la que sólo se podía encontrar un remoto y lejano precedente en la institución del mandarinato en China tal y como advirtió sagazmente Max Weber- en la que el elitista y meritocrático sistema universitario prusiano tuvo un papel fundamental.

El predominio social y político de “los mandarines” se reflejaba en el hecho de que, a mediados del siglo XIX, los profesores universitarios, altos funcionarios y profesionales liberales ocupaban la práctica totalidad de los escaños de las asambleas legislativas de Alemania. A título de ejemplo, el 22 por ciento de los diputados de la Asamblea que elaboró la Constitución de Fráncfort de 1849 eran catedráticos de Universidad. Esteve explica cómo al concluir el siglo y entrar en escena los partidos de masas, los profesores no es que sean expulsados, sino que se retiran del escenario político. Retirada que el insigne constitucionalista Heinrich Triepel justifica porque los partidos de masas “han generado un ambiente en los parlamentos en el que difícilmente puede integrarse un profesor”. La retirada de la escena parlamentaria de los profesores e intelectuales fue casi completa en Alemania y no se produjo en igual medida en Francia ni en Italia ni en España. En el parlamento italiano intervinieron muy activamente profesores como V. E. Orlando o G. Mosca (declarados antiparlamentarios) y lo mismo puede decirse del parlamento de la II República española. En todo caso en la segunda mitad del siglo XX se produjo una migración académica. Los profesores que durante el siglo XIX tuvieron amplia y reconocida presencia en las asambleas legislativas se retiraron de ellas y acabaron recalando como magistrados en los Tribunales Constitucionales.

El objeto de la crítica del pensamiento antiparlamentario fue el Estado liberal burgués de Derecho. El pensamiento antiparlamentario es en realidad pensamiento crítico del liberalismo anclado en las ideas de la Ilustración. El individuo y su autonomía son cuestionados desde la sociología y desde las ciencias de la mente. Un historiador ha llegado a afirmar que Freud arrojó a la basura la idea de responsabilidad moral individual que es el presupuesto del régimen liberal. Y si no existen los individuos tampoco puede haber derechos subjetivos. En ese contexto llegó incluso a afirmarse que “los derechos fundamentales pertenecen a la historia” (E. Fortshoff). Aunque se trate de posiciones que hoy consideremos aberrantes, el autor recuerda que en aquellos años estaban bien extendidas en Europa. Esas premisas alimentaron la crítica doctrinal al parlamentarismo, por un lado, y al positivismo legalista por otro.  Duguit en Francia; Mosca, Orlando y Romano en Italia; Gumersindo de Azcárate y Adolfo Posada en España; Schmitt y Triepel en Alemania. La crítica al parlamentarismo determinó también la crítica frontal a la ley para suplantarla por otras nociones: la regla social (Duguit) o la institución (Hauriou) y, sobre todo, para limitarla. Para acabar con el absolutismo parlamentario se reivindicó el control de constitucionalidad de las leyes (Triepel).

Ahora bien, todos estos insignes juristas -a los que Esteve agrupa como pensadores antiparlamentarios- no se limitaron a criticar lo existente, sino que propusieron teorías alternativas en lo que puede considerarse la segunda y muy relevante etapa de formación del Derecho Público en Europa (siendo la primera la Revolución francesa). Surgieron entonces la doctrina de las relaciones especiales de poder como espacio exento de la intervención del legislador parlamentario (Mayer); la potestad del Gobierno de dictar normas con rango de ley (decretos-leyes, S. Romano); la vinculación y limitación del legislador (institucionalismo, Hauriou); el control judicial de las leyes para acabar con la “tiranía parlamentaria” (Triepel); la renovación del Derecho administrativo como consecuencia del creciente intervencionismo estatal (la teoría de la Administración como prestadora de E. Forsthoff); la teoría del servicio público configurada de manera objetiva al modo institucional.

Entre los numerosos e ilustres juristas “antiparlamentarios” cabe destacar por la proyección de sus doctrinas hasta el presente a Triepel y a Hauriou. Triepel, al que el autor considera con razón, “una de las principales cabezas de un pensamiento antiparlamentario que no degeneró nunca en posiciones antidemocráticas o dictatoriales”, fue un gran defensor de que los jueces tuvieran la potestad de controlar la constitucionalidad de las leyes y ejerció una gran influencia en la Alemania de la postguerra a través de su discípulo G. Leibholz que formó parte del primer Tribunal Constitucional alemán. Allí proyectó las ideas defendidas en su tesis (bajo la dirección de Triepel) sobre la prohibición de que el legislador establezca regulaciones diferenciadas de manera arbitraria.

Por otro lado, el pensamiento institucionalista de Hariou se proyecta también hasta nuestros días. Para el profesor de Toulousse, las instituciones representan en el Derecho como en la historia, la categoría de la permanencia, de la continuidad y de lo real, la operación de su constitución constituye el fundamento jurídico de la sociedad y del Estado. “El que captó con su fino olfato las posibilidades que abría la teoría de la institución de Hauriou, -apunta Esteve Pardo- para lanzarse sobre ella como un felino fue Carl Schmitt”. Schmitt –en el marco de la constitución de Weimar- advirtió que las instituciones garantizadas constitucionalmente disponen de una protección especial frente al legislador: este puede regularlas, pero no disolverlas ni desnaturalizarlas. Operan así como un límite infranqueable para el legislador.

Las doctrinas de los autores antiparlamentarios -los que realizaron crítica constructiva- germinaron y cristalizaron en instituciones que hoy siguen vigentes. Esta tarea no fue desarrollada por la generación de entreguerras sino por la posterior que entró en escena después de la Segunda Guerra Mundial. Esteve examina los vínculos entre la generación de Weimar y la de Bonn. Son semblanzas que recuerdan a la imprescindible y sugerente obra (en dos volúmenes) del también administrativista F. Sosa Wagner dedicado a los maestros alemanes del Derecho Público. El legado de Weimar y de lo mejor del pensamiento antiparlamentario fue la concepción del legislador parlamentario como un poder limitado y la teoría del contenido esencial de los derechos fundamentales como un límite al legislador. Ello se reflejó en la Ley Fundamental de Bonn y en su exégesis. Cabe destacar dos aportaciones fundamentales. La primera, la comprensión institucional de los derechos fundamentales (Häberle). Comprensión que se extiende tras la caída de sus regímenes dictatoriales a Portugal y España. La segunda, la vinculación del legislador a los principios de proporcionalidad y razonabilidad (Lerche). Partiendo de la obra de Triepel, Lerche concluye que la constitución establece no solo una vinculación negativa al legislador (límites que no puede sobrepasar) sino también positiva al señalar directrices de actuación (y mandatos). Surgió así la noción controvertida pero fecunda de “Constitución dirigente” que el profesor de Coimbra, J.J. Gomes Canotilho desarrolló en una obra espléndida. Podemos considerarlo el último capítulo de esta historia del  pensamiento antiparlamentario.

La lectura de esta sugerente monografía pone de manifiesto, al menos, tres cuestiones que quisiera subrayar:

La primera es la existencia de un Derecho Público europeo que se nutre de las diversas aportaciones de autores de los distintos estados y en el que las teorías surgidas en un país influyen en las de otros. La garantía institucional de Schmitt se inspira en Hauriou que se inspira a su vez en la filosofía vitalista de Bergson. De Schmitt pasó a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán y de allí a la constitución portuguesa y a la nuestra. Esta obra permite rastrear este y otros muchos ejemplos que demuestran las conexiones e itinerarios de diferentes conceptos y categorías.

La segunda es la relevancia de la doctrina científica. Muchos de los conceptos y categorías que vertebran el Derecho Público del siglo XXI fueron gestados por ilustres profesores hace cien años.  Sus aportaciones fueron decisivas para hacer avanzar el conocimiento y, en definitiva, para hacer progresar a la sociedad.  Avance que solo es posible a partir de un elemento que es esencial a la Universidad: la relación maestro-discípulo. Fueron los discípulos de la generación de Weimar los que con el legado recibido de sus maestros forjaron el Derecho público de la nueva Alemania que tan decisiva importancia tuvo para la configuración del Derecho constitucional español a partir de 1978. Esta es una de las conclusiones más importantes de la obra y está rigurosamente demostrada (Leibholz, discípulo de Triepel, Hesse de Smend, Forsthoff y Böckenforde de Schmitt, etc.).

La tercera es la necesidad de diferenciar con claridad entre las doctrinas que pretenden mejorar el parlamentarismo y las que pretenden su liquidación. El parlamentarismo hoy como ayer presenta problemas que deben ser afrontados y corregidos, pero desde la óptica de que se trata de algo valioso y digno de ser preservado. Desde el pensamiento crítico, el que utiliza la razón para perfeccionar o mejorar lo existente, se pueden formular propuestas de mejora de la democracia parlamentaria. Ahora bien, la honestidad científica obliga a denunciar las falacias de un nuevo pensamiento antiparlamentario y antiliberal que enarbolado hoy por movimientos políticos populistas y ultranacionalistas -desde Polonia hasta Brasil- pretende oponer el pueblo al parlamento. Lo hace con argumentos similares a los defendidos por aquellos autores que hace cien años en lugar de mejorar el parlamentarismo propusieron su liquidación. Por un lado, defendiendo un entendimiento agonístico de la democracia en clave de identidad y de decisión. Por otro, resucitando la categoría schmitiana de “la democracia iliberal”. Frente a ese nuevo antiparlamentarismo hay que recordar que la democracia es acuerdo y compromiso (Kelsen) y por ello no es posible sin el Parlamento. Y que desde la óptica del Estado Constitucional como Estado que limita y controla el poder para garantizar la libertad, “la democracia iliberal” es un oxímoron inaceptable.

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